Cuando tenía catorce años, mi padre me llevó una noche, en Kioto, a un espectáculo de danza. Era la primavera de 1936. Sólo me acuerdo de dos cosas. La primera es que él y yo éramos los únicos occidentales del público; hacía tan sólo unas semanas que habíamos dejado nuestro hogar en Holanda y todavía no me había acostumbrado al aislamiento cultural, por eso lo recuerdo tan vividamente. La segunda es lo contento que me sentí, tras meses de estudio intensivo del japonés, al darme cuenta de que entendía fragmentos de las conversaciones que oía a mi alrededor. De las jóvenes japonesas que bailaron ante mí en el estrado no recuerdo nada, salvo una vaga imagen de kimonos de brillantes colores. Por entonces no podía saber que casi cincuenta años después, en un lugar tan lejano como Nueva York, una de ellas se convertiría en una buena amiga mía y me dictaría sus memorias.
Como historiador que soy, siempre he considerado que las memorias constituyen un material de primera mano, que no sólo nos proporciona datos de la persona en cuestión, sino también del mundo en el que ha vivido. Difieren de la biografía en que el autor de las memorias nunca tiene el grado de perspectiva que, de por sí, suele poseer el biógrafo. La autobiografía, si es que tal cosa existe, es algo así como preguntarle a un conejo qué aspecto tiene cuando salta por el prado. ¿Cómo va a saberlo? Pero, por otro lado, si queremos saber algo del prado, nadie está en mejor posición que el conejo para decírnoslo, siempre que tengamos en cuenta que nos perderemos todas aquellas cosas que el conejo no haya observado debido a su posición en un momento dado.
Digo todo esto con la certeza del investigador cuya carrera está basada en esta suerte de distinciones. He de confesar, sin embargo, que las memorias de mi querida amiga Nitta Sayuri me obligaron a replantearme algunas de mis opiniones al respecto. Sí, ella nos muestra el mundo secreto en el que vivió; como si dijéramos, nos da la visión del prado desde el punto de vista del conejo. Posiblemente no haya una descripción mejor de la extraña vida de las geishas que la que aquí nos ofrece Sayuri. Pero además nos deja una manifestación de sí misma que es mucho más completa, más precisa y más emocionante que el largo capítulo que se le dedica a su vida en el libro Deslumbrantes joyas del Japón, o en los varios artículos sobre ella que han ido apareciendo a lo largo de los años en revistas y periódicos. Se diría que, al menos en el caso de este insólito tema, nadie conocía mejor a la autora de las memorias que ella misma.
Que Sayuri llegara a ser famosa fue en gran medida una casualidad. Otras mujeres llevaron vidas similares a la suya. Puede que la renombrada Kato Yuki -una geisha que cautivó a George Morgan, el sobrino de J. Pierpont, y se convirtió en su desposada en el exilio durante la primera década de este siglo- tuviera una vida aún más insólita en muchos aspectos que Sayuri. Pero sólo Sayuri ha documentado de una forma tan completa su propia saga. Durante mucho tiempo creí que su decisión de hacerlo así había sido fruto del azar. Si se hubiera quedado en Japón, habría estado demasiado ocupada para que se le ocurriera la idea de compilar sus memorias. Sin embargo, diversas circunstancias le llevaron a emigrar a los Estados Unidos en 1956. Durante los cuarenta años siguientes y hasta su muerte, vivió en un apartamento decorado en estilo japonés en el piso treinta y dos de las Torres Waldorf de Manhattan. Pero también allí su vida siguió teniendo la intensidad que la había caracterizado hasta entonces. Por su apartamento neoyorquino pasaron artistas, intelectuales y empresarios japoneses, e incluso algún ministro y un gángster o dos. Yo no la conocí hasta 1985. Me la presentó un conocido común. Como profesor de japonés me había topado aquí y allá con el nombre de Sayuri, pero apenas sabía nada de ella. Nuestra amistad creció y empezó a confiar más y más en mí. Un día le pregunté si daría permiso para que se contara su historia.
– Pues podría darlo, tal vez, si fueras tú, Jakob-san, quien la pusiera por escrito.
Así que nos pusimos manos a la obra. Sayuri tenía claro que prefería dictar sus memorias a escribirlas ella misma, porque, como me explicó, estaba tan acostumbrada a hablar cara a cara que no sabría qué hacer si no hubiera nadie escuchándola en la habitación. Yo acepté, y el manuscrito me fue dictado en el transcurso de dieciocho meses. Hasta que no empecé a preocuparme por cómo traducir todos sus matices, no fui plenamente consciente del dialecto de Kioto que empleaba Sayuri – en el que las geishas se llaman geiko, y los kimonos, obebe-. Pero desde el principio me dejé arrastrar a su mundo. Salvo unas cuantas ocasiones excepcionales, nos vimos siempre por la noche, porque era entonces cuando la mente de Sayuri acostumbraba a estar más despierta. Por lo general prefería que trabajáramos en su apartamento, pero alguna vez nos vimos en un apartado de un restaurante japonés de Park Avenue, del que era cliente habitual. Nuestras sesiones se prolongaban unas dos o tres horas. Aunque las grabábamos todas, su secretaria también estaba presente y transcribía fielmente al dictado sus palabras. Pero Sayuri nunca hablaba mirando al casete o a su secretaria; siempre me hablaba a mí. Cuando no sabía por dónde tirar, yo era quien la guiaba y ponía en la dirección correcta. Yo consideraba que aquella empresa dependía de mí y creía que su historia nunca habría sido contada, si yo no me hubiera ganado su confianza. Ahora veo que la verdad podría ser otra. Sayuri me eligió como amanuense, sin duda, pero podría haberse presentado otro candidato adecuado antes que yo.
Lo que nos lleva a la cuestión fundamental: ¿Por qué quería Sayuri contar su historia? Las geishas no tienen la obligación de hacer voto de silencio, pero su existencia se basa en la convicción, típicamente japonesa, de que lo que sucede durante la mañana en la oficina y lo que pasa por la noche tras unas puertas bien cerradas son cosas muy distintas, y han de estar separadas, en compartimentos estancos. Las geishas sencillamente no dejan constancia de sus experiencias. Al igual que las prostitutas, sus equivalentes de clase inferior, las geishas se suelen encontrar en la posición poco común de saber si esta o aquella figura pública mete primero una pierna y luego la otra en los pantalones, como el resto de los mortales. Probablemente estas mariposas nocturnas consideran que su función encierra algo de depositarías de la confianza pública, pero en cualquier caso la geisha que viola esa confianza se coloca en una posición insostenible. Las circunstancias que llevaron a Sayuri a contar su historia eran poco comunes en cuanto que ya no quedaba nadie en Japón que tuviera poder sobre ella. Los vínculos con su país de origen ya estaban rotos. Tal vez esto nos da una pista de por qué dejó de sentirse forzada al silencio, pero sigue sin informarnos de por qué se decidió a hablar. A mí me asustaba plantearle la cuestión. ¿Y si al examinar sus propios escrúpulos al respecto le daba por cambiar de opinión? Ni siquiera cuando el manuscrito estuvo acabado me atreví. Sólo cuando ya había recibido el adelanto del editor me sentí lo bastante seguro para preguntarle. ¿Por qué había deseado contar su vida?
– ¿Pues qué mejor cosa podría hacer con mi tiempo a mi edad? -contestó.
Dejo a la decisión del lector la cuestión de si sus motivos eran realmente así de sencillos.
Aunque estaba deseosa de dejar por escrito su biografía, Sayuri insistió en varias condiciones. Quería que el manuscrito se publicara después de su muerte y la de algunos hombres que habían ocupado una posición prominente en su vida. Todos murieron antes que ella. A Sayuri le preocupaba mucho que sus revelaciones pudieran poner a alguien en evidencia. Siempre que me ha sido posible he dejado los nombres reales de las personas, aunque Sayuri me ocultó incluso a mí la identidad de ciertos hombres, mediante la convención, común entre las geishas, de referirse a los clientes con sus apodos. El lector que al encontrarse con personajes como el Señor Copito de Nieve -cuyo mote vino sugerido por su caspa- crea que Sayuri sólo está tratando de ser graciosa puede no haber comprendido su verdadera intención.
Cuando le pedí permiso a Sayuri para utilizar una grabadora, mi intención era que fuera sólo una garantía contra los posibles errores de trascripción por parte de la secretaria. Pero después de su muerte, acaecida el año pasado, me digo a mí mismo si en el fondo no tendría otro motivo: el de preservar su voz, una voz con una expresividad que pocas veces se encuentra. Por lo general habla con un tono suave, como se puede esperar de una mujer cuya profesión ha sido entretener a los hombres. Pero cuando quería dar vida a una escena, podía hacerme creer sólo con su voz que había seis u ocho personas en la habitación. A veces, por la noche, solo en mi despacho, vuelvo a oír las casetes, y entonces me cuesta creer que ya no está entre nosotros.
JACOB HAARHUIS Catedrático de japonés de la Universidad de Nueva York