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– Qué espanto de hombrecito, qué espanto -Brunetti oía murmurar a Vianello mientras bajaban la escalera.

En la calle había refrescado, como si Da Prè hubiera robado el calorcillo del aire.

– Qué asco de hombrecito -prosiguió Vianello-. Se cree que es dueño de esas tabaqueras. Estúpido.

– ¿Cómo dice, sargento? -preguntó Brunetti, que no había seguido la evolución del pensamiento de Vianello.

– Se ha creído que es dueño de esas cosas, de esas cajitas ridículas.

– Creí que le gustaban.

– ¿A mí? ¡Quiá! Me revientan. Mi tío tenía docenas de ellas y cada vez que íbamos a su casa se empeñaba en enseñármelas. Era lo mismo que ése: siempre comprando cosas y más cosas, y luego creía que las poseía.

– ¿Y no era así? -preguntó Brunetti parándose en una esquina, para oír mejor lo que decía Vianello.

– Claro que las poseía -dijo Vianello parándose a su vez delante de Brunetti-. Bueno, las pagaba, tenía los recibos y podía hacer lo que se le antojara con ellas. Pero en realidad nunca poseemos nada, ¿verdad? -dijo mirando a Brunetti a los ojos.

– Me parece que no acabo de entender eso, Vianello.

– Piénselo, comisario. Compramos las cosas. Nos las ponemos o las colgamos de las paredes, o las miramos, pero cualquiera, si se le antoja, puede quitárnoslas. O romperlas. -Vianello movió la cabeza, frustrado por la dificultad de explicar la que le parecía una idea relativamente simple-. Ahí tiene a Da Prè. Cuando él se muera, esas dichosas cajitas pasarán a manos de otra persona y luego de otra, lo mismo que otras personas las han tenido antes. Pero nadie piensa en esto: los objetos nos sobreviven. Es una tontería pensar que los poseemos. Y es pecado darles tanta importancia.

Brunetti sabía que el sargento era tan ateo e irreverente como él mismo, le constaba que para él no había más religión que la familia y los lazos de la sangre, por lo que resultaba extraño oírle hablar de pecado.

– ¿Y cómo pudo dejar a su hermana en semejante lugar durante cinco años y visitarla sólo una vez al mes? -preguntó Vianello como si realmente creyera que la pregunta tenía respuesta.

La voz de Brunetti era neutra cuando respondió:

– No es tan malo ese sitio. -La frialdad de su tono recordó al sargento que la madre de Brunetti estaba en un establecimiento parecido.

– No he querido decir eso, comisario -se apresuró a explicar Vianello-, me refería más bien a un lugar así. -Al darse cuenta de que no había arreglado nada, agregó-: Y luego no ir a verla más a menudo, dejarla allí sola.

– En esos sitios suele haber mucho personal -fue la respuesta de Brunetti cuando éste reanudó la marcha y torció hacia la izquierda por campo San Vio.

– Pero no son familia -insistió Vianello, convencido de que el afecto familiar tenía más valor terapéutico que todos los cuidados que pudieran comprarse a los profesionales de la atención sanitaria. Brunetti no tenía inconveniente en dar la razón al sargento, pero no deseaba seguir hablando del tema, ni ahora ni en un futuro inmediato.

– ¿A quién le toca ahora? -preguntó Vianello, aviniéndose con esta pregunta a cambiar de conversación y apartarlos a ambos, temporalmente por lo menos, de temas que podían incomodar.

– Me parece que es por aquí -dijo Brunetti entrando en una calle estrecha que se alejaba del canal que ellos habían venido bordeando.

De haber estado el heredero del conde Egidio Crivoni esperándolos en la puerta, no les hubiera llegado antes la voz que por el interfono respondió a su llamada. Con no menos rapidez, se abrió la pesada puerta cuando Brunetti explicó que venía en busca de información acerca de los bienes del conde Crivoni. Mientras subían al tercer piso, impresionó a Brunetti que no hubiera más que una puerta en cada planta, lo que daba idea de las grandes dimensiones de cada apartamento y del poder económico de sus inquilinos.

En el momento en que Brunetti ponía el pie en el último rellano, un mayordomo vestido de negro abrió la puerta. Es decir, por el ceremonioso movimiento de cabeza con que los saludó y la distante solemnidad de su actitud, Brunetti dedujo que era un criado, deducción ratificada cuando el hombre le tomó el abrigo y dijo que «la contessa» los recibiría en su estudio. El hombre desapareció tras una puerta y al momento salió sin el abrigo de Brunetti.

El comisario sólo tuvo tiempo de distinguir unos serenos ojos castaños y una crucecita de oro en la solapa izquierda de la chaqueta antes de que el hombre diera media vuelta y los precediera por el pasillo. Cubrían ambas paredes cuadros, todos ellos, retratos de distintos siglos y escuelas. A pesar de saber que ésta es la impresión que dan todos los retratos, Brunetti se sorprendió por la tristeza que reflejaban la mayoría de los retratados; tristeza y algo más, impaciencia, quizá, como si pensaran que aprovecharían mejor el tiempo conquistando a salvajes o convirtiendo a paganos, en lugar de posar para dejar a la posteridad un recuerdo de mundanas vanidades. Las mujeres parecían convencidas de poder conseguir tan altos propósitos sólo con el ejemplo de una vida sin tacha, mientras que los hombres daban más bien la impresión de depositar su confianza en el poder de la espada.

El hombre se paró delante de una puerta, dio un golpe, la abrió sin esperar respuesta, la sostuvo mientras entraban Brunetti y Vianello y la cerró silenciosamente tras ellos.

A Brunetti le vinieron a la memoria unos versos del Dante:


Oscura e profonda era e nebulosa

Tanto che, per ficcar lo viso a fondo

lo non vi discernea alcuna cosa.


Oscura estaba también esta habitación: era como si, al entrar en ella, al igual que Dante, hubieran dejado atrás la luz del mundo, el sol y la alegría. Altas ventanas cubrían toda una pared, ocultas tras gruesas cortinas de terciopelo de un pardo entre sepia y sangre seca. La poca luz que se filtraba iluminaba los lomos de piel de cientos de tomos de sobrio aspecto que cubrían de arriba abajo las paredes restantes. El suelo era parquet macizo, cuidadosamente cortado y ajustado, no esas finas y estrechas láminas de madera.

En un ángulo de la habitación, detrás de un gran escritorio cubierto de libros y papeles, distinguió Brunetti la mitad superior de una mujer corpulenta, vestida de negro. La severidad del vestido y de la expresión hacía que, de pronto, el resto de la habitación resultara alegre, por el contraste.

– ¿Qué desean? -preguntó ella. Al parecer, el uniforme de Vianello hacía innecesario preguntar quiénes eran.

Desde donde estaba, Brunetti no podía hacerse una idea clara de la edad de la mujer, aunque su voz -grave, sonora e imperiosa- denotaba que se trataba de una mujer madura o, incluso, anciana. El comisario dio unos pasos por la habitación hasta situarse a pocos metros del escritorio.

Contessa… -empezó.

– He preguntado qué desean -atajó ella.

Brunetti sonrió:

– Trataré de robarle el menor tiempo posible, contessa. Sé lo muy ocupada que está. Mi suegra habla con frecuencia de su dedicación a las buenas obras y de la energía que derrocha al servicio de la Santa Madre Iglesia. -Trató de que la pronunciación de estas últimas palabras fuera reverente, lo que no era empeño fácil.

– ¿Quién es su suegra? -inquirió la mujer, como si esperase oír que se trataba de su costurera.

Brunetti apuntó cuidadosamente y le dio justo entre los ojos, hundidos y juntos:

– La contessa Falier.

– ¿Donatella Falier? -preguntó la mujer, tratando de disimular el asombro, pero sin conseguirlo.

Brunetti fingió no darse cuenta.

– Sí. Precisamente la semana última, si mal no recuerdo, me hablaba de su último proyecto.

– ¿Se refiere a la campaña para prohibir la venta de contraceptivos en las farmacias? -preguntó ella, facilitando a Brunetti la información que necesitaba.

– Sí -sonrió él moviendo la cabeza afirmativamente, como si aprobara plenamente el plan.

Ella se levantó y dio la vuelta al escritorio tendiéndole la mano, ahora que él había demostrado su condición humana por el hecho de estar emparentado, aunque fuera sólo por matrimonio, con una dama de la nobleza más antigua de la ciudad. Al levantarse, la mujer reveló las proporciones del cuerpo que hasta entonces ocultaba la mesa. Era más alta que Brunetti y debía de pesar veinte kilos más que él. Su corpulencia, no obstante, no estaba formada por las carnes firmes y prietas de una persona gruesa y sana sino por el sebo flácido y temblón del sedentario perpetuo. Su doble mentón descansaba sobre el cuello de un vestido que era poco más que un saco de lana negra colgado de su busto inmenso. Brunetti pensó que no debía de haber habido mucha alegría ni mucho placer en el proceso de acumulación de toda aquella carne.

– ¿Así que usted es el marido de Paola? -preguntó al acercarse a él envuelta en el tufo acre de un cuerpo poco lavado.

– Sí, contessa. Guido Brunetti -dijo él tomando la mano que le tendía la mujer y, sosteniéndola como si fuera un trozo de la Vera Cruz, se inclinó y la levantó hasta un centímetro de sus labios. Al erguir el cuerpo agregó-: Es un honor -y consiguió decirlo como si realmente lo creyera así. Miró a Vianello-. El sargento Vianello, mi ayudante.

Vianello se inclinó con elegancia, con una expresión tan solemne como la de Brunetti, como si el honor de aquella presentación le hubiera dejado mudo. La contessa casi ni lo miró.

– Siéntese, por favor, dottor Brunetti -dijo ella señalando con una mano carnosa la silla que estaba delante de su escritorio. Brunetti fue hacia la silla, se volvió a mirar a Vianello y le indicó otra silla que estaba cerca de la puerta, en la que probablemente estaría más resguardado de los fulgores de tanta nobleza.

La condesa volvió lentamente a su asiento y se instaló en él. Retiró unos papeles hacia la derecha y miró a Brunetti:

– ¿Ha dicho a Stefano que hay problemas con el patrimonio de mi marido?

– No, contessa; no es tan grave -dijo Brunetti con una sonrisa que él pretendía desenfadada. La mujer asintió, esperando su explicación. Brunetti volvió a sonreír y empezó a improvisar-: Como ya sabrá, contessa, en nuestro país la delincuencia está en auge. -Ella asintió-. Da la impresión de que ya no hay nada sagrado, nadie está a salvo de los desaprensivos que recurren a cualquier medio para extorsionar y estafar grandes sumas de dinero a sus dueños legítimos. -La contessa asintió tristemente.

»Últimamente, se está abusando mucho de la buena fe de las personas mayores, a las que se hace objeto de toda clase de argucias, que con harta frecuencia tienen éxito.

La contessa levantó una mano de dedos gruesos.

– ¿Me está diciendo que eso va a ocurrirme a mí?

– No, contessa; eso no. Pero deseamos asegurarnos de que su difunto esposo… -aquí Brunetti se permitió mover la cabeza tristemente, lamentando la circunstancia de que los virtuosos nos sean arrebatados prematuramente-… su difunto esposo no fue víctima de alguna superchería cruel.

– ¿Quiere decir que cree que a Egidio le robaron? ¿Que le estafaron? No sé a qué se refiere. Ella se inclinó hacia adelante y su busto descansó sobre la mesa.

– Permita que le hable con franqueza, contessa. Queremos asegurarnos de que nadie consiguió persuadir al conde, poco antes de su muerte, de que le dejara algún legado en su testamento, de que nadie influyó en él para conseguir una parte de su patrimonio, arrebatándolo a sus legítimos herederos.

La contessa se quedó pensativa pero no dijo nada.

– ¿Sería posible que hubiera ocurrido esto, contessa?

– ¿Qué le hace sospechar tal cosa? -preguntó ella.

– El nombre de su esposo ha aparecido casi accidentalmente en el curso de otra investigación.

– ¿Relacionada con personas a las que se ha robado su patrimonio?

– No, contessa; relacionada con otra cosa. Pero, antes de proceder oficialmente, he querido venir a hablar personalmente con usted… a causa de la gran consideración de que goza… y también para asegurarme de que no hay nada que investigar.

– ¿Y qué quiere de mí?

– La seguridad de que en el testamento de su esposo no había nada sospechoso.

– ¿Sospechoso?

– ¿Algún legado para alguien que no forme parte de la familia? -apuntó él.

Ella movió la cabeza negativamente.

– ¿Alguien que no sea un amigo íntimo?

Otra enérgica negativa que hizo temblar mejillas y mentones.

– ¿Alguna institución a la que favoreciera con su caridad?

Brunetti la vio entornar los ojos ligeramente.

– ¿A qué se refiere con lo de «institución»?

– Algunos de estos estafadores inducen a la gente a hacer donativos destinados a supuestas obras benéficas. Ha habido casos de personas a las que se ha convencido para que den dinero a hospitales infantiles de Rumania o a asilos de la madre Teresa. -Brunetti impregnó de indignación su voz para decir-: Es terrible. Un escándalo.

La condesa lo miró a los ojos y se mostró de acuerdo asintiendo vigorosamente.

– No hubo nada de eso. Mi esposo dejó sus bienes a la familia, como debe hacer un hombre. No hubo legados extraños. Nadie recibió lo que no debiera.

Vianello, sabiéndose en el campo visual de la condesa, se tomó la libertad de mover la cabeza afirmativamente, en vehemente aprobación de tan recto proceder.

Sorprendido por haber obtenido de la mujer la información con tanta facilidad, Brunetti se puso en pie.

– Eso me tranquiliza, contessa. Temí que un hombre tan generoso como se sabía que era el conde pudiera haber sido víctima de esa gente. Pero celebro que podamos eliminar su nombre de nuestra investigación. -Dando más énfasis a sus palabras prosiguió-: En mi calidad de funcionario público siempre me alegro de tal circunstancia, pero cuando le digo que, en este caso, ello me satisface especialmente, le hablo en calidad de ciudadano particular. -Miró a Vianello y agitó una mano para indicarle que se levantara.

Cuando se volvió hacia la contessa, ésta había dado la vuelta a la mesa nuevamente y transportaba hacia él su masa montañosa.

– ¿Puede darme más detalles de eso, dottore?

– No, contessa; que yo sepa, su esposo no tuvo que ver con esa gente. Así se lo comunicaré a mi colega…

– ¿Su colega? -le interrumpió ella.

– Sí; de la investigación de estas estafas se encarga uno de los otros comisarios. Le enviaré una nota para decirle que su esposo no tuvo nada que ver con ellos, a Dios gracias, y luego volveré a mis propios casos.

– Si no está encargado de este caso, ¿por qué ha venido? -preguntó ella con brusquedad.

Brunetti sonrió antes de contestar.

– Pensé que sería menos penoso para usted si la interrogaba una persona que… en fin… una persona que fuera sensible a su posición en nuestra comunidad. No quería que tuviera que pesar sobre usted preocupación alguna, ni que fuera momentáneamente.

En lugar de agradecer a Brunetti su delicadeza, la contessa movió la cabeza afirmativamente aceptando lo que no era sino una prerrogativa.

Brunetti extendió la mano y, cuando la mujer depositó la suya sobre ella, se inclinó de nuevo, dominando el impulso de dar un taconazo, gesto que había visto hacer a un actor alemán en una película pésima y que desde entonces había deseado imitar.

Retrocedió hasta la puerta, donde esperaba Vianello. Allí, los dos hicieron pequeñas reverencias y salieron al pasillo. Stefano, suponiendo que tal fuera el nombre del hombre de la crucecita en la solapa, los aguardaba allí, pero no apoyado en la pared, sino en el centro del pasillo, con el abrigo de Brunetti en los brazos. Cuando los vio salir, se adelantó y ayudó a Brunetti a ponérselo. Sin decir palabra, los llevó hasta el vestíbulo y les abrió la puerta.

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