8

Al día siguiente, Brunetti despertó con la cabeza despejada, como si durante la noche una fiebre le hubiera purificado la mente y devuelto la lucidez. Sin moverse de la cama, dedicó un buen rato a repasar la información acumulada durante los dos últimos días. En lugar de sacar la conclusión de que había aprovechado bien el tiempo, que la gestión de la questura estaba en buenas manos y que él luchaba contra el crimen con eficacia, de pronto, tenía la desagradable sensación de que se había embarcado en algo que ahora debía reconocer que era una solemne tontería. No contento con creer la historia de Maria Testa, había dispuesto de Vianello y desperdiciado una tarde interrogando a personas que, evidentemente, no tenían ni idea de lo que les decía ni de por qué un comisario de policía se presentaba en su casa de improviso.

Patta regresaría dentro de diez días, y Brunetti no tenía ni la menor duda de cuál sería su reacción si se enteraba de a qué había dedicado el tiempo la policía. Incluso en la cama, caliente y seguro, a Brunetti le parecía sentir el frío glacial de los comentarios de Patta: «¿Quiere decir que creyó la historia que le contaba una monja, una mujer que se ha pasado la vida metida en un convento? ¿Y se presentó en casa de esa gente para hacerles creer que sus familiares habían sido asesinados? Usted no está bien de la cabe za, Brunetti. Pero, ¿usted sabe quiénes son esas personas?» Decidió que, antes de abandonarlo todo, tenía que hablar con una última persona, con alguien que pudiera, si no corroborar la historia de Maria, por lo menos, responder de su fiabilidad como testigo. ¿Y quién podía conocerla mejor que el hombre al que ella había confesado sus pecados durante los seis últimos años?


La dirección que Brunetti buscaba estaba hacia el final del sestiere de Castello, cerca de la iglesia de San Pietro di Castello. Las dos primeras personas a las que paró no sabían por dónde caía el número, pero cuando preguntó dónde podía encontrar a los padres de la Santa Cruz, enseguida le dijeron que al pie del siguiente puente, la segunda puerta de la izquierda. Y allí estaban, según rezaba una placa de latón en la que el nombre de la orden aparecía grabado junto a una pequeña cruz de Malta.

Abrió la puerta a su primera llamada un hombre de pelo blanco que recordaba aquella figura tan habitual en la literatura medieval, la del fraile bendito. Sus ojos irradiaban afabilidad lo mismo que el sol irradia calor, y en su cara brillaba una amplia sonrisa, que reflejaba la alegría que le causaba la aparición de este desconocido en su puerta.

– ¿En qué puedo servirle? -preguntó, como si nada en el mundo pudiera depararle mayor satisfacción.

– Deseo hablar con el padre Pio Cavaletti, hermano.

– Sí, sí. Pase, hijo -dijo el fraile acabando de abrir la puerta-. Tenga cuidado -dijo señalando al suelo y extendiendo una mano para sujetar a Brunetti del brazo cuando éste pasaba el pie sobre la parte inferior del marco de la pesada puerta. Vestía el hábito blanco de la orden de suor Immacolata, cubierto por un delantal pardo con las señales de años de trabajo sobre la hierba y la tierra.

Brunetti, al entrar, se detuvo y miró en derredor, tratando de identificar el dulce aroma que respiraba.

– Son las lilas -explicó el fraile, muy satisfecho por el placer que veía en la cara de Brunetti-. Al padre Pio le encantan, se las hace enviar de todo el mundo. -Efectivamente: matas, arbustos, hasta árboles de alto porte llenaban el patio, envolviéndolos con su fragancia. Brunetti observó que sólo unos pocos arbustos se doblegaban bajo el peso de las piñas de flores púrpura, y que la mayoría no habían florecido aún.

– Son muy pocas para que huela tanto -dijo Brunetti, sin poder disimular el asombro por lo penetrante del perfume.

– Lo sé -dijo el fraile con una sonrisa de orgullo-. Son las primeras, las oscuras: Dilatata y Claude Bernard y Ruhm von Horstenstein. -Brunetti supuso que aquellos nombres exóticos designaban las lilas que estaba oliendo-. Las blancas, las que están junto a la pared del fondo -agregó el anciano, tomando a Brunetti del codo y señalando a una docena de arbustos de hojas verdes arrimados a la alta pared de ladrillo que estaba a su izquierda-: White Summers y Marie Finon, y Ivory Silk, no florecerán hasta junio, y probablemente aún tengamos flores hasta julio, si no llega el calor antes de tiempo. -Mirando en derredor con una satisfacción que se reflejaba tanto en su cara como en su voz, dijo-: En este patio, hay veintisiete variedades diferentes. Y en la casa capitular de Trento tenemos otras treinta y cuatro. -Antes de que Brunetti pudiera hacer un comentario, prosiguió-: Proceden hasta de Minnesota -nombre que pronunció dando a las consonantes una modulación muy italiana- y de Wisconsin -este nombre se le atravesó.

– ¿Y usted es el jardinero? -preguntó Brunetti, aunque no era necesario.

– Lo soy, por la misericordia de Dios. He trabajado en este jardín -aquí miró más atentamente a Brunetti- desde que usted era niño.

– Es muy hermoso, hermano. Debe de estar orgulloso.

El anciano lanzó a Brunetti una mirada recelosa juntando ligeramente sus gruesas cejas. Al fin y al cabo, la soberbia es uno de los siete pecados capitales.

– Orgulloso de que esta hermosura dé gloria a Dios -puntualizó Brunetti, y el fraile volvió a sonreír.

– El Señor nunca hace nada que no sea hermoso -dijo el anciano mientras echaba a andar por el sendero de ladrillos que cruzaba el jardín-. Si tiene alguna duda, le bastará con contemplar sus flores. -Asintió recalcando esta simple verdad y preguntó-: ¿Tiene usted jardín?

– No, y lo siento.

– Ah, qué lástima. Es bueno ver crecer las cosas. Da sensación de vida. -Llegaron a una puerta y el anciano la abrió y se hizo a un lado para permitir a Brunetti entrar en el largo corredor del monasterio.

– ¿Cuentan los hijos? -preguntó Brunetti con una sonrisa-. Porque tengo dos.

– Oh, cuentan más que nada en el mundo -dijo el fraile sonriendo a Brunetti-. Nada hay más hermoso ni que dé más gloria a Dios.

Brunetti sonrió al fraile y movió la cabeza afirmativamente, de acuerdo, por lo menos, con la primera proposición.

El fraile se paró delante de una puerta y llamó.

– Entre usted -dijo sin esperar respuesta-. El padre Pio nos tiene dicho que no hagamos esperar al que desee verle. -Con una sonrisa y una palmada en el brazo a Brunetti, el fraile volvió al jardín y a lo que a Brunetti siempre había creído que era el aroma del paraíso.

Un hombre alto escribía sentado a una mesa. Al entrar Brunetti, levantó la mirada, dejó la pluma y se levantó. Dio la vuelta a la mesa y se acercó al desconocido visitante con la mano extendida y una sonrisa que le empezó en los ojos y se extendió a los labios.

El monje tenía unos labios gruesos y rojos que llamaban la atención, pero eran los ojos los que revelaban su espíritu: entre grises y verdes y animados de una curiosidad e interés por el mundo que lo rodeaba que -Brunetti intuyó- debían de caracterizar todo lo que hacía. Era muy alto y delgado, complexión acentuada por el hábito de la Santa Cruz. Aunque había dejado atrás los cuarenta, todavía tenía el pelo negro, y la única señal de la edad era la tonsura natural que le clareaba en la coronilla.

Buon giorno -dijo el monje con voz cálida-. ¿En qué puedo servirle? -Su voz, aunque se ondulaba con la cadencia del Véneto, no tenía el acento de la ciudad. Quizá de Padua, pensó Brunetti, pero antes de que pudiera iniciar la respuesta, el religioso prosiguió-: Pero perdone, tome asiento por favor -y acercando una de dos sillas tapizadas situadas contra la pared, a la izquierda de la mesa, esperó a que Brunetti se acomodara para sentarse frente a él.

Súbitamente, Brunetti sintió el deseo de abreviar, para terminar cuanto antes con Maria Testa y su historia.

– Padre, me gustaría hablarle de una persona de su orden. -Una ráfaga de viento entró en el despacho agitando los papeles de la mesa y recordando a Brunetti la rica promesa de la estación. Percibió la tibieza del aire y, al volver la cabeza, vio que las ventanas estaban abiertas al patio, para dejar entrar la fragancia de las lilas.

El sacerdote observó su mirada.

– Tengo la impresión de que durante todo el día no hago nada más que sujetar papeles con la mano -dijo con una sonrisa tímida-. Pero el tiempo de las lilas es corto, y procuro disfrutar de su perfume todo lo posible. -Bajó la mirada un momento y agregó-: Supongo que podríamos considerarlo una especie de gula.

– No creo que sea un pecado grave, padre -dijo Brunetti sonriendo con facilidad.

El monje inclinó la cabeza para agradecer la observación.

– No deseo parecer grosero, signore, pero antes de hablar de un miembro de nuestra orden, debo preguntar quién es usted. -El padre Pio sonreía con cierta incomodidad y extendió hasta la mitad de la mesa que los separaba una mano abierta, con la palma hacia arriba, en demanda de comprensión.

– Soy el comisario Brunetti.

– ¿De la policía? -preguntó el padre sin disimular la sorpresa.

– Sí.

– Ay, Dios mío, ¿nadie habrá sufrido daño?

– No, en absoluto. He venido porque deseo hacerle unas preguntas acerca de una joven que era miembro de su orden.

– ¿Era, comisario? ¿Una joven?

– Sí.

– En tal caso, no creo poder serle de gran ayuda. La madre superiora podrá informarle mejor que yo. Ella es la madre espiritual de las hermanas.

– Creo que usted conoce a esta mujer, padre.

– ¿Sí? ¿Quién es?

– Maria Testa.

La sonrisa del monje desarmaba por la sinceridad del deseo que reflejaba de hacerse perdonar su ignorancia.

– Para mí, ese nombre no significa nada, comisario. ¿Podría decirme el que tenía cuando era miembro de la orden?

Suor Immacolata.

La sonrisa cedió el paso a una repentina expresión de dolor. Inclinó la cabeza y Brunetti le vio mover los labios en una oración silenciosa. Luego, el padre levantó la cabeza y dijo:

– ¿Así que ha acudido a ustedes con esa historia?

Brunetti asintió.

– Entonces debe de estar convencida -dijo el sacerdote con franca compasión. Miró a Brunetti con una alarma repentina-: ¿No habrá tenido problemas por decir esas cosas, verdad?

Ahora fue Brunetti el que extendió la mano sobre la mesa.

– Sólo estamos informándonos sobre ella, padre. Créame, no ha hecho nada malo. -El alivio del sacerdote fue evidente. Brunetti prosiguió-: ¿Usted la conocía bien, padre?

El padre Pio sopesó la pregunta un momento antes de responder:

– Es difícil contestar a eso.

– Tengo entendido que era su confesor.

El monje abrió mucho los ojos al oír esto, pero bajó la mirada rápidamente para disimular la sorpresa. Enlazó las manos reflexionando y finalmente miró a Brunetti.

– No deseo que piense que estoy complicando las cosas sin necesidad, comisario, pero es importante distinguir entre mi conocimiento de esa persona en mi calidad de superior suyo en la orden y en la de confesor.

– ¿Por qué? -preguntó Brunetti, aunque ya lo sabía.

– Porque no puedo, so pena de cometer un pecado grave, revelar lo que me haya dicho bajo secreto de confesión.

– Pero, ¿puede decirme lo que sepa de ella por ser su superior?

– Desde luego. Especialmente si lo que yo diga puede ayudarla. -Separó las manos, y Brunetti observó cómo una de ellas buscaba las cuentas del rosario que le colgaba del cinturón-. ¿Qué es lo que no sabe usted de ella?

– ¿Es de fiar?

Esta vez el sacerdote no disimuló la sorpresa.

– ¿De fiar? ¿Se refiere a si robaría?

– O mentiría.

– No; ella nunca haría ni una cosa ni la otra. -La respuesta del religioso fue inmediata y categórica.

– ¿Qué me dice de su visión del mundo?

– Me parece que no entiendo la pregunta -dijo el clérigo moviendo ligeramente la cabeza de derecha a izquierda.

– ¿La considera un buen juez de la naturaleza humana? ¿Sería una testigo fiable?

Después de meditar un rato, el padre Pio dijo:

– Yo diría que eso dependería de lo que se juzgara. O a quién.

– ¿Y eso significa?

– Creo que es… en fin, yo diría que «susceptible» es una definición tan buena como otra cualquiera. O «impresionable»… Suor Immacolata enseguida ve las buenas cualidades de una persona, lo que es una gran virtud. Pero -aquí su expresión se ensombreció- con la misma facilidad sospecha las malas. -Hizo una pausa, midiendo las palabras-. Creo que lo que voy a decirle le sonará muy mal, a prejuicio de la peor especie. -El religioso calló un momento, incómodo-: Suor Immacolata es del Sur y yo diría que por eso tiene una visión de la humanidad y de la naturaleza humana un tanto particular. -El padre Pio desvió la mirada, y Brunetti le vio morderse el labio inferior, como para castigarse por haber dicho aquello.

– ¿Y no sería un convento un lugar poco apropiado para adquirir esa visión?

– ¿Lo ve? -dijo el religioso, violento-. No sé como expresar lo que quiero decir. Si pudiera hablar en términos teológicos, diría que adolece de falta de esperanza. Si tuviera más esperanza, estoy seguro de que tendría más fe en la bondad de las personas. -Dejó de hablar un momento, mientras palpaba las cuentas del rosario-. Lo siento, comisario, pero no puedo decir más.

– ¿Por el peligro de revelarme algo que no debería saber?

– Algo que no puede usted saber -dijo el sacerdote con acento de absoluta certidumbre. Al ver la expresión de Brunetti, agregó-: Ya sé que a mucha gente esto puede parecerle extraño, especialmente, en el mundo de hoy. Pero es una tradición tan antigua como la misma Iglesia, y creo que una de las que más nos esforzamos por mantener. Y que debemos mantener. -Su sonrisa era triste-. Perdone, no puedo decir más.

– ¿Pero ella nunca diría una mentira?

– No. De eso puede estar seguro. Nunca. Suor Immacolata podría equivocarse o exagerar, pero nunca mentiría deliberadamente.

Brunetti se puso en pie.

– Gracias por su tiempo, padre -dijo extendiendo la mano.

El monje se la estrechó. Su apretón era firme y seco. Acompañó a Brunetti hasta la puerta y dijo tan sólo:

– Vaya con Dios -en respuesta a las reiteradas gracias de Brunetti.

Al salir al patio, Brunetti vio al jardinero arrodillado al lado de la tapia del fondo del monasterio, escarbando con los dedos en torno a las raíces de un rosal. Al ver a Brunetti, el anciano apoyó una mano en el suelo, disponiéndose a ponerse de pie, pero Brunetti le gritó:

– No se moleste, hermano, yo cerraré la puerta. -Hecho esto, bajó por la calle acompañado, hasta doblar la primera esquina, por el aroma de las lilas que era como una bendición.

Al día siguiente, el ministro de Economía visitó la ciudad y, aunque la visita era de carácter privado, no por ello la policía dejaba de ser responsable de su seguridad. Por esta razón y por una epidemia de gripe de finales de invierno que tenía a cinco policías en la cama y a uno en el hospital, Brunetti no reparó en que encima de la mesa tenía las copias de los testamentos de las cinco personas que habían fallecido en la Casa di Cura San Leonardo. Hubo un momento en que recordó el asunto y hasta reclamó las copias a la signorina Elettra, quien le replicó con vivacidad que hacía dos días que se las había dejado encima de la mesa.

Hasta que el ministro de Economía regresó a los establos de Augias de su ministerio en Roma, no volvió a pensar Brunetti en las copias de los cinco testamentos, al tropezarse con ellas mientras buscaba en su mesa unas fichas de personal. Decidió leerlas antes de devolverlas a la signorina Elettra con el ruego de que buscara donde archivarlas.

Brunetti se había licenciado en Derecho y estaba familiarizado con el léxico de las cláusulas que traspasaban, legaban y otorgaban posesión de cosas terrenales a los que aún no habían abandonado este mundo. Ahora, mientras leía la meticulosa fraseología de los documentos, no pudo menos que recordar lo que había dicho Vianello acerca de la imposibilidad de llegar a poseer realmente algo, porque aquí tenía la prueba de tal imposibilidad. Aquellas personas traspasaban a sus herederos la ilusión de una propiedad, prolongando con ello la ficción durante otro lapso de tiempo, hasta que los herederos fueran despojados a su vez de tales bienes por la muerte.

El comisario pensaba que quizá hicieran bien los caudillos celtas que disponían que todos sus tesoros fueran puestos con su cadáver en una embarcación que era llevada mar adentro, incendiada y dejada a la deriva. No se le ocultaba que quizá esta repentina aversión a las posesiones materiales no fuera más que una reacción a haber estado unos días en compañía del ministro de Economía, un hombre tan rudo, ordinario y estúpido que era capaz de hacer aborrecer la riqueza a cualquiera. Después de sacar esta conclusión, se rió entre dientes y concentró su atención en los testamentos.

Además del de la signorina Da Prè, dos de los testamentos mencionaban la casa di cura. La signora Cristanti le legaba cinco millones de liras, lo que no era una suma astronómica, y la signora Galasso, que había dejado la mayor parte de sus bienes a un sobrino de Turín, le legaba dos millones.

Brunetti llevaba en la policía tiempo suficiente como para haber comprobado que hay gente capaz de matar por sumas tan pequeñas como éstas y, la mayoría, con total naturalidad, pero también sabía que eran pocos los homicidas cautos que se arriesgaran a ser descubiertos por semejantes futesas. Y, puesto que en la casa di cura cualquier asesinato tendría que ser cometido con suma cautela, para que no se detectara, parecía poco probable que estas sumas constituyeran móvil suficiente para que alguien de la residencia se arriesgara a matar a los ancianos.

La signorina Da Prè, a juzgar por las palabras de su hermano, debía de ser una anciana solitaria que, al acercarse el fin de su vida, había sentido el impulso de mostrarse caritativa hacia la institución en la que había pasado sus últimos años de soledad. Da Prè había dicho que nadie se había opuesto a su decisión de impugnar el testamento de su hermana. Brunetti no concebía que una persona que mata para heredar se deje quitar tan fácilmente el legado.

El comisario miró las fechas y descubrió que los testamentos que contenían las mandas para la casa di cura habían sido extendidos más de un año antes de producirse las muertes. De los restantes testamentos dos habían sido firmados más de cinco años antes y, el último, doce. Hacían falta una imaginación y un cinismo mayores que los que poseía Brunetti para ver en esto un designio criminal.

Ahora bien, el que no hubiera delito no dejaba de tener sentido a los ojos de Brunetti, aunque un sentido un tanto perverso: imaginando que en la casa di cura se habían producido unos hechos abominables, hechos que sólo ella podía ver, suor Immacolata justificaba su decisión de dejar la orden que había sido su hogar espiritual y material desde que era adolescente. Brunetti no podía creerla; más de una vez, él había visto manifestarse el crimen bajo formas extrañas, pero nunca con un móvil tan nimio, y lo entristecía descubrir que ella había iniciado su vita nuova utilizando semejante pretexto. Aquella mujer hubiera podido exigir de la vida, y de sí misma, algo mejor que tan burda invención.

Los papeles, las copias de los cinco testamentos y las notas que el comisario había redactado después de las visitas hechas con Vianello no pasaron a manos de la signorina Elettra sino al cajón de abajo de la mesa, donde permanecieron tres días más.

Patta volvió de sus vacaciones con menos interés por el trabajo de la policía del que tenía al marcharse, y Brunetti, aprovechando esta circunstancia, omitió hablarle de la visita de Maria Testa. La primavera avanzaba. Brunetti fue a visitar a su madre a la residencia y, una vez más, echó de menos aquella caridad espontánea de suor Immacolata.

La joven no había vuelto a ponerse en contacto con él, y Brunetti abrigaba la esperanza de que hubiera desechado aquella historia, abandonado sus temores y empezado su nueva vida. Un día, incluso pensó en ir a verla al Lido, pero no consiguió dar con el papel en el que había anotado su dirección, y no recordaba el nombre de las personas que la habían ayudado a encontrar trabajo. Rossi, Bassi, Guzzi o algo por el estilo, creía recordar; pero entonces empezó a hacerse notar con irritante frecuencia el regreso del vicequestore Patta, y el comisario se olvidó de la ex monjita hasta que, dos días después, al contestar al teléfono, se encontró hablando con un hombre que dijo ser Vittorio Sassi.

– ¿Es usted el policía con el que habló Maria? -preguntó Sassi.

– ¿Maria Testa? -preguntó Brunetti a su vez, aunque ya sabía a qué Maria se refería su comunicante.

Suor Immacolata.

– Sí; vino a verme hace un par de semanas. ¿Por qué me llama, signor Sassi? ¿Ha ocurrido algo?

– Tuvo un accidente.

– ¿Cómo? ¿Qué ha pasado?

– La atropello un coche.

– ¿Dónde?

– Aquí, en el Lido.

– ¿Dónde está?

– La llevaron a Urgencias. Es donde estoy ahora, pero no consigo que me den información.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Ayer tarde.

– ¿Por qué ha tardado tanto en llamar?

Silencio.

¿Signor Sassi? -preguntó Brunetti en tono perentorio y, al no recibir respuesta, bajó la voz-: ¿Cómo está?

– Mal.

– ¿Cómo fue?

– Nadie lo sabe.

– ¿No?

– Ayer, cuando volvía del trabajo en bicicleta, parece ser que un coche la embistió por detrás. El conductor no paró.

– ¿Quién la encontró?

– Un camionero. La vio tendida en una zanja al lado de la carretera y la llevó al hospital.

– ¿Y no sabe qué tiene?

– En realidad, no. Esta mañana, cuando me han llamado, me han dicho que tenía una pierna rota. Pero creen que puede haber lesión cerebral.

– ¿Quiénes lo creen?

– No lo sé. Esto es lo que me ha dicho la persona que me ha llamado por teléfono.

– Pero, ¿usted está en el hospital?

– Sí.

– ¿Cómo se han puesto en contacto con usted?

– Ayer la policía fue a su pensión. Creo que en el bolso llevaba la dirección. El dueño les dio el nombre de mi esposa. Recordó que nosotros la habíamos acompañado. Pero hasta esta mañana no me han avisado, y es cuando he venido.

– ¿Cómo es que me llama a mí?

– El mes pasado, cuando ella estuvo en Venecia, le preguntamos adonde iba y nos dijo que a ver a un policía llamado Brunetti. No dijo el motivo, ni nosotros se lo preguntamos, pero pensamos que, siendo usted policía, querría saber lo ocurrido.

– Gracias, signor Sassi -dijo Brunetti y preguntó-: ¿Cómo ha actuado desde que habló conmigo?

Si a Sassi le pareció ésta una pregunta extraña, no se le notó en la voz.

– Como siempre, ¿por qué?

Brunetti optó por no responder a esto y preguntar:

– ¿Cuánto tiempo va a quedarse usted ahí?

– Ya no mucho. Tengo que ir a trabajar, y mi esposa está con los nietos.

– ¿Cómo se llama el médico?

– No lo sé, comisario. Esto es un caos. Hoy hacen huelga las enfermeras, y es difícil encontrar a quien te informe. Nadie sabe nada de Maria. ¿No podría usted venir? Quizá le hagan más caso.

– Estaré ahí dentro de media hora.

– Es una muchacha muy buena -dijo Sassi.

Cuando Sassi colgó, Brunetti llamó a Vianello para pedirle que tuviera una lancha y un piloto preparados para ir al Lido dentro de cinco minutos. Dijo a la telefonista que le pusiera con el hospital del Lido y pidió por el encargado de Urgencias. Su llamada transitó por Ginecología, Cirugía y la cocina, hasta que, asqueado, colgó y bajó corriendo la escalera, en busca de Vianello, Bonsuan y la lancha que aguardaba.

Mientras cruzaban la laguna, Brunetti informó a Vianello de la llamada de Sassi.

– Canallas -dijo Vianello del conductor huido-. ¿Por qué no se pararon? Darla por muerta y dejarla en la cuneta…

– Quizá fuera eso lo que pretendían -dijo Brunetti, observando cómo el sargento, de pronto, comprendía.

– Naturalmente -dijo, cerrando los ojos ante la simplicidad del caso-. Pero nosotros no fuimos a la casa di cura a hacer preguntas. ¿Cómo iban a saber que vino a vernos?

– No tenemos idea de lo que haya podido hacer ella después de hablar conmigo.

– No; cierto. Pero no iba a ser tan tonta como para presentarse allí acusando a alguien.

– Ha estado casi toda su vida en un convento, sargento.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que probablemente imagina que basta con decir a una persona que ha cometido una mala acción para que esa persona vaya a entregarse a la policía. -Al oír la frivolidad de su tono, Brunetti lamentó haber hablado con tanta ligereza-. Significa que, probablemente, no es capaz de juzgar a las personas ni de entender las razones que las mueven.

– Quizá tenga razón, comisario. Seguramente, un convento no es el mejor lugar para preparar a nadie para este mundo asqueroso que hemos hecho entre todos.

Brunetti no supo qué contestar a esto, y no dijo más hasta que la lancha entró en uno de los embarcaderos reservados para ambulancias en la parte posterior del Ospedale al Mare. Saltaron a tierra, diciendo a Bonsuan que los esperase. Una puerta abierta de par en par daba acceso a un pasillo blanco con suelo de cemento.

Un celador con bata blanca fue rápidamente hacia ellos.

– ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí? Está prohibido entrar en el hospital por esta puerta.

Sin contestar, Brunetti mostró el carnet al hombre.

– ¿Dónde está Urgencias?

Observó al celador mientras éste dudaba entre oponerse y discutir, pero entonces vio aflorar el proverbial respeto del italiano a la autoridad, especialmente, si va uniformada, y el hombre les indicó el camino sin más objeciones. A los pocos minutos, estaban frente a un mostrador de enfermeras, detrás del cual unas puertas dobles se abrían a un largo corredor bien iluminado. En el mostrador no había nadie, y nadie contestó a los insistentes intentos de Brunetti de llamar la atención.

Al cabo de unos minutos, empujó las puertas un hombre con una arrugada bata blanca.

– Perdone -dijo Brunetti levantando una mano para detenerlo.

– ¿Sí? -dijo el hombre.

– ¿Haría el favor de decirme cómo puedo encontrar a la persona encargada de Urgencias?

– ¿Por qué desea saberlo? -preguntó el hombre con voz fatigada.

Nuevamente, Brunetti enseñó el carnet. El otro miró la cartulina y miró a Brunetti.

– ¿Qué desea saber, comisario? Yo estoy condenado a encargarme de esta sala.

– ¿Condenado? -preguntó Brunetti.

– Perdone, exagero. Las enfermeras han decidido hacer huelga, y yo llevo aquí treinta y seis horas. Trato de atender a nueve pacientes, con la ayuda de un celador y una interna. Pero no creo que contárselo a usted me sirva de mucho.

– Lo siento, dottore. No puedo arrestar a sus enfermeras.

– Lástima. ¿En qué puedo servirle?

– Vengo a ver a una mujer que fue traída ayer. Atropellada por un coche. Me han dicho que tiene una pierna rota y conmoción cerebral.

El médico supo enseguida quién era.

– No; no tenía la pierna rota, era el hombro, y sólo dislocado. Varias costillas sí que podrían estar rotas. Pero lo que más me preocupaba era la lesión de la cabeza.

– ¿Preocupaba, doctor?

– Sí; la enviamos al Ospedale Civile menos de una hora después de que la trajeran. Aunque hubiera dispuesto de personal para atenderla, no tengo el equipo necesario para tratar una lesión cerebral como la suya.

Brunetti hizo un esfuerzo para contener la irritación por haber hecho el viaje en vano y preguntó:

– ¿Es grave?

– Estaba inconsciente cuando la trajeron. Yo le puse el hombro en su sitio y le vendé las costillas, pero no poseo suficientes conocimientos de lesiones cerebrales. Le hice varias pruebas. Quería ver qué tenía, por qué no respondía. Pero estuvo aquí muy poco tiempo y no pude cerciorarme.

– Ha venido un hombre interesándose por ella -dijo Brunetti-. Nadie le ha dicho que la hubieran enviado a Venecia.

El médico se encogió de hombros rehuyendo toda responsabilidad.

– Ya le he dicho que sólo somos tres personas. Alguien hubiera tenido que avisarle.

– Sí -convino Brunetti-; alguien hubiera tenido que avisarle. -Y después preguntó-: ¿Puede decirme algo más acerca de su estado?

– Nada más; tendrá que preguntar a los del Civile.

– ¿Dónde estará?

– Si han encontrado a un neurólogo la habrán puesto en Cuidados Intensivos. O deberían haberla puesto. -El médico movió la cabeza tristemente, ya por cansancio ya por el recuerdo de las lesiones de Maria, Brunetti no hubiera podido decirlo. De pronto, se abrió una de las puertas, empujada desde dentro y apareció una mujer joven, con una bata no menos arrugada.

Dottore -dijo en tono perentorio-, venga, lo necesitamos. Pronto. El hombre dio media vuelta y siguió a la mujer por el pasillo, sin molestarse en decir más a Brunetti y sin haberse dado por enterado de la presencia de Vianello.

Brunetti y el sargento se volvieron por donde habían venido. Cuando subieron a la lancha, Brunetti dijo al piloto, sin más explicaciones:

– Al Ospedale Civile, Bonsuan.

La lancha surcaba la laguna, ondulada por una brisa fresca. Brunetti se quedó abajo y, a través del cristal de las puertas, veía cómo Vianello contaba a Bonsuan lo ocurrido y cómo los dos hombres movían la cabeza de derecha a izquierda con indignación, la única reacción posible a cualquier contacto con el sistema de la sanidad pública.

Un cuarto de hora después, la lancha se detenía junto al Ospedale Civile, y Brunetti volvió a decir a Bonsuan que los esperara. Tanto el comisario como el sargento Vianello sabían, por larga experiencia profesional, dónde estaba Cuidados Intensivos, y hacia allí se dirigieron rápidamente por un laberinto de corredores.

Brunetti vio a un médico conocido en la puerta de la zona de Cuidados Intensivos y fue hacia él.

Buon giorno, Giovanni -dijo cuando el médico sonrió al reconocerlo-. Busco a una mujer que trajeron ayer del Lido.

– ¿La de la herida en la cabeza? -preguntó el joven.

– Sí. ¿Cómo está?

– Parece ser que dio con la cabeza contra la bicicleta y luego contra el suelo. Tiene un corte encima de la oreja. Pero no hemos podido hacerla reaccionar, no se ha despertado.

– ¿No se sabe…? -empezó Brunetti, pero se interrumpió porque ignoraba cómo formular la pregunta.

– No sabemos nada, Guido. Puede despertarse hoy, puede seguir así indefinidamente, o puede morirse. -El médico hundió las manos en los bolsillos de la bata.

– ¿Qué hacen en estos casos? -preguntó Brunetti.

– ¿Los médicos?

Brunetti asintió.

– Pruebas y más pruebas. Y luego rezar.

– ¿Puedo verla?

– No hay mucho que ver, sólo vendajes -dijo el médico.

– Aun así, deseo verla.

– Está bien. Pero usted solo -dijo el médico mirando a Vianello.

Vianello asintió y se sentó en una silla arrimada a la pared. Sacó del bolsillo la segunda parte de un diario de dos días antes y se puso a leer.

El médico llevó a Brunetti por un pasillo y se paró delante de la tercera puerta de la derecha.

– Estamos a tope, y hemos tenido que ponerla aquí. -Dicho esto, abrió la puerta y entró delante de Brunetti.

Todo resultaba familiar: el olor a flores y orina, las botellas de plástico de agua mineral alineadas junto a las ventanas, para que se mantuvieran frescas, la sensación de sufrimiento expectante. En la habitación había cuatro camas, una de ellas, vacía. Brunetti vio que Maria estaba en la cama situada junto a la pared del fondo. Se acercó primero a los pies y luego a la cabecera de la cama, y no se dio cuenta de cuándo el médico salía cerrando la puerta.

Las espesas pestañas casi se confundían con las amoratadas ojeras; un mechón de pelo escapaba del vendaje que le cubría la cabeza. Tenía un lado de la nariz embadurnado del mercurocromo que cubría un arañazo que le bajaba hasta la barbilla. Encima del pómulo izquierdo empezaba una hilera de oscuros puntos de sutura que desaparecía bajo el vendaje.

Su cuerpo, extrañamente deformado por el grueso vendaje del hombro, no abultaba más que el de una niña, bajo la manta azul claro. Brunetti le miró los labios y, al no detectar movimiento, el pecho. Le costó, pero al fin vio cómo la manta se movía al compás de una respiración silenciosa, y se tranquilizó.

A su espalda, una de las mujeres gimió y la otra, quizá inquieta por el sonido, llamó a «Roberto».

Al cabo de un rato, Brunetti salió al vestíbulo, donde Vianello seguía leyendo el diario. Hizo una seña con la cabeza al sargento y los dos hombres fueron en busca de la lancha que los llevó de vuelta a la questura.

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