13

Ya que el tema de la religión había invadido su vida tanto en el ámbito doméstico como en el profesional sin que él pudiera impedirlo, aquella noche, Brunetti se dedicó a la lectura de los primeros Padres de la Iglesia, ocupación a la que no era muy dado. Empezó por Tertuliano, cuya manera de despotricar le hizo pasar rápidamente a los escritos de san Benedicto, hasta que se tropezó con un pasaje que decía: «El esposo que, en el transporte de un amor inmoderado, yace con su esposa ardorosamente para satisfacer su pasión y deseara tener comercio con ella aunque no fuera su esposa, comete pecado.»

– ¿Comercio? -se preguntó Brunetti en voz alta levantando la mirada del libro y sobresaltando a Paola que estaba a su lado, repasando medio dormida las notas para la clase del día siguiente.

– ¿Mmmm? -hizo ella con una vaga interrogación.

– ¿Y hemos dejado que esta gente educara a nuestros hijos? -preguntó, y le leyó el pasaje en voz alta.

Él, más que ver, notó cómo ella se encogía de hombros.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó.

– Quiero decir que, si pones a la gente a dieta, no piensan más que en comer. O, si obligas a alguien a dejar de fumar, no pensará más que en el tabaco. Me parece bastante lógico que, si dices a una persona que debe practicar la continencia sexual, se obsesione con el tema. Y si, encima, le das autoridad para que diga a la gente cómo ha de llevar su vida sexual, tendrás problemas. En cierto modo es como pedir a una persona ciega y sorda que enseñe Historia del Arte.

– ¿Por qué nunca me habías dicho eso? -preguntó él.

– Hicimos un trato. Prometí no interferir en la educación religiosa de nuestros hijos.

– Pero esto es demencial -dijo él descargando una palmada en la página del libro.

– Claro que es demencial -repuso ella con voz perfectamente serena-. Pero, ¿es más alucinante que la mayoría de las cosas que ven y leen?

– No sé a qué te refieres.

– Sex-clubs, porno infantil, sexo por teléfono, lo que tú quieras; es el reverso de la medalla del maníaco que escribió eso -dijo ella señalando desdeñosamente el libro que él tenía en las manos-. En los dos casos, el sexo se convierte en obsesión, ya sea porque no puedes hacerlo, ya porque no haces nada más. -Volvió a concentrarse en sus notas.

Al cabo de un momento, Brunetti empezó:

– Pero… -no dijo más hasta que ella levantó la mirada. Cuando vio que le escuchaba, repitió-: Pero, ¿les dicen realmente estas cosas?

– Ya te lo dije en su momento, Guido: todo esto te lo dejo a ti. Fuiste tú el que insistió en que tenían que aprender… Si mal no recuerdo, tu expresión fue «cultura occidental». Bien, san Benedicto… si él es el autor de ese nefando pasaje… san Benedicto forma parte de la cultura occidental.

– Pero no pueden enseñarles estas cosas -él insistió.

Ella se encogió de hombros.

– Pregunta a Chiara -dijo volviendo a sus notas.

Brunetti, al que su mujer había dejado solo con sus diatribas, cerró el libro, lo dejó a un lado y tomó otro del montón que tenía al lado del sofá. Se concentró en Historia de la guerra judía, de Josefo, y había llegado a la descripción del sitio de Jerusalén por el emperador Vespasiano cuando sonó el teléfono.

Alargó la mano hacia el aparato que estaba en la mesita lateral y descolgó.

– Brunetti -dijo.

– Comisario, aquí Miotti.

– Sí, Miotti, ¿qué pasa?

– He pensado que debía llamarlo.

– ¿Por qué Miotti?

– Una de las personas a las que usted y Vianello visitaron ha muerto.

– ¿Quién?

– El signor Da Prè.

– ¿Cómo?

– No estamos seguros.

– ¿Que no están seguros?

– Comisario, me parece que será mejor que venga a ver.

– ¿Dónde está?

– Estamos en su casa. Es en…

– Ya sé dónde es -cortó Brunetti-. ¿Qué ha pasado?

– Ha empezado a filtrarse agua por el techo del piso de abajo, y el vecino ha subido ver qué ocurría. Tiene llave, ha entrado y ha encontrado a Da Prè en el suelo del cuarto de baño.

– ¿Y…?

– Parece como si se hubiera caído y desnucado, comisario.

Brunetti esperaba más explicaciones y, como no llegaban, dijo:

– Llame al dottor Rizzardi.

– Ya lo he llamado.

– Bien. Estaré ahí dentro de veinte minutos. -Brunetti colgó y se volvió hacia Paola, que ya no leía sino que lo miraba con curiosidad, esperando enterarse de la otra mitad de la conversación.

– Da Prè. Se ha caído y se ha desnucado.

– ¿El hombrecito jorobado?

– Sí.

– Pobre, qué mala suerte -fue su reacción inmediata.

La de Brunetti tardó más en producirse y, cuando llegó, reflejó la diferencia de mentalidades y profesiones.

– Quizá.

Paola no hizo ningún comentario a esto y miró el reloj.

– Son casi las once.

Brunetti dejó a Josefo encima de san Benedicto y se levantó.

– Pues hasta mañana.

Paola le oprimió la mano.

– Ponte el pañuelo, Guido. Hace frío.

Él se inclinó, la besó en el pelo, se puso el abrigo, fue en busca del pañuelo y salió a la calle.

Cuando llegó a casa de Da Prè, vio a un policía de uniforme frente a la puerta de la escalera. Al reconocer a Brunetti, el agente saludó y, contestando a su pregunta, dijo que el dottor Rizzardi ya había llegado.

Arriba, junto a la puerta abierta del apartamento, por la parte de dentro, había otro policía de uniforme, Corsaro, que saludó a Brunetti y se hizo a un lado.

– El dottor Rizzardi está dentro, comisario.

Brunetti se dirigió hacia la parte trasera del apartamento, de la que salía luz y voces masculinas. Al entrar en lo que debía de ser el dormitorio, vio una cama baja, poco más que una cuna, arrimada a la pared. Al empezar a cruzar la habitación pisó algo blando y mojado. Se paró inmediatamente y gritó:

– Miotti.

Al momento, en la puerta del otro lado de la habitación, apareció el joven agente.

– ¿Sí, señor?

– Encienda la luz.

Miotti obedeció y Brunetti se miró los pies, tratando en vano de dominar un miedo irracional a verse de pie en un charco de sangre, y respiró con alivio al comprobar que lo que tenía debajo no era nada más que una alfombra empapada en el agua que había salido del cuarto de baño. Entonces siguió andando y se paró en la puerta iluminada, por la que salían sonidos de voces y de movimiento.

Al entrar, Brunetti vio al dottor Rizzardi como lo había visto tantas otras veces, agachado junto a un cuerpo inerte.

Al oír ruido a su espalda, el doctor Rizzardi se enderezó. Extendió la mano, la retiró para quitarse el fino guante de goma y volvió a extenderla diciendo:

Buona sera, Guido. -No sonreía, pero una sonrisa tampoco hubiera alterado la austera severidad de su cara. Era como si el contacto con todas las formas de muerte violenta hubiera afilado poco a poco sus facciones, como si su cara fuera de mármol y cada muerte hubiera ido erosionándola.

Rizzardi se apartó para que Brunetti pudiera ver el pequeño cuerpo que yacía en el suelo. Muerto, Da Prè parecía todavía más pequeño, como si estuviera a los pies de gigantes. Estaba tendido de espaldas, con el cuello doblado en un ángulo abrupto, pero sin que la cabeza tocara el suelo, como una especie de tortuga a la que unos chicos crueles hubieran puesto panza arriba y abandonado.

– ¿Cómo ha sido? -preguntó Brunetti. Observó que Rizzardi tenía el pantalón mojado hasta las rodillas y notó que sus propios zapatos se empapaban, de pisar el medio centímetro de agua que cubría el suelo.

– Parece que abrió el grifo de la bañera y resbaló.

Brunetti observó que la bañera estaba vacía y que ya no corría el agua. El tapón de goma negro estaba a un lado de la bañera.

El comisario volvió a mirar el cadáver. Da Prè llevaba traje y corbata, pero no zapatos ni calcetines.

– ¿Resbaló en las baldosas yendo descalzo? -preguntó.

– Eso parece.

Brunetti salió del cuarto de baño andando hacia atrás y Rizzardi, que ya había terminado su examen, lo siguió. Brunetti miró en torno, aunque sin saber qué buscaba. Vio tres ventanas con las cortinas cerradas a la noche, varios cuadros en las paredes, que parecían haber sido colgados hacía décadas sin que nadie hubiera vuelto a mirarlos. La alfombra era antigua, persa, anudada a mano, ahora empapada y oscurecida. A los pies de la cama había una bata de seda roja y, debajo, ligeramente más allá del lugar al que había llegado el agua, Brunetti vio los diminutos zapatos de Da Prè, juntos, con los calcetines doblados encima.

Brunetti cruzó la habitación, se agachó y recogió los zapatos. Sosteniendo los calcetines con una mano, dio la vuelta a los zapatos y miró las suelas. Los tacones de goma negra estaban limpios y brillantes, como los de zapatos que sólo se llevan dentro de casa. Las únicas señales de uso eran dos rozaduras grisáceas en los bordes externos. Dejó los zapatos en el suelo y volvió a poner los calcetines encima.

– Nunca había visto a nadie morir de esta manera -dijo Rizzardi.

– ¿No hubo hace años una película de un hombre que tenía esa enfermedad que te da aspecto de elefante y que murió así?

Rizzardi movió la cabeza negativamente.

– No la vi. He leído acerca de estas cosas o, por lo menos, acerca del peligro que supone una caída para estas personas. Pero, por regla general, sólo se fracturan alguna vértebra. -Rizzardi calló y volvió la cara hacia otro lado, y Brunetti esperó, suponiendo que estaba repasando mentalmente textos médicos. Al cabo de unos momentos, dijo-: No; me equivocaba. Ha ocurrido alguna vez. Pocas, pero ha ocurrido.

– Bien, quizá aquí tenga un caso lo bastante excepcional como para inscribir su nombre en los libros de medicina -dijo Brunetti pausadamente.

– Quizá -respondió Rizzardi, yendo hacia su maletín negro que estaba en una mesa al lado de la puerta. Echó en él los guantes de goma y lo cerró-. Me pondré con él a primera hora de la mañana, Guido, pero no voy a poder decirle nada que no sepa ya desde ahora. Se desnucó al doblársele el cuello hacia atrás con la caída.

– ¿La muerte habrá sido, instantánea?

– Tiene que haberlo sido. Es una fractura limpia. Habrá notado el golpe en la espalda, pero antes de sentir dolor ya estaría muerto.

Brunetti asintió.

– Gracias, Ettore. Le llamaré. Por si encuentra algo más.

– Después de las once -dijo el médico, y volvió a tender la mano.

Brunetti la estrechó y el médico salió de la habitación. Brunetti oyó un murmullo de voces cuando Rizzardi decía algo a Miotti al salir y, luego, cerrarse la puerta del apartamento. Miotti entró entonces en el dormitorio, seguido de Foscolo y Pavese, los hombres del laboratorio.

Brunetti intercambió un saludo con ellos y dijo:

– Quiero el máximo de huellas, sobre todo, del baño y de la bañera. Y fotos desde todos los ángulos. -Se apartó hacia un lado, para que los recién llegados pudieran ver lo que había detrás.

Pavese cruzó el dormitorio y dejó el estuche de la cámara en un rincón seco, sacó las piezas del trípode y empezó a ensamblarlas.

Brunetti se arrodilló, indiferente al agua. Se apoyó en la palma de las manos y se inclinó hacia adelante, con la cabeza ladeada, mirando a ras del suelo delante de la puerta del cuarto de baño.

– Mire si puede conseguir un secador de pelo para secar esta agua sin usar una bayeta y saque varias fotos de todo esto. -Movió la mano en un círculo amplio que abarcaba toda la zona.

– ¿Para qué, comisario?

– Quiero ver si hay rozaduras, alguna señal de que lo hayan arrastrado al cuarto de baño.

– ¿Ésas tenemos, comisario? -preguntó Pavese haciendo girar el perno que fijaba la cámara al cabezal del trípode.

En lugar de responder a la pregunta, Brunetti señaló unas leves marcas, apenas visibles bajo la fina capa de agua.

– Ahí, y ahí.

– Las conseguiremos, comisario. No se preocupe.

– Gracias -dijo Brunetti levantándose y mirando a Miotti-. ¿Tiene guantes? Olvidé traerlos.

Miotti sacó del bolsillo de la chaqueta un paquete de guantes envueltos en plástico. Lo abrió, dio un par a Brunetti y sacó para sí otro par.

– ¿Puede decirme qué buscamos, comisario?

– No lo sé. Algo que indique que alguien le hizo eso o que alguien podía tener motivos para hacerlo. -Brunetti agradeció que Miotti no le hiciera observar que aquella respuesta no aclaraba mucho.

Brunetti fue a la sala y examinó cuidadosamente la habitación en la que Da Prè los había recibido. Las cajitas seguían cubriendo todas las superficies. Se acercó al aparador y abrió el cajón de arriba entre las dos puertas. Contenía más cajas, algunas, envueltas en algodón, como huevos cuadrados en nidos blancos. También las había en el segundo cajón, y en el tercero. El cajón de abajo estaba lleno de papeles. Encima de todo, vio una pulcra carpeta marrón con documentos archivados con un orden casi militar, pero debajo había papeles sueltos, en un montón: unos de cara arriba, otros de cara abajo; unos doblados por la mitad y otros por la cuarta parte. Brunetti sacó la carpeta y los papeles con las dos manos y entonces vio que no tenía dónde dejarlos, porque en todas partes había cajitas.

Decidió llevarlos a la cocina y los puso en la mesa. No le sorprendió que la carpeta contuviera copias de cartas enviadas por Da Prè a anticuarios y particulares, preguntando por la época, procedencia y precio de cajas de rapé. Debajo estaban las facturas de venta de lo que parecían centenares de cajitas, algunas, adquiridas en lotes de veinte o más.

Dejó a un lado la carpeta y examinó los otros papeles, pero si esperaba encontrar entre ellos un indicio que apuntara a la razón de la muerte de Da Prè, tuvo que desengañarse. Había facturas de la electricidad, una carta del antiguo casero de Da Prè, un folleto de un almacén de muebles de Vicenza, un recorte de periódico que hablaba de los efectos de la ingestión sistemática de aspirina y prospectos de distintos tipos de analgésicos.

Mientras los técnicos trabajaban en las otras habitaciones y se encendían los destellos intermitentes del flash de la cámara, Brunetti examinó el dormitorio y la cocina, sin hallar absolutamente nada que indicara que allí se había producido algo más siniestro que un accidente. El mismo resultado obtuvo Miotti, que no encontró nada más que una caja de diarios y revistas atrasados.

Poco después de la una, se autorizó a los camilleros del hospital a llevarse el cadáver, y a las dos todo el equipo había terminado su tarea en el apartamento. Brunetti trató de volver a poner en su lugar todos los papeles y objetos que él y Miotti habían tocado durante su meticuloso examen del apartamento, pero no tenía idea de cuál era el sitio de la infinidad de cajitas de rapé que habían sido espolvoreadas, movidas hacia un lado, hacia atrás o puestas en el suelo. Finalmente, desistió, se quitó los guantes y dijo a Miotti que podía hacer otro tanto.

Cuando el equipo del laboratorio vio que Brunetti estaba dispuesto para marcharse, recogieron las bolsas, cámaras, cajas y pinceles, contentos de acabar y perder de vista aquellas dichosas cajitas que tantas horas de trabajo les habían costado.

Brunetti se paró a decir a Miotti que no fuera a la questura hasta las diez, aunque sabía que el joven estaría allí a las ocho, o antes.

Al salir a la calle, la niebla le dio en la cara; era la hora más quieta y húmeda de la noche. Envolviéndose el cuello con el pañuelo, se encaminó hacia la parada de la Accademia, pero al llegar vio que por diez minutos había perdido un barco y que el siguiente no pasaría hasta dentro de cuarenta. Decidió ir andando, cortando por campo San Barnaba, por delante de las verjas cerradas de la universidad y subiendo por la casa de Goldoni, también cerrada a la noche.

Mientras caminaba, iba pensando en las consecuencias legales de la muerte de Da Prè. El testamento de su hermana todavía estaba pendiente de fallo, de modo que su súbita desaparición daría a los beneficiarios del codicilo impugnado la oportunidad reclamar cien millones de liras, mucho dinero para una orden religiosa que exigía voto de pobreza.

No vio a nadie hasta llegar a campo San Polo, por donde un guardia de uniforme verde hacía su ronda, con un dócil pastor alemán al lado. Los dos hombres se saludaron con un movimiento de la cabeza al cruzarse. El perro ni siquiera miró a Brunetti, iba tirando suavemente de su amo hacia casa, ansioso por encontrar abrigo. Al acercarse al pasaje por el que se salía del campo, oyó un leve chapoteo. Desde el puente, miró al agua y vio una rata de larga cola alejarse nadando lentamente. Brunetti siseó, pero la rata no le hizo más caso que el perro, y siguió nadando, en busca del cobijo de su nido.

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