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Y éste, pensaba Brunetti camino de su despacho, era el hombre al que, inconscientemente y hasta hacía sólo unos días, había confiado la educación religiosa de Chiara. No podía decir que hubiera sido una decisión tomada de común acuerdo con su mujer, porque Paola había dejado bien claro desde el principio que ella no quería intervenir en esta cuestión. Él sabía, desde que los niños habían empezado la escuela elemental, que su mujer se oponía a la idea, pero las consecuencias sociales de un franco rechazo de la educación religiosa recaerían en los niños y no en los padres que tomaban la decisión. ¿Qué podía hacer el niño mientras sus compañeros estudiaban el catecismo y las vidas de los santos? ¿Cómo se miraría al niño que no se sumara a los ritos de la primera comunión y la confirmación?

Brunetti recordaba un proceso judicial que el año anterior había generado titulares, sobre una pareja sin hijos, perfectamente respetable: él, médico; y ella, abogada. La Audiencia de Turín había denegado su solicitud de adopción de un niño porque los dos eran ateos y, por consiguiente, se dictaminaba que no podrían ser buenos padres.

Él se había reído con la noticia de los sacerdotes irlandeses de la sauna, como si Irlanda fuera un país tercer-mundista, oprimido por una religión primitiva, cuando en su propio país existían señales, por lo menos, para quien tuviera una mirada crítica, de una opresión similar.

No sabía qué hacer respecto a este cura; no tenía motivos para denunciarlo. Nunca había sido acusado de delito alguno, y Brunetti suponía que sería imposible encontrar, en sus antiguas parroquias, a alguien que estuviera dispuesto a testificar contra él. Se había pasado el problema a otras instancias, un recurso bastante natural, y los que se habían librado de él seguramente callarían para no promover un escándalo.

Brunetti sabía que su sociedad tenía del acoso sexual una visión un tanto frívola, considerándolo poco más que un exceso de ardor viril. Él no compartía esta opinión. ¿Qué clase de terapia -se preguntaba- se aplicaba a sacerdotes como el padre Luciano en aquel centro al que había sido enviado? A juzgar por la trayectoria que había seguido el problemático cura después de salir de allí, la eficacia del tratamiento dejaba mucho que desear.

De nuevo en su mesa, Brunetti dejó caer los papeles frente a sí. Se quedó un rato pensativo, se levantó y fue a mirar por la ventana. Al no ver allí nada que lo interesara, volvió a la mesa y reunió todos los informes y documentos que hacían referencia a Maria Testa y a cuantos hechos pudieran tener alguna relación con lo que ella le había contado aquel día de calma, hacía semanas. Los leyó todos, tomando notas de vez en cuando. Cuando terminó la lectura, se quedó mirando fijamente la pared unos minutos, luego descolgó el teléfono y pidió que le pusieran con el Ospedale Civile.

Para su sorpresa, Brunetti consiguió sin dificultad que lo pusieran con la enfermera encargada de Cuidados Intensivos, quien, cuando él se identificó, le informó de que «la paciente de la policía» había sido trasladada a una habitación particular. No; no se habían producido cambios en su estado, seguía inconsciente. Sí, si tenía la bondad de aguardar un momento, avisaría al agente que estaba en su puerta.

Éste resultó ser Miotti.

– ¿Sí, señor? -preguntó cuando Brunetti se hubo identificado.

– ¿Alguna novedad?

– Tranquilidad y más tranquilidad.

– ¿Qué hace usted?

– Estaba leyendo, comisario. Espero que no le importe.

– Mejor eso que mirar a las enfermeras, imagino. ¿Ha tenido alguna visita?

– Sólo el hombre del Lido, Sassi. Nadie más.

– ¿Ha podido hablar con su hermano, Miotti?

– Sí, señor; anoche precisamente.

– ¿Le preguntó por el cura?

– Sí, señor.

– ¿Y bien?

– Bueno, al principio no quería decir nada. No sé si por miedo a murmurar. Marco es así -explicó Miotti, como pidiendo tolerancia a su superior por semejante defecto de carácter-. Pero cuando le dije que realmente necesitaba saberlo, dijo que había rumores, sólo rumores, comisario, de que Cavaletti tenía que ver con el Opus Dei. No lo sabía a ciencia cierta. Sólo había oído rumores. ¿Comprende, comisario?

– Sí, comprendo. ¿Algo más?

– En realidad, no, señor. Traté de imaginar lo que desearía usted saber, en fin, qué me preguntaría cuando le dijera esto, y pensé que querría saber si Marco creía esos rumores, y se lo pregunté.

– ¿Y?

– Los cree.

– Gracias, Miotti. Vuelva a su lectura.

– Gracias, comisario.

– ¿Qué está leyendo?

Quattroruote -dijo el agente, nombrando la más popular revista del motor.

– Ah. Gracias, Miotti.

– Sí, señor.

¡Oh, dulce y misericordioso Jesús crucificado, sálvanos a todos! Al pensar en el Opus Dei, Brunetti no pudo menos que formular para sus adentros una de las jaculatorias favoritas de su madre. No había misterio más enigmático que el del Opus Dei. Brunetti no sabía sino que era una organización religiosa, medio eclesiástica y medio seglar, que debía obediencia absoluta al papa y tenía por objeto una cierta renovación del poder o la autoridad de la Iglesia. Y, tan pronto como Brunetti repasó mentalmente lo que sabía del Opus Dei y cómo lo había sabido, comprendió que no podía estar seguro de que fuera verdad. Si una sociedad secreta es, por definición, un secreto, todo lo que de ella se «sepa» puede ser falso.

Los masones, con sus anillos, sus llanas de albañil y sus delantalitos de camarera de coctelería, siempre le habían hecho cierta gracia. Aunque era poca la información que Brunetti tenía acerca de ellos, le parecían más inofensivos que amenazadores, si bien comprendía que esta impresión se debía en buena parte a que los asociaba a la bella fábula de La flauta mágica.

Pero el Opus Dei era algo completamente distinto. Sabía poco de ellos -casi nada- pero hasta el nombre le hacía el efecto de un soplo de aire frío en la nuca.

Brunetti trató de distanciarse de todo prejuicio estúpido y de recordar algo que hubiera leído u oído acerca del Opus Dei que fuera tangible y verificable, y no encontró nada. Sin saber cómo, se encontró pensando en los gitanos; y es que «sabía» cosas de los gitanos del mismo modo en que «sabía» cosas del Opus Dei: lo que se oye por ahí, lo que dice la gente, pero ni un nombre, ni una fecha, ni un hecho. El resultado era ese aire de misterio que toda sociedad secreta tiene para los que no pertenecen a ella.

Trató de pensar en alguien que pudiera darle información concreta, pero no pudo recordar a nadie, como no fuera el amigo anónimo de la signorina Elettra empleado en el despacho del Patriarca. Si la Iglesia había alimentado una víbora en su seno, la información habría que buscarla precisamente en el seno.

Ella levantó la cabeza al oírle entrar, sorprendida de volver a verlo tan pronto.

– ¿Sí, comisario?

– Deseo pedir a su amigo otro favor.

– ¿Sí, señor? -dijo ella alargando la mano hacia el bloc.

– El Opus Dei.

Su gesto de sorpresa, no más que un mínimo agrandamiento de los ojos, no pasó inadvertido a Brunetti.

– ¿Qué quiere saber, comisario?

– Si podrían tener algo que ver con todo esto.

– ¿Se refiere a los testamentos y la mujer del hospital?

– Sí. -Entonces, como si acabara de ocurrírsele, Brunetti añadió-: ¿Y podría preguntarle también si el padre Cavaletti tiene alguna relación con la organización? -Cuando ella acabó de escribir, él preguntó-: ¿Usted, signorina, sabe algo de ellos?

Ella movió la cabeza negativamente.

– No más de lo que se dice por ahí. Son reservados, son serios y son peligrosos.

– ¿No exagera?

– No.

– ¿Sabe si tienen un…? -Brunetti ignoraba el término apropiado-. ¿Un capítulo en la ciudad?

– No, señor; no lo sé.

– Es curioso -dijo Brunetti-. Nadie sabe nada en concreto y, no obstante, la gente los mira con prevención y hasta con temor. -Como ella no respondiera, insistió-: ¿No le parece extraño?

– A mí me parece todo lo contrario.

– ¿Y es?

– Que, si supiéramos más, les tendríamos más miedo.

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