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Fuera, Brunetti encontró a la signorina Elettra en silencioso conciliábulo con su ordenador. Ella se volvió al oírle salir y le sonrió, al parecer, para demostrarle que estaba dispuesta a perdonarle su provocativa insinuación sobre supuestas cuentas secretas en Suiza.

– ¿Qué hay? -preguntó.

– Que he de llevar al jefe de la policía de Berna a visitar la ciudad. Supongo que debería dar gracias de que no me haya pedido que lo aloje en mi casa.

– ¿Qué quiere que haga usted con él?

– No tengo ni idea. Pasearlo por la ciudad. Entretenerlo y dejar que eche un vistazo por ahí. Quizá debería enseñarle a las personas que hacen cola en Ufficio Stranieri, para solicitar permiso de residencia. -Aunque el sentimiento le producía desasosiego, Brunetti no podía menos que experimentar cierta inquietud ante aquella invasión de todas las mañanas: la mayoría eran hombres jóvenes de países ajenos a la cultura europea. Aun expresando sus ideas en los términos más sofisticados, Brunetti comprendía que, en el fondo, sus sentimientos eran los mismos que latían en los desvaríos más xenófobos de los miembros de las distintas leghe que prometían devolver a Italia su pureza étnica y cultural.

La signorina Elettra interrumpió sus sombrías cavilaciones:

– Quizá no sea tan malo, dottore. Los suizos nos han ayudado muchas veces.

– A ver si consigue sacarle alguna clave informática, signorina -sonrió él.

– No estoy segura de que la necesitemos, comisario. Fue muy fácil descubrir las claves de la policía. Pero las verdaderamente útiles, las de los bancos… ni yo misma me molestaría en perder el tiempo tratando de conseguirlas.

Sin saber a ciencia cierta de dónde surgía la idea, Brunetti dijo:

Signorina, deseo pedirle un favor.

– Sí, señor -dijo ella tomando el bolígrafo, completamente olvidado el chiste de las cuentas bancarias suizas.

– Hay un sacerdote en San Polo, el padre Luciano nosecuántos. Ignoro el apellido. Me gustaría que averiguara si ha tenido algún percance.

– ¿Algún percance?

– Si ha sido arrestado o acusado de algo. O si lo han trasladado con frecuencia. Concretamente, trate de averiguar cuál era su anterior parroquia y por qué lo han destinado aquí.

Ella murmuró entre dientes:

– Sería más fácil lo de las claves de los bancos suizos.

– ¿Cómo dice?

– Es muy difícil conseguir esta clase de información.

– ¿Aunque él haya tenido problemas?

– Estas cosas suelen taparse enseguida.

– ¿Qué cosas? -preguntó Brunetti, intrigado por su tono neutro.

– Cosas tales como el arresto de curas. O sólo que sean investigados por algo. Recuerde, si no, lo de aquella sauna de Dublín, lo pronto que desapareció de los periódicos.

Brunetti recordó la noticia que había aparecido el año anterior -aunque sólo en Manifesto y L'Unità-, del sacerdote irlandés que había muerto de un ataque al corazón en una sauna de gays de Dublín, y al que administraron los auxilios espirituales dos curas que casualmente se encontraban allí. La noticia, que había provocado aullidos de regocijo en Paola, al día siguiente, ya había desaparecido incluso de la prensa izquierdista.

– Pero no ocurrirá eso con los archivos de la policía -mantuvo él.

Ella lo miró con una sonrisa de conmiseración similar a las que usaba Paola para poner fin a una discusión.

– Buscaré el apellido y miraré si hay algo, comisario. -Pasó la hoja del bloc-. ¿Algo más?

– Nada más, gracias -dijo Brunetti y salió del despacho para volver al suyo, lentamente.

Durante los pocos años que la signorina Elettra llevaba trabajando en la questura, Brunetti se había familiarizado con sus ironías, pero a veces aún decía cosas que lo desconcertaban y sobre las que, no obstante, no se atrevía a pedir aclaración. Brunetti nunca había hablado de religión ni del clero con la signorina Elettra, pero intuía que sus opiniones no diferían mucho de las de Paola.

Al llegar a su despacho, Brunetti, ahuyentando los pensamientos acerca de la signorina Elettra y la Santa Madre Iglesia, descolgó el teléfono y marcó el número de Lele Bortoluzzi. Cuando, a la segunda señal, el pintor contestó, Brunetti le preguntó si había podido averiguar algo acerca del doctor Messini.

– ¿Cómo sabías que había regresado, Guido? -preguntó Lele.

– ¿Regresado de dónde?

– De Inglaterra. Tenía una exposición en Londres y no regresé hasta ayer tarde. Hoy pensaba llamarte.

– ¿Tienes algo? -preguntó Brunetti, muy interesado en su investigación como para perder el tiempo preguntando a Lele por el resultado de la exposición.

– Parece ser que a Fabio Messini le gustan las damas.

– ¿Y a los demás no nos gustan, Lele?

El pintor, que de joven había tenido fama de mujeriego en toda la ciudad, se echó a reír.

– No; quiero decir que le gusta la compañía de mujeres jóvenes y está dispuesto a pagar por ella. Y, según se dice, tiene dos.

– ¿Dos?

– Dos. Una aquí, en la ciudad, en un apartamento del que él paga el alquiler, un apartamento de cuatro habitaciones cerca de San Marco, y otra en el Lido. Ninguna trabaja pero las dos visten muy bien.

– ¿Y él es el único?

– ¿El único que qué?

– Que las visita -dijo Brunetti eufemísticamente.

– Mmmmm. No se me ocurrió preguntarlo -dijo Lele en tono de lamentar el olvido-. Se dice que las dos son muy hermosas.

– ¿Sí? ¿Y quién lo dice?

– Amigos -respondió Lele evasivamente.

– ¿Qué más dicen?

– Que visita a cada una dos o tres veces a la semana.

– ¿Cuántos años has dicho que tiene él?

– No lo he dicho, pero es de mi edad.

– Vaya, vaya -dijo Brunetti con voz neutra y, después de una pausa, preguntó-: ¿Por casualidad no habrán dicho tus amigos algo acerca de la residencia?

– Residencias -rectificó Lele.

– ¿Cuántas?

– Al parecer, ahora, cinco, la de aquí y otras cuatro en el continente.

Brunetti no dijo nada durante tanto tiempo que Lele preguntó al fin:

– Guido, ¿estás ahí?

– Sí, sí, Lele. -Estuvo pensativo un momento y luego preguntó-: ¿Tus amigos sabían algo más de las residencias?

– No: sólo que todas las atiende la misma orden religiosa.

– ¿Las Hermanas de la Santa Cruz? -preguntó Brunetti: era la orden a la que pertenecían las religiosas que trabajaban en la residencia en la que estaba su madre y de la que se había apartado Maria Testa.

– Sí. En las cinco.

– Entonces, ¿cómo puede ser él el dueño?

– Yo no he dicho eso. No sé si realmente es el dueño o sólo el director. Pero está al frente de todas ellas.

– Ya -dijo Brunetti, planeando su siguiente movimiento-. Gracias, Lele. ¿Han dicho algo más?

– No -respondió Lele con voz seca. -¿Se le ofrece algo más, comisario?

– Perdona, Lele -dijo entonces Brunetti-. No quería ser grosero. Lo siento. Ya me conoces.

Efectivamente, Lele conocía a Brunetti, lo conocía desde que nació.

– Tranquilo, Guido. Ven a verme un día de éstos, ¿de acuerdo?

Brunetti así lo prometió, se despidió afectuosamente, colgó, olvidó la promesa, descolgó otra vez el teléfono y pidió al telefonista que le pusiera con la Casa di Cura San Leonardo, que estaba cerca del Ospedale Giustinian.

Minutos después, hablaba con la secretaria del dottor Messini, director de la residencia y concertaba una cita para las cuatro de aquella tarde, a fin de tratar del traslado de Regina Brunetti, su madre, al establecimiento.

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