3

Brunetti también se llevó el abrigo después del almuerzo, pero se lo puso sobre los hombros y, mientras caminaba de vuelta a la questura, satisfecho y reconfortado después del copioso almuerzo, saboreaba con fruición el aire tibio. Tenía la sensación de que el traje le estaba un poco estrecho, pero prefirió atribuirla a que el calor le hacía notar el peso de la lana. Además, todo el mundo engordaba un kilo o dos durante el invierno; probablemente, hasta era saludable: aumentaba las defensas contra las enfermedades.

Cuando empezaba a bajar del puente de Rialto, vio que un 82 llegaba al embarcadero situado a su derecha y, sin pensarlo, echó a correr y saltó a bordo cuando ya el vaporetto empezaba a separarse del muelle, poniendo proa al centro del Gran Canal. Brunetti fue hacia la derecha de la embarcación, pero se quedó en cubierta, disfrutando de la brisa y de la luz que cabrilleaba en el agua. Vio acercarse por la derecha la Via Tiepolo y miró hacia el interior, buscando la barandilla de su terraza, pero antes de que pudiera distinguirla ya había quedado atrás, y él volvió su atención al Canal.

Brunetti se había preguntado más de una vez cómo habría sido la vida en los tiempos de la Serenísima República, por ejemplo, esta travesía, en una embarcación a remo, en silencio, sin motores ni bocinas, un silencio roto únicamente por el «Ouie» de los gondoleros y el golpe de los remos en el agua. Cómo habían cambiado las cosas: hoy los comerciantes, para comunicarse, usaban el odioso telefonino en lugar de aquellos galeones de velas latinas. El aire olía al bióxido de carbono y otras emanaciones del continente, que no había brisa marina capaz de disipar del todo. Lo único que no había cambiado con los siglos era la milenaria tradición de venalidad de la ciudad, y Brunetti se sentía incómodo al verse incapaz de decidir si esto le parecía bueno o malo.

Tenía intención de desembarcar en San Samuele y hacer a pie el largo trecho hasta San Marco, pero al pensar en las muchedumbres que el buen tiempo habría hecho salir a la calle, cambió de idea y siguió hasta San Zaccharia. Desde allí retrocedió hasta la questura, a donde llegó poco después de las tres, al parecer, antes que la mayoría de los policías de uniforme.

Al entrar en su despacho, descubrió que, durante la hora del almuerzo, los papeles se habían multiplicado -¿no sería que realmente procreaban?- encima de su mesa. Cumpliendo lo prometido, la signorina Elettra le había dejado la lista de los herederos de las personas de que suor Immacolata -rectificó: Maria Testa- le había hablado. También le daba las direcciones y los números de teléfono. Al repasar la lista, Brunetti descubrió que tres de ellos residían en Venecia. El cuarto vivía en Turín, y el último testamento indicaba los nombres de seis personas, ninguna de ellas residente en Venecia. En una nota mecanografiada al pie, la signorina Elettra decía que al día siguiente por la tarde tendría copias de los testamentos.

En un primer momento, Brunetti pensó en llamar por teléfono, pero luego se dijo que, por lo menos la primera vez, sería preferible llegar de improviso, sin anunciarse, por lo que se limitó a marcar las direcciones en su plano mental de la ciudad, trazando un itinerario para las visitas y guardar la lista en el bolsillo de la chaqueta. La experiencia había enseñado al comisario que, si bien el factor sorpresa tal vez no le ayudara a descubrir la culpabilidad o inocencia de las personas, solía inducir a la gente a decir la verdad.

Brunetti seguía leyendo inclinado hacia adelante, pero, a la segunda hoja, se arrellanó en el sillón y atrajo los papeles hacia sí. A los pocos minutos, el fárrago de la prosa, el calor del despacho y la digestión se combinaron para hacer que las manos le cayeran en el regazo y la barbilla, en el pecho. Al cabo de un rato, despertó sobresaltado por el sonido de una puerta que se cerraba bruscamente en el pasillo. Agitó la cabeza, se pasó las manos por la cara varias veces y deseó un café. Entonces levantó la cabeza y vio a Vianello en el vano de la puerta, la puerta que -ahora lo advertía Brunetti- había permanecido abierta durante su siesta.

– Buenas tardes, sargento -dijo, dedicando a Vianello la sonrisa del hombre que controla perfectamente a todo el personal de la questura-. ¿Qué sucede?

– Quedamos en que vendría a buscarlo, comisario. Son las cuatro menos cuarto.

– ¿Tan tarde? -preguntó Brunetti mirando su reloj.

– Sí, señor. Subí hace un rato, pero estaba usted ocupado. -Vianello hizo una pausa, dejando que la frase calara y agregó-: Una de las ventajas de esto que hago es que te sientes bien y ágil.

Brunetti, que no sabía de qué le hablaba, iba a decir que todo lo que hacemos debería hacer que nos sintiéramos bien, pero entonces supuso que Vianello debía de referirse a la gimnasia y optó por no hacer comentario alguno.

– Y eso es bueno, porque ahora tengo mucha energía -prosiguió el sargento, pero, viendo que Brunetti se negaba a responder, dijo-: Fuera tengo la lancha, comisario.

Mientras bajaban la escalera de la questura, Brunetti preguntó:

– ¿Ha hablado con Miotti?

– Sí, señor. Es lo que me figuraba.

– ¿Su hermano es gay? -preguntó Brunetti sin molestarse siquiera en mirar a Vianello.

El sargento se paró a mitad de la escalera. Cuando Brunetti se volvió a mirarlo, le preguntó:

– ¿Cómo lo sabe, comisario?

– Parecía muy nervioso al hablar de su hermano y de sus amigos clericales, y no se me ocurre nada más que pueda poner nervioso a Miotti. Desde luego, no es el hombre más liberal que tenemos. -Después de un momento de reflexión, Brunetti agregó-: Tampoco tiene nada de sorprendente que un cura sea gay.

– Lo sorprendente sería más bien lo contrario, diría yo -comentó Vianello mientras seguía bajando la escalera. Y volviendo a Miotti-. Pero usted, comisario, ha dicho siempre que él es un buen policía.

– Para ser buen policía no es indispensable poseer amplitud de criterio, Vianello.

– Quizá no.

Brunetti explicó al sargento rápidamente el motivo de sus visitas y, mientras hablaba, era consciente de que le resultaba difícil eliminar de su voz un deje de escepticismo. A los pocos minutos, salían de la questura. Bonsuan, el piloto, los esperaba a bordo de una lancha de la policía. Todo relucía: las piezas de latón de la embarcación, una de las insignias del cuello de Bonsuan, las hojas tiernas de una parra que revivía al otro lado del canal, una botella de vino que flotaba en el agua que en sí era una lámina de plata bruñida. Sin otra razón que la luz, Vianello abrió los brazos y sonrió.

El movimiento atrajo la atención de Bonsuan, que lo miró con extrañeza. Vianello, un poco cohibido en su euforia, trató de disimular como si con aquel ademán quisiera desentumecerse después de pasar varias horas atado a un escritorio, pero en aquel momento pasaron volando a ras de agua dos vencejos amorosos, y Vianello abandonó todo intento de disimulo.

– Es primavera -gritó alegremente al piloto saltando a cubierta y dando una jovial palmada en el hombro a Bonsuan.

– ¿Todo esto hay que agradecerlo a la gimnasia? -preguntó Brunetti al subir a la lancha.

Bonsuan que, al parecer, nada sabía de la nueva afición de Vianello, miró torvamente al sargento, dio media vuelta, puso en marcha el motor y llevó la embarcación hacia el centro del estrecho canal.

Vianello, sin dejarse desanimar, se quedó en cubierta. Brunetti, por el contrario, bajó al camarote, sacó una guía de la ciudad de un estante que recorría todo un mamparo y comprobó la situación de las tres direcciones de la lista. Desde el interior, observaba a los dos hombres: su sargento, despreocupado como un adolescente y el piloto, adusto, mirando al frente mientras entraban en el bacino de San Marcos. Vio a Vianello poner una mano en el hombro de Bonsuan y señalar al Este, llamándole la atención hacia un velero de gruesos mástiles que iba hacia ellos, con las velas hinchadas por el viento fresco de la primavera. Bonsuan movió la cabeza de arriba abajo, pero volvió a fijar la atención en el rumbo. Vianello echó la cabeza hacia atrás con una carcajada grave que resonó en el camarote.

Brunetti resistió hasta que estuvieron en el centro del bacino y entonces, rindiéndose al magnetismo del buen humor de Vianello, decidió subir a cubierta. Cuando iba a poner el pie en ella, la estela de un transbordador del Lido los alcanzó de costado y Brunetti perdió el equilibrio y basculó hacia la baja borda de la embarcación. La mano de Vianello lo asió rápidamente de una manga, tiró de él y lo sujetó del brazo hasta que la embarcación se estabilizó. Entonces lo soltó diciendo:

– En esa agua, no.

– ¿Teme que me ahogue? -preguntó Brunetti.


– Antes se moriría del cólera -terció Bonsuan.

– ¿El cólera? -rió Brunetti; era la primera tentativa de chiste que oía a Bonsuan.

El piloto se volvió a mirarlo muy serio.

– El cólera -repitió.

Cuando Bonsuan se concentró de nuevo en el timón, Vianello y Brunetti se miraron como dos colegiales pillados en falta, y a Brunetti le pareció que Vianello tenía que hacer un esfuerzo para que no se le escapara la risa.

– Cuando yo era niño -explicó Bonsuan sin preámbulo-, nadaba delante de mi casa. Me lanzaba al agua desde el borde del canale di Cannaregio. Se veía el fondo. Había peces y cangrejos. Ahora todo lo que se ve es lodo y mierda.

Vianello y Brunetti volvieron a mirarse.

– Quien coma pescado de esa agua está loco -dijo Bonsuan.

El año anterior se habían dado numerosos casos de cólera, pero en el Sur, donde solían ocurrir estas cosas. Brunetti recordó que las autoridades sanitarias habían clausurado el mercado de pescado de Bari y recomendado a la población que evitara el consumo de pescado, lo que a Brunetti le pareció que era tanto como decir a las vacas que dejaran de comer hierba. En el otoño, las lluvias y las inundaciones habían desplazado la noticia de las páginas de los diarios nacionales, pero no antes de que Brunetti empezara a preguntarse si no podría ocurrir lo mismo aquí, en el Norte, y si era prudente comer lo que se pescaba en las cada vez más pútridas aguas del Adriático.

Cuando la lancha se acercó al embarcadero de las góndolas situado a la izquierda del palazzo Dario, Vianello agarró una amarra y saltó a tierra. Echando el cuerpo hacia atrás tensó la cuerda acercando la lancha al muelle en el momento en que Brunetti desembarcaba.

– ¿Quiere que les espere, comisario? -preguntó Bonsuan.

– No; no es necesario. No sé cuánto tardaremos -dijo Brunetti-. Puede usted regresar.

Bonsuan levantó una mano lánguida a la gorra del uniforme, en un ademán que era medio saludo, medio despedida. Dio marcha atrás y sacó la lancha al canal describiendo un arco, sin volverse a mirar a los dos hombres que quedaban en el embarcadero.

– ¿Adonde vamos primero? -preguntó Vianello.

– Dorsoduro, 378. Está cerca del Guggenheim, a la izquierda.

Los dos policías subieron por una estrecha calle y torcieron por la primera travesía de la derecha. -Brunetti seguía con ganas de tomar café y le sorprendió que no hubiera bares ni a un lado ni a otro de la calle.

Un anciano que paseaba a un perro iba hacia ellos, y Vianello se puso detrás de Brunetti para dejar paso, aunque siguió hablando de lo que había dicho Bonsuan.

– ¿Cree realmente que el agua está tan mal, comisario?

– Sí.

– Pues aún hay gente que se baña en el canale della Giudecca -insistió Vianello.

– ¿Cuándo?

– En la fiesta del Redentore.

– Estarán borrachos -dijo Brunetti, terminante.

Vianello se encogió de hombros e, imitando a su jefe, se paró.

– Creo que es aquí -dijo Brunetti sacando el papel del bolsillo-. Da Prè -leyó en voz alta, mirando los nombres grabados en las dos hileras de placas de latón situadas a la izquierda de la puerta.

– ¿Quién es? -preguntó Vianello.

– Ludovico, heredero de la signorina Da Prè. Puede ser un primo, un hermano o un sobrino. Cualquiera.

– ¿Cuántos años tenía la difunta?

– Setenta y dos -respondió Brunetti, recordando las pulcras anotaciones de la lista de Maria Testa.

– ¿De qué murió?

– De un ataque al corazón.

– ¿Alguna sospecha de que esta persona -Vianello señaló la placa con el mentón- tuviera algo que ver?

– Le dejó el apartamento y más de quinientos millones de liras.

– ¿Quiere decir que es posible?

Brunetti, que no hacía mucho había sido informado de que la finca en la que vivían él y su familia necesitaba un tejado nuevo y que le tocaría pagar nueve millones de liras, dijo:

– Por poco bien que esté el apartamento, hasta yo mataría para conseguirlo.

Vianello, que no estaba enterado de lo del tejado, miró a su jefe con perplejidad.

Brunetti tocó el timbre. No ocurrió nada durante mucho rato, y volvió a oprimir el pulsador, esta vez, con más insistencia. Los dos hombres se miraron, y el comisario sacó la lista, para buscar la dirección siguiente. Cuando daba media vuelta hacia la izquierda para subir hacia Accademia, una voz chillona salió del altavoz situado encima de las placas.

– ¿Quién es?

La voz sólo transmitía el acento plañidero y asexuado de la vejez, y Brunetti, ignorando si la persona que había contestado era hombre o mujer, optó por preguntar:

– ¿Familia Da Prè?

– Sí. ¿Qué desea?

– Me llamo Brunetti. Existen ciertas dudas acerca de los bienes de la signorina Da Prè y necesitamos hablar con ustedes.

– ¿Quiénes son? ¿Quién los envía?

– Policía.

No hubo más preguntas, y la puerta se abrió, dando acceso a un patio amplio con un pozo en el centro, cubierto por una parra. La única escalera partía de una entrada situada a la izquierda. En el rellano del segundo piso había una puerta abierta y en ella estaba uno de los hombres más bajos que Brunetti había visto en su vida.

Aunque ni Vianello ni Brunetti destacaban por su estatura, sacaban casi dos palmos a aquel hombre que parecía empequeñecerse a medida que ellos se acercaban.

¿Signor Da Prè? -preguntó Brunetti.

– Sí -dijo el hombre, dando un paso adelante y tendiendo una mano no mayor que la de un niño. Gracias a que el diminuto personaje levantaba el brazo hasta la altura de su propio hombro, Brunetti no tuvo que agacharse para darle la mano. El apretón de Da Prè era firme, y la mirada que lanzó a los ojos de Brunetti, clara y directa. Tenía una cara muy estrecha y afilada. La edad, o quizá el sufrimiento, le habían marcado profundos surcos a cada lado de la boca y oscuras ojeras. Su tamaño hacía difícil calcularle la edad: tanto podía tener cincuenta años como setenta.

Al reparar en el uniforme de Vianello, el signor Da Prè no le dio la mano y se limitó a hacer un pequeño movimiento de cabeza en su dirección. Retrocedió hacia el interior y acabó de abrir la puerta, invitando a los dos hombres a entrar en el apartamento.

Musitando «Permesso», los dos policías lo siguieron al recibidor y esperaron mientras él cerraba la puerta.

– Por aquí, si me hacen el favor -dijo el hombre precediéndolos por el pasillo.

Brunetti vio entonces la joroba que se le marcaba en el lado izquierdo de la espalda bajo la tela de la chaqueta, en forma de quilla de ave. Da Prè no cojeaba, pero al andar todo su cuerpo se vencía hacia la izquierda, como si la pared fuera un imán y él, un saco de virutas de hierro. Los llevó a un salón que tenía ventanas en dos lados. Por las de la izquierda se veían tejados; y por las otras, los postigos cerrados del edificio situado al otro lado de la estrecha calle.

Todo el mobiliario del salón estaba hecho a la escala de los dos monumentales armarios que ocupaban enteramente la pared del fondo y consistía en un sofá de alto respaldo en el que cabían seis personas, cuatro sillones profusamente tallados que, a juzgar por el monumental trabajo de los brazos debían de ser españoles y un inmenso aparador florentino cubierto de infinidad de pequeños objetos que Brunetti apenas miró. Da Prè se encaramó a uno de los sillones e indicó otros dos a sus visitantes.

Brunetti, que casi no podía apoyar los pies en el suelo, observó que los de Da Prè colgaban a media altura entre el asiento y el parquet. No obstante, la seriedad de la expresión de aquel hombre impedía que el contraste resultara cómico.

– ¿Dice que hay alguna anomalía en el testamento de mi hermana?

– No, signor Da Prè -respondió Brunetti-. No deseo crear confusión ni inducirle a error. Nuestro interés no está relacionado con el testamento de su hermana ni con cualquier estipulación que pueda contener. Nos interesa su muerte, concretamente, la causa de su muerte.

– Entonces, ¿por qué no lo decían desde el principio? -preguntó el hombrecillo en tono más cordial que, no obstante, no fue del agrado de Brunetti.

– ¿Eso que tiene ahí son cajas de rapé, signor Da Prè? -les interrumpió Vianello, bajándose del sillón y acercándose al aparador.

– ¿Qué? -preguntó el hombrecito ásperamente.

– ¿Son cajas de rapé? -preguntó Vianello, inclinándose sobre el aparador para acercar la cara a los pequeños objetos que cubrían su superficie.

– ¿Por qué quiere saberlo? -preguntó Da Prè en tono que no era más afable pero sí, curioso.

– Mi tío Luigi, en Trieste, hacía colección. De niño me gustaba ir a su casa, porque me las enseñaba y me dejaba tocarlas. -Como para ahuyentar cualquier temor del signor Da Prè, Vianello se asió las manos a la espalda y se limitó a inclinarse más aún hacia las cajas. Separó las manos y señaló una de ellas, manteniendo el dedo a un palmo de distancia-: ¿Ésta es holandesa?

– ¿Cuál? -preguntó Da Prè bajando del sillón y yendo a situarse al lado del sargento.

La cabeza de Da Prè apenas sobresalía del aparador y tuvo que ponerse de puntillas para ver la caja que señalaba Vianello.

– Sí; Delft, siglo dieciocho.

– ¿Y ésta? -preguntó Vianello, señalando pero guardándose bien de tocar-. ¿Baviera?

– Muy bien -dijo Da Prè tomando la cajita y tendiéndola al sargento, que la recibió cuidadosamente con las dos manos.

Vianello dio la vuelta a la caja y miró el reverso.

– Sí; aquí está la marca -dijo acercándola a Da Prè-. Es una preciosidad -dijo con entusiasmo en la voz-. A mi tío le hubiera encantado, sobre todo, porque está dividida en dos compartimientos.

Mientras ellos dos, con las cabezas juntas, contemplaban cajitas, Brunetti paseó la mirada por el salón. Tres de los cuadros eran siglo xvii, muy mala pintura y muy mal siglo xvii: muerte de ciervos, jabalíes y más ciervos. Demasiada sangre y demasiada muerte, artísticamente escenificada, para el gustó de Brunetti. Los otros parecían escenas bíblicas, también con mucha sangre, pero ésta, humana. Brunetti dirigió la atención al techo, que tenía un historiado medallón central de estuco del que pendía una lámpara de cristal de Murano con infinidad de flores de pequeños pétalos color pastel.

Brunetti lanzó otra mirada a los dos hombres, que ahora estaban agachados delante de una puerta abierta a la derecha del aparador. Los estantes interiores contenían lo que a Brunetti le pareció que podían ser cientos de cajitas de aquéllas. De pronto, se sintió asfixiado en aquel salón para gigantes en el que se hallaba atrapado un hombre diminuto con reliquias de una época olvidada, esmaltadas en colores vivos y hechas a la que para él debía de ser la escala normal de las cosas.

Los dos hombres se pusieron de pie. Da Prè cerró la puerta del aparador y volvió a su sillón, al que se subió con un saltito perfectamente calculado. Vianello lanzó una última mirada de admiración a las cajas colocadas encima del mueble y volvió también a su sitio.

Brunetti se permitió sonreír por primera vez. Da Prè le devolvió la sonrisa y, lanzando una rápida mirada a Vianello, dijo:

– Nunca hubiera imaginado que en la policía hubiera esta clase de personas.

Tampoco Brunetti lo hubiera imaginado, lo que no le impidió responder:

– Sí; en la questura todo el mundo conoce el interés del sargento por las cajas de rapé.

Detectando en el tono de Brunetti la ironía con la que los profanos miran al verdadero entusiasta, Da Prè dijo:

– Las cajas de rapé reflejan una parte importante de la cultura europea. Algunos de los mejores artesanos del continente dedicaron años, y hasta décadas, de su vida a fabricarlas. No había mejor manera de expresar aprecio hacia una persona que la de regalar una caja de rapé. Mozart, Haydn… -Su mismo entusiasmo le impidió continuar, y Da Prè terminó la frase señalando el aparador con un expresivo ademán de sus pequeños brazos.

Vianello, que durante este parlamento había asentido en silencio, dijo a Brunetti:

– Lo siento, comisario, pero me parece que usted no comprende.

Brunetti, que se felicitaba de poder contar con un hombre tan hábil, que se había mostrado capaz de desarmar con aquella facilidad hasta al testigo más hostil, asintió humildemente en silencio.

– ¿Su hermana compartía su afición? -La pregunta de Vianello era impecable.

El hombrecito golpeó con el pie la pata de su sillón.

– No; mi hermana no tenía esta afición. -Vianello movió la cabeza negativamente ante semejante falta de sensibilidad y Da Prè, animado por el gesto, agregó-: Ni afición por nada.

– ¿Por nada? -preguntó Vianello con lo que parecía sincera conmiseración.

– Por nada -remachó Da Prè-. Aparte su entusiasmo por los curas. -Por su manera de pronunciar la última palabra, parecía que el único entusiasmo que los curas podían suscitar en él sería el que le produjera leer su esquela.

Vianello movió la cabeza como si fuera incapaz de imaginar mayor peligro, especialmente, para una mujer, que el de caer en manos de los curas y, con horror en la voz, preguntó:

– ¿No les habrá dejado algo en su testamento? -Pero rápidamente agregó-: Perdone, eso no es asunto mío.

– No, no, sargento, no tiene por qué disculparse -dijo Da Prè-. Lo han intentado, pero no conseguirán ni una lira. -Sonrió sardónicamente y agregó-: No han podido llevarse nada.

Vianello sonrió ampliamente, para demostrar que se alegraba de que hubiera podido evitarse el desastre. Con el codo apoyado en el brazo del sillón y la barbilla en la palma de la mano, se dispuso a escuchar el relato del triunfo del signor Da Prè.

El hombrecillo echó el cuerpo hacia atrás hasta que las piernas le quedaron casi paralelas al asiento.

– Mi hermana siempre tuvo debilidad por la religión -empezó-. Nuestros padres la enviaron a colegios de monjas. Seguramente por eso no se casó. -Brunetti miró las manos de Da Prè que asían los brazos del sillón y no vio en ellas anillo de casado.

– Nunca congeniamos -dijo sencillamente-. A ella le interesaba la religión. Y a mí, el arte. -Brunetti dedujo que al decir arte se refería a cajas de rapé esmaltadas.

»Nuestros padres nos dejaron este apartamento a los dos. Pero no podíamos vivir juntos. -Vianello asintió, indicando lo difícil que es vivir con una mujer-. De modo que le vendí mi parte. De eso hace veintitrés años. Y compré un apartamento más pequeño. Necesitaba dinero para aumentar mi colección. -Nuevamente, Vianello asintió, para dar a entender que comprendía las rigurosas exigencias del arte.

»Hace cinco años, mi hermana se cayó y se rompió la cadera, y como la fractura no se le soldaba bien, hubo que ingresarla en la casa di cura. -Aquí el anciano se interrumpió, pensando en las cosas que pueden hacer inevitable ir a parar a un hospital-. Me pidió que me instalara aquí, para vigilarle la casa -prosiguió-, pero no quise. No sabía si ella volvería, y entonces hubiera tenido que marcharme otra vez. Y no me gustaba la idea de traer la colección para luego tener que trasladarla de nuevo. Podía romperse alguna pieza. -Las manos de Da Prè asieron con más fuerza los brazos del sillón, con inconsciente espanto ante tal posibilidad.

Brunetti advirtió que, a medida que avanzaba el relato, también él iba asintiendo a lo que decía el signor Da Prè, atraído hacia aquel mundo demencial en el que era mayor desgracia que se rompiera una tapadera que una cadera.

– Luego, al morir, me nombró heredero, me dejó el apartamento y pude instalarme aquí con mi colección. Eso está perfectamente claro, pero también trató de dejar cien millones a las monjas. Lo añadió al testamento cuando estaba allí.

– ¿Y usted qué hizo? -preguntó Vianello.

– Poner el asunto en manos de mi abogado -respondió Da Prè al instante-. Él me pidió que declarara que, durante los últimos meses de su vida, cuando ella firmó eso, ¿cómo se llama?, el codicilo, estaba perturbada. Hace meses que el caso está en el juzgado, pero el abogado me ha dicho que pronto se verá la causa. Entonces ellos podrán recurrir. -Da Prè calló y se quedó pensando en cómo se les perturba la mente a los viejos.

– ¿Y…?-le animó Vianello.

– El abogado dice que no conseguirán nada -dijo el hombrecillo con orgullo-. Los jueces me darán la razón. Augusta no sabía lo que se hacía.

– ¿Y usted lo heredará todo? -preguntó Brunetti.

– Por supuesto -respondió Da Prè secamente-. No hay más familia.

– ¿Estaba mentalmente perturbada su hermana? -preguntó Vianello.

Da Prè se volvió hacia el sargento y respondió de inmediato:

– Claro que no. Estaba tan lúcida como siempre, hasta el último día en que la vi, la víspera de su muerte. Pero ese legado era cosa de locos.

Brunetti no estaba seguro de haber entendido la distinción pero, en lugar de pedir una aclaración, preguntó:

– ¿Le pareció que las personas de la residencia estaban al corriente del legado?

– ¿Qué quiere decir? -Da Prè lo miraba con suspicacia.

– ¿Alguien del establecimiento se puso en contacto con usted después de la muerte de su hermana, antes de la lectura del testamento?

– Uno de ellos, un cura, me llamó antes del funeral, porque quería hacer un sermón en la misa. Le dije que no habría sermón. Augusta había dejado instrucciones en su testamento para el funeral, quería una misa de difuntos, por lo que yo no podía oponerme; pero no decía nada de sermón, así que, por lo menos, pude impedir que se pusieran a parlotear sobre otro mundo, en el que todos los bienaventurados volverán a reunirse. -Aquí Da Prè sonrió, pero su sonrisa no era agradable.

»Uno de ellos vino al funeral -prosiguió-. Un hombre alto y grueso. Después se me acercó y me dijo que la muerte de Augusta había sido una gran pérdida para la "comunidad cristiana". -El sarcasmo con que Da Prè pronunció estas palabras heló el aire que lo envolvía-. Luego habló de lo generosa que había sido siempre, y buena con la Iglesia. -Aquí Da Prè calló, aparentemente abstraído en el placentero recuerdo de la escena.

– ¿Usted qué le contestó? -preguntó Vianello al fin.

– Le dije que la generosidad se había ido a la tumba con ella -dijo Da Prè con otra de sus tétricas sonrisas.

Ni Vianello ni Brunetti hablaron durante un momento, hasta que este último preguntó:

– ¿Se han puesto en contacto con usted?

– No. En ningún momento. Dice mi abogado que comprenden que no tienen posibilidades, y que vendrán a pedirme un donativo a cambio de que retire mi demanda. -Da Prè guardó silencio un momento y después agregó-: Sólo porque la hubieran atrapado a ella no van a atrapar también su dinero.

– ¿Ella mencionó alguna vez que la hubieran «atrapado», como dice usted?

– ¿A qué se refiere?

– ¿Le dijo su hermana, mientras estaba en la casa di cura, si trataban de influir en ella para que les dejara dinero?

– No puedo responder a eso, porque no lo sé.

Brunetti, que no sabía de qué otro modo formular la pregunta, optó por esperar a que Da Prè se explicara, y éste así lo hizo:

– Iba a verla una vez al mes, como era mi deber. Tampoco tenía tiempo para más. Pero no teníamos nada que decirnos. Le llevaba el correo que se le había acumulado, todo, cosas de iglesia, revistas y peticiones de dinero. Le preguntaba cómo se encontraba. Pero no teníamos de qué hablar, y yo me iba.

– Comprendo -Brunetti comprendió y se puso de pie. La mujer había estado cinco años en la residencia y se lo había dejado todo a este hermano que sólo tenía tiempo para ir a verla una vez al mes, por lo ocupado que sin duda lo tenían sus cajitas de rapé.

– ¿A qué viene todo esto? -preguntó Da Prè antes de que Brunetti pudiera apartarse-. ¿Han decidido impugnar el testamento? -Le puso una mano en la manga-. ¿O se trata de algo que ocurriera en…? -Se interrumpió, y a Brunetti le pareció ver que empezaba a sonreír, pero enseguida el hombrecillo se tapó la boca con la mano, y la impresión se borró.

– No es nada, signore. En realidad, quien nos interesa es una persona que trabajaba allí.

– Pues en eso no podré ayudarles. No conocía a nadie del personal. Nunca hablaba con ellos.

Vianello se levantó a su vez y se situó al lado de Brunetti. La cordialidad residual de su anterior conversación con Da Prè servía ahora para mitigar la mal disimulada indignación que emanaba de su superior.

Da Prè no hizo más preguntas. Se puso de pie y guió a los dos hombres pasillo adelante hasta la puerta del apartamento. Allí Vianello estrechó la mano que el hombre levantaba hacia él y le dio las gracias por haberle enseñado las preciosas cajitas de rapé. También Brunetti estrechó la pequeña mano que subía al encuentro de la suya, pero no dio gracias por nada, y fue el primero en salir a la escalera.

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