Capítulo veintinueve

Cualquiera pensará que siendo una geisha joven y famosa, con gran cantidad de admiradores, alguien se habría ofrecido a salvarme aunque Nobu no lo hubiera hecho. Pero una geisha necesitada no tiene nada que ver con una joya tirada en la calle, que cualquiera estará encantado de agacharse a recoger. Todas y cada un? de los cientos de geishas de Gion trataron durante esas semanas de encontrar un refugio donde pasar la guerra, pero sólo unas cuantas tuvieron la suerte de encontrarlo. De modo que cada día que pasaba en casa de Arashino me sentía un poco más en deuda con Nobu.

Durante la primavera del año siguiente descubrí lo afortunada que había sido realmente, cuando me enteré de que la geisha Raiha había muerto en uno de los bombardeos de Tokio. Había sido Raiha la que nos había hecho reír diciendo aquello de que nada era más triste que el futuro salvo tal vez el pasado. Tanto ella como su madre habían sido unas geishas muy prestigiosas, y su padre pertenecía a una rica familia de comerciantes. Si nos hubieran preguntado quién tenía más posibilidades de sobrevivir a la guerra, todas en Gion habríamos dicho que Raiha. Al parecer, en el momento de su muerte, se encontraba leyendo un libro a uno de sus sobrinitos en la hacienda que tenía su padre en el distrito de Denenchofu, en Tokio, y no me cabe la menor duda de que se sentía allí tan segura como lo había estado en Kioto. Curiosamente, el mismo bombardeo que acabó con la vida de Raiha acabó también con la del gran luchador de sumo Miyagiyama. Ambos habían podido seguir llevando una vida relativamente confortable para los tiempos que corrían. Y, sin embargo, Calabaza, que a mí me había parecido tan abandonada, se las apañó para sobrevivir a la guerra, pese a que la fábrica de lentes en la que trabajaba fue bombardeada cinco o seis veces. Aquel año aprendí que no hay nada tan impredecible como quiénes sobreviven y quiénes no. Mameha sobrevivió, trabajando de auxiliar de enfermera en un pequeño Hospital de la Prefectura de Fukui; pero su doncella Tatsumi pereció en el terrible bombardeo de Nagasaki, y su vestidor, el Señor Itchoda murió de un infarto durante un ataque aéreo. El Señor Bekku, por su parte, trabajó en una base naval de Osaka y, sin embargo, sobrevivió. Como también sobrevivieron el General Tottori, que siguió viviendo en la Posada Suruya hasta su muerte, en los años centrales de la década de 1950, y el barón, aunque siento decir que éste último terminó quitándose la vida en su espléndido estanque, después de que lo despojaran de su título y de muchas de sus propiedades. No creo que pudiera enfrentarse a un mundo en el que ya no fuera totalmente libre para satisfacer todos sus caprichos.

Nunca se me pasó por la mente la idea de que Mamita no sobreviviría. Gracias a su inmensa capacidad para beneficiarse del sufrimiento de los demás, no tuvo ningún problema para trabajar en el mercado gris; de hecho, tanta naturalidad demostraba que parecía que llevara toda la vida dedicada a ello. Se pasó la guerra enriqueciéndose por el procedimiento de comprar y vender las joyas familiares de otra gente. Cuando el Señor Arashino se veía obligado a vender un kimono de su amplia colección porque necesitaba dinero, me pedía que contactara con Mamita para que ella se encargara de recuperarlo, pues muchos de los kimonos vendidos en Kioto pasaban por sus manos. El Señor Arashino probablemente esperaba que, tratándose de él, Mamita renunciaría a su beneficio y le guardaría los kimonos hasta que estuviera en situación de volver a comprarlos. Pero Mamita nunca pudo seguirles el rastro, o, al menos, eso es lo que nos decía.


La familia Arashino me trató con mucha amabilidad durante los años que viví en su casa. Durante el día, trabajaba con ellos cosiendo paracaídas. Por la noche, dormía junto a la hija y el nieto en unos futones extendidos en el suelo del taller. Teníamos tan poco carbón que quemábamos hojas secas, o periódicos o revistas; todo lo que encontrábamos. Por supuesto, la comida escaseaba aún más; no te imaginas lo que llegamos a comer: los posos de la soja, que normalmente se dan al ganado, y una cosa repugnante llamaba nukapan, que se hace friendo salvado de arroz con harina de trigo. Parecía cuero seco, pero estoy segura de que el cuero sabe mejor. Muy de cuando en cuando nos llegaban pequeñas cantidades de patatas y boniatos, mojama de ballena, salchichas de carne de foca y, a veces, sardinas, que en Japón siempre se han utilizado como abono. Adelgacé tanto durante esos años que nadie me habría reconocido en las calles de Gion. Algunos días el nietecito de la familia, Juntaro, lloraba de hambre, y entonces era cuando el Señor Arashino decidía vender uno de los kimonos de su excelente colección. Aquello era lo que los japoneses llamamos «vida de cebolla», nos íbamos despojando de una capa tras otra, sin parar de llorar todo el tiempo.

Una noche, en la primavera de 1944, cuando no llevaba viviendo con los Arashino más de tres o cuatro meses, sufrimos nuestro primer ataque aéreo. Era una noche tan clara que se veían las siluetas de los bombarderos que pasaban zumbando sobre nosotros; y también lo que entonces nos parecieron estrellas fugaces y que no era sino la artillería antiaérea disparada desde tierra, que explotaba junto a ellos. Temimos oír el espantoso silbido y ver estallar en llamas a nuestro alrededor la ciudad de Kioto. Y de haber llegado a suceder esto, nuestras vidas habrían acabado entonces, independientemente de que hubiéramos perecido o no, pues Kioto es tan delicada como las alas de una mariposa; si la hubieran aplastado, nunca se habría recuperado como lo hicieron Osaka o Tokio y tantas otras ciudades. Pero los bombarderos nos pasaron por alto, no sólo esa noche, sino muchas más. Muchas noches la luna estaba roja por los fuegos de Osaka y a veces había cenizas flotando en el aire, como hojas de otoño, incluso en Kioto, que está a cincuenta kilómetros de allí. Como se puede uno imaginar, yo estaba muy preocupada por Nobu y por el Presidente, cuya empresa estaba basada en Osaka y que tenían casa allí. También pensaba en qué habría sido de mi hermana Satsu. Creo que desde que había huido, en lo más profundo de mí, no había dejado esperar que un día la vida volviera a reunimos, aunque nunca lo había pensado conscientemente. Pensaba que tal vez me escribiría a la okiya Nitta o que volvería a Kioto a buscarme. Pero una tarde que había sacado a dar un paseo por el río al pequeño Juntaro, e íbamos cogiendo guijarros de la orilla y tirándolos al agua, comprendí claramente que Satsu nunca volvería a buscarme a Kioto. Al estar viviendo yo misma muy pobremente, me di cuenta de que viajar por que sí a una ciudad lejana estaba afuera de toda consideración. Y además, aunque llegara a venir, Satsu y yo no nos reconoceríamos si nos cruzáramos en la calle. Y con respecto a la fantasía de que me escribiera… bueno, ahí me veía como una chica estúpida. ¿O es que no me había llevado años enterarme de que Satsu no tenía forma de saber el nombre de la okiya Nitta? Aunque quisiera, no podría escribirme, a no ser que hubiera contactado al Señor Tanaka, y eso no lo haría nunca. Mientras Juntaro seguía tirando piedrecitas al agua, me agaché a su lado y me eché agua por la cara, sonriéndole para hacerle creer que lo hacía para refrescarme. Esta pequeña treta debió de funcionar, porque Juntaro no pareció darse cuenta de nada.

La adversidad es semejante a un vendaval. Y no me refiero sólo a que nos impida ir a lugares a los que de no ser por ella habríamos ido. También se lleva de nosotros todo salvo aquello que no se puede arrancar, de modo que cuando ha pasado nos vemos cómo realmente somos, y no cómo nos habría gustado ser. La hija del Señor Arashino, por ejemplo, sufrió la muerte de su marido durante la guerra, y tras ello se entregó a dos cosas: cuidar a su pequeño y coser paracaídas para los soldados. Parecía no importarle nada más. Conforme adelgazaba, sabía adonde iba cada gramo que perdía. Hacia el final de la guerra, se aferró a aquel niño, como si estuviera al borde de un precipicio y sólo él pudiera impedirle caer.

Como yo ya había pasado antes por la adversidad, lo que aprendí de mí misma entonces fue como un recordatorio de algo que supe en su día y que casi había olvidado, es decir, que bajo las ropas elegantes y el dominio de las artes de la danza, que bajo mi amena y sagaz conversación, mi vida no tenía ninguna complejidad, sino que era tan simple como una piedra que cae por su propio peso. Mi único objetivo durante los últimos diez años había sido ganarme el afecto del Presidente. Un día tras otro contemplaba los bajíos del río Kamo, que pasaba justo debajo del taller; y a veces echaba al agua un pétalo o una pajita, sabiendo que la corriente lo llevaría hasta Osaka antes de desaparecer en el mar. Me decía que tal vez el Presidente podría asomarse una tarde a la ventana de su despacho y ver aquel pétalo o aquella pajita y, tal vez, pensar en mí. Pero no tardó en pasárseme una perturbadora idea por la cabeza: aunque era bastante poco probable, podría suceder que efectivamente el Presidente lo viera; pero aun así, aun cuando viendo pasar un pétalo por el río se reclinara en su asiento para pensar en las mil cosas que éste le evocaba, yo no sería una de ellas. Cierto era que había sido amable conmigo en muchas ocasiones; pero él era en general un hombre amable. Nunca había dado la más mínima señal de reconocer en mí a la niña que había consolado en el pasado o de percibir mi cariño o mi preocupación por él.

Un día llegue a una conclusión al respecto, más dolorosa aún en muchos sentidos que mi súbita comprensión de que no era muy probable que Satsu y yo volviéramos a encontrarnos. Había pasado la noche anterior dando rienda suelta a un perturbador pensamiento: por primera vez me atrevía a preguntarme qué pasaría si llegaba al final de mi vida y el Presidente seguía sin fijarse especialmente en mí. A la mañana siguiente estudié detenidamente mi horóscopo esperando encontrar algún signo de que no estaba viviendo una vida carente de todo sentido. Me sentía tan desanimada que incluso el Señor Arashino pareció darse cuenta y me envió a buscar agujas a la ferretería, que estaba a una media hora a pie. Cuando volvía andando a un lado de la carretera a la luz del sol poniente, por poco me atropella un camión del ejército. Fue lo más cerca que he estado nunca de morir. Sólo a la manaría siguiente reparé en que el horóscopo me había advertido en contra de viajar en esa dirección, la de la Rata, que era en la que estaba la ferretería; sólo buscaba signos relativos al Presidente y por eso no me había fijado en la advertencia. A partir de esa experiencia comprendí el peligro de centrarse sólo en lo que no está. ¿Qué pasaría si llegaba al final de mi vida y comprendía que la había pasado, día tras día, esperando a un hombre que nunca se me acercaría? Qué pena tan insufrible sería darme cuenta de que apenas había paladeado las cosas que había comido o visto los lugares en lo que había estado porque sólo podía pensar en él, incluso cuando la vida se me estaba escapando de las manos. Y, sin embargo, si dejaba de pensar en él, ¿qué vida me quedaría? Sería como una bailarina que se ha pasado ensayando desde la infancia una representación que nunca llegará a tener lugar.

La guerra acabó para nosotros en agosto de 1945. Cualquier persona que haya vivido en Japón en ese periodo podrá decirte que fue el momento más desolador de una noche larga y oscura. Nuestro país no sólo había sido derrotado, sino que también fue destruido, y con esto no me refiero sólo a las bombas, por espantosas que fueran. Cuando tu país ha perdido una guerra y el ejército invasor entra en masa, te sientes continuamente como si estuvieras en un campo de ejecución, esperando de rodillas con las manos atadas a la espalda a que caiga el sable sobre ti. Durante más de un año no oí reírse a nadie, salvo al pequeño Juntaro, que no sabía lo que hacía. Y cuando Juntaro se reía, su abuelo nos hacía un gesto con la mano para que le hiciéramos callar. He observado a menudo que los hombres y mujeres que fueron niños durante esos años, son especialmente serios; no oyeron reír mucho en su infancia.

Hacia la primavera de 1946, todos habíamos llegado a la conclusión de que superaríamos la prueba de la derrota. Incluso había quienes pensaban que Japón se renovaría. Todas esas historias sobre las violaciones y las matanzas por parte de los soldados americanos que entraron en el país no eran ciertas; y, de hecho, poco a poco nos fuimos dando cuenta de que los americanos en conjunto eran francamente amables. Un día pasó por nuestra zona un convoy de camiones llenos de soldados americanos. Los observé junto al resto de las mujeres del vecindario. Durante los años que había pasado en Gion, había aprendido a considerarme habitante de un mundo especial que me separaba del resto de las mujeres; de hecho, me sentía tan separada que durante todos aquellos años apenas me preguntaba cómo vivían las otras mujeres, incluso las mujeres de los hombres a los que divertía. Y mírame ahora, vestida con un par de pantalones de trabajo todos rotos y con mi hirsuto pelo cayéndome por la espalda. Hacía varios días que no me bañaba porque no teníamos combustible para calentar el agua más de unas pocas veces a la semana. A los ojos de los soldados americanos que pasaban en los camiones, yo no era diferente del resto de las mujeres que había a mi alrededor; y, pensándolo bien, ¿por qué iba a serlo? Si dejas de tener hojas y corteza y raíces, ¿seguirás diciendo que eres un árbol? «Soy una campesina», me decía para mis adentros, «ya no soy geisha». Me asustaba ver lo ásperas que tenía las manos. Para pensar en otra cosa, centré mi atención en los camiones cargados de soldados. ¿No eran aquellos los mismos soldados americanos que nos habían enseñado a odiar? ¿No eran ellos los que habían bombardeado nuestras ciudades con unas armas tan espantosas? Ahora atravesaban en camiones nuestro vecindario repartiendo golosinas a los niños.


Un ano después de la rendición, al Señor Arashino habían conseguido animarlo para que volviera a hacer sus kimonos. Yo no sabía nada de kimonos, salvo cómo se llevan, de modo que me adjudicaron la tarea de atender las tinajas de los tintes que hervían en el sótano del anexo del taller, donde yo me pasaba los días. Era un trabajo espantoso, en parte porque todavía no podíamos permitirnos otro combustible que el tadon, que es un tipo de polvo de carbón aglutinado con alquitrán; no te puedes imaginar la peste que suelta al arder. Con el tiempo, la mujer del Señor Arashino me fue enseñando qué hojas, tallos y cortezas tenía que recoger para hacer yo misma los tintes, lo que era una especie de promoción laboral. Y lo podría haber sido, salvo que uno de esos materiales, nunca descubrí cuál, tenía la virtud de urticarme la piel. Mis delicadas manos de bailarina que yo había cuidado con las mejores cremas, empezaron a pelárseme como la cáscara marrón de una cebolla. Durante este tiempo, empujada probablemente por mi soledad, tuve un breve romance con un fabricante de tatamis llamado Inoue. Me parecía bastante guapo, con unas cejas que manchaban suavemente su delicada piel y una boca perfectamente regular. Todas las noches, durante varias semanas, yo salía furtivamente al anexo y le abría la puerta. No me había dado cuenta de lo espantosas que tenía las manos hasta una noche que el fuego de las cubetas ardía más vivo que nunca y nos vimos. Después de verme las manos, Inoue no me permitió volver a tocarle.

A fin de que mi piel pudiera recuperarse un poco, al llegar el verano el Señor Arashino me encomendó la tarea de recoger tradescantias, una planta cuyo jugo se emplea para pintar las sedas antes de almidonarlas y teñirlas. Suelen crecer en las orillas de los estanques y lagos durante la estación de las lluvias. Pensé que sería un trabajo agradable. Así que una mañana de julio me puse en camino con mi mochila a la espalda, dispuesta a disfrutar del día fresco y seco; pero no tardé en descubrir que estas plantas son maléficas. Parecía que todos los insectos de Japón fueran aliados suyos. En cuanto arrancaba unas cuantas no tardaba en ser atacada por divisiones de garrapatas y mosquitos; y lo que es aún peor, una vez pisé una asquerosa babosa. Después de pasar una semana recolectando flores, emprendí la tarea de exprimirlas para extraerles los jugos, algo que pensé que sería una tarea fácil. Pero eso sólo hasta que sientes el hedor que despiden. Al final de la semana estaba deseando volver a los tintes.

Durante aquellos años trabajé mucho. Pero todas las noches cuando me iba a la cama pensaba en Gion. Todos los distritos de geishas en Japón habían vuelto a abrir un año después de la rendición; pero yo no podía volver hasta que Mamita no me mandara llamar. Le iba estupendamente vendiendo kimonos, obras de arte y espadas japonesas a los soldados americanos. De modo que de momento, ella y la Tía pensaban quedarse en la pequeña granja al este de Kioto donde habían abierto una tienda, mientras que yo seguiría viviendo y trabajando con la familia Arashino.

Considerando que Gion estaba sólo a unos kilómetros, lo más normal es pensar que iba mucho. Sin embargo, en los casi cinco años que viví allí, sólo fui una vez. Fue una tarde de primavera, como un año después de acabada la guerra. Había ido a recoger la medicina del pequeño Juntare al Hospital de la Prefectura de Kamigyo, y a la vuelta di un paseo por la Avenida Kawaramachi hasta la altura de la Avenida Shijo y allí crucé el puente hasta Gion. Me sorprendió ver a tantas familias vi viendo pobremente hacinadas en la orilla del río.

En Gion reconocí a varias geishas, pero ellas, claro, no me reconocieron; y no hablé con ninguna, esperando poder recorrer el lugar como lo haría alguien que no es de allí. Pero, a decir verdad, no vi verdaderamente Gion en este paseo; sólo vi mis fantasmagóricos recuerdos. Recorriendo las orillas del Shirakawa, pensé en las muchas tardes que habíamos pasado Mameha y yo paseando por ellas. Muy cerca de allí estaba el banco en el que nos habíamos sentado Calabaza y yo con dos cuencos de pasta la noche que le había pedido ayuda. Y no muy lejos estaba el callejón en el que Nobu me había afeado por tomar de danna al general. Desde allí caminé medio bloque hasta la esquina de la Avenida Shijo, donde hice tirar las cajas que transportaba al joven repartidor. En todos esos lugares concretos me sentí como si estuviera en un escenario muchas horas después de terminado el espectáculo, cuando el silencio cae pesadamente sobre el teatro vacío, como un manto de nieve. Me acerqué a nuestra okiya y contemplé con nostalgia los cerrojos de hierro de la puerta. Cuando estaba allí encerrada deseaba estar fuera. Ahora la vida había cambiado tanto que, por el hecho de no poder entrar, quería volver a estar dentro. Y, sin embargo, era una mujer adulta, libre de alejarme cuando quisiera de Gion para no volver más.


Una fría tarde de noviembre, tres años después del final de la guerra, me estaba calentando las manos con el vapor que salía de las cubetas de los tintes, cuando la Señora Arashino entró en el anexo a decirle que una persona quería verme. Supe por su expresión que no se trataba de alguien del vecindario. Pero no te puedes imaginar mi sorpresa cuando al subir la escalera vi a Nobu. Estaba sentado en el taller con el Señor Arashino, con una taza de té vacía en la mano, como si ya llevara allí un rato charlando. El Señor Arashino se puso en pie al verme.

– Tengo cosas que hacer aquí al lado, Nobu-san -dijo-. Pueden quedarse aquí y charlar lo que quieran. Es un placer que haya venido a vernos.

– No se haga ilusiones, Arashino -contestó Nobu-. Sayuri es la persona que he venido a ver.

Pensé que Nobu no era muy amable diciendo aquello; y desde luego, no tenía nada de divertido, pero el Señor Arashino se echó a reír y cerró la puerta tras él al salir.

– Creía que el mundo ya no era el mismo -dije-. Pero no es así, pues Nobu-san no ha cambiado un ápice.

– Yo no cambio nunca -respondió-. Pero no he venido aquí a parlotear. Quiero saber qué te pasa.

– No me pasa nada. ¿Acaso Nobu-san no ha recibido mis cartas?

– Todas tus cartas parecen poemas. Nunca hablas de nada, salvo de «los hermosos arroyos que corren…» y otras tonterías por el estilo.

– ¡Pero, Nobu-san! ¡No volveré a perder el tiempo en escribirle una carta!

– ¡Para lo que cuentas, igual me da! ¿Por qué no puedes decirme las cosas que quiero saber, como cuándo piensas volver a Gion? Todos los meses telefoneo a la Casa de Té Ichiriki preguntando por ti, y la dueña me da una excusa u otra. Creía que te iba a encontrar horriblemente enferma. Estás más delgada, supongo, pero tienes buen aspecto. ¿Qué te retiene aquí?

– Todos los días pienso en Gion.

– Tu amiga Mameha regresó ya hace más de un año. Incluso Michizono, con lo vieja que es, apareció el día de la reapertura. Pero nadie ha podido decirme por qué no vuelve Sayuri.

– Si quiere que le diga la verdad, la decisión no es mía. Estoy esperando que Mamita vuelva a abrir la okiya. Tengo yo tantas ganas de volver a Gion como Nobu-san de verme allí.

– Entonces llama a esa Mamita tuya y dile que ya ha llegado el momento. Llevo seis meses esperando pacientemente. ¿Entendías lo que te decía en mis cartas?

– Cuando me decía que quería que volviera a Gion, entendía que esperaba verme por allí pronto.

– Cuando digo que quiero verte en Gion lo que quiero decir es que hagas las maletas y vuelvas a Gion. No entiendo por qué tienes que esperar a que vuelva esa mamá tuya. Si no ha tenido el buen juicio de volver todavía, es que es una estúpida.

– Poca gente habla bien de ella, pero le aseguro que estúpida sí que no es. Nobu-san incluso la admiraría si llegara a conocerla. Se está ganando estupendamente la vida vendiendo souvenirs a los soldados americanos.

– Los soldados no se quedarán para siempre. Dile que tu buen amigo Nobu quiere verte en Gion -y tras decir esto sacó un paquetito con su única mano y lo tiró delante de mí en la estera. Luego se calló, limitándose a mirarme mientras bebía su té.

– ¿Qué me tira Nobu-san? -pregunté.

– Es un regalo que te he traído. Ábrelo.

– Si Nobu-san me hace un regalo, primero tengo que darle yo el mío.

Me dirigí a un rincón del taller donde tenía un baulito con mis pertenencias, y saqué un abanico que ya hacía tiempo había pensado darle a Nobu. Puede parecer que un abanico es muy poco regalo para el hombre que me libró de la vida en las fábricas, pero para las geishas, el abanico que utilizan en la danza es un objeto sagrado. Y éste no era un abanico sin más, sino que era el que me había regalado a mí mi maestra cuando llegué al nivel shisho de danza Inoue. Nunca había oído de ninguna geisha que se hubiera separado de un objeto tal, y por eso había decidido dárselo.

Envolví el abanico en un trozo de algodón y se lo entregué. Se extrañó al abrirlo, como me había supuesto. Le expliqué lo mejor que pude por qué quería que lo tuviera él.

– Es muy amable por tu parte -dijo-, pero no me lo merezco. Dáselo a alguien a quien le guste la danza más que a mí.

– No se lo daría a nadie más. Forma parte de mí, y yo se lo he dado a Nobu-san.

– En ese caso te lo agradezco mucho y lo cuidaré. Ahora abre el paquete que te he traído.

Envuelta en papel y cordel y protegida con varias capas de hojas de periódico había una piedra del tamaño de un puño. Creo que yo me quedé tan sorprendida al ver aquella piedra como se había quedado Nobu al ver mi abanico. Cuando la examiné de cerca, me di cuenta de que no era una piedra, sino un trozo de hormigón.

– Lo que tienes en la mano es un trozo de escombro de nuestra fábrica de Osaka -me explicó Nobu-. Dos de nuestras fábricas han sido destruidas. Existe el peligro de que nuestra compañía no logre sobrevivir los próximos años. De modo que ya ves, si tú me dabas un trozo de ti con el abanico, supongo que yo te estoy dando también un trozo de mí.

– Si es un trozo de Nobu-san, lo cuidaré.

– No te lo he dado para que lo cuides. ¡Es un trozo de hormigón! Quiero que me ayudes a convertirlo en una hermosa joya que será para ti.

– Si Nobu-san sabe cómo hacerlo, no tiene más que decírmelo y todos seremos ricos.

– Tengo un trabajito para ti en Gion. Si sale como espero, en un año más o menos nuestra compañía volverá a estar en pie. Cuando te pida que me devuelvas ese trozo de cemento para sustituirlo por una joya, habrá llegado el momento de convertirme en tu danna -me quedé helada al oír estas palabras, pero no lo dejé ver.

– Qué misterioso, Nobu-san. ¿Un trabajo que podría hacer yo y que sería útil para al Compañía Iwamura?

– Es una tarea espantosa. No te mentiría. Durante los dos anos anteriores al cierre de Gion, había un hombre llamado Sato que solía ir con frecuencia como invitado de las recepciones del Gobernador. Quiero que vuelvas a Gion y que lo acompañes -me reí al oírlo.

– ¿Eso es una tarea espantosa? Por mucho que Nobu-san lo deteste, estoy segura de que he tenido que acompañar a peores hombres.

– Si lo recuerdas, sabrás exactamente lo espantoso que es ese hombre. Es irritante; se comporta como un cerdo. Me dijo que siempre se sentaba enfrente de donde tú estabas para poder mirarte. Sólo habla de ti; eso cuando habla, porque mayormente se limita a sentarse sin decir nada. Puede que lo hayas visto el mes pasado en las revistas, pues lo nombraron consejero del Ministro de Hacienda.

– ¡Pues ya debe de ser listo! -exclamé yo.

– Bueno, no es para tanto. Hay por lo menos quince consejeros. Sé que bebe como una esponja; es lo único que le he visto hacer. ¡Es una tragedia que un hombre como éste pueda afectar al futuro de una gran empresa como la nuestra! ¡Qué malos tiempos nos ha tocado vivir, Sayuri!

– No debe decir eso, Nobu-san.

– ¿Y por qué no? Nadie me va a oír.

– No se trata de que lo oigan o dejen de oírlo. Es su actitud lo que no está bien. No debería decir una cosa así.

– ¿Y por qué no? La empresa nunca ha ido peor. A lo largo de toda la guerra, el Presidente logró resistirse a lo que el gobierno le ordenaba hacer. Para cuando decidió que no quedaba más remedio que cooperar, la guerra casi había terminado, y nada de lo que llegamos a fabricar, nada de nada, fue utilizado en batalla. ¿Pero ha impedido esto acaso que los americanos clasificaran a la Compañía Eléctrica Iwamura entre los zaibatsu, exactamente igual que Mitsubishi? Es ridículo. Comparada con Mitsubishi, éramos como una golondrina mirando a un león. Y todavía hay algo peor: si no logramos convencerles de nuestra causa, Iwamura será incautada y sus acciones vendidas para pagar indemnizaciones de guerra. Hace dos semanas habría dicho que esto era malo, pero ahora resulta que los americanos han elegido a ese Sato para que informe. Esos americanos se creen muy listos por haber elegido a un japonés, pero antes preferiría ver a un perro realizando esa labor que a ese hombre -Nobu se interrumpió de pronto-. ¿Pero qué demonios te pasa en las manos?

Desde que había subido había hecho todo lo posible por mantener mis manos ocultas. Pero estaba claro que Nobu las había visto.

– El Señor Arashino me encomendó el trabajo de preparar los tintes.

– Espero que él sepa cómo se quitan las manchas -dijo Nobu-. No puedes volver a Gion así.

– Nobu-san, las manos son el menor de todos mis problemas. No estoy segura de que pueda volver a Gion. Haré todo lo que pueda por convencer a Mamita, pero realmente no depende de mí. Además seguro que hay otras geishas que podrían servir…

– ¡No, no hay otras geishas! Escúchame, el otro día llevé a este Sato a una casa de té junto con una docena más de personas. No abrió la boca en una hora, y finalmente se aclaró la garganta y dijo: «Ésta no es la Ichiriki». Y yo le respondí: «No, no lo es. Tiene razón». Él gruñó como un cerdo y dijo: «Sayuri frecuenta la Ichiriki». Y a esto yo le respondí: «No, señor consejero, si Sayuri estuviera en Gion, no habría dejado de venir a acompañarnos. Pero ya le he dicho que no está en Gion». Tras esto echó mano a su copa…

– Espero que fuera con él más cortés que eso -dije yo.

– ¡Claro que no lo fui! Lo puedo soportar media hora, después dejo de ser responsable de lo que digo. ¡Por eso quiero que vuelvas! Y no me vuelvas a decir que no depende de ti. Me lo debes, lo sabes perfectamente. Además, la verdad es que… me gustaría tener la oportunidad de pasar algún tiempo contigo.

– A mí también me gustaría pasarlo con usted, Nobu-san.

– No te hagas ilusiones cuando vengas.

– Creo que después de todos estos años no me queda ninguna. Pero ¿se refiere Nobu-san a algo en particular?

– Lo que quiero decir es que no esperes que en un mes sea tu danna. A eso me refiero. Hasta que la empresa no se haya recuperado, no estoy en posición de poder hacer semejante oferta. He estado muy preocupado con el futuro de la empresa. Pero si quieres que te diga la verdad, Sayuri, después de verte no me parece tan negro el futuro.

– ¡Qué amable, Nobu-san!

– No seas tonta. No trato de halagarte. Tu destino y el mío están entrelazados. Pero nunca seré tu danna si la empresa no se recupera. Tal vez, su recuperación, al igual que el haberte encontrado la primera vez, es algo que sencillamente estaba escrito en nuestro destino.

Durante los últimos años de la guerra, empecé a dejar de hacer conjeturas sobre lo que estaría o no estaría escrito en mi destino. Muchas veces les decía a las vecinas que no estaba segura de que fuera a volver algún día…, pero la verdad es que siempre supe que volvería.

Mi destino, fuera el que fuera, me esperaba allí. Durante los años que estuve lejos, aprendí a eliminar el agua de mi personalidad, se podría decir que por el procedimiento de convertirla en hielo. Sólo deteniendo de esta forma el curso natural de mis pensamientos podía soportar la espera. Cuando oí a Nobu referirse a mi destino…, bueno, pues sentí que había roto el hielo dentro de mí y despertado mis deseos.

– Nobu-san -dije-, si es tan importante causarle buena impresión al Consejero Sato, tal vez debería pedirle al Presidente que le acompañe cuando vaya a invitarlo.

– El Presidente es un hombre muy ocupado.

– Pero si el consejero es importante para el futuro de la compañía…

Nobu se levantó para irse porque tenía que estar de vuelta en Osaka antes de anochecer. Le acompañé a la entrada y le ayudé a ponerse el abrigo y los zapatos, y le coloqué el sombrero en la cabeza. Cuando acabé, se me quedó mirando un buen rato. Pensé que estaba a punto de decirme que me encontraba muy hermosa, pues éste era el tipo de comentario que solía hacerme cuando me miraba fijamente sin razón alguna para hacerlo.

– ¡Demonios, Sayuri, si pareces de verdad una campesina! -exclamó, y se volvió frunciendo el ceño.

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