Capítulo cinco

Aquella misma tarde Hatsumono me llevó al Registro de Gion. Yo esperaba algo inmenso, pero resultó que no consistía más que en unas cuantas habitaciones con tatamis oscuros, situadas en el segundo piso del edificio de la escuela, y llenas de mesas y libros de contabilidad y con un olor terrible a tabaco. Un oficinista levantó la vista de la mesa para mirarnos a través de una cortina de humo, y nos indicó con la cabeza que pasáramos a la habitación que había a su espalda. Allí, en una mesa llena de papeles, estaba el hombre más grande que yo había visto en mi vida. Entonces todavía no lo sabía, pero aquel hombre había sido un luchador de sumo; y realmente, si hubiera salido y se hubiera dejado caer con todo su peso contra uno de los lados del edificio, todas aquellas mesas se hubieran caído de la tarima de tatami al suelo. No había sido un luchador lo bastante bueno para tener un nombre al jubilarse, como lo hacen algunos; pero le gustaba que le siguieran llamando por el nombre que utilizaba en sus días de luchador, que era Awajiumi. A algunas geishas les hacía gracia llamarle por el diminutivo Awaji.

No bien entramos, Hatsumono desplegó todo su encanto. Era la primera vez que la veía hacerlo. Le llamó: «Awaji-san». Pero por su forma de pronunciarlo, no me habría sorprendido que se hubiera quedado sin aliento a media palabra, porque sonó así: «Awaajii-saaannnnnn».

Parecía que lo estaba regañando. El dejó la pluma sobre la mesa al oír la voz de Hatsumono, y sus dos inmensas mejillas se movieron hasta las orejas, lo cual era su forma de sonreír.

– Mmm… Hatsumono-san -dijo-, ¡no sé qué voy a hacer como sigas poniéndote más guapa!

Cuando hablaba sonaba como un grave susurro, porque muchos luchadores de sumo se destrozan las cuerdas bucales, al aplastarse el cuello como lo hacen.

Podía tener el tamaño de un hipopótamo, pero Awajiumi era muy elegante en el vestir. Llevaba un kimono con pantalones de raya fina. Su trabajo consistía en garantizar que todo el dinero que pasaba por Gion iba adonde se suponía que debía de ir; y un chorrito de ese río de dinero desembocaba directamente en su bolsillo. Esto no quiere decir que estuviera robando, sino que era simplemente como funcionaba el sistema. Dado que Awajiumi tenía un trabajo tan importante, a todas las geishas les interesaba tenerlo contento. Por eso tenía fama de pasar más tiempo sin sus elegantes ropas encima que con ellas.

Charlaron durante un buen rato y finalmente Hatsumono le dijo que había ido a registrarme para la escuela. Awajiumi todavía no me había mirado realmente, pero entonces volvió su enorme cabeza. Un momento después, se levantó y subió uno de los estores de papel para que entrara más luz.

– ¡Pero bueno! Creí que mi vista me engañaba -dijo-. Deberías haberme dicho antes que venías con una niña tan bonita. ¡Qué ojazos! Son del color de los espejos.

– ¿De los espejos? -dijo Hatsumono-. Los espejos no tienen color Awaji-san.

– Claro que lo tienen. Son grises. Cuando tú te miras al espejo, sólo te ves a ti; pero yo sé reconocer un lindo color cuando lo veo.

– ¿Ah, sí? Pues a mí no me parece tan lindo. Una vez vi a un ahogado que habían sacado del río, y tenía la lengua exactamente del mismo color que los ojos de ésta.

– Tal vez eres demasiado bonita para ver la belleza en otra parte -dijo Awajiumi, abriendo un libro de cuentas y tomando la pluma-. Pero vamos a registrar a la muchacha. Vamos a ver… Chiyo, ¿no? Dime tu nombre completo, Chiyo, y tu lugar de nacimiento.

En cuanto oí estas palabras, me imaginé a Satsu mirando a Awajiumi, confusa y asustada. Probablemente había estado en esta misma habitación en un momento u otro; si yo tenía que registrarme, ella también tendría que haberlo hecho.

– Mi apellido es Sakamoto -dije-. Nací en Yoroido. Tal vez ya haya oído alguna vez el nombre de este pueblo, por mi hermana mayor, Satsu.

Creí que Hatsumono se pondría furiosa conmigo; pero para mi sorpresa, hasta pareció encantarle mi pregunta.

– Si es mayor que tú, ya tendría que estar registrada -dijo Awajiumi-. Pero no me suena. No creo que esté en Gion.

Entonces cobró sentido la sonrisa de Hatsumono; sabía de antemano lo que iba a decir Awajiumi. Si tenía alguna duda acerca de si había hablado realmente con mi hermana, como ella afirmaba, dejé de tenerla. Había en Kioto otros barrios de geishas, pero no los conocía. Satsu debía de estar en alguno de ellos, y yo estaba decidida a encontrarla.


Cuando volví a la okiya, la Tía me esperaba para llevarme a los baños que había un poco más abajo en nuestra misma calle. Ya había estado allí, pero con las criadas mayores, que normalmente me daban una toallita y un trozo de jabón y luego se agachaban en el suelo de azulejos a lavarse ellas, mientras yo hacía lo mismo. La Tía fue mucho más amable, y se arrodilló a mi lado para frotarme bien la espalda. Me sorprendió que no tenía pudor alguno, y dejaba que le colgaran los pechos como si fueran dos botellas. Incluso me dio varias veces con uno sin querer.

Después de esto volvimos a la okiya y me vistió con el primer kimono de seda que he llevado en mi vida; era un kimono azul fuerte con un estampado de hojas de hierba alrededor del bajo y flores amarillas en las mangas y el cuerpo. Luego me condujo al cuarto de Hatsumono. Antes de entrar me advirtió que no distrajera a Hatsumono bajo ningún concepto ni hiciera nada que pudiera enfadarla. Entonces no entendí por qué me decía todo aquello, pero ahora sé perfectamente bien por qué le preocupaba tanto. Pues cuando una geisha se despierta por la mañana es una mujer como cualquier otra. Puede que tenga el cutis grasiento tras las horas de sueño y que le huela mal el aliento. Cierto es que puede llevar un peinado asombroso, pero en cualquier otro respecto es una mujer como todas, y no es una geisha. Sólo cuando se sienta ante el tocador para maquillarse se convierte en geisha. Y no me refiero a que esto suceda cuando empieza a parecerse físicamente a una geisha, sino a cuando empieza a pensar como una geisha.

En la habitación, me dijeron que me sentara como a un brazo de distancia de Hatsumono, justo detrás de ella, en donde pudiera verle la cara reflejada en el pequeño espejo de su tocador. Estaba de rodillas sobre un cojín y llevaba una bata de algodón sobre los hombros; tenía en la mano como media docena de brochas y pinceles de maquillaje de varias formas y tamaños. Algunos eran tan anchos como abanicos, mientras que otros eran estrechos como palillos, sólo con una punta de suave pelo en el extremo. Por fin se volvió y me los enseñó.

– Estos son mis pinceles -dijo-. ¿Y te acuerdas de esto? -sacó del cajón del tocador un tarro con maquillaje blanco y lo agitó en el aire para que yo lo viera-. Éste es el maquillaje que te dije que no tocaras.

– Y no lo he tocado -dije. Olisqueó el tarro cerrado varias veces y dijo:

– No, creo que no lo has tocado -dejó el maquillaje en el tocador y agarró tres barras de pigmento, que me alargó en la palma de la mano para que las viera.

– Estas sirven para las sombras. Puedes mirarlas.

– Tomé una de las barras. Tenía el tamaño del dedo de un bebé, pero era dura y lisa como una piedra, de modo que no dejó restos de color en mi piel. Un extremo estaba envuelto en delicado papel de plata, que estaba despellejado de tanto uso.

Hatsumono guardó las barras de pigmento y sacó algo que a mí me pareció una ramita quemada en un extremo.

– Este es un bonito trozo de madera de paulonia -dijo-, y sirve para pintarme las cejas. Y esto es cera -desenvolvió dos barras de cera a medio usar y me las mostró.

– Dime, ¿por qué crees tú que te estoy enseñando todas estas cosas?

– Para que aprenda cómo se pone el maquillaje -respondí.

– ¡Cielo santo! ¡Qué va! Te los he enseñado para que veas que no hay magia alguna en ello. ¡Lo siento por ti! Porque significa que el maquillaje solo no bastará para cambiar a la pobre Chiyo en algo hermoso.

Hatsumono se volvió de cara al espejo y empezó a canturrear mientras abría un frasco que contenía una crema color amarillo pálido. Se crea o no se crea, esa crema estaba hecha con excrementos de ruiseñor. Muchas geishas la empleaban antiguamente como crema facial, porque se creía que era muy buena para la piel; pero era tan cara que Hatsumono sólo se ponía unas gotitas en el contorno de los ojos y de la boca. Luego cortó un pedacito de cera y tras de ablandarla entre los dedos, se la extendió por la cara, el cuello y el escote. Le llevó un rato limpiarse las manos con un paño, y después humedeció una de las brochas de maquillaje planas en un platillo con agua y la introdujo en el tarro de maquillaje, revolviéndolo hasta conseguir una pasta blanca como de tiza. Con ella se pintó la cara y el cuello, pero se dejó sin pintar los ojos y la zona de la boca y la nariz. Hatsumono parecía una de esas máscaras que hacen los niños, recortando agujeros en un papel. Pero enseguida humedeció unos pinceles más finos y los empleó para rellenar las zonas recortadas. Tras lo cual pasó a parecer que se había caído de bruces en un cubo de harina, pues toda su cara tenía un blanco espantoso. Parecía el demonio que realmente era, pero aun así, me moría de envidia y de pena al verla. Pues sabía que en una hora más o menos, muchos hombres estarían mirando asombrados aquella cara; y yo seguiría allí en la okiya, sudorosa y vulgar.

Acto seguido humedeció las barras de pigmento y las utilizó para aplicarse coloretes en las mejillas. Durante mi primer mes en la okiya, había visto a Hatsumono maquillada muchas veces; la miraba de reojo siempre que podía sin parecer maleducada. Me había dado cuenta de que empleaba diferentes tintes para sus mejillas, dependiendo de los colores de su kimono. No había nada raro en ello; pero lo que no supe hasta muchos años después es que Hatsumono siempre elegía un tono mucho más rojo que el que hubiera elegido el resto. No sé por qué lo hacía, como no fuera que quisiera evocar la sangre. Pero Hatsumono no era tonta; sabía cómo realzar la belleza de sus rasgos.

Cuando terminó de ponerse el colorete, seguía sin cejas ni labios. Pero, por el momento, dejó su cara como una extraña máscara blanca y le pidió a la Tía que le pintara la nuca. Aquí es necesario decir algo con respecto al cuello en Japón, por si no se sabe. Por regla general, los hombres japoneses sienten por el cuello y la nuca de las mujeres lo mismo que sienten los occidentales por la piernas femeninas. Por eso las geishas llevan el kimono muy caído por detrás, de modo que se les puedan ver incluso las primeras vértebras. Supongo que es algo parecido a una francesa en minifalda. La Tía pintó en la nuca de Hatsumono un dibujo que se llamaba sanbonashi, que significa «tres piernas». Es una imagen muy impresionante, pues da la impresión que estás viendo la piel del cuello a través de unos pequeños agujeros practicados en una valla blanca. Pasaron muchos años antes de que yo pudiera entender el efecto erótico que tiene esto en los hombres; pero en cierto modo, es similar al de una mujer con la cara medio oculta detrás de sus dedos. En realidad, las geishas se dejan un pequeño margen de piel sin cubrir siguiendo la línea del pelo, lo que hace que el maquillaje parezca aún más artificial, algo parecido a las máscaras del teatro Noh. Cuando un hombre se sienta a su lado y ve el maquillaje como una máscara se hace mucho más consciente de la piel que hay debajo.

Mientras limpiaba las brochas, Hatsumono miró repetidamente a mi imagen reflejada en el espejo. Finalmente me dijo:

– Ya sé lo que estás pensando. Estás pensando que nunca serás así de guapa. Bueno, pues esa es la pura verdad.

– Deberías saber -dijo la Tía-, que muchas personas encuentran a Chiyo muy linda.

– A algunas personas les gusta el olor a pescado podrido -contestó Hatsumono. Y con esto, nos ordenó que saliéramos de la habitación para que pudiera ponerse la enagua que se lleva bajo el kimono.

La Tía y yo salimos de la habitación al rellano, donde el Señor Bekku esperaba junto al espejo, con el mismo aspecto que tenía el día que nos había sacado a Satsu y a mí del hogar de nuestros padres. Como supe ya en la primera semana de mi estancia en la okiya, su verdadera ocupación no era llevarse a las niñas de sus casas; era un «vestidor», lo que quiere decir que venía todos los días a la okiya a ayudar a Hatsumono a ponerse sus elaborados kimonos.

El atuendo que Hatsumono llevaría esa noche estaba colgado de una percha al lado del espejo. La Tía no paró de alisarlo hasta que Hatsumono salió vestida con una enagua que tenía un lindo color marrón claro con un estampado de hojas amarillo oscuro. De todo lo que sucedió a continuación, apenas entendí nada, pues el ritual de vestirse el kimono es confuso para quienes no están acostumbrados. Pero si se explica, queda perfectamente clara la manera de llevarlo.

Para empezar, hay que tener en cuenta que un ama de casa y una geisha llevan el kimono de forma muy distinta. Cuando un ama de casa se pone el kimono, emplea todo tipo de almohadillas para que no se le frunza en la cintura, con el resultado de que termina teniendo una forma totalmente cilíndrica, como una columna de un templo. Pero las geishas visten el kimono con tanta frecuencia que no necesitan ponerse almohadillas, y nunca tienen problemas con el fruncido. Tanto el ama de casa como la geisha empezarán por quitarse la bata de maquillarse y ponerse una banda de seda alrededor de las caderas desnudas; esta banda recibe el nombre de koshimaki, que quiere decir «envoltorio de las caderas». Encima de ésta se ponen un corpino sin mangas que se ata en la cintura, y luego las almohadillas, que tienen cintas para sujetarlas en su sitio. En el caso de Hatsumono, con sus estrechas caderas y esbelta figura y su experiencia en vestirse kimonos, no era necesario ningún almohadillado.

Hasta este momento, todo lo que la mujer se ha puesto encima quedará oculto a la vista cuando esté completamente vestida. Pero la siguiente prenda, la enagua, no es en realidad una prenda de ropa interior. Cuando una geisha danza o incluso, a veces, simplemente andando por la calle, puede que se suba el bajo del kimono con la mano izquierda para que no le moleste al bailar o al andar. De este modo expone la enagua hasta la altura de las rodillas; por eso el estampado y el tejido de la enagua tienen que hacer juego con los del kimono. Y, de hecho, el cuello de la enagua también se ve, como el de la camisa de un hombre vestido con traje. Una de las tareas de la Tía en la okiya era coser un cuello limpio cada día en la enagua que pensaba ponerse Hatsumono, y luego quitarlo a la mañana siguiente para lavarlo. Los cuellos de las aprendizas de geisha son rojos; pero, claro está, Hatsumono no era una aprendiza; su cuello era blanco.

Cuando Hatsumono salió de la habitación, llevaba puestas todas las prendas que acabo de describir, aunque sólo se le podía ver la enagua, ceñida con una cinta en la cintura. También llevaba unos calcetines blancos, que llamamos tabi y que se abotonan a un lado y quedan totalmente pegados al pie. En este momento estaba preparada para que el Señor Bekku empezara a vestirla. Viéndolo trabajar cualquiera entendería inmediatamente por qué era necesaria su ayuda. Los kimonos siempre tienen el mismo largo, independientemente de quien lo lleve, de modo que, salvo en el caso de las mujeres excepcionalmente altas, la tela que sobra ha de ir plegada bajo el fajín. Cuando el Señor Bekku doblaba la tela del kimono en la cintura y le ataba luego un cordón para sujetarla, no se hacía un solo frunce. O si aparecía alguno, estiraba un poquito por aquí y un poquito por allá hasta que quedaba totalmente liso. Cuando había acabado, el kimono se ajustaba hermosamente al contorno del cuerpo.

La principal tarea del Señor Bekku como vestidor era atar el obi, lo cual no era tan fácil como suena. Un obi del tipo de los que llevaba Hatsumono tiene dos veces la altura de un hombre y es casi tan ancho como la espalda de una mujer. Enrollado en la cintura, cubre toda la zona comprendida entre el esternón y la parte inferior del ombligo. La mayoría de la gente que no entiende de kimonos piensan que el obi va sencillamente atado atrás, como si fuera un lazo; pero nada podría estar más lejos de la realidad. Una media docena de cintas y broches son necesarios para mantenerlo en su lugar, y asimismo se precisan algunas almohadillas para darle forma al nudo. Al Señor Bekku le llevaba varios minutos atar el obi de Hatsumono, pero lo dejaba sin una arruga, pese a que la tela solía ser muy pesada y gruesa.

Aquel día entendí muy poco de lo que vi; pero lo que me pareció fue que el Señor Bekku ataba cintas y remetía telas a una velocidad de vértigo, mientras que Hatsumono no hacía más que estirar los brazos y mirarse al espejo. Me dio mucha envidia contemplarla. Su kimono era un brocado de tonos marrones y dorados. Por debajo de la cintura, unos renos, con el bello colorido del otoño, se acariciaban uno al otro con el hocico; tras ellos, dorados y ocres en un estampado que representaba la caída de la hoja en el bosque. El obi era color ciruela, entretejido de plata. Por entonces no lo sabía, pero su atuendo costaba posiblemente más de lo que ganaban un policía o un tendero en todo un año. Sin embargo, viendo a Hatsumono volverse para echar un último repaso a su aspecto en el espejo, cualquiera habría pensado que no había dinero en el mundo que pudiera hacer a una mujer tan glamorosa como ella.

Sólo quedaban los últimos toques del maquillaje y los adornos del cabello. La Tía y yo seguimos a Hatsumono de vuelta a su habitación, donde volvió a arrodillarse ante el tocador y sacó una cajita de laca que contenía rojo de labios. Empleó un pincel muy fino para pintárselos. La moda del momento era dejarse sin pintar el labio superior, lo que hacía que el inferior pareciera más grueso. El maquillaje blanco produce todo tipo de extrañas ilusiones ópticas; si una geisha se pintara toda la superficie de sus labios, terminaría con una boca que más que boca parecería dos grandes rodajas de atún. De modo que la mayoría de las geishas prefieren algo más parecido a un pucherito, como un capullo de violeta. A no ser que tengan los labios con esa forma -y muy pocas los tienen- las geishas casi siempre se pintarán una boca más redonda de lo que la tienen en realidad. Pero, como decía, la moda de entonces era pintarse sólo el labio inferior, y eso fue lo que hizo Hatsumono.

Tras esto, Hatsumono tomó la ramita de paulonia que me había enseñado antes y la encendió con una cerilla. La dejó arder unos segundos y luego la sopló, la enfrió con los dedos y volvió al espejo para pintarse las cejas con este carboncillo. Tenía un bonito tono de gris. Luego se acercó a un armario y eligió algunos adornos para el cabello: uno de concha de tortuga y un extraño racimo de perlas sujeto al final de un largo alfiler. Después de ponérselos, se echó unas gotas de perfume en la carne desnuda de la nuca, y ocultó el frasquito plano de madera que lo contenía debajo del obi, por si volvía a necesitarlo. También ocultó bajo el obi un abanico, y un pañuelo dentro de la manga derecha. Y tras ello se volvió a mirarme. Tenía la misma leve sonrisa de antes, e incluso la Tía dejó escapar un suspiro al ver cuan extraordinario era su aspecto.

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