Capítulo dieciocho

La misma noche que supe quién era el Presidente empecé a leer todas las revistas viejas que encontraba, esperando enterarme así de más cosas sobre él. Al cabo de una semana había acumulado tantas revistas en mi habitación que la Tía me miró como si me hubiera vuelto loca. Sí que lo vi mencionado en varios artículos, pero sólo de pasada, y ninguno me informaba del tipo de cosas que yo quería saber realmente. Pero yo seguía llevándome todas las revistas que veía asomar de las papeleras, hasta que un día detrás de una casa de té me encontré un montón de periódicos y revistas viejas atadas. Entre ellas había una de hacía dos años en la que salía un artículo dedicado a la Compañía Eléctrica Iwamura.

Al parecer, la Compañía Iwamura había celebrado su vigésimo aniversario en abril de 1931. Aún ahora me sigue asombrando cuando lo pienso, pero era el mismo mes del mismo año que yo conocí a su Presidente en las orillas del arroyo Shirakawa; habría visto su cara en todas las revistas, si por entonces hubiera tenido acceso a ellas. En cuanto tuve una fecha de referencia, me resultó más fácil encontrar otros artículos acerca del aniversario. La mayoría los encontré entre toda la serie de trastos viejos que tiraron después de la muerte de una abuelita en una okiya de nuestra misma calle.

El Presidente había nacido en 1890, según pude informarme, lo que significaba que pese a su cabello cano, no debía de tener más de cuarenta años cuando yo lo conocí. Aquel día me imaginé que presidiría una compañía sin importancia, pero me equivocaba. La Compañía Iwamura no era tan grande como la Compañía Eléctrica de Osaka, su principal rival en el oeste del país, según todos los artículos. Pero la asociación del Presidente y Nobu los hacía mucho más conocidos que a los jefes de compañías más grandes. En cualquier caso, la Compañía Iwamura tenía fama de innovadora y gozaba de mejor reputación.

A los diecisiete años, el Presidente había ido a trabajar a una pequeña compañía eléctrica de Osaka. Pronto pasó a supervisar a los equipos que instalaron todo el cableado de la maquinaria de muchas de las fábricas de la zona. En aquel momento había cada vez más demanda de luz eléctrica en los hogares y oficinas, y en sus horas libres, durante la noche, el Presidente diseñó un dispositivo que permitía el uso de dos bombillas en un solo casquillo. El director de la compañía no quiso fabricarla, sin embargo, de modo que en 1912, a los veintidós años, poco después de casarse, el Presidente dejó esa compañía y se estableció por su cuenta.

Al principio, las cosas fueron difíciles; luego, en 1914, la nueva compañía del Presidente ganó la contrata para la realización de la instalación eléctrica de un nuevo edificio en la base militar de Osaka. Nobu estaba todavía en el ejército por entonces, ya que debido a sus heridas de guerra le resultaba difícil encontrar trabajo en otro sitio. Y le encomendaron la tarea de supervisar el trabajo de la nueva Compañía Eléctrica Iwamura. El y el Presidente no tardaron en hacerse amigos, y cuando al año siguiente este último le ofreció trabajar con él, Nobu aceptó sin pensárselo.

Cuanto más leía sobre su asociación, más entendía que realmente estaban hechos el uno para el otro. Casi todos los artículos mostraban la misma foto de los dos. En ella, el Presidente, vestido con un elegante traje de tres piezas de tupida lana, sostenía en la mano el casquillo de cerámica apto para dos bombillas, que fue el primer producto fabricado por la compañía. Por su expresión parecía que se lo acababan de dar y que todavía no había decidido qué hacer con él. Tenía la boca entreabierta, mostrando los dientes, y miraba amenazadoramente a la cámara, como si estuviera a punto de tirarle el casquillo. Firme a su lado estaba Nobu, media cabeza más bajo y con el puño cerrado pegado al cuerpo. Iba vestido de chaqué y pantalones de rayas, y su cara surcada de cicatrices era totalmente inexpresiva. Tenía unos ojos soñolientos. Tal vez debido a su cabello prematuramente cano y a su diferencia de estatura, el Presidente casi podría haber sido el padre de Nobu, aunque sólo era dos años mayor. Los artículos decían que el Presidente era el responsable del desarrollo y orientación de la compañía, mientras que Nobu se encargaba de su administración. Era el hombre menos brillante con el trabajo menos brillante, pero al parecer lo hacía tan bien que el Presidente solía decir con frecuencia que la compañía nunca habría sobrevivido a muchas crisis de no haber sido por el talento de Nobu. Fue Nobu quien atrajo a un grupo de inversores y salvó la compañía de la ruina a principios de los años veinte. «Tengo con Nobu una deuda impagable», era una frase del Presidente que se citaba en casi todos los artículos.


Pasaron varias semanas, y un día recibí una nota de Mameha para que fuera a su apartamento al día siguiente por la tarde. Para entonces ya me había acostumbrado a los valiosos kimonos que la doncella de Mameha solía tener preparados para mí; pero cuando llegué esa tarde y empecé a ponerme un kimono de entretiempo de seda escarlata y amarilla, que tenía un estampado de hojas sueltas en un campo de hierba dorada, me quedé estupefacta al ver que tenía una raja por detrás, lo bastante grande para que cupieran dos dedos. Mameha todavía no había regresado, pero yo agarré el kimono y fui a hablar con la doncella.

– Tatsumi-san -le dije-, ha sucedido algo verdaderamente preocupante… Este kimono está roto.

– No se preocupe, señorita. Sólo hay que zurcirlo. La señora lo pidió prestado esta mañana en una okiya de esta misma calle.

– No debió de darse cuenta -dije yo-. Y con la fama que tengo de destrozar kimonos, probablemente pensará…

– ¡Pero si ya sabe que está roto! -me interrumpió Tatsumi-. En realidad, la enagua también está rasgada en el mismo sitio -yo ya tenía puesta la enagua, que era color crema, y cuando me palpé en la zona del muslo, vi que Tatsumi tenía razón.

– El año pasado una aprendiza se lo enganchó sin querer en un clavo -me explicó Tatsumi-. Pero la señora me explicó claramente que quería que se lo pusiera, señorita.

Todo aquello no tenía ni pies ni cabeza; pero hice lo que me decía Tatsumi. Cuando Mameha entró corriendo de la calle, fui a preguntarle qué era aquello. Ella empezó a retocarse el maquillaje.

– Ya te dije que conforme a mis planes -me contestó-, había dos hombres importantes para tu futuro. Hace unas semanas conociste a Nobu. El otro hombre ha estado fuera de la ciudad, pero con la ayuda de este kimono roto estás a punto de conocerlo. ¡Qué buena idea me dio ese luchador de sumo! Ardo en deseos de ver cómo reacciona Hatsumono cuando vuelvas de entre los muertos. ¿Sabes lo que me dijo el otro día? Me dijo que no podía estarme más agradecida por haberte llevado a la exhibición de sumo. Que le había merecido la pena haberse tomado la molestia de llegar hasta allí sólo por ver cómo le ponías ojitos al Señor Lagarto. Estoy segura de que cuando estés con él, te dejará en paz, a no ser que se deje caer para ver por sí misma. Eri realidad, cuanto más hables de Nobu cerca de ella, mejor. Pero no has de decir nunca ni una palabra del hombre que vas a conocer esta tarde.

En cuanto oí esto empecé a sentirme fatal, aunque intentaba parecer contenta con lo que me había dicho; pues, como tal vez sabes, un hombre nunca tendrá una relación íntima con una geisha que haya sido amante de un socio. Una tarde, en los baños, muchos meses antes, había escuchado a una joven geisha que trataba de consolar a otra que acababa de enterarse de que su nuevo danna iba a convertirse en socio del hombre con el que soñaba. No se me había pasado por la cabeza al mirarla que yo también me encontraría un día en su misma situación.

– Señora -le dije- ¿me permite que le pregunte? ¿Forma parte de sus planes que Nobu-san llegue un día a ser mi danna?

A modo de respuesta, Mameha bajó la brocha de maquillaje y me lanzó una mirada a través del espejo que podría haber detenido un tren, de verdad.

– Nobu-san es un hombre encantador. ¿Me estás sugiriendo que te avergonzarías de que fuera tu danna? -me preguntó.

– No señora, en absoluto. No quería decir eso. Sólo hacía conjeturas…

– Muy bien. Pues entonces sólo tengo dos cosas que decirte. En primer lugar, que eres una chica de catorce años totalmente desconocida. Serás muy afortunada si logras tener el suficiente estatus como geisha para que un hombre como Nobu considere la idea de proponerse como tu danna. En segundo lugar, Nobu-san no ha encontrado todavía la geisha que le agrade lo bastante para tomarla como amante. Supongo que te sentirás muy halagada de ser la primera.

Me ruboricé de tal forma que me parecía que estaba incandescente. Mameha tenía razón; fuera lo que fuera a ser de mí en el futuro, podía considerarme afortunada si se fijaba en mí un hombre como Nobu. Si Nobu era inalcanzable, cuánto más lo sería mi Presidente. Después de haberlo vuelto a encontrar en la exhibición de sumo, había empezado a pensar en todas las posibilidades que la vida me ofrecía. Pero ahora, tras escuchar las palabras de Mameha, me sentí atravesando un océano de dolor.


Me vestí rápidamente, y Mameha me condujo a la okiya en la que ella había vivido hasta hacía seis años, cuando pudo independizarse. En la puerta nos recibió una criada de edad, que chasqueó los labios y meneó varias veces la cabeza.

– Hemos llamado al hospital antes -dijo-. El doctor se va a casa hoy a las cuatro. Son casi las tres y media, no sé si te das cuenta.

– Lo llamaremos antes de ir, Kazuko-san -le contestó Mameha-. Estoy segura de que me esperará.

– Eso espero. Sería terrible dejar a la pobre niña sangrando.

– ¿Quién está sangrando? -pregunté asustada; pero la criada sólo me miró suspirando y nos condujo escaleras arriba hasta el pequeño rellano del segundo piso, que estaba abarrotado de gente. En el espacio de dos tatamis, nos apretujábamos además de Mameha y yo y la criada que nos había conducido hasta allí, otras tres jóvenes y una cocinera, muy alta y delgada y cubierta con un delantal impecable. Todas ellas me miraron con cautela, salvo la cocinera, que se echó una toalla al hombro y empezó a humedecer uno de esos cuchillos que se utilizan para cortar la cabeza del pescado. Me sentí como una rodaja de atún recién entregada por el pescadero, pues ya me había dado cuenta de que era yo la que iba a sangrar.

– Mameha-san… -balbucí.

– Ya sé lo que me vas a decir, Sayuri -me dijo, lo que me pareció interesante, pues ni yo misma sabía qué iba a decir-. ¿No me prometiste antes de ser tu hermana mayor que harías todo lo que yo te dijera?

– Si hubiera sabido que también se incluía que me abrieran el hígado…

– Nadie te va a cortar el hígado -dijo la cocinera, en un tono que se suponía que debía de haberme tranquilizado, pero que no logró hacerlo.

– Sayuri, te vamos a hacer un cortecito en la piel -me dijo Mameha-. Sólo será un pequeño corte, lo bastante para que puedas ir al hospital y conocer a cierto doctor. El hombre que te decía, ¿sabes? Es médico.

– Pero ¿no puedo hacer que me duele el estómago?

Lo dije totalmente en serio, pero todo el mundo se creyó que había hecho un chiste, pues se echaron a reír, incluso Mameha.

– Sayuri, todas lo estamos haciendo por tu bien -dijo Mameha-. Sólo tenemos que hacerte sangrar un poquito, lo bastante para que el doctor quiera echarte un vistazo.

Un momento después, la cocinera había terminado de afilar el cuchillo y se puso de pie a mi lado, tan tranquila como si me fuera a ayudar a maquillarme -salvo que tenía un cuchillo en la mano-. Kazuko, la criada anciana que nos había recibido, me apartó con ambas manos el cuello del kimono. Me entró pánico; pero afortunadamente Mameha habló.

– Vamos a hacerle el corte en la pierna -dijo.

– No, en la pierna no -dijo Kazuko-. En el cuello es mucho más erótico.

– Sayuri, por favor, vuélvete y enséñale a Kazuko el roto que tienes en el kimono -me dijo Mameha. Cuando hice lo que me pedía, continuó-. ¿Cómo vamos a explicar el rasgón en la parte de atrás del kimono si el corte es en el cuello y no en la pierna?

– ¿Cómo se relacionan las dos cosas? -preguntó Kazuko-. Lleva un kimono rasgado y tiene un corte en el cuello.

– No sé qué charlotea Kazuko -dijo la cocinera-. Tú sólo dime dónde quieres que le haga el corte, Mameha-san, y yo se lo haré.

Estoy segura de que debía de haberme gustado oír esto, pero no me gustó.

Mameha envió a una de las jóvenes criadas a buscar una barra de pigmento rojo del que se usa para perfilar los labios, y entonces lo pasó por la raja del kimono y me hizo una marca detrás del muslo, justo debajo de la nalga.

– Tienes que hacérselo exactamente aquí -le dijo Mameha a la cocinera.

Yo abrí la boca, pero antes de poder hablar, Mameha me dijo:

– Túmbate y no te muevas, Sayuri. Si nos retrasas más, me enfadaré.

Mentiría si dijera que la obedecí gustosa; pero, claro, no tenía otra elección. Así que me tumbé sobre una sábana extendida en el suelo y cerré los ojos, mientras Mameha me subía el kimono, descubriéndome casi hasta las caderas.

– Recuerda que si el corte tiene que ser más profundo, siempre estás a tiempo de repetirlo -dijo Mameha-. Empieza con el más superficial que puedas hacer.

Me mordí el labio en cuanto sentí la punta del cuchillo. Y creo que también se me escapó un pequeño quejido, pero no estoy segura. En cualquier caso, sentí un presión y luego Mameha dijo:

– Tampoco tan superficial. Apenas has pasado de la primera capa de piel.

– Parecen unos labios -le dijo Kazuko a la cocinera-. Has hecho una línea justo en el medio de la mancha roja, y parecen un par de labios. El doctor se va a reír.

Mameha estuvo de acuerdo y borró la mancha de pigmento después de que la cocinera le asegurara que sabía dónde era. Un momento después volví a sentir la presión del cuchillo.

Nunca he soportado bien la visión de la sangre. Recordarás que el día que conocí al Señor Tanaka me desmayé después de morderme el labio. Así que te puedes imaginar cómo me sentí al volverme y ver un reguero de sangre corriéndome por el muslo hasta la toalla que Mameha sujetaba contra mi entrepierna. Al verlo caí en un estado tal que no recuerdo nada de lo que pasó después -de cómo me subieron al rickshaw o del recorrido hasta el hospital, hasta que Mameha me agitó la cabeza para despertarme cuando estábamos a punto de llegar.

– Ahora, escúchame. Estoy segura de que te han dicho una y mil veces que tu tarea como aprendiza es la de impresionar a otras geishas, ya que ellas son las que te van a ayudar en tu carrera, y no preocuparte de lo que piensen los hombres. Bueno, pues ¡olvídalo! En tu caso no va a ser así. Tu futuro depende de dos hombres, como ya te he dicho, y estás a punto de conocer a uno de ellos. Tienes que causarle buena impresión. ¿Me escuchas?

– Sí, señora; he oído todas y cada una de sus palabras -dije entre dientes.

– Cuando te pregunten cómo te has cortado la pierna, la respuesta es que estabas tratando de ir al servicio con el kimono puesto y te caíste sobre algo cortante. No sabes lo que era, porque te desmayaste. Invéntate los detalles que quieras. Sólo tienes que estar segura de que suenas muy infantil. Y cuando entremos hazte la desvalida. A ver cómo lo haces.

Eché la cabeza atrás y dejé los ojos en blanco. Supongo que así es como me sentía, pero a Mameha no le gustó nada.

– No te he dicho que te hicieras la muerta. He dicho que te hicieras la desvalida. Así…

Mameha puso una mirada de aturdimiento, como si no pudiera enfocar la vista en ningún sitio, y se llevó la mano a la mejilla como si se sintiera desfallecer. Me hizo imitarla hasta que se sintió satisfecha de cómo lo hacía. Empecé mi representación cuando el conductor me ayudó a llegar a la entrada del hospital. Mameha caminaba a mi lado, arreglándome el kimono aquí y allá para asegurarse de que seguía pareciendo atractiva.

Entramos y preguntamos por el director del hospital; Mameha dijo que nos esperaba. Finalmente, una enfermera nos condujo por una larga galería hasta una habitación polvorienta con una mesa de madera y un sencillo biombo que ocultaba las ventanas. Mientras esperábamos, Mameha me quitó la toalla que me había atado a la pierna y la tiró a una papelera.

– Recuerda, Sayuri -me dijo en un susurro-, queremos que el doctor vea que eres lo más desvalida e inocente posible. Échate y trata de aparentar que te sientes muy débil.

No me costó ningún trabajo hacerlo. Un momento después, se abrió la puerta y entró el Doctor Cangrejo. Su nombre no era realmente Doctor Cangrejo, claro está, pero si lo hubieras visto, estoy segura de que se te habría ocurrido el mismo nombre. Era tan cargado de hombros y tenía los codos tan salidos que si se hubiera puesto a estudiar su forma, no podría haber hecho una imitación mejor de un cangrejo. Incluso al andar, avanzaba primero un hombro, exactamente igual que los cangrejos que avanzan de lado. Tenía bigote, y pareció muy contento de ver a Mameha, aunque más con la expresión de sorpresa de sus ojos que con una sonrisa.

El Doctor Cangrejo era un hombre metódico y ordenado. Cuando cerró la puerta, giró primero la manilla, de modo que el pestillo no hiciera ruido y luego comprobó que había quedado bien cerrada. Tras esto, se sacó una caja del bolsillo del abrigo y la abrió con sumo cuidado, como si se pudiera derramar algo si él no iba con tino; pero lo único que contenía era otro par de gafas. Tras cambiarse de gafas, volvió a guardarse la caja en el bolsillo y luego se alisó el abrigo con la mano. Finalmente, se me quedó mirando e hizo una pequeña y enérgica inclinación de cabeza, tras lo cual Mameha dijo:

– Siento molestarle, doctor. Pero Sayuri tiene un futuro tan brillante ante ella y ahora ha tenido la mala suerte de cortarse en la pierna. Y con la posibilidad de que pueda quedarle una espantosa cicatriz o de que se le infecte, pensé que sólo usted podría tratarla adecuadamente.

– Eso es -dijo el Doctor Cangrejo-. Y ahora, tal vez, ¿podría echar un vistazo a la herida?

– Lo siento, pero Sayuri se desmaya al ver la sangre, doctor -dijo Mameha-. Sería mejor si ella se volviera y dejara que usted le examinara la herida. Está por detrás del muslo.

– Entiendo perfectamente. ¿Le podría decir que se tumbe boca abajo en la camilla?

No entendía por qué el Doctor Cangrejo no me lo decía a mí directamente; pero para dar la sensación de obediente, esperé a oír las palabras de Mameha. Entonces el doctor me subió el kimono casi hasta las caderas y acercó una gasa y un líquido de fuerte olor, que frotó en mi muslo, antes de decir:

– Sayuri-san, por favor, ten la bondad de decirme cómo te hiciste la herida.

Yo hice una profunda inspiración, exagerada, tratando por todos los medios de parecer lo más débil posible.

– Bueno, me da un poco de vergüenza -empecé-, pero la verdad es que esta tarde bebí mucho té…

– Sayuri acaba de empezar su aprendizaje -dijo Mameha-. La estoy presentando por Gion. Y, claro, nos han invitado a té en todos los sitios.

– Sí, sí, ya me imagino -dijo el doctor.

– Bueno, pues el caso es -continué yo- que de pronto me entraron unas ganas… ya sabe…

– Sí. Beber mucho té puede llevar a una «necesidad extrema» de vaciar la vejiga -dijo el doctor.

– Eso es, gracias, doctor. Y, en realidad, «necesidad extrema» es poco decir, porque un poco más y me lo hago…

– Cuéntale al doctor sólo lo que te pasó -dijo Mameha.

– Lo siento -dije yo-. Sólo quería decir que tenía que llegar al retrete como fuera… pero cuando por fin llegué, me hice un lío con el kimono y debí de perder el equilibrio. Al caer me di en el pierna con algo puntiagudo. No sé lo que era. Creo que debí de desmayarme.

– Qué extraño que no vaciara la vejiga al perder el conocimiento -dijo el doctor.

Llevaba todo este tiempo tumbada boca abajo, despegando la cabeza de la camilla por temor a estropear el maquillaje y hablando mientras el doctor me miraba por detrás. Pero cuando el Doctor Cangrejo dijo esto último, hice todo lo posible por mirar por encima del hombro para ver a Mameha. Por suerte, ella estaba pensando más rápido que yo, porque dijo:

– Lo que quiere decir Sayuri es que perdió el equilibrio al intentar levantarse del retrete.

– Ya, ya -dijo el doctor-. El corte se lo ha producido un objeto muy afilado. Tal vez te caíste sobre un cristal roto o un trozo de metal en punta.

– Sí, sentí que era algo muy afilado -dije yo-. ¡Afilado como un cuchillo!

El Doctor Crab no dijo nada, pero lavó el corte como si quisiera comprobar hasta dónde podía llegar a dolerme, y luego utilizó más líquido maloliente para limpiar la sangre que se había secado en mi pierna. Finalmente, me dijo que el corte no necesitaría más que una crema y una venda, y me dio instrucciones para cuidármelo los días siguientes. Y dicho esto, me bajó el kimono y guardó sus gafas como si fuera a romperlas si no tenía cuidado.

– Lamento que hayas echado a perder un kimono tan bonito -dijo-. Pero me alegro de haber tenido la oportunidad de conocerte. Mameha-san sabe que me interesan las caras nuevas.

– Oh, no, el placer es mío, doctor -dije yo.

– Tal vez, te vea una noche de estas en la Casa de Té Ichiriki.

– A decir verdad, doctor -dijo Mameha-, Sayuri es una propiedad especial, como se puede imaginar. Ya tiene más admiradores de los que puede tratar, por eso no hemos frecuentado la Ichiriki. ¿Podríamos verlo, tal vez, en la Casa de Té Shirae?

– Sí, yo también lo prefiero -dijo el Doctor Cangrejo. Y luego volvió a repetir todo el ritual de volverse a cambiar de gafas a fin de poder mirar en un librito que llevaba en el bolsillo-. Veamos…, estaré allí…, dentro de dos días. Espero veros entonces.

Mameha le aseguró que iríamos, y salimos.


En el rickshaw, de vuelta a Gion, Mameha me dijo que lo había hecho muy bien.

– ¡Pero, Mameha, si no he hecho nada!

– ¿Ah, no? ¿Entonces cómo explicas tú lo que vimos en la frente del doctor?

– Yo no vi nada, sólo la mesa que tenía frente a mí.

– Pues digamos que cuando el doctor te estaba limpiando la sangre de la pierna, tenía la frente perlada de sudor, como si estuviéramos en pleno verano, pero la habitación no estaba ni siquiera templada.

– No creo.

– ¡Pues qué le vamos a hacer! -dijo Mameha.

Yo no estaba muy segura de lo que hablaba Mameha ni qué pretendía exactamente llevándome a conocer a aquel doctor. Pero tampoco podía preguntarle, pues ya me había dicho claramente que no me iba a contar sus plantes. Y entonces, justo cuando el rickshaw cruzaba el puente de la Avenida Shijo para devolvernos a Gion, Mameha se paró a mitad de lo que me estaba contando.

– No sabes, Sayuri, cómo te lucen los ojos con ese kimono. Los escarlatas y amarillos… dan a tus ojos un brillo casi plateado. ¡Pero qué tonta soy! ¡Mira que no haberlo pensado antes! ¡Conductor! -llamó-. Nos hemos pasado. Párese aquí, por favor.

– Me había dicho Tominaga-cho, señora. No puedo parar en medio de un puente.

– O bien nos deja aquí ahora o llegamos hasta el otro lado del puente, damos la vuelta y lo cruzamos de nuevo en sentido contrario para venir a donde estamos. Y sinceramente no creo que tenga mucho sentido hacer eso.

El conductor dejó las varas en el suelo, y Mameha y yo nos bajamos. Los ciclistas tocaron las campanillas de sus bicicletas, enfadados, al pasar a nuestro lado, pero a Mameha no pareció preocuparle. Supongo que estaba tan segura de su lugar en el mundo que no se podía imaginar que le molestara a nadie que estuviera entorpeciendo el tráfico. Se tomó su tiempo, sacando una moneda tras otra de su monedero de seda hasta que pagó el precio exacto de la carrera, y luego me condujo por el puente de vuelta por donde habíamos venido.

Vamos a ir al estudio de Uchida Kosaburo -me anunció-. Es un artista maravilloso, y le van a gustar tus ojos. Estoy segura. A veces es un poco distraído. Y su estudio está todo revuelto. Puede que le lleve un rato fijarse en tus ojos, pero tú colócate siempre donde él pueda verlos.

Seguí a Mameha por un laberinto de calles y callejuelas hasta que llegamos a un callejón sin salida. Al final de éste se alzaba una brillante verja shinto, en miniatura, apretada entre dos casas. Al otro lado de la verja, pasamos entre varios pequeños pabellones y llegamos a unas escaleras de piedra flanqueadas por unos árboles que mostraban el brillante colorido otoñal. Las bocanadas de aire que salían del pequeño túnel que formaban los árboles sobre las escaleras eran frescas como el agua, de modo que al subirlas me pareció que estaba entrando en un mundo totalmente diferente. Oí unos chasquidos que me recordaron al sonido de la marea lamiendo la playa, pero resultó ser un hombre que de espaldas a nosotros barría el agua del escalón superior con un escobón cuyas cerdas eran color chocolate.

– ¡Pero Uchida-san! -dijo Mameha-. ¿No tienes una criada que se encargue de esto?

El sol le daba de pleno, de modo que cuando se volvió a mirarnos, dudo que viera algo más que unas sombras bajo los árboles. Yo, sin embargo, podía verlo perfectamente, y era un hombre con una pinta muy peculiar. Tenía un lunar gigantesco en una de las comisuras de la boca, como si fuera un trozo de comida, y sus cejas eran tan espesas y enmarañadas que parecían unas orugas que habían descendido desde el bosque de su cabello y se habían echado a dormir allí. Todo en él era desaliñado, no sólo sus cabellos grises, sino también su kimono que parecía que no se lo había quitado para dormir.

– ¿Quién es?

– ¡Uchida-san! ¿Todavía no reconoces mi voz después de tantos años?

– Seas quien seas, si pretendes enfadarme, has empezado bien. ¡ No estoy de humor para que me interrumpan! Te tiraré este escobón si no me dices inmediatamente quién eres.

Uchida-san parecía tan enfadado que no me habría sorprendido si se hubiera arrancado de un mordisco el lunar de la boca y luego nos lo hubiera escupido. Pero Mameha siguió subiendo las escaleras, y yo la seguí, aunque poniendo buen cuidado de ir detrás, de modo que el escobón le diera a ella.

– ¿Así es como recibes a las visitas, Uchida-san? -dijo Mameha conforme salía a la luz.

Uchida la miró entrecerrando los ojos.

– ¡Ah! ¡Conque eras tú! ¿Por qué no puedes decir quién eres, como todo el mundo? Mira, toma el escobón y barre el resto de las escaleras. No va a venir nadie a mi casa hasta que no encienda incienso. Ha muerto otro de mis ratones, y la casa huele a ataúd.

A Mameha pareció divertirle todo esto y esperó hasta que Uchida se alejó para dejar el escobón arrimado a un árbol.

– ¿Nunca has tenido un grano? -me susurró-. Cuando su trabajo no va como él quiere, Uchida se pone de este humor. Tienes que hacerle estallar, como si explotaras un grano, de modo que pueda volver a ser él mismo. Si no le das algo por qué enfadarse, empezará a beber y será aún peor.

– ¿Tiene ratones? -le pregunté en un susurro-. Dijo que se le había muerto otro ratón.

– No, nada de eso. Lo que sucede es que deja fuera las barras de tinta, y los ratones se las comen y mueren envenenados. Yo le regalé una caja para meter las barras, pero no quiere usarla.

Justo entonces se abrió una rendija de la puerta, pues Uchida le había dado un empujón y entrado sin más. Mameha y yo nos descalzamos. El interior era una sola habitación de estilo campesino. En un rincón ardía incienso, pero todavía no había surtido efecto, porque el olor a ratón muerto me golpeó con tanta fuerza como si alguien me hubiera puesto un pegote de barro en la nariz. La habitación estaba todavía más desordenada que la de Hatsumono. Había pinceles por todas partes, algunos rotos o roídos, y grandes tablas con dibujos en blanco y negro a medio terminar. Y en medio de todo ello había un futón con todas las sábanas revueltas y manchadas de tinta. Pensé que Uchida también tendría todo el cuerpo lleno de manchas de tinta, y cuando me volví para comprobarlo, me dijo:

– ¿Y tú qué miras?

– Uchida-san, me gustaría presentarte a mi hermana pequeña, Sayuri -dijo Mameha-. Ha venido conmigo desde Gion para tener el honor de conocerte.

Lo dijo como si Gion estuviera muy lejos; pero en cualquier caso, yo me arrodillé en la estera e hice todo el ritual de reverencias y peticiones de protección, aunque estaba convencida de que no había oído ni una palabra de lo que le había dicho Mameha.

– Estaba teniendo un buen día, hasta la hora de comer -dijo-, y entonces mira lo que pasó -Uchida cruzó la habitación y tomó un tablero en las manos, alzándolo. Sujeto al tablero con chinchetas había un boceto de una mujer de espaldas con un sombrilla en la mano, todo era normal, salvo que un gato había pasado por encima con las zarpas mojadas de tinta, dejando unas huellas perfectamente dibujadas. El propio gato autor del desperfecto dormía en ese momento acurrucado sobre un montón de ropas sucias-. Lo traje por los ratones, ¡y mira lo que ha hecho! -continuó-. Estoy pensando en echarlo fuera.

– ¡Pero si las huellas están estupendas! ¡Creo que mejoran el dibujo! ¿Tú qué crees Sayuri?

No me atrevería a decir nada porque Uchida no parecía muy feliz con el comentario de Mameha. Pero un momento después me di cuenta de que ésta estaba intentando estallar el grano, como ella decía. De modo que puse la voz más entusiasta que pude y dije:

– Me sorprende lo bonitas que quedan esas huellas. Yo creo que ese gato tiene algo de artista.

– Ya sé por qué no te gusta el pobre animal -dijo Mameha-. Tienes envidia de su talento.

– ¿Envidia yo? -dijo Uchida-. El gato no es un artista, es un demonio, en el caso de que sea algo.

– Perdóname, Uchida-san -respondió Mameha-. Tienes razón. Pero dime: ¿estás pensando en tirar ese dibujo? Porque si es así, a mí me encantaría tenerlo. ¿No quedaría estupendo en mi apartamento, Sayuri?

Cuando Uchida oyó esto, arrancó el dibujo del tablero y dijo:

– ¿Te gusta, eh? Pues vale. Te voy a hacer dos regalos con él -y entonces lo rompió en dos y le dio las dos partes a Mameha diciendo-: ¡Éste es uno! ¡Y éste es el otro! ¡Ahora, fuera!

– Me gustaría que no hubieras hecho esto -dijo Mameha-. Creo que era el dibujo más bonito que has pintado nunca.

– ¡Fuera!

– ¡Oh, Uchida-san! ¡No puedo! No sería una buena amiga si antes de irme no pusiera un poco de orden aquí.

Al oír esto el propio Uchida salió como un huracán de la casa, dejando la puerta abierta tras él. Le vimos dar una patada al escobón que Mameha había dejado apoyado en un árbol, y luego por poco se resbala y se cae al empezar a bajar por las húmedas escaleras. Pasamos la siguiente media hora poniendo un poco de orden en el estudio, hasta que Uchida volvió de mucho mejor humor, como había previsto Mameha. Todavía no estaba exactamente animado, y de hecho tenía la costumbre de estar constantemente pasándose la lengua por el lunar, lo que le daba un aspecto de estar siempre preocupado. Creo que estaba avergonzado de su comportamiento, porque no nos miraba directamente a ninguna de las dos. Enseguida se hizo evidente que no se iba a fijar en mis ojos para nada, así que Mameha le dijo:

– ¿No crees que Sayuri es muy linda? ¿No te has molestado siquiera en mirarla?

Era un acto de desesperación, pensé yo, pero Uchida me dedicó un breve parpadeo, como quien limpia una miga de pan de la mesa. Mameha parecía muy decepcionada. La luz de la tarde empezaba a declinar, así que nos levantamos para irnos. Mameha se despidió con la más breve de las reverencias. Cuando salimos, yo me paré un segundo a ver el sol poniente, que pintaba el cielo tras las lejanas colinas de rosas y anaranjados de una forma tan sorprendente como el más bello kimono -incluso más, porque por magnífico que sea el kimono, las manos de quien lo lleva nunca iban a tener el brillo anaranjado que tenían las mías con aquella luz-. Parecía que las había sumergido en una especie de materia iridiscente. Las subí y me quedé un rato observándolas.

– Mameha-san, ¡mira! -le dije, pero ella pensó que hablaba de la puesta de sol y se volvió a contemplarla con indiferencia. Uchida estaba parado en el umbral, atusándose sus grises cabellos con una expresión de concentración en el rostro. Pero no era a la puesta de sol a lo que miraba. Me miraba a mí.

Si has visto alguna vez un famoso dibujo a tinta de Uchida Kosaburo de una joven en kimono, de pie, en un estado de total embeleso y con los ojos radiantes… Bueno, pues él siempre insistió en que la idea se la dio lo que vio aquella tarde. Yo nunca lo creí. No puedo imaginar que un dibujo tan hermoso pueda estar basado simplemente en la visión de una jovencita observándose embobada las manos a la luz del atardecer.

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