Capítulo veintidós

En aquella época de mi vida ni siquiera sabía dónde estaba Hakone, aunque pronto me enteré que estaba en el este del Japón, a bastante distancia de Kioto. Durante el resto de la semana tuve una agradable sensación de ser alguien importante, recordándome a mí misma todo el rato que un hombre tan preponderante como el barón me había invitado a salir de Kioto para asistir a una fiesta. En realidad me costó trabajo ocultar toda mi excitación cuando por fin me senté en un encantador compartimento de segunda clase con el Señor Itchoda, el vestidor de Mameha, sentado a mi lado para desanimar a todo el que quisiera pegar la hebra conmigo. Hice como que estaba entretenida leyendo una revista, pero sólo estaba pasando las páginas, pues estaba ocupada en mirar con el rabillo del ojo cómo se detenía al verme toda la gente que pasaba por el pasillo del tren. Me encantaba ser el centro de atención; pero cuando poco después del mediodía llegamos a Shizuoka y esperamos en el andén para tomar el tren de Hakone, sentí de pronto que brotaba dentro de mí una desagradable congoja. Era una sensación que había mantenido velada el resto del día, pero en ese momento apareció ante mí claramente una imagen de mí misma hacía mucho tiempo, en el andén de una estación -esta vez con el Señor Bekku-, el día en que nos sacaron a mi hermana y a mí de nuestra casa. Me avergüenza admitir que a lo largo de todos esos años había hecho todo lo posible por no pensar en Satsu ni en mis padres ni en nuestra casita sobre acantilado. Había sido como una niña jugando a meter la cabeza dentro de una bolsa. Lo único que había visto día tras día era Gion, hasta tal punto que había llegado a pensar que Gion era todo lo que había y lo único que importaba. Pero entonces, al salir de Kioto, me di cuenta de que para la mayoría de la gente, la vida no tenía nada que ver con Gion. Y, por consiguiente, empecé a pensar irremediablemente en la vida que había tenido antaño. La pena es una cosa extraña; nos deja totalmente desamparados. Es como una ventana que se abriera sola; la habitación se queda fría, y lo único que podemos hacer es tiritar. Pero cada vez se abre un poco menos y un poco menos, hasta que un día nos preguntamos qué habrá pasado con ella.

Al día siguiente por la mañana, ya bastante tarde, me recogió uno de los coches del barón en la pequeña hospedería con vistas al Monte Fuji donde había pasado la noche y me llevó a su casa de verano, situada a orillas de un lago, entre hermosas arboledas. Cuando tomamos el camino circular que conducía hasta la casa y yo descendí del vehículo vestida con todo el atuendo de una aprendiza de geisha de Gion, muchos de los invitados del barón se volvieron a mirarme. Entre ellos distinguí a varias mujeres, algunas con kimono y otras vestidas con ropas occidentales. Más tarde supe que eran en su mayoría geishas de Tokio, pues estábamos a sólo unas pocas horas de tren de Tokio. Entonces apareció el barón, acompañado de varios hombres más, por el camino del bosque.

– ¡Aquí está lo que todos estábamos esperando! -exclamó-. Esta monada es Sayuri; viene de Gion, y probablemente algún día será la «gran Sayuri de Gion». Sus ojos no se ven todos los días, os lo aseguro. Y esperad a ver cómo se mueve… Te he invitado a venir para que todos estos hombres tengan la posibilidad de mirarte; ya ves que tienes un trabajo importante. Tienes que pasearte aquí y allá, por el interior de la casa, por el lago, por los bosques, ¡por todas partes! ¡Y ahora a trabajar!

Empecé a recorrer la hacienda como el barón me había mandado que hiciera. Pasé junto a los cerezos en flor, haciendo reverencias aquí y allá a los invitados e intentando que no se notara que estaba buscando a alguien, al Presidente. No lograba avanzar mucho, pues cada dos por tres alguien me paraba y me decía algo así como: «¡Mírala! ¡Una aprendiza de geisha de Kioto!». Y luego sacaba una cámara y pedía a alguien que nos sacara una foto juntos, o me llevaba bordeando el lago hasta el templete de observación de la luna, o hasta cualquier otra parte, para que me vieran sus amigos, como si yo fuera una criatura prehistórica que acabara de descubrir. Mameha ya me había avisado que todo el mundo se sorprendería de mi aspecto; pues no hay nada parecido a una aprendiza de Gion. Es cierto que en los mejores distritos de geishas de Tokio, como Shimbashi y Akasaka, las chicas han de dominar las artes antes de debutar. Pero muchas de las geishas de Tokio por entonces tenían una sensibilidad muy moderna, por eso algunas se paseaban por la hacienda del barón con ropas occidentales.

La fiesta no acababa nunca. Hacia media tarde había perdido toda esperanza de encontrar al Presidente. Entré en la casa, buscando un lugar en donde descansar un poco, pero no bien puse un pie en el vestíbulo me quedé helada. Allí estaba; salía de un cuarto de tatami charlando con otro hombre. Se despidieron y entonces el Presidente se dirigió a mí.

– ¡Sayuri! -exclamó-. ¿Cómo ha podido convencerte el barón para que vinieras? ¡Y desde Kioto! Ni siquiera sabía que lo conocías.

Sabía que tenía que apartar la vista de él, pero era como intentar arrancar clavos de una pared. Cuando por fin me avine a ello, hice una reverencia y dije:

– Mameha-san me envió en su lugar. Estoy encantada de haber tenido el honor de encontrarlo, Señor Presidente.

– Sí, sí. Yo también estoy encantado de verte; puedes darme tu opinión sobre algo. Ven a echar un vistazo al regalo que he traído al barón. Estoy tentado a irme sin dárselo.

Entré tras él en la habitación del tatami, sintiéndome como una gatita correteando tras un cordel. Aquí estaba, en Hakone, lejos de todo lo que había conocido hasta entonces, pasando un rato con el hombre en el que pensaba más constantemente. Viéndolo caminar delante de mí, tuve que admirar la facilidad con la que se movía en su traje occidental. Distinguía sus pantorrillas e incluso la concavidad de su espalda, como la hendidura que divide las raíces de un árbol. Tomó algo de la mesa y me lo alargó para que pudiera verlo. Primero pensé que era un bloque de oro decorado, pero resultó ser una caja de cosméticos antigua. El Presidente me dijo que era de Arata Gonroku, un artista del periodo Edo. Era una caja de laca dorada que tenía la forma de un pequeño cojín y estaba decorada con unas figuras en color negro de cigüeñas volando y conejos corriendo. Cuando la puso en mis manos, me quedé sin respiración de puro deslumbramiento.

– ¿No crees que le gustará al barón? -me preguntó-. La encontré la semana pasada y enseguida pensé en él, pero…

– Presidente, ¿cómo puede ni siquiera imaginar que una cosa tan bonita pueda no gustarle al barón?

– ¡Oh! ¡Tiene tantas colecciones ese hombre! Probablemente le parecerá que esto no tiene ningún valor.

Le tranquilicé diciéndole que nadie podría pensar algo así; y cuando se la devolví, la envolvió en un paño de seda y señaló con la cabeza en dirección de la puerta para indicarme que lo siguiera. En la entrada le ayudé a ponerse los zapatos. Mientras le metía el pie en el zapato, me encontré de pronto imaginándome que habíamos pasado la tarde juntos y que una larga velada se extendía ante nosotros. Este pensamiento me transportó de tal forma que no sé cuánto tiempo pasó hasta que volví a ser consciente de lo que estaba haciendo. El Presidente no dio muestras de impaciencia, pero yo me sentí terriblemente cohibida al calzarme mis okobo y terminé tardando más de lo que debía.

Me condujo por un caminito hasta el lago, donde encontramos al barón sentado en una estera bajo un cerezo con tres geishas de Tokio. Todos se pusieron en pie, aunque el barón tuvo cierta dificultad. Tenía la cara llena de ronchas rojas a causa de la bebida, así que parecía que le hubieran estado golpeando con un palo.

– ¡Presidente! -dijo el barón-. Me alegra tanto que haya venido a mi fiesta. Me encanta invitarlo, ¿lo sabía? Esa compañía suya no parará de crecer, ¿verdad? ¿Le ha dicho Sayuri que Nobu vino a mi fiesta de Kioto la semana pasada?

– Lo sé todo por Nobu, quien, estoy seguro, no dejó de ser el mismo de siempre.

– Lo fue, lo fue -dijo el barón-. Un hombrecito peculiar, ¿no?

No sabía en qué estaba pensando el barón, pues él mismo era más pequeño que Nobu. Al Presidente no pareció gustarle el comentario y entrecerró lo ojos.

– Lo que quiero decir -empezó el barón, pero el Presidente lo cortó en seco.

– He venido a darle las gracias y despedirme, pero antes quiero ofrecerle algo -y aquí le dio la caja de cosméticos. El barón estaba demasiado borracho para desenvolver la tela que lo cubría, pero se lo dio a una de las geishas, que lo hizo por él.

– ¡Qué cosa más bonita! -exclamó el barón-. ¿No creéis? Mirad. Puede que sea incluso más bonita que esa exquisita criatura que tiene a su lado. ¿Conoce a Sayuri? Si no, déjeme que se la presente.

– ¡Oh, nos conocemos bien, Sayuri y yo! -contestó el Presidente.

– ¿Cómo dice que se conocen? ¿No será de una forma que me haga envidiarlo? -el barón se rió de su propia broma, pero nadie más rió-. En cualquier caso este generoso regalo me recuerda que tengo algo para ti, Sayuri. Pero no te lo puedo dar hasta que estas geishas se vayan, porque se encapricharán con él y también querrán uno ellas. Así que tendrás que quedarte hasta que se vaya todo el mundo.

– El barón es muy amable -dije-, pero no querría ser una carga.

– Veo que Mameha te ha enseñado a decir no. Sólo tienes que reunirte conmigo en la entrada principal después de que se hayan ido mis invitados. Usted la convencerá de que lo haga, Presidente, mientras ella lo acompaña hasta su coche.

Si el barón no hubiera estado tan borracho, estoy segura de que se le habría ocurrido acompañarlo él mismo. Pero los dos hombres se despidieron, y yo seguí al Presidente de vuelta a la casa. Mientras su chofer le abría la puerta, yo le hice una reverencia, agradeciéndole toda su amabilidad conmigo. Iba a subir al coche, cuando se paró de pronto.

– Sayuri -empezó a decir, y luego pareció que no sabía cómo seguir-. ¿Te dijo algo Mameha sobre el barón?

– No mucho, señor. O al menos… bueno, creo que no sé muy bien a qué se refiere el Señor Presidente.

– ¿Es Mameha una buena hermana mayor? ¿Te dice todo lo que tienes que saber?

– ¡Oh, sí! Mameha me ha ayudado más de lo que puedo decir.

– Bueno, bueno -dijo él-. Pero cuando un hombre como el barón te dice que tiene algo para ti… En tu lugar, yo me andaría con cuidado.

No se me ocurrió una respuesta, así que dije algo así como que el barón era muy amable por haberme invitado a su fiesta.

Pasé la siguiente hora paseando entre los pocos invitados que iban quedando, recordando una y otra vez todas las cosas que me había dicho el Presidente durante nuestro encuentro. En lugar de estar preocupada por la advertencia que me había hecho, me sentía feliz de haber hablado con él tanto rato seguido. En realidad apenas había pensado que tenía que reunirme con el barón, pues toda mi mente había estado ocupada en pensar en el Presidente, hasta que me encontré sola en el vestíbulo principal en la penumbra del atardecer. Me tomé la libertad de ir a arrodillarme en una habitación contigua y contemplar los campos al otro lado de la ventana.

Pasaron diez o quince minutos; finalmente, apareció el barón en el vestíbulo, con paso apresurado. En cuanto lo vi empecé a marearme del susto, pues no llevaba nada encima, salvo un albornoz de algodón. En una mano llevaba una toalla, con la que se secaba los largos pelos que le crecían en la cara a modo de barba. Claramente acababa de salir del baño. Me puse de pie y le hice una reverencia.

– Sayuri, ¡ya sabes lo alocado que soy! -me dijo-. He bebido demasiado -eso era sin duda cierto-. Y he olvidado que me estabas esperando. Espero que me perdones en cuanto veas lo que te he reservado.

El barón atravesó el vestíbulo hacia el interior de la casa, esperando que yo lo siguiera. Pero yo me quedé donde estaba, pensando en aquello que me había dicho Mameha, que una aprendiza a punto de pasar su mizuage es como una comida dispuesta en una bandeja. El barón se detuvo.

– ¡Venga! -me dijo.

– ¡Oh, barón! No debo acompañarlo. Por favor, permítame que lo espere aquí.

– Quiero darte algo. Ven a mis aposentos, y no te hagas la tonta.

– ¡ Ay, barón! -exclamé yo-, no puedo evitarlo, pues eso es lo que soy, una niña tonta.

– Mañana volverás a estar bajo la estrecha vigilancia de Mameha, ¿eh? Pero aquí no te vigila nadie.

De haber tenido un mínimo de sentido común en ese momento, le habría agradecido al barón que me hubiera invitado a su encantadora fiesta y le habría dicho cuánto sentía tener que volver a abusar de su amabilidad, pero que necesitaba utilizar uno de sus coches para retirarme a la hospedería. Sin embargo, todo parecía irreal, como en sueños… Supongo que estaba un tanto perturbada. Lo único que sabía era que estaba muerta de miedo.

– Ven conmigo mientras me visto -me dijo el barón-. ¿Has bebido mucho sake esta tarde?

Pasó un largo rato. Yo era consciente de que mi cara no mostraba expresión alguna, sencillamente era algo pegado a la cabeza.

– No, señor -logré decir.

– Ya me lo suponía. Te daré todo el que quieras. Venga, ven.

– Barón -le dije-, por favor, estoy segura de que me aguardan en la hospedería.

– ¿Que te aguardan? ¿Quién te aguarda?

No respondí.

– Te estoy preguntando que quién te aguarda. No sé por qué te comportas de este modo. Tengo algo para ti. ¿Prefieres que vaya a buscarlo y lo traiga aquí?

– Lo siento mucho -respondí yo.

El barón se me quedó mirando.

– Espera aquí -dijo finalmente, y se dirigió al interior de la casa. Un rato después volvió con una cosa plana envuelta en papel de seda en la mano. No tuve que fijarme mucho para saber que era un kimono.

– ¡Ya está! -dijo-; como insistes en portarte como una niña tonta, he tenido que ir a buscar tu regalo. ¿Te sientes mejor ahora?

Volví a decirle que lo sentía mucho.

– El otro día vi cuánto te gustaba este kimono. Quiero que lo tengas -dijo.

El barón dejó el envoltorio encima de la mesa y desató las cintas para abrirlo. Pensé que el kimono sería el que representaba un paisaje de Kobe; y, a decir verdad, me sentía tan preocupada como optimista al respecto, pues no tenía ni idea de lo que haría con algo tan magnífico ni cómo le iba a explicar a Mameha que el barón me lo había regalado. Pero lo que vi en su lugar cuando el barón terminó de desenvolverlo, fue un grandioso tejido oscuro con hilos de laca y bordados de plata. El barón levantó el kimono sujetándolo por los hombros. Era un kimono que podría estar colgado en un museo; según me dijo el barón, databa de 1860 y había sido bordado para la sobrina del último shogun, Tokugawa Yoshinobu. Las figuras bordadas eran unos pájaros plateados volando en un cielo nocturno, con un misterioso paisaje de oscuros árboles y rocas elevándose desde el borde inferior.

– Tienes que venir conmigo y probártelo -me dijo-. ¡No vuelvas a comportarte como una niña boba! Tengo mucha experiencia atando el obi. Y luego te volveremos a poner tu propio kimono para que no se entere nadie.

No me hubiera importado cambiar el kimono que me ofrecía el barón por una manera de salir de aquella situación. Pero era un hombre con tanta autoridad que ni Mameha se atrevía a desobedecerlo. Si ella no tenía forma de negarse a sus deseos, ¿cómo iba a poder yo? Me di cuenta de que empezaba a perder la paciencia; los cielos eran testigos de que había sido extremadamente amable conmigo durante los meses que siguieron a mi debut, accediendo a que le sirviera cuando comía en el apartamento de Mameha y permitiendo que Mameha me llevara a la fiesta de su hacienda de Kioto. Y de nuevo volvía a mostrarse amable, regalándome un kimono sorprendente.

Supongo que finalmente llegué a la conclusión de que no me quedaba más remedio que obedecerle y pagar por las consecuencias, fueran las que fueran. Miré al suelo, avergonzada; y en ese mismo estado como de pesadilla en el que hacía rato que me encontraba, me di cuenta de que el barón me tomaba de la mano y me guiaba por los pasillos hacia sus aposentos, en la parte de atrás de la casa. Una criada apareció en un momento determinado, pero al vernos, se retiró rápidamente haciendo una reverencia. El barón no dijo palabra hasta que llegamos a una espaciosa habitación cubierta de tatami y forrada de espejos. Era su vestidor. Uno de los laterales era un gran armario, con todas las puertas cerradas.

Me temblaban las manos de miedo, pero si el barón se dio cuenta, no hizo comentario alguno. Me colocó de frente a los espejos, me levanto una mano y se la llevó a los labios; pensé que iba a besarla, pero se limitó a acariciar su rala barba con el dorso y entonces hizo algo peculiar: me subió la manga por encima de la muñeca e inhaló el aroma de mi piel. Su barba me hacía cosquillas en el brazo, pero apenas lo sentía. Parecía que no sentía nada; era como si estuviera sepultada bajo capas y capas de miedo, confusión y pavor… Y entonces el barón me sacó de mi estupor al ponerse detrás de mí y pasarme los brazos por delante del torso para desatarme el obijime. Es decir, el cordón que sujeta el obi.

Sentí un momento de pánico al comprobar que se proponía realmente desnudarme. Intenté decir algo, pero las palabras no llegaban a salir de mi boca; y además el barón no dejaba de hacer sonidos para acallarme. Intenté detenerlo con las manos, pero él las apartó de un plumazo y finalmente consiguió desatarme el obijime. Tras esto dio un paso atrás y estuvo un buen rato forcejeando con el nudo del obi, que queda entre las paletillas. Yo le supliqué que no me lo quitara -aunque tenía la garganta tan seca que apenas podía emitir sonido alguno-, pero él no me escuchó y no tardó en empezar a desenrollar el ancho obi, pasando sus brazos una y otra vez alrededor de mi cintura. Vi cómo el pañuelo del Presidente caía al suelo. Un momento después, el barón dejó caer el obi en un montón a su lado, y entonces me desabrochó el datejime, es decir, la cinturilla que va por debajo. Casi me mareo al sentir que el kimono se soltaba de mi cintura. Lo agarré, cerrándolo con las manos, pero el barón me las separó. Ya no pude soportar seguir mirando al espejo. Lo último que recuerdo al cerrar los ojos fue el frufrú de la tela al quitarme el barón la pesada prenda tomándola por los hombros.

Parecía que el barón había logrado lo que se proponía; o, al menos, por el momento no fue a más. Sentí sus manos en mi cintura, acariciando el tejido de mi enagua. Cuando por fin volví a abrir los ojos, estaba detrás de mí, inspirando el aroma de mi cabello y mi cuello. Tenía los ojos fijos en el espejo -fijos, me pareció a mí, en la banda que sujetaba mi enagua-. Cada vez que movía los dedos, yo intentaba alejarlos con toda la fuerza de mi mente, pero no tardaron en correrme como arañas por la barriga, y un momento después estaban enredados en la banda y habían empezado a tirar de ella. Intenté detenerlo varias veces, pero el barón me apartó las manos, como había hecho antes. Finalmente la banda se desató; el barón dejó que cayera al suelo. Me temblaban las piernas, y la habitación se me emborronó cuando, sujetando mi enagua por las costuras, empezó a abrirla. De nuevo me aferré a sus manos para impedírselo.

– No te preocupes, Sayuri -me susurró el barón-. ¡Por lo que más quieras! No voy a hacerte nada que no deba. Sólo quiero echar un vistazo, ¿entiendes? No hay nada malo en ello. Cualquier hombre haría lo mismo.

Mientras me estaba diciendo esto, un pelo de su barba rala y brillante me hacía cosquillas en el oído, así que me vi obligada a girar la cabeza. Creo que debió interpretarlo como un signo de consentimiento por mi parte, porque sus manos empezaron a moverse más deprisa. Me abrió totalmente la enagua. Sentí sus dedos en las costillas, casi haciéndome cosquillas al intentar desatarme las cintas del corpiño. Un momento después lo había logrado. No pude soportar la curiosidad de comprobar lo que estaría viendo el barón; así que sin mover la posición de la cabeza, que seguía girada, esforcé cuanto pude la vista para verme en el espejo. Mi corpiño abierto dejaba ver una extensa tira de piel en el centro de mi pecho.

Las manos del barón se habían trasladado a mis caderas, donde se enzarzaron con mi koshimaki. Al vestirme aquel día, me lo había apretado, tal vez, más de lo necesario. Y el barón se las vio y se las deseó para encontrar la juntura, pero tras aflojar la tela, la sacó toda de un tirón de debajo de mi enagua. Al sentir la seda deslizarse sobre mi piel, salió un sonido de mi garganta, como un sollozo. Alargué los brazos en un intento de agarrar el koshimaki, pero el barón lo apartó de mí y lo tiró al suelo. Y luego, muy despacio, tan despacio como un hombre quitándole el abriguito a un niño dormido, abrió mi enagua con un ademán largo y expectante, como si estuviera desvelando algo magnificente. Sentí una quemazón en la garganta que me indicaba que estaba a punto de echarme a llorar; pero no podía soportar la idea de que el barón fuera a verme llorar, además de desnuda. Contuve las lágrimas, al borde mismo de empañarme la vista, y miré al espejo con tal intensidad que durante un momento tuve la impresión de que el tiempo se había detenido. Nunca me había visto desnuda de esta forma. Es cierto que todavía llevaba puestos los calcetines abotonados; pero así con la enagua desatada y abierta me sentía más expuesta que totalmente desnuda en los baños. Observé que el barón recorría con los ojos mi imagen en el espejo. Primero me abrió aún más la enagua para que se me viera el contorno de la cintura. Luego bajó la vista hasta la pequeña espesura negra que me había brotado en los años que llevaba en Kioto, y la dejó allí fija. Pasado un buen rato empezó a alzarla poco a poco, recorriendo mi estómago, mis costillas, hasta los dos circulitos color ciruela, primero en un lado y luego en el otro. Entonces el barón quitó una mano de mi cuerpo, de modo que por ese lado la enagua volvió a caer en su sitio. Lo que hizo con esa mano no lo sé, pero ya no volví a verla. En un momento dado volví a sentir pánico al ver que asomaba de su albornoz un hombro desnudo. No sé lo que estaba haciendo -y aunque hoy podría hacer una conjetura bastante probable, prefiero no pensarlo-. Lo único que sé es que de pronto su aliento me calentaba el cuello. Tras esto ya no vi nada más. El espejo se convirtió en un borrón plateado; y ya no pude seguir conteniendo las lágrimas.

Llegado a un punto, la respiración del barón pareció calmarse. La piel me ardía, y transpiraba de miedo, de modo que cuando por fin soltó completamente mi enagua y la dejó caer, el soplo de aire que sentí me pareció una brisa. Enseguida me quedé sola en la habitación; el barón había salido sin que yo ni siquiera me diera cuenta. Me apresuré a vestirme mientras él estaba fuera, con tal desesperación que mientras recogía todas mis prendas del suelo, me vino a la cabeza la imagen de un niño hambriento pillando restos de comida.

Me empecé a vestir como pude, temblando. Pero sin ayuda, sólo podía cerrarme la enagua y sujetarla con la banda. Esperé frente al espejo, observando con preocupación mi maquillaje todo corrido. Estaba dispuesta a esperar una hora si tenía que hacerlo. Pero sólo pasaron unos minutos antes de que el barón estuviera de vuelta con el albornoz bien atado alrededor de su oronda barriga. Me ayudó a ponerme el kimono sin decir una palabra, y me lo sujetó con el datejime, exactamente igual que lo habría hecho el Señor Itchoda. Mientras él manipulaba el largo obi, preparándolo para enrollármelo en la cintura, me entró una extraña sensación. Al principio no entendía qué me pasaba; pero se fue extendiendo dentro de mí, como se extiende una mancha en un mantel, y no tardé en comprender. Tenía la sensación de que había hecho algo malo. No quería llorar delante del barón, pero no pude evitarlo, y, además, no me había mirado a los ojos desde que había vuelto a la habitación. Intenté imaginarme que no era más que una casa solitaria bajo la lluvia, con el agua corriendo por sus paredes. Pero el barón debió de reparar en ello y salió de la habitación y volvió un momento después con un pañuelo con sus iniciales bordadas. Me dijo que me lo quedara, pero después de usarlo lo dejé encima de la mesa.

Enseguida me llevó a la zona de recepción de la casa y desapareció sin decir una palabra. Al momento apareció un sirviente con el kimono antiguo envuelto de nuevo en papel de seda. Me lo dio con una reverencia y me escoltó hasta el coche del barón. Hice el camino de vuelta a la hospedería llorando calladamente en el asiento trasero, aunque el conductor fingió que no se estaba dando cuenta. Ya no lloraba por lo que me había pasado. Tenía algo mucho más espantoso en mente; a saber, qué iba a pasar cuando el Señor Itchoda viera mi maquillaje todo corrido y luego cuando me ayudara a desvestirme y viera el nudo del obi, que estaba mucho más flojo de lo que él solía atarlo y, aún peor, cuando viera el regalo tan caro que me habían hecho. Antes de salir del coche me limpié la cara con el pañuelo del Presidente, pero tampoco sirvió para mucho. El Señor Itchoda me miró y luego se rascó la barbilla como si comprendiera todo lo que había pasado. Ya arriba, en el cuarto, mientras me desataba el obi, me dijo:

– ¿Te desnudó el barón?

– Lo siento -respondí yo.

– Te desnudó y te miró en el espejo. Pero no hizo nada contigo. No te tocó ni se echó encima de ti, ¿no?

– No, señor.

– Está bien. No pasa nada, entonces -dijo el Señor Itchoda, mirando al frente. Y no volvimos a cruzar palabra.

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