Brunetti y Vianello decidieron tácitamente saltarse el almuerzo. En cuanto llegaron a la questura, Brunetti envió al sargento a modificar los turnos del servicio, a fin de poner inmediatamente a un agente de guardia en la puerta de la habitación de Maria Testa.
Brunetti llamó a la policía del Lido, se identificó, expuso la razón de su llamada y preguntó si se había descubierto algo acerca del accidente de circulación ocurrido la víspera y provocado por el conductor que se había dado a la fuga. Los del Lido le contestaron que no tenían nada: ni testigos, ni llamadas dando parte de alguna abolladura sospechosa en un coche del vecindario, nada, pese a que en el diario de la mañana se daba, con la noticia, el número de teléfono al que podían llamar quienes tuvieran información sobre el accidente. Brunetti les dejó su número y, lo más importante, su rango, pidiendo que lo mantuvieran informado si averiguaban algo sobre el conductor o el coche.
Brunetti abrió el cajón y revolvió en él hasta encontrar la carpeta abandonada. Buscó la copia del primer testamento, el de Fausta Galasso, la mujer que lo había dejado casi todo a un sobrino que vivía en Turín, y leyó cuidadosamente los bienes enumerados: tres apartamentos en Venecia, dos granjas cerca de Pordenone y depósitos en tres bancos de la ciudad. Leyó las direcciones de los apartamentos, pero no le decían nada.
Descolgó el teléfono y marcó un número de memoria.
Fincas Bucintoro contestó una voz femenina a la segunda señal.
– Ciao, Stefania -dijo él-. Aquí Guido.
– Te conozco la voz -dijo la mujer-. ¿Cómo estás? Pero, ante todo, contéstame a esto: ¿quieres comprar un precioso apartamento en Canareggio, ciento cincuenta metros, dos baños, tres dormitorios, cocina, comedor y salón con vistas a la laguna?
– ¿Qué tiene de malo? -preguntó Brunetti.
– ¿Guido? -hizo ella, entre asombrada y ofendida, alargando la primera sílaba.
– ¿Está ocupado y los inquilinos no se van ni a tiros? ¿Necesita tejado nuevo? ¿Madera podrida? -preguntó.
Un silencio y, después, una breve carcajada cómplice.
– Acqua alta -dijo Stefania-. Si el agua sube más de metro y medio, puedes encontrarte peces en la cama.
– Ya no hay peces en la laguna, Stefania. Todos han sido envenenados.
– Pues algas. Pero el apartamento es precioso, créeme. Una pareja de norteamericanos lo compraron hace tres años, gastaron una fortuna en restaurarlo, cientos de millones, pero nadie les habló del agua. Y este invierno el acqua alta les estropeó el parquet, la pintura y muebles y alfombras por valor de cincuenta millones. Finalmente, llamaron a un arquitecto y lo primero que les dijo es que no hay nada que hacer. Por eso quieren venderlo.
– ¿Cuánto?
– Trescientos millones.
– ¿Ciento cincuenta metros? -preguntó Brunetti.
– Sí.
– Una ganga.
– Lo sé. ¿Conoces a alguien a quien pudiera interesar?
– Stefania, para ciento cincuenta metros cuadrados es barato. Pero la verdad es que no vale nada. -Ella no lo negó ni dijo nada-. ¿Algún interesado? -preguntó él finalmente.
– Sí.
– ¿Quién?
– Unos alemanes.
– Bien. Ojalá lo vendas. -El padre de Stefania había sido prisionero de guerra en Alemania durante tres años.
– Si no es un apartamento, ¿qué es lo que quieres? ¿Información?
– ¡Stefania! -cantó él, imitando la entonación del «Guido» de ella-. ¿Crees que te llamaría para algo que no fuera oír tu dulce voz?
– Guido, eres el sueño de una muchacha hecho realidad. En resumidas cuentas, ¿qué quieres saber?
– Tengo las direcciones de tres apartamentos y el nombre del último propietario. Me gustaría saber si están en venta y, si es así, cuánto piden. O si se han vendido durante este año último. Y por cuánto.
– Eso me llevará un día o dos.
– ¿Un día? -dijo él.
– De acuerdo. Un día. ¿Qué direcciones?
Brunetti se las dio y le dijo que los tres apartamentos habían sido dejados en herencia por una mujer llamada Galasso a un sobrino suyo. Antes de colgar, Stefania previno a Brunetti de que, si fallaba la operación con los alemanes, él tendría que ayudarla a encontrar al comprador que la librara de aquel apartamento. Él dijo que lo pensaría, y estuvo a punto de agregar que se lo propondría a su vicequestore.
El siguiente testamento era el de la signora Renata Cristanti, viuda de Marcello. Lo que hiciera en vida el signor Cristanti debía de hacerlo muy bien, porque el patrimonio de su viuda comprendía una larga lista de apartamentos, cuatro tiendas e inversiones y cuentas de ahorro por un importe superior a quinientos millones de liras, todo lo cual ella disponía que fuera dividido en partes iguales entre sus seis hijos, los mismos que nunca se habían molestado en ir a hacerle una visita. Al leer esto, Brunetti se preguntó cómo una mujer tan rica y madre de seis hijos había acabado sus días en una residencia atendida por monjas que habían hecho voto de pobreza y no en una clínica ultramoderna, dotada de todos los adelantos de la medicina geriátrica.
El conde Crivoni había dejado a su viuda el apartamento en el que ella residía, además de otros dos e inversiones varias cuyo valor era imposible deducir de la simple lectura del testamento. No se nombraban otros beneficiarios.
Como había dicho el signor Da Prè, su hermana se lo había dejado todo a él, salvo la manda para la residencia, que había sido impugnada. Dado que la finada lo nombraba heredero universal, el testamento no especificaba los bienes, por lo que era imposible calcular la cuantía del patrimonio.
El signor Lerini lo dejaba todo a su hija Benedetta y, también en este caso, la circunstancia de que todo el patrimonio pasara a una sola persona impedía conocer su valor.
Sonó el zumbador del interfono.
– ¿Sí, señor? -dijo Brunetti levantando el teléfono.
– Me gustaría hablar un momento con usted, Brunetti -dijo el vicequestore.
– Ahora mismo bajo.
Hacía más de una semana que Patta había vuelto a empuñar las riendas de la questura, pero hasta aquel momento Brunetti había conseguido evitar todo trato personal con él. Le había pasado un largo informe de las actividades realizadas por los comisarios durante la ausencia de su superior, pero sin mencionar la visita de Maria Testa ni las entrevistas a que había dado lugar.
La signorina Elettra estaba en su mesa, en el pequeño antedespacho de Patta. Hoy vestía un traje sastre gris que era el no va más de la femineidad, casi una parodia de los ternos cruzados que solía llevar Patta, incluido el pañuelito en el bolsillo del pecho y la corbata de seda con el correspondiente alfiler de pedrería.
– De acuerdo, vende el Fiat -la oyó decir al entrar. De la sorpresa, Brunetti estuvo a punto de interrumpirla para decir que no sabía que tuviera coche, cuando ella agregó-: Pero reinvierte inmediatamente y compra mil acciones de la empresa alemana de biotecnología de la que te hablé la semana pasada. -Levantó una mano e hizo seña a Brunetti de que tenía algo que decirle antes de que entrara en el despacho de Patta-. Y deshazte de los florines holandeses antes de que acabe la sesión. Un amigo me ha adelantado lo que su ministro de Economía anunciará mañana en la reunión del gabinete. -Su interlocutor dijo algo a lo que ella respondió con impaciencia-: No importa si hay pérdida. Vende.
Sin añadir palabra, colgó el teléfono y miró a Brunetti.
– ¿Florines holandeses? -preguntó él cortésmente.
– Si los tiene, véndalos.
Brunetti no los tenía, pero movió la cabeza afirmativamente agradeciendo el consejo.
– ¿Vestida para triunfar? -preguntó.
– Qué detalle que se haya fijado, comisario. ¿Le gusta? -Se levantó y se alejó de la mesa unos pasos. El conjunto era impecable, hasta la punta de los zapatos a la inglesa, tamaño Cenicienta.
– Muy bonito -dijo él-. Y muy apropiado para hablar con el agente de Bolsa.
– ¿Verdad? Lástima que sea tan corto. Tengo que explicárselo todo.
– ¿Quería decirme algo? -preguntó Brunetti.
– He pensado que, antes de hablar con el vicequestore, conviene que sepa que vamos a tener una visita de la policía suiza.
Antes de que ella pudiera proseguir, Brunetti bromeó sonriendo:
– ¿Se ha enterado él de que tiene usted cuentas secretas? -Y lanzó una mirada jocosamente furtiva en dirección al despacho de Patta.
La signorina Elettra abrió mucho los ojos con asombro y luego los entrecerró con desagrado.
– No, comisario -dijo fríamente-. Es algo relacionado con la Comisión Europea, pero el vicequestore Patta podrá informarle mejor. -Volvió a sentarse a la mesa, de cara al ordenador y de espaldas a Brunetti.
El comisario llamó a la puerta con los nudillos y, cuando recibió respuesta, entró en el despacho de Patta. Al parecer, al vicequestore le habían sentado bien las vacaciones. Su nariz griega y su mandíbula imperiosa tenían un bronceado tanto más impactante por cuanto que había sido adquirido en el mes de marzo. También daba la impresión de haber perdido varios kilos, a no ser que los sastres de Bangkok supieran disimular el sobrepeso mejor que los londinenses.
– Buenos días, Brunetti -dijo afablemente el vicequestore.
Brunetti, al que la amabilidad de su jefe hacía ponerse en guardia, musitó unas palabras y se sentó sin esperar a que se le invitara a hacerlo. El que Patta no torciera el gesto aumentó sus recelos.
– Quiero felicitarlo por su gestión durante mi ausencia -empezó Patta, y en la cabeza de Brunetti los timbres de alarma adquirieron una estridencia que casi le impedía oír lo que decía Patta. El comisario asintió.
Patta se alejó unos pasos de la mesa y luego volvió hacia ella, lo mismo que antes la signorina Elettra, y Brunetti sintió la tentación de preguntar al vicequestore si también él se había vestido para triunfar. Finalmente, Patta se sentó en la silla que estaba al lado de Brunetti.
– Como usted sabe, comisario, estamos en el año de la Colaboración Internacional de la Policía.
En realidad, Brunetti no lo sabía, ni le importaba. Lo que sí sabía era que, fuera cual fuera el año, había de costarle algo, probablemente, tiempo y paciencia.
– ¿No lo sabía, comisario?
– No, señor.
– Pues lo es. Declarado por el Alto Comisariado de la Comunidad Europea. -Como Brunetti permaneciera indiferente al portento, Patta preguntó-: ¿No siente curiosidad por saber cuál va a ser nuestra participación?
– ¿De quién es «nuestra»?
Patta necesitó unos instantes para depurar el pronombre posesivo de la pregunta antes de responder:
– De Italia, por supuesto.
– En Italia hay muchas ciudades.
– Sí, pero pocas tan célebres como Venecia.
– Y pocas con tan poca delincuencia.
Patta hizo una pausa, pero luego prosiguió, como si Brunetti no hubiera hecho más que asentir y sonreír a todo lo que él decía.
– Nuestra participación consistirá en ser anfitriones de los jefes de policía de nuestras ciudades hermanas, durante los próximos meses.
– ¿Qué ciudades?
– Londres, París y Berna.
– ¿Anfitriones?
– Sí. Ya que los jefes de policía vendrán a nuestra ciudad, hemos considerado conveniente que trabajen con nosotros, para que puedan hacerse una idea de lo que es la tarea de nuestra policía.
– Permítame adivinar, señor. ¿Se empieza por Berna, y yo tengo que tomar a mi cargo al policía que nos envíen y, después, devolverle la visita a la alegre y bulliciosa Berna, la más apasionante de las capitales europeas, y de París y Londres se encargará usted?
Si esta exposición del caso sorprendió a Patta, no lo dejó traslucir.
– Llega mañana, almorzaremos los tres juntos y, por la tarde, podría usted enseñarle la ciudad. Dispondrá de una lancha de la policía.
– ¿Quizá para ir a Murano, a ver soplar vidrio?
Patta asintió, e iba a decir que esto le parecía una idea excelente, cuando reparó en el tono de Brunetti y le reconvino:
– Brunetti, forma parte de las responsabilidades de nuestra profesión cuidar las public relations. -Era típico de Patta intercalar estas palabras en inglés, una lengua que él desconocía.
– Muy bien -dijo Brunetti poniéndose en pie. Miró a Patta, que seguía sentado-. ¿Desea alguna cosa más?
– No; eso es todo. Hasta mañana, a la hora del almuerzo.
Brunetti hizo un vago ademán con la mano derecha y salió del despacho.