Hatsumono sonreía cuando estaba contenta, como todo el mundo; y nunca estaba más contenta que cuando estaba a punto de hacérselo pasar mal a alguien. Por eso lucía en su cara una hermosa sonrisa cuando dijo:
– ¡Qué bien! ¡Qué curiosa coincidencia! ¡Mira, si es una primeriza! Realmente no debería contar el resto de la historia, pues podría avergonzarla a la pobre.
– Yo esperaba que Mameha se excusaría y me llevaría con ella. Pero se limitó a lanzarme una mirada ansiosa. Probablemente creía que dejar a Hatsumono sola con todos aquellos hombres sería como huir de una casa en llamas; mejor nos quedábamos e intentábamos controlar los daños.
– De verdad no creo que haya nada más difícil que ser una primeriza -decía Hatsumono-. ¿No crees, Calabaza?
Calabaza ya era una aprendiza de pleno derecho; había sido una primeriza seis meses antes. La miré buscando su solidaridad, pero ella no levantó la vista de la mesa y de las manos que reposaban en su regazo. Conociéndola como la conocía, comprendí que la arruguita que se le había hecho sobre la nariz significaba que estaba preocupada.
– Sí, señora -contestó.
– Un momento de verdad difícil -continuó Hatsumono-. Todavía recuerdo lo mal que lo pasé… ¿Cómo te llamas, pequeña primeriza?
Por suerte no tuve que responder porque Mameha alzó la voz.
– Tienes razón cuando dices que fue un momento difícil de tu vida, Hatsumono-san. Pero claro, también hay que decir que eras más torpona de lo normal.
– Me gustaría oír el resto de la historia -dijo uno de los hombres.
– ¿Y avergonzar a la pobre primeriza que acaba de unirse a nosotros? -dijo Hatsumono-. Sólo la contaré si me prometen que no van a pensar en esta pobre chica cuando la escuchen. Han de imaginarse cualquier otra chica.
Hatsumono podía ser muy ingeniosa en su maldad. Puede que antes los hombres no pensaran que la historia me había sucedido a mí, pero ahora lo harían sin duda.
– Veamos, ¿por dónde iba? -empezó Hatsumono-. ¡Ah, sí! Bueno pues esa primeriza que decía… no me acuerdo de su nombre, pero debería darle uno para que no la confundan con esta pobre chica. Dime, ¿cómo te llamas tú?
– Sayuri, señora -dije. Y sentí tal calor en la cara que no me habría sorprendido si el maquillaje se me hubiera derretido y empezara a chorrearme en la falda.
– Sayuri. ¡Qué bonito! Pero no te pega, sin embargo. Bueno, llamemos entonces Mayuri a la primeriza de la historia. Pues iba yo un día con Mayuri por la Avenida Shijo hacia la okiya de su hermana mayor. Hacía mucho viento, de ese que hace golpearse las ventanas, y la pobre Mayuri no tenía mucha experiencia con el kimono. Era ligera como una hoja, y esas grandes mangas pueden funcionar como velas. Cuando estábamos a punto de cruzar la calle, desapareció, y yo oí una vocecita detrás de mí que decía «Ay…ay», pero muy débil…
Aquí Hatsumono se volvió a mirarme.
– Mi voz no es lo bastante aguda -dijo-. Dilo tú por mí. Así: «¡Ay…ay!»
– ¿Qué remedio me quedaba sino hacer lo que me pedía?
– No, no, mucho más alto… bueno, igual da -Hatsumono se volvió hacia el hombre que tenía al lado y le dijo entre dientes-: No parece muy lista, ¿verdad? -agitó la cabeza y luego continuó-: Bueno, pues cuando me volví, vi que el viento había arrastrado a la pobre Mayuri, que iba casi un bloque por detrás de mí, agitando los brazos y las piernas de tal modo que parecía un escarabajo boca arriba. Casi me parto de risa, pero entonces, de pronto, dio varios trompicones y cayó junto al bordillo de un cruce muy transitado, justo cuando pasaba un auto zumbando. ¡Menos mal que no la atropelló! Sólo la alzó sobre el capó con las piernas para arriba… y entonces, imagínense, el viento le levantó el kimono y… bueno, no es necesario decir lo que sucedió.
– Sí, sí, claro que sí es necesario -dijo uno de los hombres.
– ¿Es que no tienen ninguna imaginación? -contestó ella-. El viento le levantó el kimono hasta las caderas. Ella no quería que todo el mundo la viera medio en cueros, así que, para salvaguardar su modestia, se giró bruscamente y terminó despatarrada, con sus partes pegadas al parabrisas delante de la cara del conductor…
Para entonces, los hombres se reían a grandes carcajadas, incluyendo al director, que golpeó la mesa con la copa de sake, como si fuera una pistola, y dijo:
– ¿Por qué nunca me sucede a mí nada así?
– En realidad, señor director, piense que era una primeriza. Tampoco es que el conductor haya visto nada muy especial. Quiero decir, ¿se imagina viéndole sus partes a la chica que tiene enfrente? -se refería a mí, claro está-. Lo más seguro es que no sean muy distintas de las de un bebé.
– A algunas chicas les empieza a salir el vello a los once o doce años -dijo uno de los hombres.
– ¿Cuántos años tienes, pequeña Sayuri-san -me preguntó Hatsumono.
– Tengo catorce, señora -le respondí, lo más educadamente que pude-. Pero estoy bastante desarrollada.
A los hombres les gustó esta respuesta, y a Hatsumono se le heló un poco la sonrisa.
– ¿Catorce? -dijo-. ¡Perfecto! Y, por supuesto, todavía no te habrá salido nada de vello.
– ¡Oh, sí! ¡Claro que sí que tengo mucho! -y me llevé la mano a la cabeza, tocándome el cabello.
Supongo que esto también debió de ser algo inteligente, aunque a mí no me lo pareció. Los hombres se rieron aún más que con la historia de Hatsumono. Hatsumono también se rió, supongo que porque no quería dar a entender que la broma iba por ella.
Cuando se fueron apagando las risas, Mameha y yo nos levantamos y nos fuimos. Apenas habíamos cerrado la puerta cuando oímos a Hatsumono excusarse y salir. Ella y Calabaza bajaron las escaleras detrás de nosotras.
– ¡Oye, Mameha-san! -dijo Hatsumono- ¡Qué divertido! No sé por qué no hacemos más cosas juntas más a menudo.
– Sí, sí, muy divertido -contestó Mameha-. ¡Me entusiasma la idea del futuro que nos aguarda!
Después de esto, Mameha me dirigió una mirada complacida. Le entusiasmaba la idea de ver a Hatsumono destruida.
Aquella noche, después de bañarme y desmaquillarme, estaba en el vestíbulo contestando a las preguntas que me hacía la Tía acerca de lo que había hecho por la tarde, cuando entró Hatsumono de la calle y se detuvo frente a mí. Normalmente nunca regresaba tan temprano, pero en cuanto le vi la cara supe que había venido sólo con el fin de hacerme frente. Ni siquiera tenía su cruel sonrisa, sino que apretaba los labios de una forma que casi la hacía parecer fea. Se detuvo frente a mí sólo un momento, y luego llevó el brazo hacia atrás para tomar impulso y me dio una bofetada. Lo último que entreví antes de que su mano me golpeara fueron sus dientes apretados, como dos hileras de perlas.
Me quedé tan aturdida que no recuerdo lo que sucedió inmediatamente después. Pero la Tía y Hatsumono debieron de empezar a discutir, porque lo siguiente que oí fue a Hatsumono diciendo:
– Si esta chica vuelve a avergonzarme en público, le abofetearé la otra mejilla.
– Pero ¿cómo te he avergonzado?
– Sabías de sobra lo que quería decir cuando te preguntaba si tenías vello, pero me hiciste quedar como una estúpida. Te debo un favor, pequeña Chiyo. Y no tardaré en devolvértelo, te lo prometo.
Cuando se calmó su cólera, Hatsumono volvió a la calle, donde Calabaza la esperaba con una reverencia.
Le conté esto a Mameha al día siguiente, pero ella no me hizo caso.
– ¿Cuál es el problema? -me dijo-. Alégrate de que la bofetada no te haya dejado marca. ¿No esperarías que tu comentario le agradara, verdad?
– Lo único que me importa es qué pasará la próxima vez que coincidamos con ella -dije yo.
– Te diré lo que pasará. Nos daremos la vuelta y nos iremos. Puede que el anfitrión se sorprenda al ver que nos vamos de una fiesta a la que acabamos de llegar, pero eso es mejor que darle a Hatsumono la posibilidad de que te humille. En cualquier caso, si nos la encontramos, no habrá mal que por bien no venga.
– ¿De verdad, Mameha? ¿Cómo puedes decir eso?
– Si Hatsumono nos obliga a irnos de algunas casas de té, asistiremos a más fiestas; eso será todo. De esa forma te darás a conocer en Gion mucho más deprisa.
La confianza de Mameha me tranquilizó. En realidad, cuando más tarde iniciamos nuestro recorrido por Gion, yo sólo esperaba encontrar mi piel esplendorosa de satisfacción al terminar la noche, cuando me quitara el maquillaje. Nuestra primera parada fue en la fiesta de un joven actor de cine, que no parecía tener más de dieciocho años, pero estaba totalmente calvo y tampoco tenía cejas ni pestañas. Años después llegaría a ser famoso, pero sólo por las circunstancias de su muerte. Se suicidó con un puñal después de asesinar a una joven camarera de Tokio. En cualquier caso, pensé que era un tipo muy raro y, de pronto, me di cuenta de que no paraba de volver la vista hacia mí. Había pasado tanto tiempo de mi vida en el aislamiento de la okiya, que he de admitir que me encantó ser objeto de su atención. Nos quedamos más de una hora, y Hatsumono no apareció. Al salir, me parecía que mis fantasías de éxito podrían llegar a hacerse realidad.
Seguidamente nos detuvimos en una fiesta del decano de la Universidad de Kioto. Mameha enseguida se puso a hablar con un hombre que hacía tiempo que no veía, y me dejó sola. El único espacio que pude encontrar en la mesa era al lado de un hombre maduro, que llevaba una camisa blanca llena de manchas y debía de estar muerto de sed, pues tenía continuamente el vaso de cerveza en los labios, salvo cuando lo alejaba para eructar. Yo me arrodillé a su lado y estaba a punto de presentarme cuando oí que se abría la puerta. Esperaba ver a una camarera con una nueva ronda de sake, pero allí en el umbral estaban Hatsumono y Calabaza.
– ¡Oh cielos! -oí que decía Mameha-. ¿Va bien su reloj?
– Va exacto -contestó el hombre-. Lo puse en hora esta misma tarde por el reloj de la estación.
– Lo siento horrores, pero Sayuri y yo no tenemos más remedio que marcharnos. ¡Hace media hora que nos esperan en otro sitio!
Y con esto, nos pusimos en pie y salimos justo después de que entraran Hatsumono y Calabaza.
Cuando salíamos de la casa de té, Mameha me empujó dentro de una habitación vacía. En la nebulosa oscuridad no distinguía sus rasgos, sólo el hermoso óvalo de su cara con el elaborado peinado coronándole la cabeza. Si yo no la veía, ella tampoco me vería a mí; así que dejé caer la mandíbula llena de frustración y abatimiento porque parecía que nunca iba a poder escapar de Hatsumono.
– ¿Le habías dicho algo a esa mujer monstruosa? -me preguntó Mameha.
– No, nada en absoluto, señora.
– Pues entonces, ¿cómo ha podido encontrarnos?
– Ni yo misma sabía dónde íbamos a estar -le contesté-. Imposible decírselo.
– Mi doncella conoce todos mis compromisos, pero no puedo imaginarme… Bueno, vamos a ir ahora a una fiesta de la que no está enterada casi nadie. Naga Teruomi acaba de ser nombrado director de la Filarmónica de Tokio. Esta tarde ha venido a Kioto a darle a todo el mundo la posibilidad de idolatrarlo. No tengo muchas ganas de ir, pero… al menos no nos encontraremos con Hatsumono.
Atravesamos la Avenida Shijo y torcimos en una callecita estrecha que olía a sake y a batata asada. Una chaparrón de risas cayó sobre nosotras desde las ventanas brillantemente iluminadas del segundo piso. Una vez dentro, una camarera nos condujo arriba, donde encontramos al director de orquesta sentado. Iba peinado con el cabello aceitado hacia atrás y parecía irritado; estrujaba entre los dedos una copa de sake. El resto de los hombres de la habitación estaban jugando a algún tipo de juego relacionado con la bebida en compañía de dos geishas, pero el director de orquesta se negaba a unirse a ellos. Habló con Mameha durante un ratito, y enseguida le pidió que organizara un baile para las geishas. No creo que tuviera mucho interés en ver bailar a nadie, realmente; era sólo una manera de poner fin al jueguecito y de que sus invitados volvieran a prestarle atención. Justo cuando una camarera aparecía con el shamisen y se lo entregaba a una de las geishas -antes incluso de que Mameha adoptara su pose inicial- la puerta se abrió y… Estoy segura de que ya has adivinado lo que viene a continuación. Eran como dos perros siguiendo nuestras huellas. Eran otra vez Hatsumono y Calabaza.
Deberías haber visto las sonrisas que se dedicaron Mameha y Hatsumono. Casi se podría llegar a pensar que compartían una broma privada, cuando, en realidad, estoy segura de que Hatsumono se reía de puro deleite de habernos encontrado; y Mameha… bueno, creo que la sonrisa de Mameha era una forma de esconder su cólera. Durante el baile, tenía la mandíbula desencajada y le temblaban las aletas de la nariz. Al terminar, ni siquiera volvió a la mesa, sino que se limitó a decirle al anfitrión:
– Muchas gracias por permitirnos asistir a su fiesta. Pero ya es tan tarde… Sayuri y yo sentimos mucho tener que marcharnos.
No tengo palabras para describir lo contenta que parecía Hatsumono cuando cerramos la puerta detrás de nosotras.
Seguí a Mameha por las escaleras. Al llegar al último escalón se paró y esperó. Por fin apareció una camarera en el vestíbulo para acompañarnos a la puerta, la misma que nos había acompañado arriba al llegar.
– ¡Qué difícil debe de ser la vida de una criada como tú! -le dijo Mameha-. Probablemente quieres muchas cosas, pero tienes muy poco dinero. Pero dime, ¿qué vas a hacer con el dinerillo extra que acabas de ganar?
– Yo no he ganado ningún dinero extra, señora -respondió ella. Pero viéndola tragar saliva nerviosamente, me di cuenta de que mentía.
– ¿Cuánto dinero te ha prometido Hatsumono?
La camarera miró súbitamente al suelo. Hasta ese momento no había entendido qué se proponía Mameha. Como supimos algún tiempo después, Hatsumono había sobornado al menos a una de las camareras de todas las casas de té de primera categoría de Gion. Tenían que telefonear a Yoko -la mujer que contestaba el teléfono en nuestra okiya- cada vez que Mameha y yo llegábamos a una fiesta. Por supuesto, entonces no sabíamos que Yoko también estaba metida en esto; pero Mameha tenía razón al suponer que aquella camarera había logrado de un modo u otro hacer llegar a Hatsumono la información de que estábamos allí.
La camarera no se atrevió a mirar a Mameha, ni siquiera cuando ésta le subió la barbilla con el dedo; la chica siguió con los ojos clavados en el suelo, como si pesaran tanto como dos bolas de plomo. Cuando abandonábamos la casa de té, por una ventana abierta del segundo piso salía la voz de Hatsumono y resonaba en la estrecha callejuela.
– Sí, ¿cómo se llamaba? -decía Hatsumono.
– Sayuko -contestó uno de los hombres.
– No, no, no era Sayuko; era Sayuri -dijo otro.
– Creo que es la misma -dijo Hatsumono-. Pero, de verdad, es demasiado embarazoso para ella… No debo contarlo. ¡Parece tan buena chica!
– No me he fijado mucho -dijo uno de los hombres-. Pero me pareció muy bonita.
– ¡Y qué ojos tan peculiares! -añadió una de las geishas.
– ¿Saben lo que oí decir el otro día a un hombre con respecto a esos ojos suyos? -observó Hatsumono-. Me dijo que tenían el color de gusanos machacados.
– Gusanos machacados… Nunca había oído a nadie describir así un color.
– Bueno… Le contaré lo que les iba a contar de ella -continuó Hatsumono-, pero han de prometerme no repetirlo por ahí. Pues tiene una enfermedad, y su pecho parece el de una vieja: todo caído y arrugado; es de verdad espantoso. La vi una vez en los baños…
– Estoy tratando de pensar dónde podríamos ir, pero no se me ocurre ningún sitio. Si esa mujer nos ha encontrado aquí, supongo que nos encontrará adondequiera que vayamos. Lo mejor es que vuelvas a la okiya, Sayuri, hasta que se nos ocurra un plan.
Una noche, en una fiesta, durante la II Guerra Mundial, unos años después de los sucesos que estoy relatando ahora, un oficial, para impresionarme, se sacó la pistola de la cartuchera y la dejó sobre la estera de paja dispuesta al pie del arce bajo cuyas ramas nos encontrábamos. Recuerdo que me sorprendió su belleza. El metal tenía un tamizado brillo gris, sus curvas eran perfectas y suaves y las cachas eran de una madera preciosa. Pero cuando, tras escuchar las historias del oficial, pensé en la verdadera utilidad del arma, dejó de parecerme bonita y se convirtió en cambio en algo monstruoso.
Esto es lo que me sucedió con Hatsumono cuando hizo que mi debut llegara a un punto muerto. No es que antes no la considerara monstruosa. Pero siempre había envidiado su belleza, y entonces dejé de hacerlo. Cuando debería estar todas las noches asistiendo a banquetes, además de a diez o quince fiestas, me veía obligada a quedarme en la okiya practicando la danza y el shamisen, como si nada hubiera cambiado en mi vida desde el año anterior. Siempre que pasaba a mi lado en el pasaje, vestida con el atuendo al completo y con su maquillaje blanco resplandeciente sobre el oscuro kimono, como una noche de luna, cualquiera, incluso los ciegos, la habrían encontrado hermosa. Y, sin embargo, yo sólo sentía odio y me latían las sienes.
Durante los días siguientes, Mameha me mandó llamar varias veces a su apartamento. Cada vez pensaba que por fin habría encontrado una forma de librarnos de Hatsumono, pero sólo quería que le hiciera los recados que no quería confiar a su doncella. Una tarde le pregunté qué iba a ser de mí.
– Siento decirte, Sayuri-san, que por el momento estás en el exilio -me contestó-. Y espero que estés más decidida que nunca a destruir a esa mujer malévola. Pero hasta que no tenga un plan, no te haría ningún bien seguirme por todo Gion.
Me quedé muy decepcionada al oír esto, pero Mameha tenía bastante razón. La burla de Hatsumono me haría tanto daño a los ojos de los hombres, e incluso de las mujeres, de Gion que mejor hacía quedándome en casa.
Por suerte, Mameha era una mujer de recursos y de vez en cuando se las apañaba para ir a eventos a los que yo podía acompañarla sin peligro. Puede que Hatsumono me hubiera cerrado las puertas de Gion, pero no podía cerrarme todo el mundo allende sus confines. Cuando Mameha salía de Gion, solía invitarme a ir con ella. Fui en tren a Kobe, donde Mameha estaba invitada a cortar la cinta de inauguración de una nueva fábrica. En otra ocasión fui con ella a acompañar al antiguo presidente de la Compañía Japonesa de Correos y Telégrafos a visitar Kioto en limusina. Este tour me impresionó mucho, pues era la primera vez que veía la ciudad de Kioto allende los límites de nuestro pequeño Gion, por no mencionar mi primer paseo en coche. No había entendido realmente la desesperación con la que vivía la gente en aquellos años, hasta que no pasamos aquel día a orillas del río al sur de la ciudad y vimos a unas mujeres andrajosas dar de mamar a sus criaturas bajo los árboles que flanqueaban la línea del ferrocarril, y a los hombres, calzados con sandalias de paja, en cuclillas entre la maleza. No voy a decir que los pobres nunca venían a Gion, pero raramente veíamos a alguien como estos campesinos medio muertos de hambre, demasiado pobres incluso para bañarse. Nunca habría imaginado que yo -una esclava aterrada por la maldad de Hatsumono- había pasado los años de la Depresión con una vida relativamente afortunada. Pero aquel día me di cuenta de que era verdad.
Una mañana, al volver de clase, encontré una nota que me decía que agarrara el maquillaje y me apresurara al apartamento de Mameha.
Cuando llegué, el Señor Itchoda, que tenía la misma función que el Señor Bekku en nuestra okiya, estaba en el cuarto de atrás atando el obi de Mameha ante un espejo de cuerpo entero.
– Date prisa y maquíllate -me dijo Mameha-. Te he dejado un kimono en la otra habitación.
El apartamento de Mameha era inmenso para los estándares de Gion. Además de la habitación principal, que medía seis tatamis, tenía otras dos más pequeñas -un vestidor, que era además cuarto de las criadas- y el dormitorio de Mameha. Allí, en el dormitorio, sobre un futón recién hecho, la doncella había dispuesto para mí un kimono completo. Me extrañó el futón. Las sábanas no eran las mismas en las que había dormido Mameha la noche anterior, pues parecían lisas y limpias como la nieve. Mientras me ponía el albornoz de algodón que había traído conmigo para maquillarme, Mameha me contó por qué me había mandado llamar.
– El barón está en la ciudad -me dijo-. Va a venir a comer aquí y quiero que lo conozcas.
No he tenido hasta ahora la oportunidad de mencionar al barón, pero Mameha se refería al Barón Matsunaga Tsuneyoshi, su danna. Ahora en Japón han desaparecido los condes y los barones, pero antes de la II Guerra Mundial sí que los teníamos, y el Barón Matsunaga se encontraba entre los más ricos. Su familia controlaba uno de los bancos más importantes de Japón y tenía mucha influencia en el mundo de las finanzas. El título lo había heredado originariamente su hermano mayor, pero había muerto asesinado mientras ocupaba la cartera de Hacienda en el gabinete del Presidente Inukai. El danna de Mameha, que por entonces ya estaba bien entrado en la treintena, no sólo había heredado el título de barón, sino también las posesiones de su hermano, entre las que se incluía una gran hacienda en Kioto, no muy lejos de Gion. Sus negocios lo retenían en Tokio gran parte del tiempo. Pero éstos no eran lo único que lo retenía allí; pues, según pude saber muchos años después, tenía otra amante en el distrito Akasaka de Tokio, que es el equivalente de Gion en aquella ciudad. Pocos hombres son lo bastante ricos para poder tener una amante geisha, pero el Barón Matsunaga Tsuneyoshi tenía dos.
Ahora me explicaba por qué tenía sábanas limpias el futón de Mameha.
Me cambié rápidamente con las ropas que Mameha había dispuesto para mí -una enagua verde clara y un kimono naranja y amarillo con un estampado de pinos por abajo-. Para entonces, una de las doncellas de Mameha regresaba ya de un restaurante cercano con una gran caja de laca que contenía la comida del barón. Dentro de la caja, los alimentos estaban dispuestos en fuentes y cuencos listos para ser servidos exactamente igual que en el restaurante. La más grande era una fuente de laca llana con dos ayu en salazón asados a la parrilla; estaban colocados como si fueran nadando juntos río abajo. A un lado tenían dos pequeños cangrejos al vapor, de los que se comen enteros. Un reguero de sal veteada formaba una figura curva sobre la laca negra y sugería la arena que habían cruzado.
Unos minutos después llegó el barón. Yo fisgué por una rendijita de la puerta y lo vi de pie en el rellano mientras Mameha le desabrochaba los zapatos. Lo primero que se me vino a la cabeza fue la imagen de una almendra o de cualquier otro fruto seco, pues era bajito y abombado, con una especie de pesantez, sobre todo alrededor de los ojos. En aquella época estaban de moda las barbas, y el barón tenía en la cara unos cuantos pelos largos y endebles que supongo que debían de parecerse a una barba, pero a mí me parecieron más bien una especie de guarnición o como esas tiritas de alga muy finas con que espolvorean a veces los cuencos de arroz.
– ¡Oh, Mameha! Estoy agotado -le oí decir-. ¡Cómo detesto estos largos viajes en tren!
Finalmente se descalzó y cruzó la habitación dando unos pasitos no por cortos menos enérgicos. Ese mismo día, temprano por la mañana, el vestidor de Mameha había sacado un sillón tapizado y una alfombra persa de un trastero situado al otro lado del vestíbulo y los había colocado al lado de la ventana de la habitación. El barón se sentó en el sillón; pero ya no puedo saber lo que sucedió después, pues la doncella de Mameha se acercó a mí y tras excusarse con una reverencia empujó suavemente la puerta, dejándola totalmente cerrada.
Permanecí en el pequeño vestidor de Mameha como una hora o más, mientras la doncella iba y venía sirviendo la comida al barón. De vez en cuando oía la voz de Mameha en un susurro, pero era sobre todo el barón el que hablaba. En un momento determinado creí que estaba enfadado con Mameha, pero finalmente oí lo suficiente para comprender que sólo se estaba quejando de un hombre que había conocido el día anterior y que le había hecho unas preguntas personales que le habían encolerizado. Por fin, acabada la comida, la doncella llevó las tazas de té, y Mameha me mandó llamar. Yo entré en el cuarto y me arrodillé delante del barón, muy nerviosa porque era la primera vez que veía de cerca a un aristócrata. Hice una reverencia y le supliqué que fuera indulgente conmigo. Pensé que tal vez se dignaría decirme algo, pero parecía estar inspeccionando el apartamento y apenas se fijó en mí.
– Mameha -dijo-, ¿qué ha sido de aquel pergamino que tenías en la pared de tu dormitorio? Era un dibujo a tinta de algo… mucho mejor que lo que tienes ahora en su lugar.
– Ese pergamino, barón, es un poema de Matsudaira Koichi caligrafiado de su puño y letra. Lleva casi cuatro años ahí colgado.
– ¿Cuatro años? ¿No estaba ahí el dibujo a tinta cuando vine el mes pasado?
– No, no estaba. Pero, en cualquier caso, el barón no me ha honrado con su visita en más de tres meses.
– No me extraña que esté tan cansado. Siempre digo que debería pasar más tiempo en Kioto, pero… las cosas se complican. Echemos un vistazo a ese pergamino del que te estoy hablando. No puedo creer que hace cuatro años que no lo veo.
Mameha llamó a la doncella y le dijo que trajera el pergamino, que estaba guardado en el trastero. A mí me encomendaron la tarea de desenrollarlo. Me temblaban las manos tanto que se me escapó de las manos cuando intentaba mantenerlo abierto para que lo contemplara el barón.
– ¡Con cuidado, muchacha!
Yo estaba tan desconcertada que incluso después de disculparme con una reverencia, no podía dejar de mirar al barón de vez en cuando para ver si parecía enfadado conmigo. El barón me miró más a mí que al pergamino que sostenía desplegado ante él. Pero no me miraba con reproche. Después de un rato me di cuenta de que era curiosidad con lo que me miraba, lo cual me turbó aún más.
– Este pergamino es mucho más hermoso que el que tienes colgado ahora, Mameha -dijo, pero sin dejar de mirarme a mí, y no hizo ademán de mirar hacia otro lado cuando yo lo miré de reojo-. Además la caligrafía está tan pasada de moda -continuó diciendo-. Deberías quitar lo que tienes puesto y volver a colgar este paisaje.
Mameha no tenía otra opción, sino hacer lo que el barón le sugería; incluso se las arregló para hacer como si pensara que era una estupenda idea. Cuando la doncella y yo terminamos de colgar un pergamino y enrollar el otro, Mameha me llamó y me dijo que le sirviera té al barón. Vistos desde arriba debíamos de formar un pequeño triángulo: Mameha, el barón y yo. Pero, claro está, Mameha y el barón eran los que hablaban; yo no hice nada más que estar allí arrodillada, sintiéndome tan fuera de mi elemento como una paloma en un nido de halcones. Pensar que había imaginado que valía lo suficiente para poder ser la compañía del tipo de hombres que acompañaba Mameha, no sólo grandes aristócratas como el barón, sino también hombres como el Señor Presidente de mis sueños. O incluso como el director de teatro que habíamos conocido unas noches antes… y que apenas me había mirado. No es que antes me hubiera sentido digna de la compañía del barón, pero ahora no podía evitar darme cuenta una vez más de que no era más que una ignorante muchacha de un pueblo de pescadores. Si quería, Hatsumono me mantendría tan abajo, que cualquier hombre que pasara por Gion estaría para siempre fuera de mi alcance. Nunca más volvería a ver al Barón Matsunaga y nunca encontraría al Señor Presidente de mis sueños. ¿No podría suceder que Mameha se diera cuenta de que mi causa era una causa desesperada y me dejara languidecer en la okiya como uno de esos kimonos apenas usados, pero que habían parecido tan lindos en la tienda? El barón -quien, como empezaba yo a darme cuenta, era un hombre bastante nervioso- se inclinó para pasar el dedo por una marca de la mesa de Mameha, y me recordó a mi padre, sacando con la uña la mugre de las grietas de la madera de la mesa, el último día que lo vi. Me decía para mis adentros qué pensaría si me viera arrodillada en el apartamento de Mameha, con un kimono más caro que cualquier otra cosa que hubiera visto él en toda su vida, con un barón frente a mí, al otro lado de la mesa, y una de las geishas más famosas de todo Japón a mi lado. No me merecía lo que me rodeaba. Y entonces reparé en toda la seda maravillosa que envolvía mi cuerpo, y tuve la sensación de que podía ahogarme en tanta belleza. En ese momento la belleza me sorprendió como una especie de dolorosa melancolía.