Cuando Mameha volvió al día siguiente y se enteró de que Mamita había decidido adoptarme, no pareció tan contenta como yo había esperado. Para ser exactos, asintió con un movimiento de cabeza, satisfecha, pero no sonrió. Le pregunté si no había salido todo como ella había esperado.
– ¡Oh, claro que sí! La puja entre el Doctor Cangrejo y Nobu ha ido tal como yo había previsto -me dijo-, y la cifra final es una considerable suma de dinero. En cuanto me lo dijeron, supe que la Señora Nitta te adoptaría. Me puse muy contenta.
Esto es lo que dijo. Pero la verdad, como la fui sabiendo en diferentes fases durante los años siguientes, era un poco distinta. Por una sola cosa: la puja no se había desarrollado entre el Doctor Cangrejo y Nobu, sino que terminó siendo una competición entre el Doctor Cangrejo y el barón. No me puedo imaginar cómo debió de sentirse Mameha; pero estoy segura de que explica su súbita frialdad conmigo inmediatamente después y por qué se guardó para sí la historia de lo que había sucedido realmente.
Con esto no quiero decir que Nobu se desentendiera de la puja. Hizo buenas ofertas, pero sólo durante los primeros días, hasta que la cifra pasó de los ocho mil yenes. Probablemente acabó retirándose porque las ofertas habían subido demasiado. Mameha sabía desde el principio que Nobu podía pujar con quien fuera, si quería. El problema que Mameha no había previsto era que Nobu sólo tenía un vago interés en mi mizuage. Sólo cierto tipo de hombres gastan su tiempo y su dinero buscando ocasiones de mizuage, y resultó que Nobu no estaba entre ellos.
Recordarás que unos meses antes Mameha había sugerido que ningún hombre cultivaría una relación con una aprendiza de quince años si no era porque estaba interesado en su mizuage. Fue durante esa misma conversación cuando me dijo: «Estate segura de que no es tu conversación lo que le atrae». Puede que tuviera razón con respecto a mi conversación, no lo sé; pero fuera lo que fuera que atrajera a Nobu de mí, no era precisamente mi mizuage.
El Doctor Cangrejo, sin embargo, era un hombre que habría elegido un suicidio a la antigua usanza antes de permitir que alguien como Nobu le arrebatara mi mizuage. Claro que a partir de un momento dado ya no era con Nobu con quien pujaba, pero él no lo sabía, y la dueña de la Casa de Té Ichiriki decidió no decírselo. Quería que el precio subiera lo más posible. Así que cuando hablaba con él por teléfono, le decía cosas como: «Doctor, acabo de recibir un recado de Osaka y una oferta de cinco mil yenes». Probablemente había recibido un recado de Osaka -aunque puede que fuera de su hermana-, porque aquella mujer no quería mentir totalmente. Pero como mencionaba Osaka y la oferta sin hacer pausa alguna, el Doctor Cangrejo suponía que la oferta era de Nobu, cuando, en realidad, era del barón.
El barón sabía perfectamente que su adversario era el doctor, pero no le importaba. Quería hacerse con mi mizuage costara lo que costara y hasta hacía pucheros como un niño cuando pensaba que podría no conseguirlo. Algún tiempo después, una geisha me contó la conversación que había mantenido con él por esos días.
– ¿Te has enterado de lo que pasa? -le preguntó el barón-. Estoy intentando disponer las cosas para un mizuage, pero hay cierto doctor que no para de interponerse en mi camino. Sólo un hombre puede explorar una región virgen, ¡y yo quiero ser ese hombre! Pero ¿qué puedo hacer? Ese loco doctor parece que no se da cuenta de que las cifras que suelta representan dinero de verdad.
A medida que la puja fue subiendo, el barón empezó a hablar de abandonar. Pero la cifra había llegado ya tan cerca de batir el récord que la dueña del Ichiriki decidió presionar un poco más engañando al barón de forma semejante a como había engañado al doctor. Así, cuando hablaba con él por teléfono, le decía que «otro caballero» había hecho una oferta muy alta, y luego añadía: «Sin embargo, mucha gente opina que es el tipo de hombre que no subirá más de ahí». Seguro que podría haber bastante gente que pensara así del doctor, pero desde luego ella no. Sabía que cuando el barón hiciera su última oferta, el doctor la subiría.
Finalmente el Doctor Cangrejo se comprometió a pagar once mil quinientos yenes por mi mizuage. Era la cifra más alta que se había pagado en Gion hasta entonces por un mizuage, y posiblemente en cualquiera de los distritos de geishas de todo Japón. Hay que tener en cuenta que por aquellos días, una hora con una geisha costaba cuatro yenes, y un kimono especialmente caro, mil quinientos. Así que puede que no suene a mucho dinero, pero es mucho más de lo que ganaba, por ejemplo, un obrero en todo un año.
He de confesar que no sé mucho de finanzas. La mayoría de las geishas se enorgullecen de no llevar nunca dinero, y están acostumbradas a que les carguen en su cuenta las cosas allí donde van. Incluso ahora, en Nueva York, sigo haciendo lo mismo. Compro en tiendas donde me conocen y los dependientes van apuntando lo que me llevo. Cuando llegan las facturas al final del mes, tengo una encantadora ayudanta que se encarga de pagarlas. No te podría decir cuánto dinero gasto, o cuánto más caro es un perfume que una revista. Debo de ser una de las peores personas sobre la tierra para intentar explicar nada que tenga que ver con dinero. Sin embargo, me encantaría contar algo que me contó una vez un amigo íntimo, que sin duda sabía lo que se decía porque por entonces, los años sesenta, era subsecretario de Hacienda. El dinero, decía, suele valer siempre menos que el año anterior, y por eso, el mizuage de Mameha, en 1929, costó de hecho más que el mío, en 1935, aunque por el mío se pagaran once mil quinientos yenes y por el suyo siete u ocho mil.
Claro está que nada de esto importaba en la época en que se vendió mi mizuage. Para todo el mundo yo había establecido un nuevo récord, un récord que permanecería imbatido hasta 1951, cuando surgió Katsumiyo, quien, para mí, fue una de las grandes geishas del siglo XX. Con todo y con eso, según mi buen amigo, el subsecretario de Hacienda, el récord real lo siguió ostentando Mameha hasta bien entrados los años sesenta. Pero al margen de que el récord fuera mío o de Katsumiyo o de Mameha -o incluso de Mamemitsu, si nos retrotraemos a 1850-, como te puedes imaginar a Mamita empezaron a picarle sus manos regordetas en cuanto oyó que se trataba de una cifra récord.
No hace falta decir que por eso me adoptó. La cifra cobrada por mi mizuage era más que suficiente para pagar mis deudas con la okiya. Si Mamita no me hubiera adoptado, parte de ese dinero habría ido a mis manos, y cualquiera se puede imaginar cómo se habría sentido Mamita. Cuando me convertí en la hija de la okiya, dejé de tener deudas, porque la okiya las absorbió todas. Pero también todos mis beneficios irían a parar a la okiya, no sólo entonces, en el momento de mi mizuage, sino para siempre.
La ceremonia de la adopción tuvo lugar a la semana siguiente. Mi nombre de pila ya había cambiado a Sayuri; entonces cambió también mi apellido. Hacía mucho tiempo, en la casita sobre el acantilado, había sido Sakamoto Chiyo. Entonces mi nombre cambió a Nitta Sayuri.
De todos los momentos importantes en la vida de una geisha, el mizuage ciertamente se encuentra entre los de más alto rango. El mío tuvo lugar a principios de julio de 1935. Empezó con una ceremonia en la que el Doctor Cangrejo y yo bebimos sake juntos. Se hacía esta pequeña ceremonia porque aunque el mizuage propiamente dicho terminaría enseguida, el Doctor Cangrejo sería para siempre mi protector, lo que no le daba especiales privilegios, entiéndase bien. La ceremonia se celebró en la Casa de Té Ichiriki, en la presencia de Mamita, la Tía y Mameha. La dueña de la casa de té también estuvo presente, así como el Señor Bekku, mi vestidor, pues el vestidor es siempre testigo de este tipo de ceremonias, como representante de los intereses de la geisha. Yo iba vestida lo más formal que puede ir una aprendiza, con un kimono negro con cinco cenefas y una enagua roja, que es el color de los nuevos principios. Mameha me dijo que estuviera muy seria, como si no tuviera ningún sentido del humor. Considerando lo nerviosa que estaba no me costó mucho trabajo parecer seria al entrar en el vestíbulo de la Casa de Té Ichiriki, con la cola del kimono recogida entre mis pies.
Después de la ceremonia fuimos todos a cenar a un restaurante llamado Kitcho. Este era también un acto solemne, y yo apenas hablé y comí aún menos. Mientras cenábamos, el Doctor Cangrejo probablemente ya había empezado a pensar en el momento que le esperaba, y, sin embargo, nunca había visto un hombre con una pinta más aburrida. Durante toda la comida mantuve la vista baja, a fin de parecer inocente, pero cada vez que miraba furtivamente hacia donde él estaba sentado, lo sorprendía con la vista fija en la mesa, como un hombre en una reunión de negocios.
Cuando acabamos de cenar, el Señor Bekku me acompañó en un rickshaw a una hermosa hospedería situada en el recinto del Templo Nanzenji. El ya había estado unas horas antes disponiendo mis ropas en una habitación contigua. Me ayudó a quitarme el kimono y a ponerme uno menos formal, con un obi que no necesitaba almohadillado para el nudo, ya que éste le resultaría al doctor un tanto fastidioso. Me lo ató de forma que se soltara fácilmente. Cuando acabó de vestirme, estaba tan nerviosa que el Señor Bekku me ayudó a volver a la habitación y me colocó junto a la puerta a esperar la llegada del doctor. Cuando se fue, sentí pánico, como si estuviera a punto de que me operaran para quitarme los riñones o el hígado o algo así.
El Doctor Cangrejo no tardó en llegar y me dijo que pidiera que nos trajeran sake mientras él se bañaba, en el cuarto de baño anexo. Creo que esperaba que lo ayudara a desnudarse, porque me miró de una forma muy rara. Pero yo tenía las manos tan frías y tan torpes que no creo que hubiera podido hacerlo. Unos minutos después, salió del baño cubierto con una camisa de dormir y abrió las puertas del jardín, donde nos sentamos en una pequeña balconada de madera a tomar sake y a oír el canto de los grillos y el rumor del arroyo bajo nosotros. Yo derramé un poco de sake en el kimono, pero el doctor no se dio cuenta. A decir verdad, no se daba cuenta de nada, salvo, en un momento dado, de un pez que brincó en un estanque cercano, y me lo señaló como si yo nunca hubiera visto saltar a un pez en el agua. Mientras estábamos en el jardín, una camarera entró en la habitación y extendió nuestros futones, uno al lado del otro.
Finalmente, el doctor me dejó sola en el balcón y entró. Yo me giré para poder verlo por el rabillo del ojo. Sacó de su maletín dos toallas blancas y las dejó sobre la mesa, colocándolas una y otra vez hasta que estuvieron exactamente alineadas. Y lo mismo hizo con las almohadas, disponiéndolas en uno de los futones. Entonces se acercó a la puerta y yo me puse de pie y lo seguí.
Lo primero que hizo fue desatarme el obi, tras lo cual me dijo que me pusiera cómoda en uno de los futones. Todo me resultaba tan extraño y espantoso que no hubiera podido estar cómoda de ninguna manera. Pero me tumbé de espaldas, y recosté la cabeza sobre una almohada rellena de semillas. El doctor me abrió el kimono, y pasó largo rato aflojando y desabrochando todas las prendas que van debajo, paso a paso y sin dejar de frotarme las piernas, con lo que pretendía ayudarme a relajarme. La operación le llevó su tiempo, pero al fin agarró las dos toallas blancas que había sacado del maletín. Me dijo que levantara las caderas y las extendió debajo.
– Son para absorber la sangre -me dijo.
Yo ya sabía que en el mizuage había sangre por medio, pero nadie me había explicado por qué. Sin duda, yo habría debido quedarme callada o haberle agradecido al doctor el haber tenido la consideración de poner las toallas, pero, en lugar de eso, le espeté: «¿Qué sangre?». Se me quebró la voz al decirlo, porque tenía la garganta totalmente seca. El Doctor Cangrejo me empezó a explicar que el himen -aunque yo no sabía que podría ser eso- sangraba a veces al romperse y que si esto y que si lo otro… Creo que me entró tal ansiedad al oír todo aquello que me incorporé en la almohada, porque el doctor me puso una mano en el hombro y me volvió a tumbar delicadamente.
No tengo la menor duda de que una conversación de este tipo habría quitado a muchos hombres las ganas de hacer lo que estaban a punto de hacer, pero el Doctor Cangrejo no era ese tipo de hombre. Cuando terminó su explicación, me dijo:
– Esta será la segunda vez que tengo la oportunidad de recoger una muestra de tu sangre. ¿Permites que te enseñe algo?
Yo me había fijado que había llegado no sólo con su maletín de cuero, sino también con una caja de madera. El doctor sacó una llavecita del bolsillo de los pantalones que estaban colgados en el armario y, acercándose a donde yo estaba, abrió la caja de par en par a fin de convertirla en un pequeño expositor. En ambos lados de la caja había unos compartimentos que contenían unos tubos de cristal, todos ellos tapados con corchos y sujetos con unas tiras de cuero para que no se cayeran. En el compartimento inferior había algunos instrumentos, como tijeras y pinzas; pero el resto de la caja estaba lleno con estos tubos de cristal; tal vez había unos cuarenta o cincuenta. Salvo algunos vacíos en el compartimento superior, todos ellos contenían algo, pero no podía imaginarme qué podría ser. Sólo cuando el doctor acercó la lámpara de la mesa, vi que todos los tubos tenían una etiqueta en la parte superior con los nombres de diferentes geishas. Vi el nombre de Mameha, así como el de la gran Mamekichi. También vi bastantes más nombres que me sonaban conocidos, entre ellos el de Korin, la amiga de Hatsumono.
– Ésta -me dijo el doctor, al tiempo que sacaba uno de los tubos- es tuya.
Había escrito mal mi nombre, con un carácter diferente para el «ri» de Sayuri. Pero dentro del tubo había una cosa como seca o quemada, de aspecto parecido a una ciruela en salmuera, aunque más marrón que morada. El doctor destapó el tubo y sacó el contenido con una pinzas.
– Esto es un algodón empapado con tu sangre -dijo-, de cuando te cortaste en la pierna, ¿te acuerdas? No suelo guardar la sangre de mis pacientes, pero me quedé tan sorprendido contigo. Después de recoger esta «muestra», decidí que tu mizuage había de ser para mí. Supongo que estarás de acuerdo en que tener no sólo la sangre recogida en tu mizuage, sino también una muestra tomada de un herida en la pierna unos meses antes es una auténtica rareza.
Oculté el asco que me daba mientras el doctor seguía enseñándome otros tubos, incluyendo el de Mameha. Éste no contenía un algodón, sino un trocito de tela blanca manchada del color del óxido y totalmente rígido. Parecía que el Doctor Cangrejo encontraba todos estos ejemplares fascinantes, pero a mí… Bueno, fingía que me interesaban, pero cuando el doctor no me miraba, dirigía la vista hacia otra parte.
Por fin, cerró la caja y la apartó antes de quitarse las gafas, doblarlas y dejarlas en la mesa. Me temí que hubiera llegado el momento, y, de hecho, el Doctor Cangrejo me separó las piernas y se colocó de rodillas entre ellas. Creo que me latía el corazón a la misma velocidad que a un ratón. Cuando el doctor se desató el cinturón de la camisa de dormir, cerré los ojos; me iba a llevar una mano a la boca, pero me lo pensé mejor y, por si acaso daba una mala impresión, decidí dejarla al lado de la cabeza.
El doctor estuvo hurgando un rato con las manos, causándome, de hecho, el mismo tipo de molestia que me había causado unos días antes el joven doctor entrecano. Luego descendió sobre mí, hasta que su cuerpo quedó suspendido a unos centímetros del mío. Concentré todas mis fuerzas en intentar levantar una especie de barrera mental entre el doctor y yo, pero no por ello dejé de sentir la «anguila» del doctor, como la habría llamado Mameha, rozándome la entrepierna. La lámpara estaba encendida, y yo miraba las sombras en el techo intentando buscar algo que me distrajera, porque el doctor había empezado a empujar con tal fuerza que se me salió la cabeza de la almohada. No sabía qué hacer con las manos, así que me agarré a la almohada y apreté los ojos. Enseguida empezó a haber gran actividad encima de mí, al tiempo que dentro de mí sentía todo tipo de movimientos. Debía de haber salido mucha sangre, pues había en el aire un desagradable olor metálico. Yo no dejaba de pensar en todo el dinero que había pagado el doctor por disfrutar de este privilegio; y recuerdo que en un momento dado esperé que él lo estuviera pasando mejor que yo. Sentí tanto placer como si alguien se hubiera dedicado a frotarme la entrepierna con una lima hasta hacerme sangrar.
Finalmente, supongo que la «anguila sin casa» marcó su territorio, y el doctor se dejó caer sobre mí, empapado en sudor. No me gusto nada estar pegada a él, de modo que fingí que no podía respirar con la esperanza de que se quitara. Pero él no se movió durante un buen rato. Luego se levantó de pronto, volvió a arrodillarse y pareció volver a sus asuntos. No lo miré directamente, pero por el rabillo del ojo le vi limpiarse con una de las toallas que había puesto debajo de mí. Se ató la camisa de dormir y se puso las gafas sin darse cuenta de que uno de los cristales tenía una pequeña mancha de sangre. Tras lo cual empezó a limpiarme la entrepierna con las toallas y con hilas de algodón, como si volviéramos a estar en la sala de curas del hospital. Lo peor había pasado, y he de admitir que sentí cierta fascinación, pese a estar abierta de piernas de aquella forma, viéndolo sacar las tijeras de la caja de madera y cortar un trocito de toalla manchado de sangre para meterlo, junto con uno de los algodones que había utilizado, en el tubo de cristal que tenía mi nombre mal escrito. Cuando hubo terminado la operación, me hizo una reverencia muy formal y me dijo: «Muy agradecido». Yo no podía devolverle la reverencia estando acostada, pero no importó, porque el doctor enseguida se puso en pie y se dirigió al baño de nuevo.
No me había dado cuenta, pero hasta ese momento mi respiración había sido muy agitada por lo nerviosa que estaba. Sin embargo, una vez que todo había acabado y recuperé el aliento, aunque siguiera pareciendo que estaba en medio de una operación, sentí tal liberación que se me escapó una sonrisa. Me pareció que en todo aquello había algo ridículo; cuanto más lo pensaba, más divertido lo encontraba, y un momento después me estaba riendo abiertamente. No podía hacer mucho ruido, porque el doctor estaba en el cuarto de al lado. Pero ¡pensar que aquello pudiera alterar el curso de mi vida! Me imaginé a la dueña de la Casa de Té Ichiriki telefoneando a Nobu y al barón mientras se realizaba la puja, y en todo el dinero que se había derrochado y en los quebraderos de cabeza que había dado a algunas personas. También pensaba en lo raro que habría sido con Nobu, pues empezaba a considerarlo un amigo. Ni siquiera me atrevía a imaginar cómo habría sido con el barón.
Mientras el doctor estaba todavía en el baño, llamé a la puerta del cuarto del Señor Bekku. Una camarera entró rápidamente a cambiar las sábanas, y el Señor Bekku vino a ayudarme a ponerme un camisón, Luego, cuando el doctor se había quedado dormido, me levanté sin hacer ruido y me di un baño. Mameha me había dado instrucciones para que no me durmiera, por si el doctor se despertaba y necesitaba algo. Pero aunque intenté no quedarme dormida, no puede evitar dar alguna cabezada. Sí que me las apañé para estar despierta por la mañana a tiempo de arreglarme antes de que me viera el doctor.
Después de desayunar, acompañé al Doctor Cangrejo a la puerta de la hospedería y le ayudé a calzarse. Antes de irse, me dio las gracias por la noche y me entregó un paquetito. No sabía que pensar: ¿sería una joya como la que me había dado Nobu o sería un trocito de toalla sanguinolenta? Pero cuando, de vuelta en la habitación, reuní el valor necesario para abrirlo, encontré una bolsa de hierbas chinas. No sabía qué hacer con ellas hasta que le pregunté al Señor Bekku, quien me dijo que debía tomar una infusión de aquellas hierbas una vez al día para evitar un posible embarazo.
– No las malgastes, porque son muy caras -me dijo-. Pero tampoco las escatimes, pues son más baratas que un aborto.
Es extraño y difícil de explicar, pero después del mizuage veía el mundo distinto. Calabaza, que todavía no había pasado por el suyo, me empezó a parecer un poco infantil y falta de experiencia, aunque era mayor que yo. Mamita y la Tía, así como Hatsumono y Mameha, todas habían pasado por ello, claro, pero, al parecer, yo era mucho más consciente de lo que compartía ahora con ellas. Después del mizuage, las aprendizas cambian de peinado, y llevan una cinta de seda roja, en lugar de estampada, en la base del moño. Durante un tiempo sólo me fijaba en cuáles aprendizas llevaban cintas rojas y cuáles las llevaban estampadas, de modo que apenas veía nada más cuando iba por la calle o en los pasillos de la escuelita. Miraba con un nuevo respeto a las que ya lo habían pasado, y me sentía mucho más experimentada que las que todavía no lo habían hecho.
Estoy segura de que la experiencia del mizuage cambia a todas las aprendizas más o menos igual que a mí. Pero para mí no se trataba sólo de ver el mundo de una forma distinta. Mi vida cotidiana también cambió como resultado de la nueva consideración que pasé a tener a los ojos de Mamita. Mamita era de ese tipo de personas, como sin duda habrás reparado, que sólo se fijaba en las cosas cuando tenían un precio puesto. Cuando andaba por la calle, su mente funcionaba probablemente como un ábaco: «¡Ah, mira!, por ahí viene la pequeña Yukiyo, cuya estupidez le costó el año pasado a su pobre hermana mayor casi cien yenes. Y por ahí va Ichimitsu, que debe estar la mar de contenta con todo lo que está pagando últimamente por ella su danna». Si Mamita estuviera paseando a orillas del Shirakawa en un hermoso día de primavera, cuando la belleza es tal que casi parece rebosar en el arroyo junto con los zarcillos de los cerezos, lo más seguro es que no se percatara de nada, a no ser que…, no sé…, que tuviera un plan de sacar algún dinero vendiendo los árboles, o algo así. Antes de mi mizuage, no creo que a Mamita le importara nada que Hatsumono me causara problemas constantes en Gion. Pero en cuanto pasé a tener un precio, y alto, puso fin a los líos de Hatsumono sin que yo tuviera que pedírselo siquiera. No sé cómo lo hizo. Lo más seguro es que se limitara a decir: «Hatsumono, si tu comportamiento causa problemas a Sayuri y le cuesta dinero a la okiya, tendrás que pagarlo tú». Desde que mi madre enfermó, había tenido un vida ciertamente difícil; pero de pronto, durante un tiempo, todo parecía excepcionalmente fácil. No diré que nunca me sintiera cansada o decepcionada; de hecho, estaba cansada la mayor parte del tiempo. Las mujeres que trabajan en Gion no llevan una vida relajada. Pero fue un gran alivio el verme libre de la amenaza constante de Hatsumono. También en la okiya pasé a tener una vida casi agradable. Al ser la hija, podía comer cuando quería y era la primera en elegir el kimono, en lugar de tener que esperar a que Calabaza eligiera. Y en cuanto había elegido, la Tía se ponía manos a la obra para meter o sacar las costuras e hilvanar el cuello de la enagua, incluso antes de preparar el de Hatsumono. No me importaba que Hatsumono me mirara con odio o resentimiento por el trato especial que me daban. Pero cuando me cruzaba con Calabaza en la okiya y veía su aspecto preocupado, no era capaz de mirarla a los ojos, ni siquiera cuando Atábamos cara a cara; y esto me apenaba enormemente. Siempre había tenido la sensación que de no habernos separado las circunstancias, podríamos haber llegado a ser amigas. Pero ya no lo sentía así.
Pasado el mizuage, el Doctor Cangrejo desapareció de mi vida casi por completo. Y digo «casi» porque aunque Mameha y yo dejamos de ir a acompañarlo a la Casa de Té Shirae, a veces me lo encontraba por Gion en alguna recepción o en alguna fiesta privada. Al barón no volví a verlo. Ni siquiera sé qué papel tuvo en la subida del precio de mi mizuage, pero mirándolo con la perspectiva que da el tiempo entiendo las razones que pudo tener Mameha para no querer que volviéramos a coincidir. Probablemente yo me habría sentido tan incómoda en presencia del barón como Mameha de que yo estuviera presente. En cualquier caso, no diré que los echara de menos.
Pero sí que había un hombre que deseaba fervientemente volver a ver, y estoy segura de que no necesito decir que me refiero al Presidente. Él no había jugado ningún papel en los planes de Mameha, así que no esperaba que mi relación con él cambiara o terminara una vez pasado mi mizuage. Pero, a pesar de todo, sentí un gran alivio cuando unas semanas después la Compañía Eléctrica Iwamura solicitó de nuevo mis servicios para una recepción. Cuando llegué, estaban los dos, el Presidente y Nobu; pero ahora que Mamita me había adoptado ya no tenía que pensar en este último como una tabla de salvación. Vi que casualmente había un sitio vacío al lado del Presidente, y bastante excitada, me dirigí a ocuparlo. El Presidente estuvo muy cordial cuando le serví el sake, alzando la copa para darme las gracias y todo eso; pero no me miró en toda la noche. Mientras que siempre que volvía la vista hacia donde estaba Nobu, lo sorprendía mirándome fijamente como si yo fuera la única persona en la habitación. Ciertamente, si había alguien que supiera de esos anhelos del alma, era yo. De modo que decidí pasar con él un ratito antes de que acabara la velada. Y en adelante nunca olvidé hacerlo.
Pasó un mes o así, y entonces, una noche, en una fiesta, le mencioné de pasada a Nobu que Mameha había dispuesto todo para que yo participara en el Festival de Hiroshima. No estaba muy segura de que me hubiera escuchado cuando se lo dije, pero al día siguiente, cuando volví a la okiya después de las clases, encontré en mi cuarto un baúl de viaje nuevo que él me había enviado de regalo. El baúl era mucho más bonito que el que me había prestado la Tía para la fiesta del barón en Hakone. Me sentí muy avergonzada de mí misma por haber pensado que podía despachar a Nobu una vez que había dejado de ser necesario para los planes de Mameha. Le escribí una nota de agradecimiento en la que le decía que sólo deseaba poder darle las gracias en persona cuando lo viera a la semana siguiente en una gran fiesta que la Compañía Eléctrica había proyectado con varios meses de adelanto.
Pero sucedió algo extraño. Poco antes de la fiesta recibí un recado de que mis servicios ya no eran necesarios. Yoko, que era la telefonista de nuestra okiya, creía que la fiesta había sido anulada. Pero dio la casualidad de que tuve que ir esa noche a la Casa de Té Ichiriki para otra recepción. Cuando estaba arrodillada en el vestíbulo preparándome para entrar, vi salir a una geisha llamada Katsue de uno de los comedores grandes, al otro lado del vestíbulo, y antes de que cerrara la puerta, oí una risa que me sonó exactamente igual que la de mi Presidente. Me sorprendió, así que me puse en pie y alcancé a Katsue cuando salía de la casa de té.
– Perdona que te moleste -dije-, pero ¿vienes de la fiesta de la Compañía Eléctrica Iwamura?
– Sí, y está bastante animada. Debe de haber unas veinticinco geishas y casi cincuenta hombres…
– ¿Y el Presidente Iwamura y Nobu-san están ahí? -le pregunté.
– No, Nobu no está. Al parecer se puso enfermo esta mañana. No le gustará habérsela perdido. Pero el Presidente sí que está. ¿Por qué lo preguntas?
Farfullé algo -no recuerdo qué-, y ella salió.
Hasta ese momento había imaginado que el Presidente valoraba mi compañía tanto como Nobu. Ahora me preguntaba si no sería todo una fantasía mía, y Nobu era el único que solicitaba mi compañía.