Capítulo dieciséis

Mameha y yo cruzábamos a pie una tarde el puente de la Avenida Shijo, camino del distrito de Pontocho, donde íbamos a recoger unos nuevos adornos del pelo -pues no le gustaban los que vendían en Gion-, cuando se paró de pronto. Un viejo remolcador pasaba bajo el puente resoplando y dejando tras él una estela de humo. Yo pensé que simplemente a Mameha le desagradaba aquella espesa humareda negra, pero un momento después se volvió hacia mí con una expresión incomprensible.

– ¿Qué pasa, Mameha-san? -pregunté.

– Más vale que te lo diga porque en cualquier caso te vas a enterar por cualquier otra persona -dijo-. Tu amiguita Calabaza acaba de ganar el premio de las aprendizas. Y se espera que lo gane una vez más.

Mameha se refería al premio que se otorgaba a la aprendiza que más dinero hubiera ganado en el mes. Puede parecer extraño que existiera un premio de estas características, pero hay una buena razón para ello. Animar a las aprendizas a ganar lo más posible ayuda a moldearlas conforme al tipo de geisha que más se aprecia en Gion, es decir, aquéllas que ganarán mucho no sólo para ellas mismas, sino también para el resto de la gente del distrito.

Varias veces Mameha había pronosticado que Calabaza, se abriría camino con gran esfuerzo durante unos años para acabar siendo una de esas geishas con unos cuantos clientes fieles -ninguno de ellos especialmente rico- y poco más. Era una imagen triste, y me gustó oír que a Calabaza le iba mejor que eso. Pero al mismo tiempo sentí un pellizco de ansiedad en el estómago. Parecía ser que Calabaza era una de las aprendizas más conocidas de Gion, mientras que yo seguía siendo una de las más oscuras. Cuando empecé a hacer conjeturas sobre lo que podría significar esto para mi futuro, me pareció que el mundo a mi alrededor se oscurecía.

Lo más asombroso del éxito de Calabaza, pensaba yo allí parada en medio del puente, era que había logrado superar a una exquisita joven llamada Raiha, que había venido ganando el premio durante los últimos meses. La madre de Raiha había sido una famosa geisha, y su padre pertenecía a una de las familias más ilustres de Japón, poseedores de una riqueza casi ilimitada. Siempre que Raiha pasaba a mi lado, yo me sentía como se debe sentir un simple eperlano al lado de un salmón dorado. ¿Cómo se las había arreglado Calabaza para superarla? Ciertamente Hatsumono no había dejado de empujarla desde el día mismo de su debut, tanto que últimamente había perdido tanto peso que ya no parecía la misma. Pero independientemente de todo lo que Calabaza se hubiera esforzado, ¿podría realmente llegar a ser más famosa que Raiha?

– ¡Oh, no, eso no! -dijo Mameha-. No te pongas triste. ¡Deberías regocijarte!

– Sí, es muy egoísta por mi parte -observé yo.

– No me refería a eso. Hatsumono y Calabaza pagarán caro este premio. En cinco años nadie se acordará de Calabaza.

– Pues a mí me parece -dije yo- que todo el mundo la recordará como la chica que superó a Raiha.

– Nadie ha superado a Raiha. Puede que haya sido Calabaza la que más dinero ha ganado el mes pasado, pero Raiha sigue siendo la aprendiza más famosa de Gion. Ven, te lo explicaré.

Mameha me condujo a un salón de té del distrito de Pontocho, donde nos sentamos.


En Gion, me dijo Mameha, una geisha muy famosa puede garantizar que su hermana pequeña va a ganar más que cualquiera -eso sí, siempre que no le importe dañar su reputación-. La razón de esto tiene que ver con la forma en que se facturan los ohana u «honorarios de las flores». Antiguamente, hace cien años o más, cada vez que una geisha llegaba a una fiesta para divertir al anfitrión y sus invitados, la dueña de la casa de té encendía un palito de incienso de una hora de duración – que se llama ohana o «flor»-. Los honorarios de las geishas estaban basados en cuántos palitos de incienso se habían quemado para cuando se marchaban.

El precio del ohana siempre ha estado fijado por el Registro de Gion. Cuando yo era aprendiza era de tres yenes, lo que equivalía más o menos al precio de dos botellas de licor. Puede que parezca mucho, pero una geisha desconocida que gane un ohana por hora tiene una vida bastante dura. Lo más probable es que se pase la mayoría de las noches sentada junto al brasero esperando que la llamen para algún evento; aun cuando trabaje mucho, puede que no alcance a ganar más de diez yenes en una noche, lo que no le llegará ni siquiera para pagar sus deudas. Teniendo en cuenta todo el dinero que pasa por Gion, no es más que un pequeño insecto picoteando en una carroña, a diferencia de Hatsumono o Mameha, que son como grandiosas leonas regalándose con la presa, no sólo porque tienen todas las noches completamente llenas de citas y eventos, sino también porque cobran mucho más por hora. En el caso de Hatsumono, cobraba un ohana por cuarto de hora, en lugar de por hora. Y en el de Mameha… bueno, pues no había nadie en Gion como ella: cobraba una ohana por cinco minutos de asistencia.

Claro está que ninguna geisha puede guardarse todo lo que gana, ni siquiera Mameha. La casa de té en la que cobra sus honorarios se queda con una parte; luego, una porción más pequeña se la lleva la asociación de geishas; otra parte, su vestidor; y así sucesivamente, incluyendo lo que ha de pagar a una okiya por que le lleven la contabilidad y le gestionen las citas. Probablemente no le quedará limpio sino un poco más de la mitad de lo que gana, que sigue siendo una gran suma, comparada con los medios de subsistencia de una geisha desconocida, que cada día irá cayendo más y más abajo.

Así es cómo una geisha de la categoría de Hatsumono podía aparentar que su hermana pequeña tenía más éxito del que realmente tenía.

Para empezar, una geisha famosa es bien recibida prácticamente en todas las fiestas y recepciones de Gion, y se dejará caer en muchas de ellas sólo para cinco minutos. A sus clientes no les importará pagar sus honorarios aunque no haga más que decir hola y adiós. Saben que la siguiente vez que visiten Gion, ella pasará con ellos un rato ofreciéndoles el placer de su compañía. Una aprendiza, sin embargo, no puede hacer lo mismo. Tiene que construirse una red de relaciones. Hasta que no cumpla dieciocho años y se convierta en geisha de pleno derecho, no se le ocurrirá revolotear de fiesta en fiesta. En vez de esto, se quedará por lo menos una hora en cada una, y sólo entonces llamará a su okiya para saber por dónde anda su hermana mayor, de modo que pueda ser presentada a una nueva ronda de clientes. Mientras que la hermana mayor, sobre todo si es conocida, podría hacer acto de presencia en veinte fiestas o recepciones en una noche, la hermana pequeña no asistirá a más de cinco. Pero esto no era lo que estaba haciendo Hatsumono. Ella se llevaba a Calabaza allí donde iba.

Hasta los dieciséis años, una aprendiza cobra media ohana por hora. Aunque Calabaza sólo se quedara cinco minutos, el anfitrión de la fiesta pagaba lo mismo que si se hubiera quedado una hora. Por otro lado, nadie esperaba que Calabaza se quedara sólo cinco minutos. Lo más seguro es que a los hombres no les importara que Hatsumono llevara a su hermana pequeña una noche, o incluso dos, para una corta visita. Pero pasado cierto tiempo habrían empezado a preguntarse por qué estaba siempre tan ocupada para no poderse quedar nunca un poco más y, sobre todo, por qué no se quedaba su hermana pequeña, como era su deber. Puede que Calabaza haya ganado mucho, ¿entiendes? -tal vez tanto como tres o cuatro ohana por hora-, pero no cabe duda de que su reputación se resentirá por ello.


– El comportamiento de Hatsumono sólo nos muestra lo desesperada que está -concluyó Mameha-. Hará lo que sea para que Calabaza parezca una buena geisha. ¿Sabes por qué?

– No estoy segura, Mameha-san.

– Quiere que Calabaza parezca buena para que la Señora Nitta la adopte. Si es adoptada, su futuro estará asegurado, y también el de Hatsumono. Después de todo, Hatsumono es la hermana de Calabaza; la Señora Nitta no la echaría. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo? Si Calabaza es adoptada, tú nunca te verás libre de Hatsumono… a no ser que sea a ti a quien echen.

Me sentí como se deben sentir las olas del océano cuando las nubes tapan el sol.

– Yo esperaba verte enseguida convertida en una famosa aprendiza -continuó Mameha-, pero Hatsumono se ha cruzado en nuestro camino.

– ¡Y tanto!

– Bueno, al menos estás aprendiendo a divertir a los hombres como se debe. Tienes suerte de haber conocido al barón. Puede que todavía no haya encontrado la forma de quitarnos del medio a Hatsumono, pero a decir verdad… -y aquí se paró en seco.

– ¿Señora?

– ¡Oh! No es nada, Sayuri. Sería una locura contarte ahora lo que estoy pensando -me dolió oír esto. Mameha debió de darse cuenta, pues inmediatamente dijo-: Vives bajo el mismo techo que Hatsumono, ¿no? Todo lo que te diga podría llegar a ella.

– Siento mucho que tenga una opinión tan pobre de mí, Mameha-san, pero sus razones tendrá -le dije-. Ahora bien, ¿se imagina de verdad que voy a ir corriendo a la okiya a contarle todo a Hatsumono?

– No me preocupa lo que puedas hacer tú. Los ratones no son devorados porque vayan corriendo a donde está el gato y lo despierten. Sabes muy bien lo ingeniosa que es Hatsumono. No te queda más remedio que fiarte de mí, Sayuri.

– Sí, señora -contesté yo, pues qué otra cosa podía decir.

– Te diré una cosa -dijo Mameha, inclinándose hacia mí, con lo que a mí me pareció cierta excitación-. En las próximas semanas tú y yo asistiremos a una recepción en un lugar en el que Hatsumono no podrá encontrarnos nunca.

– ¿Y dónde?, si se puede saber.

– ¡Pues claro que no puedes saberlo! Ni siquiera te diré cuándo. Tú estate preparada. Cuando llegue el momento te enterarás de todo lo necesario.


Esa tarde, cuando volví a la okiya, me encerré arriba para consultar mi horóscopo. Varios días sobresalían en las siguientes semanas. Uno era el primer miércoles, que era un día favorable para viajar hacia el oeste; pensé que, tal vez, Mameha planeaba sacarme de la ciudad. Otro era el lunes siguiente, que casualmente era también taian -el día más favorable de la semana budista de seis días-. Finalmente, el domingo de esa semana tenía una curiosa leyenda: «Un equilibrio entre lo bueno y lo malo puede abrir la puerta del destino». Este era el que sonaba más misterioso.

El miércoles no tuve noticias de Mameha. Unos días después me mandó llamar a su apartamento -un día desfavorable según mi horóscopo, pero era sólo para comentarme un cambio en mi clase de ceremonia del té-. Y entonces, hacia el mediodía del domingo, oí abrirse la puerta de la okiya y dejé el shamisen en la plataforma, donde había estado tocando un rato y me abalancé hacia la entrada. Esperaba encontrar a una de las doncellas de Mameha, pero era el repartidor del herbolario con las hierbas chinas para la artritis que tomaba la Tía. Cuando una de nuestras criadas tomó el paquete, y yo me volvía para seguir practicando con el shamisen en la plataforma, observé que el repartidor intentaba llamar mi atención. Agitaba un trozo de papel de tal forma que sólo yo podía verlo. La criada estaba a punto de cerrar la puerta, pero él dijo:

– Perdone que le moleste, señorita, ¿podría tirar usted esto a la basura? -la criada lo encontró un poco extraño, pero yo agarré el papel y fingí que lo tiraba a la papelera del cuarto de las criadas. Era una nota sin firmar escrita de puño y letra por Mameha.

«Pide permiso a la Tía para salir. Dile que tienes cosas que hacer en mi apartamento y no llegues más tarde de la una. Que no se entere nadie más adonde vas.»

Estoy segura de que las precauciones que estaba tomando Mameha eran sensatas, pero en cualquier caso Mamita estaba comiendo con una amiga y Hatsumono y Calabaza ya habían salido. Sólo quedaban en la okiya la Tía y las criadas. Subí directamente al cuarto de la Tía y la encontré echando una pesada manta de algodón sobre el futón, preparándose para una siesta. Sólo cubierta con el camisón, la Tía no paró de temblar mientras yo le hablaba. Pero en el momento que oyó que Mameha me mandaba llamar, ni siquiera quiso saber la razón. Sencillamente me dijo que me fuera con un gesto de la mano y se arrebujó bajo la manta para dormir.


Mameha estaba todavía en la calle cumpliendo con un compromiso cuando llegué a su apartamento, pero la doncella me llevó al vestidor para ayudarme con el maquillaje y luego trajo el kimono que Mameha había dejado dispuesto para mí. Yo ya me había acostumbrado a llevar los kimonos de Mameha, pero, en realidad, no es normal que una geisha disponga así de su colección de kimonos. Puede que dos amigas se presten un kimono para una o dos noches, pero es muy raro que una geisha de la categoría de Mameha muestre tanta amabilidad al respecto con una joven. De hecho, Mameha se molestaba mucho por mí, pues ella ya no llevaba estos kimonos de grandes mangas propios de las aprendizas y tenía que mandar que los trajeran del almacén donde los guardaba. Muchas veces pensaba que esperaba que yo le pagaría de alguna manera todas las molestias que se tomaba.

El kimono que había dejado dispuesto para mí aquel día era el más bonito que yo había llevado hasta la fecha: una seda naranja con una catarata plateada cayendo desde la rodilla a un océano de un azul pizarra. La catarata caía desde unos acantilados marrones, en cuya base se veían trozos de madera bordados con hilos de laca. Yo no me di cuenta, pero era un kimono muy conocido en Gion; la gente al verlo enseguida pensaba en Mameha. Al permitirme llevarlo, creo que se proponía transmitirme un poco de su aura.

Después de que el Señor Itchoda me atara el obi -de color rojizo y marrón pespunteado con hilo de oro-, me di los últimos toques de maquillaje y me puse los adornos en el cabello. Me metí el pañuelo que me había dado mi soñado Presidente debajo del obi -algo que seguía haciendo con frecuencia-, me miré al espejo y me quedé boquiabierta de lo que vi. Ya me parecía bastante extraño que Mameha hubiera decidido que yo tenía que lucir tan hermosa, pero por si esto fuera poco, cuando regresó se cambió y se puso un kimono de lo más sencillo. Era color pardo con un suave rayado gris, y el obi era también muy sencillo, estampado con diamantes negros sobre un fondo azul marino. Mameha tenía ese brillo sereno de las perlas, como siempre; pero las mujeres que la saludaron por la calle me miraban a mí.

Desde el Santuario de Gion, hicimos un trayecto de media hora en rickshaw en dirección norte, hacia una zona de Kioto donde no había estado nunca. Durante el camino, Mameha me dijo que íbamos a asistir a una exhibición de sumo, como invitadas de Iwamura Ken, el fundador de la Compañía Eléctrica Iwamura, de Osaka, quien, dicho sea de paso, era el fabricante de la estufa que había causado la muerte de la Abuela. La mano derecha de Iwamura, Nobu Toshikazu, que era el director de la compañía, presenciaría también la exhibición a nuestro lado. Nobu era un gran aficionado al sumo y había ayudado a organizar la exhibición de aquella tarde.

– Debo decirte -me advirtió Mameha- que Nobu tiene un aspecto bastante peculiar. Lo dejarás impresionado si no te das por aludida cuando te lo presente -después de decir esto, me miró como diciéndome que la decepcionaría enormemente si no lo hiciera.

En cuanto a Hatsumono, no teníamos por qué preocuparnos, pues hacía varías semanas que no quedaba una sola entrada para la exhibición.

Por fin nos bajamos del rickshaw al llegar al campus de la Universidad de Kioto. Mameha me condujo por un camino de tierra flanqueado por unos pequeños pinos. A ambos lados del camino se alzaban unos edificios de estilo occidental, cuyas ventanas estaban divididas en pequeños cuadrados de cristal enmarcados de madera pintada. Hasta aquel día, en que me sentí totalmente fuera de lugar en la universidad, nunca había pensado que mi mundo se reducía a Gion. A nuestro alrededor se veían jóvenes de piel suave, peinados con raya y algunos de ellos con tirantes. Al parecer, nos encontraban a Mameha y a mí tan exóticas que se paraban al vernos pasar e incluso se gastaban bromas entre ellos. Enseguida atravesamos una gran reja junto con una gran cantidad de hombres de más edad y bastantes mujeres, incluyendo alguna geisha. En Kioto había muy pocos lugares cubiertos en los que se pudiera celebrar una exhibición de sumo, y uno de ellos era el antiguo paraninfo de la Universidad de Kioto. El edificio hoy ha desaparecido, pero por entonces, totalmente rodeado de edificios de estilo occidental, ya daba la impresión de ser un viejo en kimono en medio de un grupo de jóvenes ejecutivos vestidos de traje y corbata. Era un edificio en forma de gran caja, con un techo que parecía no ajustar bien, como una olla con la tapadera equivocada. Las grandes puertas en uno de sus laterales estaban tan alabeadas que parecían abultarse por encima de las trancas de hierro que las cerraban. Su tosquedad me recordó a la casita piripi de mi infancia y sentí una súbita melancolía.

Cuando subía la escalinata de piedra para entrar en el edificio, vi a dos geishas cruzar apresuradas el patio de grava, y las saludé con una reverencia. Ellas me respondieron con una leve inclinación de cabeza y una de ellas le dijo algo a la otra. Me pareció un poco extraño, pero sólo hasta que las miré más detenidamente. Se me vino el mundo encima; una de las mujeres era Korin, la amiga de Hatsumono. Volví a saludarla con otra reverencia, dando a entender que la había reconocido, e hice todo lo posible por sonreír. No bien miraron hacia otro lado, yo le susurré a Mameha:

– ¡Mameha-san! Acabo de ver a una amiga de Hatsumono.

– No sabía que Hatsumono tuviera amigas.

– Es Korin. Está allí…, o al menos estaba hace un momento, con otra geisha.

– Conozco a Korin. ¿Por qué te preocupa tanto? ¿Qué puede hacerte?

No podía contestar a esta pregunta. Pero si Mameha no estaba preocupada, yo tampoco tenía ninguna razón para estarlo.

Mi primera impresión al entrar en el antiguo paraninfo fue la de un enorme vacío elevándose hasta el tejado; este espacio estaba bañado por la luz que entraba a raudales por unas ventanas practicadas en lo alto. El inmenso espacio resonaba con las voces de la multitud y estaba envuelto en una humareda procedente de los puestos de galletas de arroz tostadas que había fuera. En el centro se alzaba un montículo cuadrado, donde los luchadores iban a competir, coronado por un tejadillo en el estilo de los santuarios shinto. Un sacerdote daba vueltas alrededor, recitando las bendiciones y agitando su vara sagrada adornada con tiras de papel.

Mameha me condujo a una de las primeras gradas, donde nos quitamos los zapatos y empezamos a avanzar, sólo con los calcetines, por el pequeño borde de madera. Nuestros anfitriones estaban en esta grada, pero no tenía ni idea de quiénes eran hasta que no vi a un hombre que le hacía señas a Mameha con la mano; enseguida supe que era Nobu. No cabía duda después de la advertencia que me había hecho Mameha sobre su aspecto. Incluso desde lejos, la piel de su cara parecía una vela derretida. En algún momento de su vida debía de haber sufrido graves quemaduras; todo su aspecto era tan trágico que era difícil imaginarse la agonía que había debido de pasar. A la extraña sensación que me había dejado el encuentro con Korin se sumaba ahora la preocupación de cometer sin querer alguna tontería al ser presentada a Nobu. Caminando detrás de Mameha, fijé mi atención no en Nobu, sino en el hombre elegantemente vestido con un kimono a rayas que estaba sentado a su lado, en el mismo tatami. Desde el momento en que me fijé en él, me invadió una extraña calma. Estaba hablando con alguien del palco de al lado, de modo que sólo lo veía por detrás. Pero me resultaba tan familiar, que por un momento no podía entender lo que veía. Sólo sabía que aquel hombre parecía fuera de lugar en aquella exhibición. Antes de poder pensar por qué, me lo imaginé volviéndose hacia mí en las calles de la aldea de mi infancia…

Y entonces me di cuenta: ¡era el Señor Tanaka!

Había cambiado de una forma que no podría describir. Lo vi pasarse la mano por los cabellos grises y me sorprendió la delicadeza con la que movió los dedos. ¿Por qué me calmaba tanto mirarlo? Tal vez me había aturdido hasta tal punto el verlo que ni siquiera sabía cómo me sentía. Bueno, si odiaba a alguien en este mundo, ese alguien era el Señor Tanaka; no podía olvidarlo. No iba a arrodillarme a su lado y decirle: «¡Oh, Señor Tanaka, qué honor volver a verlo! ¿Qué le trae por Kioto?». En su lugar encontraría la forma de demostrarle mis verdaderos sentimientos, aun cuando no fuera lo más apropiado para una aprendiza. De hecho, había pensado muy poco en el Señor Tanaka durante los últimos años. Pero de todos modos no ser amable con él era algo que me debía a mí misma. Le serviría el sake de tal forma que se derramara por sus piernas. Le sonreiría porque estaba obligada a sonreír, pero sería como la sonrisa que tantas veces había visto en la cara de Hatsumono; y entonces diría: «¡Oh, Señor Tanaka…! El fuerte olor a pescado… ¡me invade la nostalgia al sentarme a su lado!». Se quedaría de una pieza. O, tal vez, esto otro: «¡Ay, Señor Tanaka! ¡Pero si parece usted hasta elegante!». Aunque a decir verdad, al mirarlo, pues ya casi habíamos llegado al palco en el que estaba, me pareció realmente distinguido, más distinguido de lo que nunca hubiera podido imaginar. Mameha ya había llegado y estaba arrodillándose para saludar con una profunda reverencia. Entonces el hombre volvió la cabeza, y vi por primera vez su ancha cara y sus afiladas mejillas… y sobre todo… esos párpados tan tensos en las comisuras y tan lisos y suaves. Súbitamente, todo lo que me rodeaba pareció calmarse, como si él fuera el viento que soplaba y yo sólo una nube por él arrastrada.

Ciertamente me resultaba conocido, más conocido en cierto sentido que mi propia imagen en el espejo. Pero no era el Señor Tanaka. Era el Señor Presidente de mis sueños.

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