6

Cuando estuvieron fuera, Brunetti se volvió hacia Vianello y preguntó:

– ¿Puedo preguntar de dónde ha salido esa súbita erupción de piedad, sargento? -Le miraba con impaciencia, pero el sargento le contestó con una amplia sonrisa. Brunetti insistió-: Le escucho.

– Verá, comisario, ya no tengo tanta paciencia como antes. Y la he visto tan pirada que me ha parecido que no se daría cuenta de que me divertía a su costa.

– Y seguramente lo ha conseguido. Ha sido una estupenda actuación. «Nuestra salvación eterna está en juego» -repitió Brunetti sin disimular la repulsión-. No sé si ella le habrá creído, pero a mí me ha parecido más falso que una serpiente.

– Claro que me ha creído, comisario -dijo Vianello saliendo del patio y tomando la dirección del puente de la Accademia.

– ¿Cómo puede estar tan seguro?

– Los hipócritas nunca piensan que los demás puedan ser tan falsos como ellos.

– ¿Está seguro de que ella lo es?

– ¿Le ha visto la cara cuando usted ha sugerido que su padre, su santo padre, podía haber regalado una parte de la pasta?

Brunetti asintió.

– ¿Y bien? -preguntó Vianello.

– ¿Y bien qué?

– Me parece que eso basta para demostrar para qué sirve toda esa monserga de la religión.

– ¿Y para qué cree usted que sirve, sargento?

– Para destacarse. No es guapa, no tiene ningún atractivo, y tampoco parece muy lista. Así que lo único que puede permitirle distinguirse de los demás, que es lo que todos deseamos, es ser piadosa. Así consigue que la gente diga al verla: «Qué mujer tan interesante y fervorosa.» Y eso, sin que ella tenga que hacer nada ni aprender nada. Ni siquiera ser original. No tiene más que decir cosas piadosas para que todo el mundo se admire de lo buena que es.

Brunetti no estaba convencido, pero se reservó la opinión. Desde luego, la piedad de la signorina Lerini tenía un tono excesivo y hasta disonante, pero él no creía que fuera hipócrita. Para Brunetti, que había visto mucho de aquello en su trabajo, su discurso sobre religión y la voluntad de Dios destilaba simple fanatismo. A su modo de ver, aquella mujer carecía de la inteligencia y el egocentrismo que suelen encontrarse en el verdadero hipócrita.

– Parece que está muy familiarizado con esa clase de religión, Vianello -dijo Brunetti disponiéndose a entrar en un bar. Después de su prolongada exposición a la santidad, necesitaba un trago. Al parecer, otro tanto le ocurría a Vianello, que pidió para ambos dos copas de vino blanco.

– Mi hermana -dijo Vianello a modo de explicación-. Pero ella lo superó.

– ¿Cómo fue?

– Empezó unos dos años antes de casarse. -Vianello tomó un sorbo de vino, dejó la copa en el mostrador y picó una galleta de un bol-. Afortunadamente, con el matrimonio se le pasó. -Otro sorbo. Una sonrisa-. Seguramente, en la cama no hay sitio para Jesús. -Un sorbo mayor-. Fue horroroso. Meses y meses oyéndola hablar de la oración y las buenas obras y de lo mucho que amaba a la Virgen. Llegó a un extremo que ni mi madre, que es una verdadera santa, podía soportarlo.

– ¿Y qué pasó?

– Como le decía, se casó y empezaron a llegar los niños, y ya no tuvo tiempo para la santidad ni la piedad. Supongo que se olvidaría de eso.

– ¿Cree que eso mismo podría ocurrirle a la signorina Lerini? -preguntó Brunetti tomando un sorbo de vino.

Vianello se encogió de hombros.

– A su edad… ¿qué tendrá, cincuenta años? -preguntó y, cuando Brunetti asintió, prosiguió-: Como no sea por el dinero, no creo que haya quien quiera casarse con ella. Y no me parece muy dispuesta a compartirlo con alguien.

– No le ha caído bien, ¿verdad, Vianello?

– No me gusta la hipocresía ni me gusta la beatería. Así que, las dos cosas juntas, imagine.

– Pero ha dicho que su madre es una santa. ¿No es religiosa?

Vianello asintió y empujó la copa. El barman se la llenó y miró a Brunetti que le indicó que volviera a llenar la suya.

– Sí, pero su fe es verdadera, ella cree en la bondad humana.

– ¿Y no se supone que el cristianismo es eso precisamente?

La respuesta de Vianello estuvo precedida por un resoplido de impaciencia.

– Mire, comisario, cuando digo que mi madre es una santa quiero decir eso, ni más ni menos. Además de sus tres hijos, educó a otros dos. El padre, que trabajaba con el mío, enviudó y le dio por beber y, como él no se ocupaba de sus hijos, mi madre los trajo a casa y los crió con nosotros. Y sin aspavientos, sin dárselas de generosa. Y un día oyó que mi hermano se burlaba de uno de ellos diciendo que su padre era un borracho. En un primer momento, pensé que mataría a Luca, pero se limitó a llamarlo a la cocina y decirle que se avergonzaba de él. Sólo eso, que se avergonzaba de él. Luca estuvo llorando una semana. Ella le trataba con amabilidad, pero dando a entender lo que sentía. -Vianello tomó un sorbo de vino, rememorando su niñez.

– ¿Y qué ocurrió?

– ¿Eh?

– ¿Qué ocurrió? Con su hermano.

– Oh, dos semanas después, cuando salíamos del colegio, varios chavales mayores del barrio empezaron a meterse con aquel mismo chico.

– ¿Y?

– Mi hermano Luca se puso hecho una fiera. Se pegó con dos y a uno lo persiguió hasta mitad del camino de Castello, gritando que nadie decía eso a su hermano. -A Vianello le brillaban los ojos al contarlo-. Llegó a casa sangrando y magullado, creo que se rompió un dedo en la pelea, lo cierto es que mi padre tuvo que llevarlo al hospital.

– ¿Sí?

– Sí, y mientras estaban allí Luca le contó lo sucedido. Cuando volvieron a casa, mi padre se lo dijo a mi madre. -Vianello apuró la copa y sacó unos billetes del bolsillo.

– ¿Qué hizo su madre?

– Pues nada de particular. Sólo que aquella noche cenamos risotto di pesce, el plato favorito de Luca. Hacía dos semanas que no nos lo daba, como si hiciera una especie de huelga. O nos obligara a todos a ayunar por lo que había dicho Luca -agregó riendo-. Pero después de aquello Luca volvió a sonreír. Mi madre nunca dijo nada. Luca era el pequeño, y siempre pensé que era su favorito. -Recogió el cambio y lo guardó en el bolsillo-. Ella es así. Nada de sermones. Pero buena, buena como el pan.

Fue a la puerta y la sostuvo para que saliera Brunetti.

– ¿Más nombres en la lista, comisario? No me diga que alguna de esas personas puede ser culpable de algo que no sea una falsa piedad. -Vianello se volvió a mirar el reloj que estaba colgado encima del mostrador.

Brunetti, tan harto de piedad como su sargento, dijo:

– Me parece que no. El cuarto testamento lo reparte todo entre seis hijos.

– ¿Y el quinto?

– El heredero vive en Turín.

– Entonces no nos quedan muchos sospechosos, ¿verdad?

– Me temo que no. Y empiezo a pensar que no hay de qué sospechar.

– ¿Vale la pena volver a la questura? -preguntó Vianello, levantándose la bocamanga para mirar el reloj.

Eran las seis y cuarto.

– No; no creo que sea necesario -respondió Brunetti-. Hoy podrá llegar a casa a una hora decente, sargento.

Vianello sonrió en respuesta, fue a decir algo, se contuvo pero luego cedió al impulso y dijo:

– O podré estar más rato en el gimnasio.

– Ni se le ocurra hablarme de eso -dijo Brunetti frunciendo la cara en una mueca de horror exagerado.

Con una carcajada, Vianello empezó a subir los escalones del puente de la Accademia, en tanto que Brunetti se encaminaba a su casa por campo San Barnaba.

Fue en este campo, delante de la recién restaurada iglesia, al contemplar por primera vez su fachada limpia, donde Brunetti tuvo la idea. Tomó por la calle lateral de la iglesia y se detuvo frente a la última puerta antes del Gran Canal.

La puerta se abrió con un chasquido a su segunda llamada y Brunetti entró en el enorme patio del palazzo de sus suegros. Luciana, la criada que estaba en la casa desde antes de que Brunetti conociera a Paola, abrió la puerta situada en lo alto de la escalera de acceso al palazzo y lo saludó con una sonrisa.

Buona sera, dottore -dijo la mujer dando un paso atrás para que él entrara en el vestíbulo.

Buona sera, Luciana, me alegro de verla -dijo Brunetti dándole el abrigo y pensando en la cantidad de veces que había hecho este gesto aquella tarde-. Me gustaría hablar con mi suegra. Es decir, si está en casa.

Si a Luciana le sorprendió la pretensión, no lo demostró.

– La contessa está leyendo. Pero seguro que se alegrará de verlo, dottore. -Mientras precedía a Brunetti hacia la parte habitada del palazzo, Luciana preguntó con verdadero afecto en la voz:

– ¿Cómo están los niños?

– Raffi, enamorado -dijo Brunetti respondiendo con jovialidad a la sonrisa de Luciana-. Y Chiara también -agregó, ahora divertido al ver el espanto de la mujer-. Pero, afortunadamente, Raffi está enamorado de una chica y Chiara, del nuevo oso polar del zoo de Berlín.

Luciana se paró y puso una mano sobre la manga de él.

– Oh, dottore, no debería usted gastar esa clase de bromas a una vieja -dijo llevándose al corazón la otra mano, la del melodrama-. ¿Y la chica quién es? ¿Es una buena chica?

– Se llama Sara Paganuzzi. Vive en el piso de abajo. Se conocen desde pequeños. El padre tiene una fábrica de cristal en Murano.

– ¿Ese Paganuzzi? -preguntó Luciana con curiosidad.

– Sí. ¿Lo conoce?

– Personalmente, no, pero conozco su trabajo. Es muy hermoso. Tengo un sobrino que trabaja en Murano y dice que Paganuzzi es el mejor fabricante de cristal. -Luciana se detuvo ante la puerta del estudio de la contessa y llamó con los nudillos.

Avanti -dijo la voz de la contessa desde el interior. Luciana abrió la puerta e hizo entrar a Brunetti sin anunciarlo. Al fin y al cabo, no había mucho peligro de que el comisario encontrara a la contessa haciendo algo que no debía o leyendo una revista de culturismo.

Donatella Falier miró por encima de sus gafas de lectura, dejó el libro abierto boca abajo a su lado en el sofá y las gafas encima y se levantó. Se acercó a Brunetti rápidamente y alzó la cara para recibir un leve beso en cada mejilla. Aunque rondaba los sesenta y cinco, la contessa aparentaba diez años menos: no se le veía ni una cana, las arrugas estaban bien disimuladas por un sabio maquillaje y su pequeña figura era esbelta y erguida.

– ¿Ha ocurrido algo, Guido? -preguntó con ansiedad, y Brunetti lamentó ser tan extraño para esta mujer que su sola presencia tuviera que asociarse con algún peligro o percance.

– No, nada, nada en absoluto. Todos están perfectamente.

Ella se tranquilizó visiblemente.

– Bien, bien. ¿Quieres beber algo, Guido? -Miró hacia la ventana, como para calcular por la luz la hora que era y saber qué clase de bebida ofrecer, y él vio que la sorprendía que fuera estuviera oscuro-. ¿Qué hora es? -preguntó.

– Las seis y media.

– ¿En serio? -preguntó ella retóricamente, volviendo al sofá-. Ven, siéntate aquí y dime cómo están los niños -dijo. Volvió a sentarse en su sitio, cerró el libro y lo dejó en la mesita de su lado. Dobló las gafas y las puso junto al libro-. No, siéntate aquí, Guido -insistió al verlo ir hacia un sillón situado al otro lado de la mesita de centro.

Él obedeció y se sentó en el sofá, a su lado. Durante sus muchos años de matrimonio con Paola, Guido había pasado muy poco tiempo a solas con su suegra, por lo que no tenía de ella una impresión muy clara. Unas veces, parecía una dama de sociedad frívola e incapaz hasta de conseguir una bebida por sí misma, y otras lo había sorprendido con definiciones de las motivaciones y los caracteres de las personas que asombraban por su clarividencia y precisión. Él no sabía qué pensar, porque no lograba averiguar si tales observaciones eran deliberadas o casuales. Ésta era la mujer que, hacía un año, al referirse a Fini, el parlamentario fascista, lo había llamado «Mussofini», sin dejar adivinar si era por error o por desprecio.

Él le dijo cómo estaban los niños, le aseguró que ambos iban estupendamente en la escuela, que dormían con la ventana cerrada al relente de la noche y que comían dos clases de verdura con el almuerzo y con la cena. Esto, al parecer, bastó para que la contessa se diera por satisfecha por lo que a sus nietos se refería, y pudiera interesarse por los padres:

– ¿Y tú y Paola, cómo estáis? A ti te veo más robusto, Guido -dijo, y Brunetti, inconscientemente, irguió el tronco-. Dime, ¿qué quieres beber?

– En realidad, nada. Sólo venía a preguntar por ciertas personas a las que quizá conozcas.

– Ah, ¿sí? -dijo ella mirándolo con sus ojos verde jade muy abiertos-. ¿Y por qué?

– Verás, el nombre de una de esas personas ha aparecido en el curso de otra investigación… -empezó él, y dejó la frase sin terminar.

– ¿Y has venido para preguntar si sé algo de ellos?

– Pues… sí.

– ¿Qué podría yo saber que interesara a la policía?

– Pues… cosas personales.

– ¿Quieres decir cotilleos?

– Mmm, sí.

Ella desvió la mirada un momento y alisó una arruguita minúscula de la tapicería del brazo del sofá.

– No pensé que la policía se interesara por cotilleos.

– Probablemente, son nuestra mejor fuente de información.

– ¿En serio? -preguntó ella y, cuando él asintió, comentó-: Qué interesante.

Brunetti no dijo nada y, rehuyendo la mirada de la contessa, fijó la atención en el lomo del libro que estaba encima de la mesa, esperando leer el título de una novela romántica o de misterio.

El viaje del «Beagle» -leyó en voz alta en inglés, sin poder contener el asombro.

La contessa miró el libro y luego a Brunetti.

– Pues sí, Guido. ¿Lo has leído?

– Hace muchos años, cuando estaba en la universidad, pero traducido -dijo él, ya con la voz controlada y eliminando de ella todo deje de sorpresa.

– Sí; siempre me ha gustado Darwin -explicó la contessa-. ¿Qué te pareció el libro? -preguntó, dejando en suspenso el cotilleo y los asuntos policiales.

– Creo que me gustó, en aquel momento. Aunque no conservo un recuerdo muy claro.

– Pues deberías volver a leerlo. Revela perfectamente su manera de razonar. Es un libro importante, probablemente, uno de los más importantes del mundo moderno. Éste y El origen de las especies. -Brunetti asintió-. ¿Quieres que te lo preste cuando lo termine? -preguntó-. No tendrías dificultad con el inglés, ¿verdad?

– No; creo que no, pero en este momento tengo mucho que leer. Quizá más adelante.

– Sí; es un buen libro para leer durante las vacaciones, diría yo. Esas playas. Esos hermosos animales.

– Sí, sí -convino Brunetti, sin saber qué decir.

La contessa fue en su ayuda:

– ¿De quién querías que cotilleara, Guido?

– Bueno, no precisamente cotillear, sólo me gustaría saber si has oído algo que pudiera interesar a la policía.

– ¿Y qué es lo que puede interesar a la policía?

Él vaciló un momento y luego tuvo que confesar:

– Pues todo, imagino.

– Sí; es lo que me figuraba. Tú dirás.

Signorina Benedetta Lerini -dijo él.

– ¿La que vive en Dorsoduro? -preguntó la contessa.

– Sí.

La contessa se quedó un momento pensativa.

– Lo único que sé de ella es que es muy generosa con la Iglesia. Por lo menos, es lo que se dice. Una gran parte del dinero que heredó de su padre, que por cierto era un hombre horrible, un salvaje, lo ha dado a la Iglesia.

– ¿A cuál?

La contessa tardó un momento en responder.

– Qué curioso -dijo entre sorprendida e intrigada-. No tengo ni idea. Lo único que he oído decir es que es muy religiosa y da mucho dinero a la Iglesia. Pero tanto podría ser la waldense como la anglicana o incluso la de esos horribles americanos que te paran por la calle, esos que tienen cantidad de esposas pero no les dejan beber Coca-cola.

Brunetti no estaba seguro de en qué medida esto ampliaba su conocimiento de la signorina Lerini, y probó con el otro nombre.

– ¿Y la contessa Crivoni?

– ¿Claudia? -preguntó la contessa, sin tratar de disimular su primera reacción, que fue de sorpresa, ni la segunda, que fue de regocijo.

– Si así se llama. Es la viuda del conte Egidio.

– Oh, pero esto es fabuloso -dijo con una pequeña carcajada-. Cómo me gustaría poder contárselo a las chicas del bridge. -Al ver el gesto de pánico de Brunetti, se apresuró a agregar-: No, Guido, no temas, no diré ni una palabra. Ni siquiera a Orazio. Paola siempre me dice que no puede contarme nada de lo que tú le cuentas.

– ¿Eso te dice?

– Sí.

– Pero, ¿te cuenta algo? -preguntó Brunetti sin poder contenerse.

La contessa sonrió y apoyó una alhajada mano en la manga de su yerno.

– Guido, tú eres leal a tu juramento a la policía, ¿verdad?

Él asintió.

– Pues yo soy leal a mi hija. -Volvió a sonreírle-. Ahora dime qué quieres saber de Claudia.

– Respecto a su marido, si se llevaba bien con él.

– Lo siento, pero nadie se llevaba bien con Egidio -dijo la contessa sin vacilar, y agregó lentamente, reflexionando-: Pero probablemente otro tanto podría decirse de Claudia. -Se quedó en suspenso, como si no hubiera reparado en ello hasta haberlo dicho-. ¿Qué sabes tú de ellos, Guido?

– Nada, aparte de lo que se dice en la ciudad.

– ¿Y qué es?

– Que él hizo fortuna en los años sesenta construyendo edificios ilegales en Mestre.

– ¿Y de Claudia?

– Que se interesa por la moralidad pública -dijo Brunetti con voz neutra.

La contessa sonrió.

– Oh, sí, eso desde luego.

Como ella no dijera más, Brunetti preguntó:

– ¿Qué sabes tú de ella y de qué la conoces?

– De la iglesia de San Simone Piccolo. Está en el comité que trata de recaudar fondos para la restauración.

– ¿Tú también estás en él?

– No, por Dios. Ella me lo propuso, pero me consta que toda esa palabrería acerca de la restauración no son más que pretextos.

– ¿Y el verdadero objetivo sería…?

– Es la única iglesia de la ciudad en la que dicen la misa en latín. ¿Lo sabías?

– No.

– Me parece que tenían algo que ver con ese cardenal de Francia, Lefevre, el que quería volver al latín y al incienso. Así que supongo que todo el dinero que recauden lo enviarán a Francia o se lo gastarán en incienso, no en restaurar la iglesia. -Reflexionó y agregó-: De todos modos, es una iglesia tan fea que no merece ser restaurada. Es sólo una mala imitación del Panteón.

Por muy interesante que le pareciera esta digresión arquitectónica, Brunetti la cortó:

– Pero, ¿qué sabes de ella en realidad?

La contessa volvió la mirada hacia la hilera de ventanas cuadrifolias por las que se veían sin impedimentos los palazzi del otro lado del Gran Canal.

– ¿Qué uso se hará de esto, Guido? ¿Puedes decírmelo?

– ¿Puedes decirme tú por qué quieres saberlo? -preguntó él a su vez.

– Porque, por antipática que sea Claudia, no quiero que sufra injustamente a causa de rumores que luego resulten falsos. -Antes de que Brunetti pudiera responder, ella levantó una mano y agregó, en voz un poco más alta-: No; creo que se ajusta más a la verdad decir que no quiero ser responsable de ese sufrimiento.

– Puedes estar segura de que no tendrá que sufrir, si no lo merece.

– Esa respuesta me parece muy ambigua.

– Sí, supongo que sí. La verdad es que no tengo ninguna idea de si ha podido hacer algo, ni de lo que haya podido hacer, ni siquiera de si se ha hecho algo malo.

– ¿Pero has venido a hacer preguntas sobre ella?

– Sí.

– Entonces es que tienes razones para sentir curiosidad.

– Sí, la siento. Pero te prometo que no es más que eso, curiosidad. Y si lo que me dices la satisface, sea lo que sea, no pasará de ahí. Te lo prometo.

– ¿Y si no la satisface?

Brunetti apretó los labios mientras reflexionaba.

– Entonces investigaré lo que me digas para ver qué hay de verdad en los rumores.

– Muchas veces no hay nada de verdad -dijo ella.

Él sonrió al oírlo. Desde luego, la contessa no necesitaba que nadie le dijera que otras tantas veces la verdad era el sólido fundamento de los rumores.

Después de una larga pausa, ella dijo:

– Ha habido habladurías acerca de un hombre.

– ¿Qué clase de habladurías?

Ella agitó una mano en el aire por toda respuesta.

– ¿Qué hombre?

– No lo sé.

– ¿Qué es lo que sabes? -preguntó él suavemente.

– Comentarios aquí y allá. Nada concreto, ¿comprendes?, nada que pudiera interpretarse más que como una preocupación sincera por el bienestar de Claudia. -Brunetti conocía esta clase de comentarios, que podían ser más crueles que una crucifixión-. Ya sabes cómo se dicen estas cosas, Guido. Si falta a una reunión, alguien pregunta si le habrá ocurrido algo, y otro dice que no puede ser que esté enferma porque tiene muy buen aspecto.

– ¿Eso es todo? -preguntó Brunetti.

La contessa volvió a agitar la mano.

– Es el tono. En realidad, las palabras no dicen nada; es el tono, la inflexión, la insinuación que se transparente bajo la observación más inocente.

– ¿Hace tiempo que ocurre esto?

– Guido -dijo ella, irguiendo la espalda-, no sé que ocurra nada de particular.

– Entonces, ¿cuánto hace que circulan esos comentarios?

– No sé, más de un año, quizá. Yo tardé en darme cuenta. O quizá la gente se abstenía de hacerlos delante de mí. Todos saben que no me gustan estas cosas.

– ¿Se ha dicho algo más?

– ¿A qué te refieres?

– A cuando murió su marido.

– No; nada que yo recuerde.

– ¿Nada?

– Guido -dijo ella inclinándose para ponerle en el brazo su mano cargada de sortijas-, por favor, procura recordar que yo no soy uno de tus sospechosos y no trates de hablarme como si lo fuera.

Él se sintió enrojecer y dijo rápidamente:

– Perdona. Perdona; se me olvida.

– Sí, Paola ya me lo dice.

– ¿Qué te dice?

– Lo importante que es para ti.

– ¿Lo importante que es qué?

– Tu concepto de la justicia.

– ¿Mi concepto?

– Ah, Guido, perdona. Me parece que ahora te he ofendido.

Él movió la cabeza negativamente, pero, antes de que pudiera preguntarle qué había querido decir con «su» concepto de la justicia, ella se levantó y dijo:

– Qué oscuro está ya.

Se acercó a una de las ventanas y se quedó de espaldas a él, como si hubiera olvidado su presencia, con las manos en la espalda. Brunetti la miraba: en aquel momento, con su vestido de seda cruda, sus zapatos de tacón alto, el pelo recogido en un moño impecable y su figura menuda y elegante, la contessa hubiera podido pasar a los ojos de cualquiera por una mujer joven.

Al cabo de un buen rato, ella se volvió mirando su reloj.

– Orazio y yo estamos invitados a cenar, Guido, así que, si no tienes más preguntas, iré a cambiarme.

Brunetti se puso en pie y cruzó la habitación. Detrás de la contessa las embarcaciones iban y venían por el canal, en el que se reflejaba la luz de las ventanas de los edificios del otro lado. Quería decirle algo pero ella se le adelantó:

– Besos para Paola y los niños de nuestra parte. -Le dio una palmada en el brazo y salió de la habitación, dejándolo ante la vista del palazzo que un día sería suyo.

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