Durante el mes de septiembre de aquel ano, todavía con dieciocho años, el General Tattori y yo bebimos sake juntos en una ceremonia que tuvo lugar en la Casa de Té Ichiriki. Era la misma ceremonia que había realizado con Mameha, cuando se convirtió en mi hermana mayor, y luego con el Doctor Cangrejo, justo antes de mi mizuage. En las semanas que siguieron, todo el mundo felicitó a Mamita por haber hecho una alianza tan favorable.
Esa primera noche, después de la ceremonia, fui, siguiendo las instrucciones del general, a una pequeña posada del noroeste de Kioto, llamada Suruya, que sólo tenía tres habitaciones. Para entonces ya estaba tan acostumbrada al lujo que me sorprendió la pobreza de la posada. La habitación olía a moho y el tatami estaba tan hinchado por la humedad que al pisarlo parecía soltar un suspiro. La pared estaba desconchada en una esquina y el yeso formaba un montoncito en el suelo. Se oía a un viejo leer el periódico en la habitación contigua. Cuanto más rato pasaba, más rara me sentía allí, de modo que experimenté un inmenso alivio cuando por fin llegó el general -aunque después de que yo lo saludara lo único que hizo fue encender la radio y sentarse a beber cerveza.
Pasado un rato, fue a la planta baja a darse un baño. Cuando volvió a la habitación, se quitó el albornoz inmediatamente y se movió de aquí para allá completamente desnudo, secándose el pelo con una toalla. Bajo su pecho sobresalía una barriguita redonda, bajo la cual se apreciaba una inmensa mata de vello. Nunca había visto a un hombre desnudo, y el fofo trasero del general me pareció casi cómico. Pero cuando se puso frente a mí, tengo que reconocer que mis ojos fueron directamente a donde… bueno, a donde debería estar su «anguila». Algo le colgaba, pero sólo cuando el general se tumbó de espaldas y me dijo que me desnudara, empezó a salir a la superficie. Era un hombrecito extraño, pero sin ningún reparo para decirme lo que tenía que hacer. Yo estaba preocupada porque tenía que encontrar una manera de agradarle, pero sucedió que lo único que tuve que hacer fue cumplir las órdenes que él me iba dando. En los tres años que habían pasado desde mi mizuage, había olvidado el terror que sentí cuando el doctor se echó sobre mí. Lo recordé entonces, pero lo extraño fue que ya no sentí terror, sino una vaga náusea. El general dejó la radio encendida y las luces también, como si quisiera asegurarse de que yo no dejaba de tener presente la sordidez de la habitación, incluyendo la mancha de humedad en el techo.
Conforme pasaban los meses, la náusea fue desapareciendo, y mis encuentros con el general pasaron a ser una desagradable rutina que tenía lugar dos veces por semana. A veces me preguntaba cómo sería con el Presidente; y, a decir verdad, me preocupaba que pudiera ser tan poco agradable como con el doctor y el general. Entonces sucedió algo que me hizo ver la cosas de otro modo. Por esa época, un hombre llamado Yasuda Akira, que había aparecido en todas las revistas debido al éxito que había tenido un nuevo tipo de luces de bicicleta que él había inventado, empezó a venir regularmente a Gion. No era recibido en la Casa de Té Ichiriki, y, probablemente, tampoco hubiera podido pagárselo, pero aparecía tres o cuatro noches a la semana en una pequeña casa de té llamada Tatematsu, en Tominagacho, un distrito de Gion que no estaba lejos de nuestra okiya. Primero lo conocí en un banquete, una noche en la primavera de 1939, cuando yo tenía diecinueve años. Él era mucho más joven que el resto de los hombres a su alrededor, probablemente no pasaba de treinta, de modo que en cuanto entré en la habitación me fije en él. Tenía la misma dignidad del Presidente. Lo encontré muy atractivo, con las mangas de la camisa remangadas y la chaqueta del traje en el suelo detrás de él. Durante un momento me quedé mirando a un hombre de edad que estaba sentado a su lado. Levantó los palillos con un trozo de tofu asado y se los metió en una boca que no podía estar mas abierta, lo cual me hizo pensar en una puerta que se abre de par en par para que entre lentamente una tortuga. Por el contrario, casi me desmayo al ver el brazo elegante y musculoso de Yasuda-san llevándose a la boca, sensualmente entreabierta, un trozo de carne.
Hice la ronda de hombre en hombre y cuando llegué junto a él me presenté, y él me dijo:
– Espero que me perdone.
– ¿Perdonarle qué? -le pregunté.
– He sido un grosero -me contestó-. No he podido quitarle ojo en toda la noche.
Dejándome llevar de un impulso, eché mano al tarjetero bordado que llevaba debajo del obi y discretamente saqué una tarjeta y se la di. Las geishas siempre llevan encima tarjetas de visita, igual que los hombres de negocios. Las mías eran muy pequeñas, como la mitad del tamaño de una tarjeta de visita normal, y llevaban caligrafiadas en el pesado papel de arroz del que estaban hechas sólo dos palabras «Gion» y «Sayuri». Era primavera, de modo que llevaba unas tarjetas que tenían el fondo decorado con una colorida rama de ciruelo en flor. Yasuda se la quedó mirando un momento antes de guardársela en el bolsillo de la camisa. Me daba la sensación de que ninguna palabra que dijéramos habría sido más elocuente que esta sencilla interacción, de modo que le hice una reverencia y pasé a hablar con el siguiente.
Desde ese día, Yasuda-san empezó a solicitar mi compañía en la Casa de Té Tatematsu todas las semanas. Nunca pude ir con la frecuencia con la que él quería. Pero como unos tres meses después de conocernos, una tarde apareció con un kimono de regalo. Me sentí muy halagada, aunque, en realidad, no era una prenda muy sofisticada -estaba tejida en una seda de no muy buena calidad con unos colores bastante chillones y un vulgar estampado de flores y mariposas. Quería que me lo pusiera para él alguna vez, y le prometí hacerlo. Pero cuando volví a la okiya esa noche, Mamita me vio subir con el paquete y me lo arrebató para ver su contenido. Sonrió despectivamente al ver el kimono y dijo que no permitiría que me vieran con algo tan poco atractivo puesto. Y al día siguiente lo vendió.
Cuando me enteré de lo que había hecho, le dije con la máxima claridad de la que fui capaz que aquel kimono era un regalo que me habían hecho a mí, no a la okiya, y que no estaba bien que lo hubiera vendido.
– Ciertamente era tuyo -me respondió-. Pero tú eres la hija de la okiya. Lo que pertenece a la okiya te pertenece a ti, pero a la inversa también.
Me enfadé tanto con Mamita que no podía ni mirarla. En cuanto a Yasuda-san, a quien le habría gustado verme con el kimono, le dije que debido a los colores y al estampado de mariposas y flores, sólo me lo podía poner al principio de la primavera, y como estábamos ya en verano, casi tendría que pasar un año para que pudiera vérmelo puesto. Esto no pareció molestarle mucho.
– ¿Qué es un año? -dijo, mirándome con sus penetrantes ojos-. Por según que cosas esperaría mucho más.
Estábamos solos en el cuarto, y Yasuda-san dejó el vaso de cerveza sobre la mesa de una forma que me ruborizó. Buscó mi mano, y yo se la di, esperando que la retuviera un rato entre las suyas antes de soltarla. Pero, para mi sorpresa, se la llevó a los labios y empezó a besarla apasionadamente en la parte interna de la muñeca, de una forma que repercutió por todo mi cuerpo, hasta las rodillas. Me tengo por una mujer obediente; hasta ese momento siempre había hecho lo que me decían que hiciera Mamita o Mameha o incluso Hatsumono cuando no tenía más remedio; pero la combinación de enfado con Mamita y deseo de Yasuda-san me llevó a decidir hacer aquello que Mamita me había ordenado más explícitamente que no hiciera. Le dije que se reuniera conmigo en esa misma casa de té a medianoche, y lo dejé allí solo.
Justo antes de medianoche volví y hablé con una joven camarera. Le prometí una cantidad indecente de dinero si se encargaba de que nadie nos molestara a Yasuda-san y a mí, que ocuparíamos durante media hora una de las habitaciones del piso superior. Ya estaba allí esperando en la oscuridad, cuando la doncella abrió la puerta y entró Yasuda-san. Tiró el sombrero al tatami y me levantó del suelo antes incluso de que la puerta hubiera vuelto a cerrarse. Apretar mi cuerpo contra el suyo me resultó tan satisfactorio como una comida después de pasar hambre. Cuanto más me apretaba él, más lo apretaba yo. No me sorprendió la habilidad con la que sus manos se deslizaron por mis ropas, abriéndolas, para llegar a la piel. No diré que no experimenté en algún momento el mismo tipo de torpeza que solía experimentar con el general, pero, desde luego, no la noté de la misma forma. Mis encuentros con el general me recordaban a una vez que, siendo niña, intenté trepar a un árbol para arrancar cierta hoja de la copa. Todo era cuestión de moverse con cuidado y de soportar la incomodidad hasta alcanzar lo que quería. Pero con Yasuda-san me sentía como una niña corriendo libremente colina abajo. Un momento después, cuando yacíamos exhaustos en el tatami, le levanté la camisa y le puse la mano en el estómago para sentir su respiración. Nunca en mi vida había estado tan próxima a otro ser humano, aunque no habíamos dicho ni una palabra.
Fue entonces cuando entendí: echarte en el futón, quieta, para el doctor o el general era una cosa; con el Presidente tenía que ser algo muy distinto.
La vida cotidiana de muchas geishas cambia drásticamente cuando pasan a tener un danna; pero en mi caso, apenas percibí ese cambio. Seguía haciendo la ronda de las casas de té de Gion por la noche, como lo había venido haciendo durante los últimos años. De vez en cuando, por la tarde, hacía alguna excursión fuera de Gion, incluyendo alguna de lo más peculiar, como acompañar a un hombre al hospital a visitar a su hermano. Pero de todos aquellos cambios que había esperado -los recitales de danza financiados por mi danna, los lujosos regalos o incluso los días de asueto pagados- no se produjo ninguno. Sucedió exactamente lo que había pronosticado Mamita. Que los militares no se ocupaban de las geishas del mismo modo que lo hacían los hombres de negocios o los aristócratas.
Puede que el general apenas aportara cambios en mi vida, pero lo que sí era cierto es que su alianza con la okiya resultó inestimable, al menos, desde el punto de vista de Mamita. Cubría gran parte de mis gastos, como normalmente suelen hacer los danna; entre los gastos se incluían el precio de mis clases, el registro anual, los honorarios del médico y… ¡oh!, no me acuerdo de qué más… mis medias, tal vez. Pero lo realmente importante era que su nuevo cargo de director de la intendencia militar consistía exactamente en lo que había insinuado Mameha, de modo que podía hacer por nosotras cosas que ningún otro danna habría podido hacer. Por ejemplo, en marzo de 1939, la Tía cayó enferma. Estábamos muy preocupadas por ella, y los médicos no parecían hacer mucho; pero tras una llamada telefónica al general, vino a verla un médico del Hospital Militar de Kaigyo y le dio una medicina que no tardó en sanarla. Así que aunque el general no me enviara a dar recitales de danza a Tokio ni me regalara piedras preciosas, nadie podía sugerir que a nuestra okiya no le fuera bien con él. Nos hacía envíos regulares de té y azúcar, así como chocolates, unos productos que cada vez iban escaseando más, incluso en Gion. Porque, claro está, Mamita se había equivocado totalmente al decir que en seis meses la guerra habría terminado. En ese momento no lo habríamos creído, pero apenas habíamos visto el principio de los oscuros años que nos aguardaban.
En el otoño en el que el general se convirtió en mi danna, Nobu dejó de solicitar mi presencia en las fiestas en las que con tanta frecuencia le había acompañado. Enseguida me di cuenta de que había dejado de frecuentar por completo la Casa de Té Ichiriki. No se me ocurre ninguna razón que explicara su ausencia, a no ser que fuera para evitar encontrarse conmigo. Suspirando, la dueña de la casa de té admitió que probablemente yo tenía razón. En Año Nuevo le envié a Nobu una tarjeta, al igual que hice con todos mis protectores, pero él no respondió. Recordándolo ahora parece fácil decir, como si no tuviera ninguna importancia, cuántos meses pasaron; pero entonces vivía angustiada. Sentía que había traicionado a un hombre que había sido tan bueno conmigo> un hombre en el que había llegado a ver un amigo. Además al no estar bajo la protección de Nobu, habían dejado de invitarme a las fiestas de la Compañía Eléctrica Iwamura, lo que significaba que apenas se me presentaba una oportunidad de ver al Presidente.
Cierto es que el Presidente seguía frecuentando la Casa de Té Ichiriki aunque Nobu no lo hiciera. Una noche lo vi en el vestíbulo echando una callada bronca a un joven socio, y no me atreví a molestarlo para saludarle. Otra noche fue él quien me vio cuando Naotsu, una joven aprendiza de aspecto preocupado lo acompañaba al servicio. Dejó a Naotsu esperándolo y se acercó a hablar conmigo. Intercambiamos las bromas de rigor. Creí ver en su suave sonrisa ese tipo de orgullo contenido que suelen sentir los hombres cuando observan a sus propios hijos. Antes de que siguiera su camino, le dije:
– Presidente, si alguna vez necesitara la presencia de una o dos geishas más…
Fue un atrevimiento por mi parte, pero para mi tranquilidad el Presidente no pareció tomarlo como una ofensa.
– Buena idea, Sayuri -me respondió-. Solicitaré tu compañía.
Pero pasaron las semanas y no lo hizo.
Una noche, a últimos de marzo, me dejé caer en una animada fiesta que daba la Prefectura de Kioto en una casa de té llamada Shunju. El Presidente estaba entre los invitados, jugando a ver quién aguantaba más bebiendo sake; parecía exhausto, en mangas de camisa y con la corbata floja. En realidad, su contrincante, el gobernador, había perdido casi todas las rondas, según me dijeron, pero seguía sosteniendo su copa mejor que el Presidente.
– ¡Cómo me alegro de verte, Sayuri! -me dijo-. Estoy en un aprieto y tienes que ayudarme.
Al ver la suave piel de su cara enrojecida, y sus brazos descubiertos hasta encima de los codos, pensé inmediatamente en Yasuda-san aquella noche en la Casa de Té Tatematsu. Por una fracción de segundo tuve la sensación de que todo en la habitación se evaporaba, salvo el Presidente y yo, y que dada su ligera embriaguez, podría inclinarme hacia él hasta que sus brazos me rodearan y poner mis labios en los suyos. Incluso me dio un poco de vergüenza haber sido tan obvia en mis pensamientos que el Presidente hubiera podido darse cuenta, pero si lo hizo, pareció que me seguía mirando igual. Para ayudarlo tenía que conspirar con otra geisha para que aminorara el ritmo del juego. El Presidente pareció agradecerme la ayuda, y cuando todo había acabado, se sentó a mi lado y charló conmigo un largo rato, mientras bebía vaso tras vaso de agua para recuperarse. Finalmente se sacó del bolsillo un pañuelo exactamente igual que el que llevaba yo remetido debajo del obi, se lo pasó por la frente y tras alisarse el pelo con la mano, me dijo:
– ¿Cuándo fue la última vez que viste a tu viejo amigo Nobu?
– Hace bastante tiempo, Presidente -le contesté-. A decir verdad, tengo la impresión de que Nobu-san podría estar enfadado conmigo.
El Presidente tenía la vista puesta en el pañuelo, que estaba volviendo a doblar.
– La amistad es algo precioso, Sayuri -dijo-. Uno no debe echarla por la borda.
Durante las semanas que siguieron pensé muchas veces en esta conversación. Entonces, un día a finales de abril, me estaba maquillando para una representación de las Danzas de la Antigua Capital, cuando una joven aprendiza que yo apenas conocía se acercó a hablar conmigo. Dejé sobre el tocador la brocha de maquillaje, esperando que me pidiera un favor, porque mi okiya seguía estando abastecida de cosas sin las cuales habían tenido que aprender a vivir otros en Gion. Pero en lugar de pedir nada, dijo:
– Siento molestarla, Sayuri-san. Me llamo Takazuru. Me preguntaba si querría ayudarme. Me han dicho que fue muy buena amiga de Nobu-san…
Tras meses y meses de no saber nada de él y de sentirme terriblemente avergonzada por lo que había hecho, el sólo hecho de oír el nombre de Nobu cuando menos lo esperaba fue como abrir las postigos y sentir el primer golpe de aire.
– Todas hemos de ayudarnos siempre que podamos, Takazuru -le dije-. Y si se trata de un problema con Nobu-san, me interesa especialmente. Espero que se encuentre bien.
– Sí, se encuentra muy bien, señora, o al menos eso creo yo. Suele frecuentar la Casa de Té Awazumi, en el distrito Este de Gion. ¿La conoce?
– Claro, claro que la conozco. Pero no sabía que Nobu-san solía ir por allí.
– Sí, señora, y con bastante frecuencia -me dijo Takazuru-. Pero ¿podría preguntarle, Sayuri-san? Usted lo conoce desde hace tanto tiempo, y… bueno, ¿verdad que Nobu-san es un buen hombre?
– Takazuru-san, ¿por qué me preguntas esto? Si has pasado tiempo acompañándolo sabrás por ti misma si es bueno o no.
– Seguro que debo de parecerle estúpida. Pero ¡estoy tan confusa! Siempre que viene a Gion requiere mi compañía, y mi hermana mayor me dice que es el mejor protector que pueda esperar una jovencita. Pero ahora mi hermana se ha enfadado conmigo porque he llorado delante de él varias veces. Sé que no debo hacerlo, pero ni siquiera puedo prometer que no volveré a hacerlo.
– ¿Te está tratando mal?
A modo de respuesta, la pobre Takazuru apretó sus temblorosos labios y un momento después tenía los ojos empañados de lágrimas, de tal modo que tuve la impresión de que me estaban mirando dos charquitos.
– A veces Nobu-san no se da cuenta de los brusco que es -le dije-. Pero seguro que le gustas, Takazuru-san. De no ser así, ¿por qué iba a pedir tu compañía?
– Creo que lo hace sólo porque soy alguien con quien puede ser mezquino -me respondió-. Una vez me dijo que me olía el pelo a limpio, pero luego añadió que menos mal.
– Qué raro que lo veas con tanta frecuencia -le dije-. Llevo meses esperando encontrármelo.
– ¡Oh, no, no lo haga, Sayuri-san! Ya sin verla dice que no hay nada en mí que se pueda comparar con usted. Si vuelve a verla, me verá aun peor. Ya sé que no debería preocuparla con mis problemas, señora, pero… creí que tal vez podría darme alguna idea para complacerle. Sé qué le gusta conversar de cosas interesantes, pero nunca sé qué contarle, Todo el mundo me dice que no soy una chica muy lista.
La gente de Kioto suele decir este tipo de cosas; pero en este caso, me sorprendió que esa pobre chica podría estar diciendo la verdad. No me extrañaría que Nobu la tratara como si fuera no más que el árbol en el que el tigre se afila las zarpas. No se me ocurría nada que pudiera ayudarla, así que finalmente le sugerí que se leyera algún libro sobre un hecho histórico que pudiera interesar a Nobu y se lo contara línea por línea cuando se vieran. Yo misma había hecho lo mismo alguna vez, pues había hombres a los cuales lo que más les gustaba era sentarse cómodamente, con los ojos entornados y escuchar el sonido de una voz femenina. No estaba muy segura de que fuera a funcionar con Nobu, pero Takazuru se fue muy agradecida con la idea.
Al enterarme de dónde podía encontrar a Nobu, decidí ir a verlo. Estaba muy triste por haberlo hecho enfadarse conmigo y, además, sin él no podría ver al Presidente nunca. No quería hacer sufrir a Nobu, pero pensé que tal vez, si lo veía, encontraría una forma de reanudar nuestra amistad. El problema era que no podía aparecer sin ser invitada en la Casa de Té Awazumi, pues no tenía una relación establecida allí. Así que decidí merodear por allí siempre que pudiera, en la esperanza de tropezarme con Nobu. Conocía sus costumbres lo bastante bien como para saber más o menos la hora a la que llegaría.
Seguí este plan durante ocho o nueve semanas. Y por fin una noche lo vi salir de una limusina en la oscuridad de la calle. Supe que era él porque la manga vacía de su chaqueta, prendida en el hombro, le hacía una silueta inconfundible. El chofer le estaba dando una cartera cuando yo me acerqué. Me detuve al llegar a la luz de una farola, y dejé escapar un suspiro que sonara placentero. Nobu miró hacia donde yo estaba, exactamente como había esperado.
– Bueno, bueno -dijo-. Uno se olvida de lo bonitas que pueden ser las geishas -habló con un tono tan desenfadado que me pregunté si me habría reconocido.
– ¡Señor! Suena como mi viejo amigo Nobu-san -dije yo-. Pero no puede ser él, porque tengo la impresión de que ha desaparecido completamente de Gion.
El chofer cerró la portezuela, y nos quedamos en silencio hasta que el coche arrancó y se alejó.
– ¡Qué alivio! ¡Volver a ver por fin a Nobu-san! Y qué suerte de encontrarlo en la oscuridad y no a plena luz.
– A veces no tengo ni la menor idea de lo que estás hablando, Sayuri. Debes de haberlo aprendido de Mameha. O tal vez os lo enseñan a todas las geishas.
– Mientras Nobu-san esté entre las sombras no veré su cara de enfado.
– Ya veo. ¿Así que crees que estoy enfadado contigo?
– ¿Y qué otra cosa podría pensar cuando un viejo amigo desaparece durante tantos meses? Supongo que me va a decir que ha tenido demasiado trabajo para venir a la Casa de Té Ichiriki.
– ¿Por qué lo dices en ese tono, como dejando caer que es imposible que sea cierto?
– Porque me he enterado por casualidad de que viene a Gion con bastante frecuencia. Pero no se moleste en preguntarme cómo me he enterado. No se lo diré a no ser que acepte dar una vuelta conmigo.
– De acuerdo -respondió Nobu-. Ya que hace tan buena noche…
– ¡Oh, Nobu-san! No diga eso. Me habría gustado mucho más que dijera: «Ya que he tenido la suerte de encontrar a una vieja amiga a la que no veo desde hace tiempo, lo que más me apetece es dar un paseo con ella».
– Daré un paseo contigo -dijo-. Y tú piensa lo que quieras sobre mis razones para darlo -asentí con una pequeña reverencia y nos encaminamos juntos hacia el Parque Maruyama.
– Si Nobu-san quiere hacerme creer que no está enfadado -dije-, debería actuar de una forma un poco más afectuosa, en lugar de parecer una pantera que lleva varios meses sin probar bocado. No me extraña que tenga aterrorizada a la pobre Takazuru…
– Así que ha ido a hablar contigo, ¿no? -preguntó Nobu-. Si tío fuera una muchacha tan exasperante…
– Si no le gusta, ¿por qué solicita su compañía siempre que viene a Gion?
– Nunca la he solicitado, ¡ni tan siquiera una vez! Es su hermana mayor la que quiere metérmela por lo ojos. No te basta con recordármela. Ahora vas a aprovechar que nos hemos encontrado para intentar avergonzarme, de modo que no tenga más remedio que aceptar a la chica.
– En realidad, Nobu-san, no nos hemos «tropezado» por casualidad. Llevo semanas paseando arriba y abajo de esa calle con el fin de encontrarme contigo.
Pareció que esto lo dejaba pensativo, porque seguimos caminando en silencio un rato. Finalmente dijo:
– No debería sorprenderme. Eres la persona más marrullera que conozco.
– ¡Nobu-san! ¿Qué otra cosa podría hacer? -dije-. Pensé que habías desaparecido totalmente. Podría no haber vuelto a saber de ti, de no haber venido Takazuru llorando a contarme lo mal que la tratas.
– Sí, he sido bastante duro con ella, supongo. Pero no es tan lista como tú, ni tan bonita. Si has pensado que estaba enfadado contigo, no te has equivocado.
– ¿Podría preguntarte qué he hecho yo para enfadar tanto a un viejo amigo?
Aquí Nobu se detuvo y se volvió hacia mí con una expresión terriblemente triste en los ojos. De pronto me inundó un cariño por él que he sentido por muy pocos hombres en mi vida. Empecé a pensar cuánto lo había echado de menos y lo injusta que había sido con él. Pero aunque me avergüenza un tanto admitirlo, he de confesar que mi cariño estaba tintado de compasión.
– Me costó lo suyo enterarme, pero por fin he logrado saber quién es tu danna.
– Si Nobu-san me lo hubiera preguntado, habría estado encantada de decírselo.
– No te creo. Las geishas sois las personas más discretas del mundo. Pregunté por todo Gion, y una tras otra, todas fingieron que no lo sabían. Nunca me habría enterado, si no hubiera solicitado una noche la compañía de Michizono. Solos ella y yo.
Michizono era una leyenda en Gion. Por entonces tendría unos cincuenta años. No era una mujer hermosa, pero era capaz de poner de buen humor incluso a Nobu, sólo por la forma de arrugar la nariz al saludarle con la reverencia habitual.
– Le pedí que jugáramos a beber -continuó Nobu-, y yo gané y gané hasta que la pobre Michizono estaba casi borracha. Me habría dicho cualquier cosa que le hubiera preguntado.
– ¡Qué trabajo! -exclamé yo.
– ¡No digas tonterías! Fue una compañía muy agradable. No tenía nada que ver con trabajar. Pero ¿quieres que te diga algo? Al enterarme de que tu danna es un hombrecito en uniforme que nadie toma en consideración, te he perdido todo el respeto.
– Nobu-san habla como si yo tuviera algún poder de decisión en la elección de mi danna. Lo único que puedo elegir es el kimono que voy a ponerme. E incluso eso…
– ¿Sabes por qué tiene un trabajo de oficina ese hombre? Es porque nadie se fía de él cuando se trata de asuntos importantes. Conozco bien el ejército, Sayuri. Ni siquiera sus superiores pueden encontrarle una ocupación. Para eso podrías haberte aliado con un mendigo. De verdad, en algún momento te tuve gran cariño, pero…
– ¿En algún momento? ¿Es que ya no me lo tiene?
– No tomo cariño a los tontos.
– ¡Qué cruel! ¿Es que quiere hacerme llorar? ¡Oh, Nobu-san! ¿Soy tonta acaso porque tengo un danna que usted no puede admirar?
– ¡Geishas! No ha habido nunca un grupo de gente más irritante. Todo el tiempo consultando el horóscopo, diciendo: «¡Ay!, hoy no puedo dirigirme hacia el Este. Me dice el horóscopo que me traerá mala suerte». Pero, sin embargo, cuando se trata de algo que puede afectar el curso de toda vuestra vida, sencillamente miráis hacia otro lado.
– Más que mirar hacia otro lado, cerramos los ojos ante lo que no podemos impedir que suceda.
– ¿Así es? Bueno, la noche aquella que emborraché a Michizono me enteré de unas cuantas cosas hablando con ella. Eres la hija de la okiya, Sayuri. No puedes pretender que careces de toda influencia. Tienes la obligación de utilizar toda la influencia que tengas, a no ser que quieras ir a la deriva por la vida, como un pez panza arriba llevado por la corriente.
– Me gustaría poder pensar que la vida es algo más que una corriente que nos arrastra a todos panza arriba.
– De acuerdo, puede que sea una corriente, pero aun así tienes la libertad de estar en esta parte de la corriente o en aquélla. Las aguas intentarán constantemente llevarte a la otra parte. Pero si tú luchas y peleas y golpeas fuerte y aprovechas todas las ventajas que puedas…
– Sí, sí, eso está muy bien cuando se tienen ventajas.
– Las encontrarías por todas partes, si te preocuparas de buscarlas. En mi caso, aunque no tuviera nada más que, no sé, un hueso de melocotón chupeteado, o algo así, no lo desaprovecharía. Cuando tuviera que escupirlo, me aseguraría de que se lo tiraba a alguien que no me gustara.
– Nobu-san, ¿me está aconsejando que vaya por el mundo escupiendo huesos de melocotón a la gente?
– No te lo tomes a guasa; sabes muy bien a qué me refiero. Somos muy parecidos, Sayuri. Sé que me llaman Señor Lagarto y todo eso. Pero aquí me tienes con la más hermosa de las criaturas de Gion. Cuando te vi por primera vez hace años en aquel torneo de sumo (¿cuántos años tendrías? ¿Catorce?), me di cuenta de que incluso siendo tan jovencita eras una chica llena de recursos.
– Siempre he pensado que Nobu-san cree que valgo más de lo que realmente valgo.
– Puede que tengas razón. Creí que había algo en ti, Sayuri. Pero resulta que ni siquiera te has dado cuenta de dónde se encuentra tu destino. Unir tu fortuna a un hombre como el general. Yo me habría ocupado de ti, ¿sabes? ¡Me pone furioso sólo pensarlo! Cuando ese general desaparezca de tu vida, no te habrá dejado nada por lo que recordarlo. ¿Así es como pretendes echar a perder tu juventud? Una mujer que actúa estúpidamente es estúpida, ¿no crees?
Si frotamos una tela con frecuencia, no tardará en desgastarse y en vérsele la urdimbre; y las palabras de Nobu me habían raspado tanto que no pude mantener esa superficie finamente lacada tras la cual Mameha siempre me había aconsejado ocultarme. Me alegré de que estuviéramos en la oscuridad, porque estaba segura de que Nobu habría pensado aún peor de mí si se diera cuenta de la pena que estaba sintiendo. Pero supongo que mi silencio me traicionó, pues con su única mano me tomó del hombro y me giró un centímetro, lo justo para que la luz me iluminara la cara. Y cuando me miró a los ojos, dejó escapar un profundo suspiro que al principio me pareció de desilusión.
– ¿Por qué me parece que te has hecho mucho mayor, Sayuri? -dijo un momento después-. A veces me olvido de que todavía eres una muchacha. Y ahora me vas a decir que he sido muy brusco contigo.
– No puedo esperar que Nobu-san no actúe como Nobu-san.
– Reacciono mal cuando me decepcionan, Sayuri. Deberías saberlo. Que me engañaras porque eras demasiado joven o porque no eres la mujer que yo creía, lo mismo da; el caso es que me engañaste.
– Por favor, Nobu-san, me asusta oírte decir estas cosas. No sé siquiera si podré vivir conforme a los estándares por los que me juzgas…
– Pero ¿qué estándares son esos, realmente? Yo sólo espero que vayas por la vida con los ojos bien abiertos. Si no pierdes de vista tu destino, todos los momentos de la vida se convierten en una oportunidad para aproximarte a él. Yo no esperaría este tipo de consciencia de una chica tan atolondrada como Takazuru, pero…
– Pero si Nobu-san ha estado todo el tiempo diciendo que yo era una estúpida.
– Sabes bien que no hay que escucharme cuando estoy enfadado.
– ¿Así que Nobu-san ya no está enfadado? ¿Vendrá entonces a verme a la Casa de Té Ichiriki? ¿O me invitará a venir a verlo? En realidad no tengo mucho que hacer esta noche. Podría entrar ahora, si Nobu-san me lo pidiera.
Para entonces, habíamos dado la vuelta al parque, y estábamos de nuevo delante de la entrada de la casa de té.
– No te lo pediré -dijo, y abrió la puerta.
No pude evitar soltar un gran suspiro al oír esto; y digo que era un gran suspiro porque contenía muchos suspiros pequeños: uno de desilusión, otro de frustración, otro de tristeza… y no sé de cuántas cosas más.
– ¡Oh, Nobu-san! -dije yo-, a veces me resulta tan difícil de entender.
– Yo soy un hombre muy fácil de entender, Sayuri -dijo-. Sencillamente no me gusta tener delante de mí lo que no puedo alcanzar.
Antes de darme la ocasión de responder, entró en la casa de té y cerró la puerta tras él.