Capítulo treinta y uno

En los cinco años que habían transcurrido desde la última vez que había visto al Presidente, me había enterado de todas las dificultades que había pasado por los periódicos; no sólo de sus desacuerdos con el gobierno militar durante los últimos años de la guerra, sino también de su lucha con las autoridades de la Ocupación para que no le incautaran la empresa. No me habría sorprendido si todas aquellas penalidades le hubieran envejecido mucho. En una fotografía publicada en el Yomiuri se le veía una expresión preocupada en los ojos, como la del vecino del Señor Arashino que siempre estaba levantando la vista al cielo, por si se veían bombarderos. En cualquier caso, conforme se aproximaba el fin de semana tuve que empezar a recordarme a mí misma que Nobu todavía no estaba decidido a venir con el Presidente. Sólo podía esperar.

El sábado por la mañana, me desperté temprano y al subir el estor de mi ventana vi que una fría lluvia golpeaba el cristal. Abajo, en el callejón, una joven criada se estaba levantando después de resbalarse y caerse en los guijarros húmedos. Era un día desapacible y triste, y me asustaba incluso consultar el horóscopo. Hacia mediodía la temperatura había bajado aún más, y comiendo en la sala, veía el vaho que salía de mi boca al respirar mientras oía la gélida lluvia golpear en la ventana. Bastantes recepciones quedaron anuladas porque era peligroso andar por la calle, y al caer la tarde, la Tía llamó a la Casa de Té Ichiriki para asegurarse de que la recepción de la Compañía Eléctrica Iwamura seguía en pie. La dueña nos dijo que la línea telefónica con Osaka estaba cortada y que no podía estar segura. Así que me bañé y me vestí y me dirigí a la Ichiriki del brazo del Señor Bekku, que llevaba un par de botas de goma que le había pedido prestadas a su hermano, el cual también era vestidor en el distrito Pontocho.

La Ichiriki era un caos cuando llegamos. Una tubería había estallado en la zona de servicio y las camareras no daban abasto. Como ninguna me hacía caso, decidí entrar yo misma al salón en el que habíamos estado la semana anterior con Nobu y el consejero del ministro. No esperaba encontrar a nadie allí, considerando que tanto Nobu como el Presidente estarían probablemente de camino desde Osaka, e incluso Mameha, que había estado fuera de la ciudad, podría haber tenido dificultades para volver. Me arrodillé, y antes de abrir la puerta cerré los ojos un instante y me llevé la mano al estómago para calmar mis nervios. Pero, de pronto, se me ocurrió que aquel vestíbulo estaba demasiado silencioso. No se oía el más ligero murmullo dentro de la sala. Sentí una decepción inmensa al darme cuenta de que perfectamente podría no haber nadie en la habitación. Estuve a punto de levantarme e irme, pero decidí correr la puerta por si acaso, y cuando lo hice, allí tranquilamente sentado frente a la mesa, con una revista entre las manos, estaba el Presidente, que me miró por encima de sus gafas de cerca. Me sorprendí tanto al verlo que me quedé sin habla. Finalmente conseguir decir:

– ¡Presidente! ¿Quién le ha dejado aquí solo? La dueña se enfadará al saberlo.

– Ella es la que me dejó solo -me respondió y cerró la revista de un golpe-. Me estaba preguntando qué le habría sucedido.

– Ni siquiera le han traído nada de beber. Espere que le traigo un poco de sake.

– Eso es lo que dijo la dueña. Si la cosa sigue así, tú también desaparecerás, y tendré que seguir leyendo toda la noche. Prefiero que te quedes -aquí se quitó las gafas y guardándoselas en el bolsillo me miro largamente con sus afinados ojos.

La espaciosa sala, con sus paredes de seda amarilla, empezó a encogerse cuando me levanté para ir a sentarme con el Presidente, pues no había estancia que pudiera contener todo lo que yo sentía en ese momento. Volver a verlo después de tanto tiempo despertó en mí una especie de desesperación. Me sorprendí poniéndome triste en lugar de contenta, como me había imaginado. A veces me había preocupado que el Presidente hubiera envejecido precipitadamente durante la guerra, como le había sucedido a la Tía. Incluso desde el extremo opuesto de la habitación noté que las arrugas que tenía alrededor de sus ojos estaban más marcadas que antes. Y la piel alrededor de la boca también había empezado a caer, pero le daba a su fuerte mandíbula una especie de dignidad. Lo miré furtivamente al sentarme frente la mesa, y vi que seguía mirándome inexpresivo. Iba a empezar una conversación, pero el Presidente habló primero:

– Sigues siendo muy bonita, Sayuri.

– ¿Ah, sí? -dije-. No le creeré una palabra más. Me he pasado media hora delante del tocador intentando disimular estos pómulos que tengo, tan marcados.

– Estoy seguro de que perder un poco de peso no ha sido la peor de las penalidades que habrás pasado durante estos últimos años. Yo, desde luego, las he pasado peores.

– Si no le importa que lo mencione, Nobu-san me ha contado todas las dificultades a las que se enfrenta ahora su empresa…

– Pues sí… bueno… pero no es necesario que hablemos ahora de eso. A veces la única forma de superar la adversidad es imaginarse cómo sería el mundo si nuestros sueños se hicieran realidad.

Me dedicó una sonrisa triste que a mí me pareció tan hermosa que me perdí contemplando la forma perfecta de sus labios.

– Aquí tienes la oportunidad de emplear tus encantos para cambiar el tema -me dijo.

No había empezado a responder cuando se abrió la puerta y entró Mameha seguida de Calabaza. Me sorprendió ver a esta última; no esperaba que viniera. En cuanto a Mameha, estaba claro que acababa de regresar de Nogoya y había venido corriendo a la casa de té, creyendo que llegaba terriblemente tarde. Lo primero que preguntó -después de saludar al Presidente y de agradecerle algo que había hecho por ella la semana anterior- fue por qué no estaban Nobu y el consejero del ministro. El Presidente respondió que lo mismo se estaba preguntando él.

– Qué día tan raro -dijo Mameha, al parecer, como hablando para sí-. El tren estuvo parado más de una hora justo antes de entrar en la estación de Kioto, y no podíamos salir. Dos jóvenes terminaron saliendo por la ventana. Creo que uno de ellos se lastimó. Y luego cuando llego aquí corriendo resulta que no veo a nadie. La pobre Calabaza estaba perdida, recorriendo el lugar. Conoce a Calabaza, ¿no, Presidente?

Hasta ese momento no había mirado con atención a Calabaza, pero cuando lo hice reparé en que llevaba un kimono color gris ceniza totalmente extraordinario. De la cintura para abajo estaba cubierto de puntos dorados que resultaron ser mariposas bordadas, volando en un paisaje de montañas y agua a la luz de la luna. Ni el de Mameha ni el mío se podían comparar al de ella. Al Presidente le debió de parecer el atuendo tan asombroso como a mí, porque le pidió que se pusiera de pie y se diera unas vueltas. Ella se levantó modestamente y giró sobre sí misma.

– Me imaginaba que no podía entrar en un lugar como éste con el tipo de kimono que llevo normalmente -dijo-. La mayoría de los que disponemos en mi okiya no son tan impresionantes, aunque los americanos no distinguen unos de otros.

– Si no hubieras sido tan franca, Calabaza -dijo Mameha-, habríamos pensado que siempre vas vestida así.

– ¿Me están tomando el pelo? No nací para llevar estas ropas. Me lo han prestado en una okiya de mi misma calle. No se pueden imaginar lo que tengo que pagarles, pero como nunca tendré ese dinero, igual me da, ¿no?

Me di cuenta de que el Presidente estaba divirtiéndose, porque una geisha nunca debe hablar delante de un hombre de algo tan vulgar como el precio de un kimono. Mameha se volvió a decirle algo, pero Calabaza la interrumpió.

– Creía que esta noche iba a estar aquí un tío importante.

– Tal vez estabas pensando en el Presidente -le contestó Mameha-. ¿No te parece lo bastante importante?

– Él sabrá si lo es o no. No necesita que yo se lo diga.

El Presidente miró a Mameha y arqueó las cejas sorprendido y burlón.

– Además, Sayuri me habló de otro tipo -continuó Calabaza.

– Sato Noritaka, Calabaza -dijo el Presidente-. Es el nuevo consejero del Ministro de Hacienda.

– ¡ Ah, ya! Conozco a ese Sato. Parece un gorrino grande.

Nos reímos de esto.

– De verdad, Calabaza -dijo Mameha-, ¡hay que ver las cosas que puedes llegar a decir!

Justo entonces se descorrió la puerta y entraron Nobu y el consejero, los dos enrojecidos de frío. Tras ellos entró una camarera con sake y aperitivos en una bandeja. Nobu golpeó el suelo para calentarse los pies, al tiempo que se abrazaba con su único brazo para entrar en calor, pero el consejero se plantó en la mesa de dos zancadas. Lanzó un gruñido a Calabaza y sacudió la cabeza como dándole a entender que se corriera, para ponerse él a mi lado. Se hicieron las presentaciones, y luego Calabaza dijo:

– ¡Hola, consejero! Seguro que no se acuerda de mí, pero yo sé muchas cosas de usted.

El consejero se echó a la boca todo el contenido de la copa de sake que acababa de servirle yo y miró a Calabaza con cara de pocos amigos.

– ¿Y qué es lo que sabes? -le preguntó Mameha-. Venga cuéntanos algo.

– Pues sé que el consejero tiene una hermana más pequeña que está casada con el alcalde de Tokio -dijo Calabaza-. Y también sé que el consejero hacía kárate y que en una ocasión se rompió una mano.

El consejero parecía sorprendido, lo que me hizo pensar que tal vez todo aquello fuera cierto.

– Y también conozco a una chica que conocía el consejero -continuó Calabaza-. Nao Itsuko. Trabajamos juntas en una fábrica a las afueras de Osaka. ¿Y sabe lo que me dijo? Me dijo que usted y ella habían hecho lo que usted ya sabe un par de veces.

Temí que el consejero se enfadara, pero en lugar de ello, su expresión se dulcificó hasta que dejó ver lo que a mí me pareció sin duda una chispa de orgullo.

– Era una chica muy bonita esa Itsuko, muy bonita -dijo, mirando a Nobu con una sonrisa contenida.

– ¡ Vaya, hombre! Nunca me hubiera imaginado que tuviera tan buena mano con las damas -sus palabras sonaron sinceras, pero su cara apenas podía disimular la repugnancia que sentía. Los ojos del Presidente se cruzaron con los míos; parecía estarse divirtiendo con todo aquello.

Un momento después se abrió una puerta y tres camareras entraron en la sala con la cena de los tres hombres. Yo tenía bastante hambre y tuve que alejar la vista de las natillas con bayas de gingko servidas en unas hermosas copas verdeceladón. Luego las camareras volvieron con platos de pescado asado dispuesto en lechos de hojas de pino. Nobu debió de darse cuenta del hambre que tenía, porque insistió en que lo probara. Luego el Presidente les ofreció a Mameha y a Calabaza, quienes declinaron.

– No probaría ese pescado por nada del mundo -dijo Calabaza-. Ni siquiera quiero mirarlo.

– ¿Y qué le pasa? -le preguntó Mameha.

– Si se lo digo, se reirán de mí.

– Dínoslo, Calabaza -le pidió Nobu.

– ¿Para qué? Es una historia muy larga, y además nadie me creerá.

– ¡Embustera redomada!

En realidad no estaba llamando a Calabaza mentirosa. Hacía años, mucho antes de que cerraran Gion, solíamos jugar a un juego que se llamaba la «Embustera redomada», en el que todo el mundo tenía que contar dos historias, de las cuales sólo una era cierta. Luego los otros jugadores trataban de averiguar cuál era la cierta y cuál la falsa; los que no acertaban tenían que beberse una copa de sake.

– No estoy jugando -dijo Calabaza.

– Entonces cuéntanos simplemente la historia del pescado -dijo Mameha-, y no tienes que contar ninguna más.

Esto no pareció gustarle a Calabaza; pero después de que Mameha y yo le lanzáramos sendas miradas furiosas, empezó:

– Vale, vale. Es así. Yo nací en Sapporo, y allí había un viejo pescador que un día sacó del agua un pez con un aspecto muy extraño y que además hablaba.

Mameha y yo nos miramos y rompimos a reír.

– Reíros si queréis, pero es totalmente cierto -dijo Calabaza.

– Venga, venga, continúa, Calabaza -dijo el Presidente.

– Bueno, lo que sucedió fue que el pescador dejó el pescado afuera para limpiarlo, y éste empezó a hacer unos ruidos que sonaban igual que una persona hablando, salvo que el pescador no los entendía. Llamó a otros pescadores, y todos escucharon. El pez ya estaba casi muerto porque llevaba mucho tiempo fuera del agua, de modo que decidieron proceder a matarlo. Pero justo entonces un anciano se abrió camino entre los reunidos y dijo que él podía entender todas y cada una de las palabras que decía el pez, porque hablaba ruso.

Todos nos echamos a reír, e incluso el consejero dio unos gruñidos. Cuando nos calmamos, Calabaza dijo:

– Sabía que no lo iban a creer pero es totalmente cierto.

– A mí me gustaría saber qué decía el pez -dijo el Presidente.

– Estaba casi muerto, así que era una especie de susurro. Y cuando el anciano se agachó y aplicó la oreja a los labios del pez…

– ¡Pero si los peces no tienen labios!

– Vale, vale. Bueno a lo que sea que tienen -continuó Calabaza-. Al borde de su boca… El pez dijo: «Diles que acaben conmigo de una vez. Ya no tengo nada por lo que vivir. Ese pescado de allí que acaba de expirar era mi mujer».

– ¡Así que los peces se casan! -exclamó Mameha-. ¡Tienen maridos y esposas!

– Eso era antes de la guerra -dije yo-. Desde la guerra ya no se pueden permitir casarse. Andan nadando por ahí en busca de trabajo.

– Esto sucedió mucho antes de la guerra -dijo Calabaza-. Mucho, mucho antes de la guerra. Antes incluso de que naciera mi madre.

– ¿Entonces cómo sabes que es cierto? -preguntó Nobu-. Está claro que no te lo dijo el pescado.

– El pescado se murió allí mismo. ¡Cómo me lo iba a contar si yo todavía no había nacido! Además, yo no hablo ruso.

– Vale, Calabaza -dije yo-. Entonces crees que el pescado que tiene el Presidente en el plato también habla.

– Yo no he dicho eso. Pero sí que se parece mucho a los pescados que hablan. Aunque me estuviera muriendo de hambre no lo probaría.

– Pero si tú no habías nacido -dijo el Presidente-, ni tampoco tu madre, ¿cómo sabes el aspecto que tenía aquel pescado?

– Usted sabe cómo es el Primer Ministro, ¿no? Pero ¿lo conoce personalmente? -dijo Calabaza-. De hecho, puede que sí. Pondré un ejemplo mejor. Usted sabe cómo es el Emperador, pero nunca ha tenido el honor de conocerlo.

– El Presidente sí que ha tenido ese honor -dijo Nobu.

– Bueno, ya saben lo que quiero decir. Todo el mundo sabe cómo es el Emperador, eso es lo que estoy tratando de decir.

– Hay fotos del Emperador -dijo Nobu-. Pero no puedes haber visto una foto de ese pescado.

– Ese pescado es famoso donde yo nací. Mi madre me lo contó todo y ya les digo que es muy parecido a esa cosa que tienen ahí sobre la mesa.

– Menos mal que queda gente como tú, Calabaza -dijo el Presidente-. Haces que el resto de nosotros parezcamos francamente aburridos.

– Bueno, pues esa era mi historia. No voy a contar otra. Si los demás quieren jugar a «Embustera redomada», pueden empezar.

– Yo empezaré -dijo Mameha-. Esta es mi primera historia. Cuando tenía unos seis años, una mañana fui a sacar agua del pozo de nuestra okiya y oí el sonido de un hombre tosiendo y aclarándose la garganta. Salía del pozo. Desperté al ama de la okiya, y ella también vino a escuchar. Cuando iluminamos el pozo con la linterna, no vimos a nadie, pero seguimos oyéndolo hasta que salió el sol. Luego los ruidos cesaron y ya no volvimos a oírlos nunca más.

– La otra historia es la verdadera -dijo Nobu-, y ni siquiera la he oído.

– Tiene que oír las dos, Nobu-san -continuó Mameha-. Esta es la segunda. Una vez fui con varias geishas a Osaka a una fiesta en la casa de Akita Masichi -éste era un famoso hombre de negocios que había hecho una gran fortuna antes de la ^guerra-. Después de mucho cantar y beber, Akita-san se quedó dormido sobre un tatami, y una de las otras geishas nos hizo pasar furtivamente a la habitación contigua y abrió un baúl lleno de todo tipo de material pornográfico. Había xilografías pornográficas, incluyendo algunas del gran Hiroshige…

– Hiroshige nunca hizo grabados pornográficos -dijo Calabaza.

– Sí, sí que los hizo, Calabaza -le contestó el Presidente-. Yo he visto algunos de ellos.

– Y también -continuó Mameha- tenía láminas de todo tipo de mujeres y hombres europeos gordos, y algunas películas.

– Conocí bien a Akita Masichi -dijo el Presidente-. No era un hombre que tendría una colección de pornografía. La otra historia es la verdadera.

– Venga, venga, Presidente -dijo Nobu-. ¿Me va a decir que se cree una historia de una voz que sale de un pozo?

– Yo no tengo que creerlo. Lo único que importa es que Mameha cree que es cierto.

Calabaza y el Presidente votaron por la historia del hombre en el pozo. El consejero y Nobu por la de la pornografía. Yo ya las había oído las dos varias veces y sabía que la del pozo era la verdadera. El consejero se bebió sin protestar el vaso de sake que le pusimos como penalización por haber fallado; pero Nobu no paró de refunfuñar todo el tiempo que le llevó beber el suyo, así que le obligamos a que fuera el siguiente.

– No quiero jugar a esto -dijo.

– O juega o tendrá que beber un vaso de sake con cada ronda -le dijo Mameha.

– Está bien. Hay que contar dos historias, ¿no? Pues se las voy a contar -dijo-. Ésta es la primera. Tengo un perrito que se llama Kubo. Una noche cuando volví a casa, Kubo estaba completamente azul.

– Lo creo -dijo Calabaza-. Probablemente había sido raptado por algún demonio.

Nobu la miró como si no pudiera imaginarse que Calabaza hablaba en serio.

– Al día siguiente volvió a suceder -continuó tentativamente-, pero esta vez el pelo de Kubo estaba de un rojo vivo.

– Sin duda eran demonios -dijo Calabaza-. A los demonios les encanta el rojo. Es el color de la sangre.

Nobu empezó a enfadarse realmente al oír esto.

– Y ésta es la segunda. La semana pasada llegué tan temprano a la oficina que mi secretaria todavía no había llegado. Ya está. ¿Cuál es la cierta?

Por supuesto, todos elegimos la de la secretaria, salvo Calabaza, que tuvo que beber un vaso de sake. No me refiero a una copa, sino a un vaso. Se lo sirvió el consejero, quien, después de llenarlo completamente, siguió añadiendo gota a gota hasta que rebosó. Calabaza tuvo que dar unos sorbitos antes de poder agarrar el vaso y llevárselo a los labios. Me preocupó verla, pues no aguantaba mucho el alcohol.

– No puedo creer que la historia del perro no sea cierta -dijo cuando terminó de beber. Yo creí apreciar que arrastraba las palabras-. ¿Cómo te vas a inventar algo así?

– ¿Que cómo me lo iba a inventar? La cuestión es cómo puedes creerlo tú. Los perros no se ponen azules. Ni rojos. Y los demonios no existen.

El siguiente era mi turno.

– Mi primera historia es así. Una noche, hace años, el actor de Kabuki Yoegoro se emborrachó y me dijo que siempre me había encontrado muy guapa.

– Esa no es cierta -dijo Calabaza-. Conozco a Yoegoro.

– Seguro que sí. Pero, sin embargo, me lo dijo, y desde aquella noche, de vez en cuando me escribe. Y en una esquina de todas sus cartas siempre pega un pequeño pelito negro rizado.

El Presidente se rió, pero Nobu se irguió, enfadado y dijo:

– ¡Esos actores de Kabuki! ¡Qué gente más irritante!

– No lo entiendo. ¿Qué quieres decir con un pelito negro rizado? -dijo Calabaza; pero podías ver por su expresión que conocía la respuesta.

Todo el mundo se quedó callado, esperando mi segunda historia. Lo había tenido en la cabeza desde que empezamos el juego, pero me ponía nerviosa contarlo, y tampoco estaba segura de que fuera lo más adecuado.

– Una vez, cuando era niña -empecé-, estaba muy triste un día y fui a la orilla del arroyo Shirakawa y me eché a llorar…

Cuando empecé a contar esta historia, tuve la impresión de que llegaba hasta el otro lado de la mesa y tocaba al Presidente en la mano. Pues me parecía que ninguno de los presentes vería nada anormal en lo que estaba yo contando, mientras que el Presidente entendería esta historia privada, o, al menos, eso esperaba yo. Me dio la sensación de que estaba teniendo con él una conversación más íntima que ninguna de las que había tenido nunca; y según hablaba fui sintiendo más calor dentro de mi cuerpo. Antes de continuar, levanté la vista esperando encontrarlo mirándome con curiosidad. Pero en lugar de ello, parecía no estarme prestando atención. Me sentí como una chica vanidosa que caminara por la calle posando para la multitud, sólo para darse cuenta de pronto de que no hay nadie a su alrededor.

Sin duda, los presentes se habían aburrido de esperar, porque Mameha me dijo:

– ¿Y bien? Continúa -Calabaza también farfulló algo con su lengua de trapo que no pude entender.

– Voy a cambiar de historia -dije-. ¿Se acuerdan de la geisha Okaichi? Murió en un accidente durante la guerra. Muchos años antes, hablando un día conmigo, me dijo que siempre temía que se le cayera encima una pesada caja de madera y la matara. Pues así es exactamente como murió. Una caja llena de objetos de metal se cayó de un estante y la mató.

Hasta ese momento, la preocupación me había impedido ver que ninguna de las dos historias era cierta. Las dos eran parcialmente ciertas; pero, de todos modos, tampoco me importó mucho, porque en este juego la gente solía hacer trampas. Así que esperé hasta que el Presidente eligió la que él creía que era cierta -la del pelito rizado de Yoegoro- y dije que había acertado. Calabaza y el consejero tuvieron que beber de nuevo sendos vasos de sake.

Entonces le tocó el turno al Presidente.

– No soy muy bueno en estos juegos -dijo-. Al menos no como vosotras, las geishas, que mentís tan bien.

– ¡Presidente! -exclamó Mameha, pero, claro, sólo estaba de broma.

– Me preocupa Calabaza, así que lo voy a poner muy fácil. No creo que pueda beberse otro vaso.

Era verdad que Calabaza no lograba enfocar la vista. Creo que ni siquiera estaba escuchando al Presidente hasta que éste dijo su nombre.

– Escucha atentamente, Calabaza. Esta es mi primera historia. Esta noche vine a una fiesta a la Casa de Té Ichiriki. Y ésta la segunda. Hace unos días, entró un pez andando por mi despacho… no, olvida ésa. Puede que creas que hay peces que andan. A ver ésta otra. Hace unos días, abrí el cajón de mi mesa, y salió un hombrecito en uniforme que se puso a cantar y a bailar. Vale. ¿Cuál es la verdadera?

– No esperará que me crea que había un hombre en uno de los cajones de su mesa -dijo Calabaza.

– Escoge una de las dos. ¿Cuál es la verdadera?

– La otra. Ya no recuerdo de qué iba.

– Deberíamos obligarle a beberse un vaso por lo que ha hecho, Presidente -dijo Mameha.

Al oír estas palabras, Calabaza debió de suponer que había fallado, porque lo siguiente que vimos fue que se había bebido medio vaso de sake, y la verdad es que no tenía ningún buen aspecto. El Presidente fue el primero en darse cuenta, y le quitó el vaso de las manos.

– No eres una esponja, Calabaza -dijo el Presidente-. Te voy a acompañar a casa. O a arrastrarte, si hay que hacerlo.

Mameha se ofreció también para ayudarle, y los dos se llevaron a Calabaza, dejando a Nobu y al consejero sentados a la mesa conmigo.

– Bueno, consejero -dijo Nobu pasado un rato-. ¿Qué tal se lo ha pasado?

Creo que el consejero estaba tan borracho como Calabaza, pero farfulló que había disfrutado mucho con aquella velada.

– Muy, muy agradable, en verdad -añadió, afirmando con la cabeza un par de veces. Tras lo cual extendió la copa de sake para que le sirviera, pero Nobu se la quitó de la mano.

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