Capítulo treinta

Esa misma noche mientras la familia Arashino dormía, escribí a Mamita a la luz del tadon que ardía bajo las cubetas de los tintes en el sótano. Una semana después, no sé si por efecto de mi carta o porque Mamita ya estaba dispuesta a volver a abrir la okiya, una anciana llamó a la puerta de la familia Arashino, y cuando la abrí me encontré con la Tía. Las mejillas se le hundían donde había perdido varios muelas, y el enfermizo color grisáceo de su piel me recordó a una sobra de sashimi de la noche anterior. Pero se veía que todavía estaba fuerte; en una mano llevaba una saca de carbón y alimentos en la otra para agradecerle a la familia Arashino su amabilidad conmigo.

Al día siguiente me despedí llorando y volví a Gion, donde Mamita, la Tía y yo nos dispusimos a volver a ordenarlo todo. Cuando recorrí la okiya, inspeccionando cada rincón, se me pasó por la cabeza la idea de que la casa nos estaba castigando por todos los años de abandono. Tuvimos que pasar cuatro o cinco días con lo peores problemas: limpiar la capa de polvo que se había posado espesa como una gasa sobre las maderas; sacar del pozo los restos de los ratones muertos; limpiar el cuarto de Mamita, en donde los pájaros habían roto los tatamis y utilizado la paja para construir nidos en la alcoba. Para mi sorpresa, Mamita trabajó tanto como nosotras, en parte porque no nos podíamos permitir más que dos criadas mayores, y una era la cocinera, aunque también teníamos una criadita joven, una niña llamada Etsuko. Era la hija del hombre en cuya granja habían vivido Mamita y la Tía. Como para recordarme cuántos años habían pasado desde mi llegada a Kioto con nueve años, ésa era también la edad de Etsuko. Parecía mirarme con el mismo temor con el que yo miraba a Hatsumono, aunque yo le sonreía siempre que podía. Era alta y flaca como una escoba, y su pelo largo parecía quedarse atrás cuando ella se escabullía por la casa. Tenía la cara delgadita como un grano de arroz, de modo que yo no podía dejar de pensar que un día la echarían a la olla, como me habían echado a mí, y se esponjaría tomando un delicioso color blanco, y estaría entonces preparada para el consumo.

Cuando la okiya volvió a estar habitable, me dispuse a hacer las visitas de rigor en Gion. Empecé por Mameha, que ahora vivía en un apartamento de una sola habitación encima de una farmacia en la zona del Santuario de Gion; desde su regreso, hacía un año, había estado sin danna que le pagara algo más espacioso. Se asustó al verme, porque tenía los pómulos muy marcados, según dijo. La verdad es que yo también me asusté al verla. El hermoso óvalo de su cara no había cambiado, pero tenía el cuello demasiado envejecido para su edad. Y lo más extraño es que a veces arrugaba la boca como una anciana, porque aunque yo los veía iguales, por poco se le caen los dientes durante la guerra y todavía le dolían a veces.

Hablamos un largo rato y luego le pregunté si creía ella que volverían a representarse las Danzas de la Antigua Capital a la siguiente primavera. Hacía varios años que no se habían representado.

– ¡Oh! ¿Por qué no? -dijo-. El tema podría ser «Danza en el Arroyo».

Si alguna vez has estado en una estación termal o en cualquier otro lugar turístico y te has entretenido con mujeres que se hacen pasar por geishas, pero que en realidad son prostitutas, comprenderás la bromita de Mameha. Las mujeres que representan la «Danza en el Arroyo» lo que hacen realmente es striptease. Hacen que se meten poco a poco en e agua, que les cubre cada vez más, y tienen que irse subiendo el kimono para que no se les moje, hasta que los hombres terminan viendo lo que estaban esperando y empiezan a vitorear y a brindar con sake unos con otros.

– Con todos los soldados americanos que hay ahora por Gion -continuó-, con el inglés llegarás más lejos que con la danza. Además el Teatro Kaburenjo ha sido convertido en un kyabarei.

Nunca había oído esa palabra, que se derivaba del francés «cabaret», pero enseguida supe qué significaba. Cuando todavía estaba viviendo con la familia Arashino, ya me habían llegado historias de las estruendosas fiestas de los soldados americanos en Gion. Pero cuando entré en el vestíbulo de la primera casa de té aquella tarde, observé que, en lugar de los zapatos masculinos ordenadamente colocados en el escalón, había una confusión de botas del ejército, cada una de las cuales me pareció tan grande como Taku, el perrito que había tenido Mamita en tiempos. Una vez dentro, lo primero que vi fue a un hombre americano en ropa interior metiéndose bajo el anaquel de una alcoba, mientras dos geishas tiraban de él, riéndose sin parar. Cuando vi el espeso y oscuro vello que cubría sus brazos y su pecho, e incluso su espalda, pensé que nunca había visto nada tan bestial. Al parecer, había perdido sus ropas en una apuesta y estaba intentando esconderse, pero no tardó en dejar que las dos mujeres lo condujeran del brazo por el vestíbulo y lo introdujeran en uno de los salones. Oí silbidos y vítores cuando entraron.

Como una semana después de mi regreso, estuve por fin preparada para hacer mi reaparición como geisha. Me pasé el día yendo del peluquero al vidente, remojándome las manos para quitarme las últimas manchas, y buscando por todo Gion el maquillaje que necesitaba. Como ya me aproximaba a los treinta, no tenía que ponerme maquillaje blanco salvo en las ocasiones especiales. Pero ese día sí que me pasé media hora en el tocador, intentando utilizar diferentes tonos de maquillaje occidental que disimularan lo delgada que estaba. Cuando el Señor Bekku vino a vestirme, la joven Etsuko nos estuvo observando, como yo había observado a Hatsumono; y fue el asombro que vi en sus ojos, más que el resto de lo que reflejaba el espejo, lo que me convenció de que volvía a Parecer una geisha.

Cuando por fin salí al caer la tarde, todo Gion estaba cubierto por un bello manto de nieve, tan fina que la más ligera brisa limpiaba los tejados. Llevaba un chal y un paraguas de laca, de modo que debía de estar tan irreconocible como cuando había venido de visita todavía con pinta de campesina. Sólo reconocí como a la mitad de las geishas que me crucé en el camino. Era fácil distinguir a las que habían vivido en Gion antes de la guerra, porque hacían una pequeña reverencia de cortesía al pasar, aunque no me reconocieran. Las otras se contentaban con una pequeña inclinación de cabeza.

Al ver tantos soldados aquí y allá, empecé a temer lo que me encontraría al llegar a la Casa de Té Ichiriki. Pero, de hecho, en el vestíbulo se alineaban los brillantes zapatos negros que llevaban los oficiales; y por extraño que parezca el lugar parecía más tranquilo que en mis tiempos de aprendiza. Nobu todavía no había llegado, o al menos, no vi signo de que estuviera por allí, pero me condujeron directamente a uno de los salones grandes del bajo y me dijeron que enseguida se reuniría conmigo. Por lo general habría tenido que esperar en un cuarto destinado al efecto, donde podía calentarme las manos y tomarme un té; a ninguna geisha le gusta que los hombres la vean sin hacer nada. Pero a mí no me importaba esperar a Nobu, y además me parecía un privilegio poder estar unos minutos sola en uno de aquellos salones. Durante los últimos cinco años había echado tanto de menos las cosas hermosas, y aquel salón habría sorprendido a cualquiera por lo bonito que era. Las paredes estaban enteladas con seda amarillo pálido, cuya textura daba una sensación de presencia y me hacía sentirme sujeta, igual que un huevo está contenido dentro de la cáscara.

Esperaba que Nobu llegara solo, pero cuando por fin lo oí en el vestíbulo, supe que se había traído al consejero del ministro, el Señor Sato. No me importaba que Nobu me encontrara esperándolo, como he dicho; pero pensé que sería desastroso dar al consejero razones para pensar que yo no era muy solicitada. De modo que me metí rápidamente por una puerta que daba a una sala que no se solía utilizar. Esto me dio la posibilidad de oír cómo Nobu intentaba mostrarse amable.

– ¿No le parece un lugar muy tranquilo, consejero? -dijo. Y oí una pequeño gruñido como respuesta-. La reservé especialmente para usted. Las pinturas zen no están nada mal, ¿no le parece? -entonces tras un largo silencio, Nobu añadió-: Pues sí, sí, hace una bonita noche. ¿Le he preguntado ya si ha probado el sake especial de la casa?

La conversación continuó en este tenor un rato más, con Nobu sintiéndose tan cómodo como un elefante intentando actuar como una mariposa. Cuando por fin fui al vestíbulo y abrí desde allí la puerta de la sala, Nobu pareció muy aliviado al verme.

Sólo después de presentarme y de arrodillarme frente la mesa pude echar una buena ojeada al consejero. No me sonaba de nada, aunque él afirmaba que había pasado horas mirándome. No sé cómo había logrado olvidarlo porque tenía una pinta muy característica. No había visto a nadie en mi vida que tuviera más problemas sólo para mantener la cabeza erguida. Llevaba la barbilla pegada al esternón, como si no pudiera levantarla, y tenía una peculiar mandíbula inferior, de modo que parecía que el aliento le entraba por la nariz. Después de saludarme con una pequeña inclinación de cabeza y decirme su nombre, pasó un rato largo hasta que volví a oírle emitir algún sonido que no fueran gruñidos, pues parecía que ésta era su forma favorita de responder a casi todo.

Hice todo lo que pude por empezar una conversación hasta que la camarera vino a salvarnos con una bandeja de sake. Le llené la copa al consejero, y me quedé atónita al verlo vaciarla directamente en su mandíbula inferior del mismo modo que podría haberla tirado por un desagüe. Cerró la boca y cuando la volvió a abrir un momento después el sake había desaparecido, sin que él hubiera hecho ninguno de los movimientos que se suelen hacer para tragar. No estaba segura de que se lo hubiera tragado hasta que alargó la copa vacía para que le sirviera más.

Las cosas continuaron igual un cuarto de hora más, durante el cual intenté hacer que el consejero estuviera a gusto contándole historias y chistes y preguntándole cosas. Pero no tardé en pensar que tal vez no era posible hacer que el «consejero estuviera a gusto». Me respondía con monosílabos. Sugerí que jugáramos a algo e incluso le pregunté si le gustaba cantar. El intercambio de palabras más largo que tuvimos durante la primera media hora fue cuando el consejero me preguntó si bailaba bien.

– ¿Por qué? Sí, sí que bailo bien. ¿Quiere el Señor Consejero que ejecute para él una pequeña pieza?

– No -respondió. Y eso fue todo.

Puede que al consejero no le gustara mirar a la cara a la gente, pero ciertamente le encantaba examinar lo que comía, como no tardé en descubrir cuando la camarera sirvió la cena a los dos hombres. Antes de meterse nada en la boca lo elevaba, prendido entre los palillos, y lo observaba, girándolo lentamente. Y si no reconocía lo que era, me lo preguntaba a mí. «Es ñame hervido en salsa de soja y azúcar», le dije cuando me puso ante los ojos una cosa naranja. En realidad yo no tenía la menor idea de si era ñame o un trozo de hígado de ballena o cualquier otra cosa, pero no creía que al consejero le gustara oírlo. Más tarde, cuando me mostró un trozo de buey marinado y me preguntó qué era, decidí tomarle un poco el pelo.

– ¡Oh!, eso es una tira de cuero marinado -dije-. Es una especialidad de la casa. Se hace con piel de elefante. Así que supongo que para ser exactos debería haber dicho que es «piel de elefante».

– ¿Piel de elefante?

– ¡Pero, Señor Consejero, no me diga que no se ha dado cuenta de que estaba bromeando! Es un trozo de carne de buey. ¿Por qué examina así lo que come? ¿Creía que aquí se comía perro o algo así?

– Yo he comido perro -me dijo.

– ¡Qué interesante! Pero hoy no nos queda. Así que no mire más a los palillos.

Luego empezamos a jugar a ver quién bebía más. Nobu odiaba ese tipo de juegos, pero se calló después de que yo le hiciera un gesto. Tal vez dejamos que el consejero perdiera más veces de lo que debíamos, porque al cabo de un rato, cuando estábamos intentando explicarle las reglas de otro juego del mismo tipo que él no conocía, sus ojos parecían tan a la deriva como corchos flotando entre las olas. De pronto se levantó y se dirigió a un rincón de la sala.

– Espere, espere, consejero -dijo Nobu-; ¿adonde va?

El consejero soltó un eructo por toda respuesta, lo que yo consideré que era una buena contestación, pues no había duda de que estaba a punto de vomitar. Nobu y yo nos abalanzamos a ayudarle, pero él ya se había tapado la boca con la mano. Si hubiera sido un volcán, estaría humeando; de modo que no tuvimos más remedio que abrir la puerta del jardín y dejarle vomitar sobre la nieve. Puede que te espante la idea de que alguien pueda vomitar en uno de esos exquisitos jardines japoneses, pero el consejero no era ciertamente el primero. Las geishas tratamos de ayudarlos a llegar al servicio, pero a veces no lo conseguimos. Si decimos a una de las camareras que un hombre acaba de estar en el jardín, sabe exactamente a qué nos referimos y enseguida acuden con el equipo de limpieza.

Nobu y yo hicimos todo lo que pudimos por mantener al consejero de rodillas con la cabeza colgando sobre la nieve en la puerta que daba al jardín. Pero pese a nuestros esfuerzos no tardó en empezar a caer. Me esforcé por empujarlo hacia un lado, de modo que al menos no terminara sobre una nieve ya vomitada. Pero el consejero era corpulento corno una res. Lo único que logré fue que cayera sobre un costado en lugar de caer de bruces sobre el vómito.

Nobu y yo nos miramos consternados ante la escena del consejero tirado totalmente inmóvil en la nieve, como una rama de un árbol caída.

– ¡Ay, Nobu-san! -exclamé-, no sabía que su invitado iba a ser tan divertido.

– Creo que lo hemos matado. Y si quieres saber mi opinión, se |o merecía. ¡Qué tipo más irritante!

– ¿Así es como se porta Nobu-san con sus honorables invitados? Lléveselo a la calle y déle una vuelta a ver si se despeja un poco. Un poco de fresco le hará bien.

– Está echado en la nieve, ¿no es eso ya bastante fresco?

– ¡Nobu-san! -exclamé. Y supongo que bastó con mi tono de reconvención porque Nobu suspiró y salió al jardín en calcetines a intentar la difícil tarea de hacer volver en sí al consejero. Mientras estaba ocupado con esto, yo fui a buscar a una camarera para que nos ayudara, porque me imaginaba que Nobu no podría levantar al consejero valiéndose sólo de un brazo. Luego fui a buscar unos calcetines secos para ambos y avisé a otra camarera de que en cuanto entráramos limpiaran el jardín. Cuando volví a la sala, Nobu y el consejero estaban de nuevo sentados a la mesa. Te puedes imaginar la pinta del consejero, y el tufo. Tuve que quitarle los calcetines mojados con mis propias manos, pero me mantuve lo más alejada de él que me fue posible. Nada más terminar de cambiarle los calcetines, el consejero volvió a caer inconsciente sobre la estera.

– ¿Cree que nos oye? -le susurré a Nobu.

– No creo que nos oiga ni cuando está consciente -me respondió Nobu-. ¿Conocías a alguien más estúpido que este tipo?

– ¡Nobu-san, baje la voz! -susurré-. ¿Cree que se lo ha pasado bien esta noche? O sea, quiero decir, ¿es esto lo que tú tenías en mente?

– No se trata de lo que yo tuviera en mente, sino de lo que él tenía en mente.

– Espero que no tengamos que hacer lo mismo la semana que viene.

– Si al consejero le gustó la velada, a mí también me habrá gustado la velada.

– ¡Nobu-san! ¡Cómo puede decir eso! ¡Si no le ha gustado nada! Se le notaba el fastidio en la cara. Nunca le había visto así. Considerando el estado del consejero, creo que podemos suponer que no se lo había pasado mejor en su vida.

– Tratándose del consejero no puedes suponer nada.

– Estoy segura de que se lo pasaría mejor si pudiéramos crear un ambiente un poco más… como más festivo. ¿No crees?

– Tráete algunas geishas más la próxima vez si crees que eso puede ayudar -me contestó Nobu-. Volveremos la semana que viene. Invita a tu hermana mayor.

– Desde luego Mameha se las ingenia sola, pero el consejero es tan pesado de entretener. Necesitamos una geisha que…, no sé…, que haga mucho ruido. Que distraiga a todo el mundo. ¿Sabe Nobu-san? Ahora que lo pienso…, me parece que también necesitamos algún invitado mas, no sólo alguna geisha más.

– No veo por qué.

– Si el consejero está ocupado bebiendo y mirándome furtivamente, y usted está ocupado en estar cada vez más harto de él, no creo que así vayamos a tener una velada muy festiva -dije-. A decir verdad, Nobu-san no haría mal trayéndose al Presidente la próxima vez.

Te preguntarás si lo había planeado todo para poder llegar a ese momento. Es cierto que desde mi regreso a Gion, lo que más había esperado era encontrar la forma de pasar más tiempo con el Presidente. No era que deseara volver a tener la oportunidad de sentarme en el mismo salón que él y de inclinarme y susurrarle algún comentario y oler el aroma de su piel. Si esos momentos iban a seguir siendo el único placer que la vida iba a ofrecerme, prefería cerrar para siempre esa luminosa fuente de luz y dejar que mis ojos empezaran a acostumbrarse a la oscuridad. Tal vez era cierto, como parecía, que mi vida se inclinaba hacia Nobu. No era tan estúpida como para imaginar que pudiera cambiar el curso de mi destino. Pero tampoco podía renunciar a los últimos restos de esperanza.

– Ya lo había considerado -contestó Nobu-. El consejero está muy impresionado por él. Pero no sé, Sayuri. Ya te dije que el Presidente es un hombre muy ocupado.

El consejero se sacudió sobre la estera como si alguien le hubiera pinchado y luego consiguió incorporarse hasta volver a estar sentado a la mesa. A Nobu le dio tal repugnancia ver el estado de sus ropas que hizo venir a una camarera con una toalla húmeda. Cuando la camarera terminó de limpiar la chaqueta del consejero y salió de la sala, Nobu dijo:

– ¡Bueno, bueno, consejero! Creo que hemos pasado una velada maravillosa. La próxima vez nos divertiremos todavía más, porque en lugar de vomitar sobre mí podrá hacerlo también sobre el Presidente, y, tal vez, una o dos geishas más.

Me encantó oír a Nobu mencionar al Presidente, pero no me atreví a reaccionar.

– Me gusta ésta -dijo el consejero-. No quiero otra.

– Se llama Sayuri, y mejor la llama por su nombre o no querrá venir. Ahora, en pie, consejero. Es hora de irnos.

Los acompañé hasta la entrada, donde les ayudé a ponerse los abrigos y los zapatos y los vi ponerse en camino sobre la nieve. El consejero no daba pie con bola y se hubiera tragado la verja, si Nobu no lo hubiera agarrado por el codo y hubiera dirigido sus pasos.


Un poco más tarde, esa misma noche, me dejé caer con Mameha en una fiesta llena de soldados americanos. Para cuando llegamos, el intérprete ya no servía para nada porque había bebido demasiado, pero todos los oficiales reconocieron a Mameha. Me sorprendí al verlos tararear y mover los brazos como si quisieran decirle que bailara para ellos. Suponía que nos sentaríamos a verla en silencio, pero no bien empezó ella a bailar, varios de los oficiales se levantaron y empezaron a hacer cabriolas por la sala. Si me hubieran dicho lo que iba a pasar, me habría sentido un poco insegura de antemano; pero como me pilló desprevenida, me eché a reír y me divertí como hacía tiempo que no lo hacía. Terminamos jugando a un juego en el cual Mameha y yo nos turnábamos tocando el shamisen, mientras los soldados americanos bailaban alrededor de la mesa. Cuando parábamos la música, tenían que apresurarse a ocupar su sitio; el último que se sentaba tenía que beberse una copa de sake.

En medio de esta fiesta, le comenté a Mameha lo extraño que me parecía ver a todo el mundo pasándolo tan bien cuando ni siquiera hablábamos la misma lengua, sobre todo considerando que en la velada que acaba de estar, con Nobu y otro japonés, me lo había pasado fatal. Me dijo que le contara cómo había sido.

– Tres personas son demasiado pocas para pasarlo bien -dijo después de que yo se lo contara todo-, particularmente si una de ellas es Nobu de mal humor.

– Le he sugerido que la próxima vez venga con el Presidente. Y también necesitamos otra geisha, ¿no crees? Alguna alborotadora y cómica.

•-Sí -dijo Mameha-, tal vez me pase…

Me sorprendió oírla decir esto. Pues nadie habría descrito a Mameha como «alborotadora y cómica». Estaba a punto de decirle mi punto de vista, cuando pareció darse cuenta del malentendido y dijo:

– Sí, me interesa pasarme…, pero supongo que si quieres a una persona «alborotadora y cómica» deberías hablar con tu vieja amiga Calabaza.

Desde mi regreso a Gion, me había ido encontrando con recuerdos de Calabaza por todas partes. En realidad, en el mismo momento en que puse un pie en la okiya, la recordé allí en el vestíbulo, el día que se cerraba Gion, haciéndome una fría y formal reverencia de despedida, del tipo que estaba obligada a hacer a la hija adoptiva. Durante la semana que pasamos adecentando la okiya pensé en ella mucho. Y en un momento determinado, cuando estaba ayudando a la criada a limpiar el polvo de las maderas, me pareció tener delante de mí a Calabaza tocando el shamisen sentada en la pasarela. Parecía que aquel espacio vacío contenía una terrible tristeza. ¿Habían pasado realmente tanto años desde que éramos niñas y tocábamos juntas? Supongo que podría haberme quitado todas esas ideas de la cabeza, pero creo que nunca llegué a aceptar la decepción de que nuestra amistad se enfriara totalmente. Le eché la culpa a la terrible rivalidad que Hatsumono nos había impuesto. Mi adopción fue la última gota, por supuesto, pero yo no podía dejar de pensar que, en parte, también había sido responsabilidad mía. Calabaza sólo me había mostrado amabilidad y simpatía. Podría haber encontrado una forma de agradecérselo.

Por extraño que parezca no había pensado en buscarla hasta que Mameha me lo sugirió. Sabía de antemano que nuestro primer encuentro iba a ser un poco embarazoso, pero me pasé el resto de la noche rumiando el asunto y decidí que tal vez a Calabaza le gustaría que le presentara un círculo más elegante, para variar de las fiestas de soldados. Claro que yo también tenía otra razón. Después de tantos años, tal vez, podríamos empezar a recomponer nuestra amistad.


No sabía nada de las circunstancias en las que estaba viviendo Calabaza, salvo que había regresado a Gion, así que fui a hablar con la Tía, la cual había recibido una carta suya hacía algunos años. En aquella carta, Calabaza le rogaba a Mamita que volviera a tomarla en la okiya cuando la reabriera, con el razonamiento de que no encontraría otro sitio. La Tía lo habría hecho sin problemas, pero Mamita se negó diciendo que Calabaza no era una buena inversión.

– Vive en una okiya bastante pobre en el distrito de Hanami-cho -me contó la Tía-. Pero no te compadezcas y la traigas de visita. Mamita no querrá verla. Creo que es una tontería que vayas a buscarla, en cualquier caso.

– Tengo que admitir que nunca me sentí bien por lo que había pasado entre nosotras.

– No pasó nada entre vosotras. Calabaza fracasó y tú triunfaste. Eso fue todo. Además, le va muy bien últimamente. Me han contado que los americanos nunca se cansan de ella. Es tan chabacana, ya sabes, como les gusta a ellos.

Esa misma tarde, crucé la Avenida Shijo hacia el distrito Hanami-cho de Gion, y encontré la pequeña okiya que me había dicho la Tía. Si te acuerdas del incendio que había destruido la okiya de la amiga de Hatsumono, Korin, durante los peores años de la guerra… bueno, pues ese mismo incendio había causado grandes daños en la okiya contigua, que era en la que vivía Calabaza. Los muros exteriores estaban calcinados y parte del tejado había ardido totalmente y había sido sustituido por planchas de madera. Supongo que en algunas zonas de Osaka o Tokio habría sido el edificio más intacto del vecindario, pero en Kioto destacaba.

Una joven criada me pasó a una salita que olía a cenizas húmedas, y volvió al cabo de un momento con una taza de té. Esperé largo rato hasta que por fin Calabaza abrió la puerta. Apenas la distinguí en la oscuridad del pasillo, pero sólo saber que estaba allí me emocionó tanto que me levanté a abrazarla. Ella dio unos pasos dentro de la habitación y luego se arrodilló y me hizo una reverencia tan formal como si yo hubiera sido Mamita. La sorpresa me dejó clavada en el sitio.

– ¡Pero Calabaza, si sólo soy yo!

No me miró siquiera, ni levantó los ojos del suelo, como una criada esperando órdenes. Yo me sentí muy decepcionada y volví a mi sitio en la mesa.

La última vez que nos habíamos visto ya hacia el final de la guerra, Calabaza tenía todavía una cara redonda y rellena, como de niña, pero con una mirada más triste. Desde entonces había cambiado mucho. No lo sabía entonces, pero tras el cierre de la fábrica de lentes donde había estado trabajando, Calabaza pasó dos años en Osaka trabajando de prostituta. Parecía que la boca le hubiera encogido de tamaño, tal vez por la tensión, no sé. Y aunque seguía teniendo la cara bastante ancha, el estar más demacrada le daba una extraña elegancia que me sorprendió.

No quiero decir con esto que Calabaza se hubiera convertido en una belleza que pudiera rivalizar con la de Hatsumono ni nada por el estilo, pero se apreciaba en su cara una feminidad que antes no tenía.

– Sin duda has debido de pasarlo mal, Calabaza -le dije-, pero estás bastante bonita.

Calabaza no respondió a esto. Se limitó a inclinar la cabeza ligeramente para indicarme que me había oído. La felicité por su fama e intenté preguntarle sobre su vida después de la guerra, pero ella no perdió su inexpresividad ni un momento, y yo empecé a lamentar el haber ido.

Finalmente, tras un incómodo silencio, habló:

– ¿Has venido sólo a hablar conmigo, Sayuri? Porque no tengo nada interesante que decir.

– La verdad es que recientemente vi a Nobu-san -dije yo-, y… Nobu-san va a traer a Gion de vez en cuando a cierto caballero. Pensé que tal vez tendrías la amabilidad de ayudarnos a divertirlo.

– Pero al verme, claro, has cambiado de opinión.

– ¡Oh, no, claro que no! -dije-. No sé por qué dices eso. Nobu Toshikazu y el Presidente, Iwamura Ken, o sea, el Presidente Iwamura apreciarían grandemente tu compañía. Así de sencillo.

Calabaza se quedó en silencio un momento, sin moverse, mirando fijamente a las esteras.

– Ya no creo que nada en esta vida sea así de sencillo -me respondió finalmente-. Sé que me crees estúpida…

– ¡Calabaza!

– … pero creo que posiblemente tienes otra razón que no me cuentas.

Calabaza me hizo una pequeña inclinación que a mí me pareció muy enigmática. Pudiera ser una disculpa por lo que acababa de decirme o tal vez estaba a punto de irse y se estaba excusando.

– Supongo que sí que tengo otra razón -contesté yo-. Si quieres que te diga la verdad, esperaba que después de todos estos años volviéramos a ser amigas como lo fuimos de pequeñas. Hemos sobrevivido a tantas cosas juntas… incluyendo a Hatsumono. Me parecía natural volver a verte.

Calabaza se quedó en silencio.

– El Presidente Iwamura y Nobu vendrán con el consejero del Ministro de Hacienda el sábado que viene a la Casa de Té Ichiriki -le dije-. Si te apetece, me encantaría verte allí.

Le había traído un paquete de té de regalo, y lo saqué de la bolsa de seda y lo dejé sobre la mesa. Cuando me estaba poniendo en pie para irme pensé en algo amable que decir antes de salir, pero parecía tan desconcertada que me pareció mejor irme sin más.

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