A la hora del almuerzo, Brunetti encontró el humor de toda la familia tan apagado como el que él mismo traía de la questura. Atribuyó el silencio de Raffi a algún contratiempo en su idilio con Sara Paganuzzi y Chiara quizá aún se dolía de la sombra que oscurecía su brillante expediente académico. La causa del mal humor de Paola era, como de costumbre, la más difícil de adivinar.
Hoy no se cruzaban las bromas con que ellos se manifestaban su afecto habitualmente. Incluso hubo un momento en el que Brunetti oyó que estaban comentando el tiempo y, por si esto no era ya lo bastante malo, después se pusieron a hablar de política. Todos parecían aliviados cuando acabó la comida. Los chicos, como animales cavernícolas asustados por un resplandor de relámpagos en el horizonte, buscaron el refugio de sus habitaciones. Brunetti, que ya había leído el diario, se fue a la sala y se contentó con mirar cómo ondeaban sobre los tejados las cortinas de la lluvia.
Cuando entró Paola, traía café, y Brunetti decidió considerar el gesto una ofrenda de paz, aunque no estaba seguro de la clase de tratado que la acompañaría. Aceptó la taza, le dio las gracias, tomó un sorbo de café y preguntó:
– ¿Y bien?
– He hablado con mi padre -dijo Paola sentándose en el sofá-. No se me ha ocurrido otra cosa.
– ¿Y qué le has dicho?
– Le he dicho lo que me contó la signora Stocco, y lo que dijeron los chicos.
– ¿Del padre Luciano?
– Sí.
– ¿Y?
– Dice que se informará.
– ¿Le has dicho algo sobre el padre Pio?
Ella levantó la cabeza, sorprendida por la pregunta.
– No; por supuesto que no. ¿Por qué?
– Simple curiosidad.
– Guido -dijo ella, dejando la taza vacía en la mesa-, tú sabes que yo no me meto en tu trabajo. Si quieres preguntar a mi padre por el padre Pio o por el Opus Dei, tendrás que hacerlo tú.
Brunetti no deseaba que su suegro interviniera en aquello. Pero no quería decir a Paola que su reserva obedecía a las dudas que abrigaba sobre para quién sería la lealtad del conde Orazio, si para el cuerpo que representaba Brunetti o para el Opus Dei. Brunetti ignoraba tanto la magnitud de la fortuna y del poder del conde como su procedencia y las relaciones o lealtades que le permitían conservarlos.
– ¿Te ha creído?
– Naturalmente que me ha creído. ¿Cómo se te ocurre siquiera preguntarlo?
Brunetti trató de zafarse de la respuesta encogiéndose de hombros, pero la mirada de Paola le negó tal posibilidad.
– No es como si contaras con el más fidedigno de los testigos.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó ella con la voz áspera.
– Una chica que habla mal de un profesor que le ha puesto una mala nota… Palabras de otra chica, filtradas por la madre, que estaba histérica cuando habló contigo…
– ¿Qué pretendes, Guido, hacer de abogado del diablo? Tú me enseñaste el informe del Patriarcado. ¿Qué te parece que ha estado haciendo este canalla durante todos estos años, robando el cepillo de los pobres?
Brunetti movió la cabeza negativamente.
– No; no me cabe duda de lo que ha estado haciendo, pero eso no es tener pruebas.
Paola rechazó el argumento con un ademán que daba a entender que le parecía una tontería.
– Voy a pararle los pies -dijo con franca agresividad.
– ¿Con otro traslado? -preguntó Brunetti-. ¿Como se ha venido haciendo durante tantos años?
– He dicho pararle los pies, y de una vez por todas -repitió Paola recalcando las sílabas como quien habla a un sordo.
– Bien -dijo Brunetti-. Ojalá lo consigas.
Sorprendido, oyó a Paola contestarle con una cita de la Biblia:
– «Pero ay del que escandalizare a alguno de esos pequeños que creen en mí; más le valiera al tal que le atasen al cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar…»
– ¿De dónde has sacado eso? -preguntó Brunetti.
– Mateo, capítulo dieciséis, versículo seis.
Brunetti meneó la cabeza.
– Tiene gracia que precisamente tú me salgas con una cita bíblica.
– Hasta al diablo se le reconoce esa potestad -respondió ella, pero por primera vez sonreía y su sonrisa despejó el ambiente.
– Bien; confiemos en que tu padre pueda hacer algo. -Brunetti casi esperaba oírla replicar que no había nada que su padre no pudiera hacer, y entonces descubrió con sorpresa que, por lo menos él, ya empezaba a creerlo así.
Como si la mención del padre le hubiera hecho recordar algo, Paola dijo:
– Ha llamado mi madre y me ha dicho que te diga que es un banquero.
Brunetti, momentáneamente desconcertado, preguntó:
– ¿Quién es un banquero?
– El amante de la contessa Crivoni. -Al ver que Brunetti ya comprendía, prosiguió-: Fue a ver a una de sus compañeras de bridge, que le dijo que hace años que se entienden. Y que, al parecer, el marido lo sabía.
– ¿Que lo sabía? -preguntó Brunetti con franca sorpresa.
– Él prefería a los jovencitos.
– ¿Y tú lo crees?
– Al parecer, el marido les servía de tapadera. No tenían motivos para desear su muerte, supongo.
Brunetti movía la cabeza negativamente, pero lo creía. Entonces habló a su mujer del berrinche de Patta y de la orden de que se le retirara la protección a Maria Testa, y no disimuló su convicción de que la fuente de esta orden eran el padre Pio y los poderes que lo apoyaban.
– ¿Qué piensas hacer? -preguntó Paola cuando él acabó su explicación.
– He hablado con Vianello. Tiene un amigo que trabaja de celador en el hospital y ha accedido a vigilarla durante el día.
– No es gran cosa, ¿verdad? -dijo ella-. ¿Y por la noche?
– Vianello se ha ofrecido, yo no se lo he pedido, Paola, se ha ofrecido él, a estar allí a partir de medianoche.
– ¿Lo que quiere decir que tú estarás de cuatro a ocho?
Brunetti asintió.
– ¿Cuánto tiempo va a durar esto?
Brunetti se encogió de hombros.
– Hasta que se decidan a actuar, imagino.
– ¿Y cuándo será?
– Depende de lo asustados que estén. O de cuánto crean que ella sabe.
– ¿Crees que es el padre Pio?
Brunetti siempre había tratado de evitar dar el nombre de la persona de quien sospechaba, y esta vez trató de ser fiel a la norma, pero su mujer leyó la respuesta en su silencio. Ella se levantó.
– Si vas a estar en pie toda la noche, ¿por qué no duermes ahora un poco?
– «Una esposa es el mayor tesoro del marido, su compañera, su puntal. Una viña sin cerca puede ser arrasada; un hombre sin esposa se convierte en un vagabundo indefenso», citó él, contento de haberle ganado, por una vez, en el juego del que era maestra.
Ella no pudo disimular la sorpresa ni tampoco el gozo.
– ¿Así que es verdad?
– ¿El qué?
– Que el diablo puede citar las Escrituras.
Aquella noche, Brunetti volvió a abandonar el cálido nido de su cama y se vistió con el sonido de la lluvia en los oídos, que seguía cayendo sobre la ciudad. Paola abrió los ojos, besó el aire en dirección a él y volvió a dormirse inmediatamente. Esta vez, él se acordó de las botas pero no llevó paraguas para Vianello.
En el hospital, una vez más, los dos hombres salieron al pasillo a hablar, pero era muy poco lo que tenían que decirse. Aquella tarde, el teniente Scarpa había hablado con Vianello y le había repetido las órdenes de Patta sobre el servicio. Al igual que Patta, nada había dicho acerca de lo que hicieran los hombres en su tiempo libre, lo que había animado a Vianello a hablar con Gravini, Pucetti y el contrito Alvise, y todos se habían ofrecido a repartirse la vigilancia diurna. Pucetti había quedado en relevar a Brunetti a las seis.
– ¿También Alvise? -preguntó Brunetti.
– También Alvise -respondió Vianello-. El que sea estúpido no quiere decir que no pueda ser buena persona.
– No -convino Brunetti-. Por lo visto, ese caso sólo se da en el Parlamento.
Vianello se rió, se puso el impermeable y dio las buenas noches a Brunetti.
En la habitación, Brunetti se acercó a un metro de la cama y miró a la mujer dormida. Tenía las mejillas aún más hundidas, y la única señal de vida era el lento gotear del pálido líquido del frasco suspendido sobre ella, por el tubo conectado a su antebrazo, eso y el lento y constante subir y bajar del pecho.
– ¿Maria? -dijo él, y después-: ¿Suor Immacolata? -El pecho subía y bajaba y el líquido goteaba, y nada más.
Brunetti encendió la luz del techo, sacó del bolsillo su tomo de Marco Aurelio y empezó a leer. A las dos, entró una enfermera, tomó el pulso a Maria e hizo una anotación en el gráfico.
– ¿Cómo está? -preguntó Brunetti.
– El pulso es más rápido -dijo la enfermera-. A veces, esto ocurre cuando va a producirse un cambio.
– ¿Quiere decir que va a despertar?
La enfermera no sonrió.
– Podría ser eso -dijo, y salió de la habitación sin dar a Brunetti tiempo de preguntar qué otra cosa podría ser.
A las tres, Brunetti apagó la luz y cerró los ojos, pero a la primera cabezada se puso de pie y se apoyó en la pared detrás de la silla. Apretó la cabeza contra la pared y cerró los ojos.
Al cabo de un rato, volvió a abrirse la puerta y en la habitación a oscuras entró otra enfermera. Al igual que la de la noche anterior, ésta llevaba una bandeja tapada. Brunetti, sin decir nada, la vio cruzar la habitación hasta situarse al lado de la cama, dentro del círculo de luz de la lamparita. La enfermera retiró la manta, y a Brunetti le pareció indecoroso mirar lo que tuviera que hacer a la paciente, por lo que bajó la mirada.
Entonces vio las huellas, las marcas de humedad que las suelas de los zapatos de la mujer habían dejado nítidamente dibujadas en el suelo. Sin acabar de darse cuenta de lo que hacía, Brunetti se lanzó a través del espacio que los separaba, con la mano derecha levantada sobre su cabeza. Aún no había llegado junto a la mujer cuando la toalla que cubría la bandeja cayó al suelo dejando al descubierto la hoja de un largo cuchillo. Brunetti lanzó un grito, un sonido indistinto y, cuando la mujer se volvió a mirar la figura que salía de la oscuridad, él vio la cara de la signorina Lerini.
La bandeja cayó al suelo, y ella, con un movimiento puramente instintivo, se abalanzó hacia Brunetti describiendo un arco con el cuchillo. Brunetti trató de esquivarlo, pero el impulso que llevaba lo había puesto al alcance del arma. La hoja le rasgó la manga izquierda y cortó el músculo del brazo. El grito que lanzó Brunetti fue ensordecedor, y él lo repitió una y otra vez, con la esperanza de que hiciera acudir a alguien.
Apretando la herida con una mano, se volvió hacia la mujer, temiendo otra acometida. Pero vio que ella se había vuelto de nuevo hacia la cama blandiendo el cuchillo a la altura de la cadera. Brunetti, haciendo un esfuerzo, se precipitó sobre ella, al tiempo que apartaba la mano de la herida del brazo. Volvió a lanzar el grito inarticulado, pero ella, sin mirarlo, dio otro paso hacia Maria.
Brunetti cerró el puño derecho, lo levantó por encima de la cabeza y golpeó el codo de la mujer, con la intención de hacer caer el cuchillo al suelo. Primero sintió y luego oyó crujido de huesos rotos, pero no sabía si eran del brazo de la mujer o de su propia mano.
Entonces ella se volvió, con el brazo colgando inerte y el cuchillo todavía en la mano y empezó a gritar:
– El Anticristo. Tengo que matar al Anticristo. Los enemigos de Dios serán aplastados en el polvo y desaparecerán para siempre. Su venganza es mi venganza. Las palabras del Anticristo nada podrán contra los siervos de Dios. -Ella trataba de levantar la mano, pero no podía y él vio entonces cómo los dedos se abrían y el cuchillo caía al suelo.
Con la mano derecha, la agarró de la bata y la apartó violentamente de la cama. Ella no opuso resistencia. Él la empujó hacia la puerta, que entonces se abrió y en el vano aparecieron un médico y una enfermera.
– ¿Se puede saber qué pasa aquí? -preguntó el médico accionando el interruptor de la luz.
– La luz del día no dejará que los enemigos del Señor se escondan de su justa cólera -jadeó la signorina Lerini con apasionada vehemencia-. Sus enemigos serán confundidos y destruidos-. Levantó la mano izquierda y señaló a Brunetti con un dedo tembloroso-. Crees que podrás impedir que la voluntad de Dios sea obedecida. Necio. Él es más grande que todos nosotros. Se hará su voluntad.
A la luz que ahora inundaba la habitación, el médico vio la sangre que goteaba de la mano del hombre y la saliva que escupía la mujer al hablar. Ella dijo entonces dirigiéndose al médico y a la enfermera:
– Habéis dado cobijo a la enemiga de Dios, la habéis cuidado y protegido sabiendo que era enemiga del Señor. Pero alguien más listo que vosotros ha descubierto vuestros planes para desafiar la ley de Dios y me ha enviado para administrar justicia a la pecadora.
El médico empezó:
– ¿Qué es lo que…? -pero Brunetti le hizo callar con un ademán.
Acercándose a la signorina Lerini le puso la mano buena en el brazo con suavidad. Su voz era un murmullo persuasivo e insinuante:
– Los medios del Señor son infinitos, hermana. Otro vendrá a ocupar tu puesto, para que se haga Su santa voluntad.
La signorina Lerini lo miró y él le vio las pupilas dilatadas y los labios que temblaban.
– ¿A ti también te envía el Señor? -preguntó.
– Tú lo has dicho -respondió Brunetti-. Hermana en Cristo, tus anteriores actos serán recompensados -tanteó.
– Los dos eran pecadores y merecían el castigo de Dios.
– Muchos dicen que tu padre era un descreído que hacía burla del Señor. Dios es paciente y misericordioso, pero no tolera la burla.
– Murió burlándose de Dios -dijo ella con una mirada de horror-. Hasta mientras yo le tapaba la cara él seguía burlándose.
Brunetti oyó cómo el médico y la enfermera cuchicheaban a su espalda. Volvió la cabeza y ordenó:
– Silencio.
Ellos, impresionados por el tono de su voz y por el desvarío audible en la voz de la mujer, obedecieron. Brunetti dijo entonces a la signorina Lerini:
– Pero era necesario. Era voluntad de Dios -insinuó.
Las facciones de la mujer se relajaron.
– ¿Lo comprendes?
Brunetti asintió. El dolor del brazo era cada vez más intenso. Bajó la mirada un momento y vio el charco de sangre que se había formado debajo de su mano.
– ¿Y su dinero? -preguntó-. Siempre hace falta dinero para combatir a los enemigos del Señor.
La voz de la mujer se hizo más firme.
– Sí. Ha empezado la batalla, y debe seguir hasta que hayamos recuperado el reino del Señor. Hay que dar a los servidores de Dios las ganancias de sus enemigos, para que realicen Su santa obra.
Brunetti, que no sabía cuánto tiempo podría mantener allí prisioneros al médico y la enfermera, decidió arriesgarse:
– El reverendo padre me ha hablado de tu generosidad.
Ella recibió esta revelación con una sonrisa de beatitud.
– Sí; me dijo que el dinero de mi padre se necesitaba con urgencia. La espera aún podía durar años. Los mandatos de Dios deben obedecerse.
Él asintió, como si le pareciera perfectamente comprensible que un sacerdote le hubiera ordenado asesinar a su padre.
– ¿Y Da Prè? -preguntó Brunetti con naturalidad, como si fuera un detalle sin importancia, como el color de un chal-. Ese pecador -agregó, aunque no era necesario.
– Él me vio, me vio cuando administraba la justicia divina a mi padre pecador. Pero no me lo dijo hasta mucho después. -Se inclinó hacia Brunetti moviendo la cabeza de arriba abajo-. También era un gran pecador. La codicia es un pecado terrible.
Brunetti oyó pasos a su espalda y cuando se volvió vio que el médico y la enfermera habían desaparecido. Los pasos se alejaban rápidamente por el pasillo y a lo lejos sonaban voces perentorias.
Aprovechando la confusión creada por aquella tumultuosa salida, Brunetti desvió sus preguntas hacia la casa di cura.
– ¿Y los otros? Las otras personas de la residencia de su padre. ¿Cuáles eran sus pecados?
Antes de que él pudiera pensar en la manera de ajustar sus preguntas a su desvarío, ella lo miró con desconcierto e interrogación.
– ¿Qué? -dijo-. ¿Qué otros?
Brunetti comprendió que aquella confusión demostraba su inocencia y, como si no hubiera oído sus preguntas, insistió:
– ¿Y el hombre pequeño? ¿Da Prè? ¿Qué hizo él? ¿La amenazó, signorina?
– Me pidió dinero. Yo le dije que sólo había obedecido la voluntad de Dios, pero él dijo que no había Dios ni voluntad. Blasfemaba. Se burlaba del Señor.
– ¿Se lo dijo usted al reverendo padre?
– El reverendo padre es un santo -repitió ella.
– Es sin duda un hombre de Dios -convino Brunetti-. ¿Y le dijo lo que debía usted hacer? -preguntó.
Ella asintió.
– Me dijo cuál era la voluntad de Dios y yo la cumplí. Me dijo que hay que destruir el pecado y a los pecadores. Había que impedir que el hombre pequeño manchara con el escándalo la divina misión. -Y aquí soltó una carcajada que a Brunetti le heló el alma-. Lo perdió la codicia. Le dije que le llevaba el dinero y él me dejó entrar. Abrió la puerta a la venganza de Dios.
– ¿Le dijo el reverendo padre que lo…? -empezó Brunetti, pero en aquel momento irrumpieron en la habitación tres celadores y el médico con mucho alboroto, rompiendo definitivamente el diálogo.
La signorina Lerini fue conducida a la sala de Psiquiatría, donde, después de fijarle los huesos del codo, se le administró un fuerte sedante y quedó bajo vigilancia permanente. A Brunetti lo sentaron en una silla de ruedas y lo llevaron a Urgencias, donde le pusieron una inyección contra el dolor y catorce puntos en el brazo. El jefe de Psiquiatría, llamado al hospital por la enfermera que había presenciado la escena, prohibió que se hablara a la signorina Lerini, cuyo estado diagnosticó de «grave», sin haberla visto ni hablado con ella. Cuando Brunetti interrogó al médico y a la enfermera que habían oído su conversación con la signorina Lerini, ninguno de los dos parecía tener más que una vaga impresión de que había estado plagada de desvaríos religiosos. Les preguntó si recordaban que había preguntado a la signorina Lerini por su padre y Da Prè, pero para ellos todo habían sido despropósitos delirantes.
A las seis menos cuarto, Pucetti se presentó en la habitación de Maria Testa, en la que del comisario no encontró más que el impermeable colgado del respaldo de una silla. Al ver las manchas de sangre del suelo, su primer pensamiento fue para la mujer. Se acercó rápidamente a la cama y al mirarle el pecho vio que seguía subiendo y bajando al ritmo de la respiración. Y entonces le miró la cara y vio que tenía los ojos abiertos y lo observaba fijamente.