7

Brunetti entró en el apartamento poco antes de las siete, colgó el abrigo y fue directamente al estudio de Paola, al fondo del pasillo. La encontró, tal como esperaba, hundida en su raída butaca, con una pierna doblada debajo del cuerpo, un bolígrafo en la mano y un libro en el regazo. Ella levantó la cara al entrar él y dio un gran beso al aire, pero volvió a mirar el libro. Brunetti se sentó frente a ella en el sofá, hizo girar el cuerpo, se tumbó y puso dos almohadones de terciopelo debajo de la cabeza, después de ahuecarlos con unos golpes. Primero miró al techo y después cerró los ojos, seguro de que, al terminar el pasaje que estuviera leyendo, ella le dedicaría su atención.

Ella hizo crujir el papel al volver la página. Pasaron varios minutos y, al oír el golpe del libro en el suelo, él dijo:

– No sabía que tu madre leyera.

– Bueno, pide a Luciana que la ayude con las palabras difíciles.

– No; quiero decir que leyera libros.

– ¿En vez de qué? ¿La palma de la mano?

– No, Paola, vamos. No sabía que leyera libros serios.

– ¿Todavía está con san Agustín?

Brunetti no sabía si su mujer hablaba en broma o en serio y dijo:

– No. Con Darwin. El viaje del «Beagle».

– Ah, ¿sí? -dijo Paula sin aparente interés.

– ¿Tú sabías que leía esas cosas?

– Oyéndote cualquiera diría que son novelas porno, Guido.

– No; sólo quería saber si estabas enterada de que leía esa clase de libros, de que era una lectora de ese rango.

– Al fin y al cabo, es mi madre. Claro que lo sabía.

– No me lo habías dicho.

– ¿Haría eso que la apreciaras más de lo que la aprecias?

– Yo aprecio a tu madre, Paola -dijo él, quizá con un punto de énfasis-. Lo que digo es que no sabía quién era, cómo era -rectificó.

– ¿Saber lo que lee hace que sepas quién es?

– ¿Existe mejor forma de saberlo?

Paola reflexionó y luego le dio la respuesta que él esperaba:

– Supongo que no. -La oyó revolverse en la butaca, pero él mantuvo los ojos cerrados-. ¿Y se puede saber para qué has hablado con mi madre? ¿Y cómo te has enterado de lo del libro? No la habrás llamado por teléfono para pedirle que te recomendara lecturas.

– No; he ido a verla.

– ¿A mi madre? ¿Que has ido a ver a mi madre?

Brunetti gruñó.

– Pero, ¿por qué?

– Para hacerle unas preguntas acerca de una conocida suya.

– ¿Quién?

– Benedetta Lerini.

Oh, la, la -exclamó Paola-. ¿Qué ha hecho? ¿Por fin ha confesado que ha matado a martillazos al canalla de su padre?

– Tengo entendido que el padre murió de un ataque al corazón.

– Para universal regocijo, sin duda.

– ¿Por qué universal? -En vista de que pasaba el tiempo y Paola no contestaba, Brunetti abrió los ojos y miró a su mujer. Ahora estaba sentada sobre la otra pierna, con la barbilla apoyada en la palma de la mano-. ¿Por qué? -insistió.

– Es curioso, Guido. Ahora que me lo preguntas, en realidad no sé por qué. Supongo que porque siempre he oído decir que era un hombre terrible.

– ¿Terrible en qué sentido?

Nuevamente, su respuesta tardó en llegar.

– No sé. No recuerdo haber oído de él nada en concreto, sólo esta impresión general de que era mala persona. Curioso, ¿verdad?

Brunetti volvió a cerrar los ojos.

– Especialmente, en esta ciudad.

– ¿Porque aquí todo el mundo se conoce?

– Seguramente. Sí.

– Eso será. -Ella calló, y Brunetti comprendió que estaba recorriendo los largos pasadizos de su memoria, en busca del comentario, la observación, la opinión sobre el difunto signor Lerini que ella parecía haber asumido, implícitamente, como propia.

La voz de Paola hizo salir a Brunetti de su incipiente sopor.

– Fue Patrizia.

– ¿Patrizia Belloti?

– Sí.

– ¿Qué dijo?

– Trabajó para él durante unos cinco años, hasta poco antes de su muerte. De ahí los conozco a él y a su hija. Patrizia decía que en toda su vida no había conocido a una persona tan repelente, y que en su despacho todos lo odiaban.

– Trabajaba en el negocio inmobiliario, ¿verdad?

– Sí, entre otras cosas.

– ¿Decía ella por qué?

– ¿Por qué, qué?

– Por qué la gente lo detestaba.

– Déjame pensar un momento -dijo Paola. Y, después de una pausa, agregó-: Me parece que era algo que tenía que ver con la religión.

Brunetti casi esperaba oír esto. A juzgar por la hija, él debía de ser uno de esos beatos fanáticos que prohibía decir palabrotas en el despacho y regalaba rosarios en Navidad.

– ¿Qué decía?

– Bueno, ya conoces a Patrizia. -Ésta era una amiga de la infancia de Paola a la que Brunetti nunca había encontrado muy interesante, aunque debía reconocer que no la había visto más de una docena de veces durante todos aquellos años.

– Mmm.

– Es muy religiosa.

Brunetti recordó: ésta era una de las razones por las que no le gustaba Patrizia.

– Me parece que dijo que un día él se puso hecho una fiera porque alguien, una mecanógrafa nueva, según creo, había puesto una estampa religiosa en la pared de su despacho. O un crucifijo. Ahora no recuerdo qué era exactamente. Fue hace años. Pero él le echó una bronca y le obligó a quitarlo. Y recuerdo que también me dijo que blasfemaba mucho, una boca terrible… la Madonna aquí y la Madonna allá…, cosas que Patrizia no podía repetir. Que hasta a ti te hubieran ofendido, Guido.

Brunetti pasó por alto el casual descubrimiento de que Paola parecía considerarlo una especie de árbitro en materia de reniegos y concentró sus pensamientos en la revelación acerca del signor Lerini. Hizo volver a Brunetti de sus divagaciones la suave presión en su cadera del cuerpo de Paola que se había sentado en el sofá. Él, sin abrir los ojos, se retiró hacia el respaldo, para dejarle sitio y entonces sintió en el pecho el peso de su brazo y de su busto.

– ¿Por qué has ido a ver a mi madre? -La voz de ella sonó justo debajo de su barbilla.

– He pensado que tal vez conociera a la Lerini y a la otra.

– ¿Qué otra?

– Claudia Crivoni.

– ¿Y conoce a Claudia?

– Mmm.

– ¿Qué ha dicho?

– Algo relacionado con un cura.

– ¿Un cura? -preguntó Paola, como había preguntado Brunetti al oír la misma frase.

– Sí. Pero es sólo un rumor.

– Lo que significa que probablemente es verdad.

– ¿Es verdad qué?

– Oh, Guido, no seas pavo. ¿Qué es lo que crees que puede ser?

– ¿Con un cura?

– ¿Por qué no?

– ¿No hacen un voto?

Ella se incorporó.

– No me lo puedo creer. ¿De verdad imaginas que eso significa una diferencia?

– Se supone que sí.

– Sí, y también se supone que los hijos son obedientes y responsables.

– Los nuestros, no -sonrió él.

Él sintió cómo súbitamente el cuerpo de Paola temblaba de risa.

– Tienes razón. Pero, en serio, Guido, ¿de verdad te crees eso de los curas?

– No creo que esa mujer esté liada con ninguno.

– ¿Por qué no?

– Porque la he visto -dijo él y bruscamente la atrajo hacia sí asiéndola por la cintura.

Paola dio un grito de sorpresa, pero su voz tenía la misma nota de delectable horror que los chillidos de Chiara cuando Raffi o Brunetti le hacían cosquillas. Ella se resistió, pero Brunetti estrechó el abrazo hasta inmovilizarla.

Al cabo de un rato, él dijo:

– Yo no conocía a tu madre.

– Hace veinte años que la conoces.

– Quiero decir que no la conocía como persona. Tantos años, y no tenía idea de quién era.

– Pareces triste -dijo Paola apoyándose en su pecho para incorporarse y verle la cara.

Él aflojó la presión de sus brazos.

– Es triste, tratar a una persona durante veinte años, y no tener idea de cómo es. Cuánto tiempo desperdiciado.

Ella se echó otra vez, revolviéndose para acoplar sus curvas al cuerpo de él, proceso durante el que le clavó el codo en el estómago haciéndole lanzar un «¡Huy!» de dolor, pero al fin encontró la postura y él volvió a rodearla con los brazos.

Chiara, que llegó media hora después, hambrienta y en busca de cena, los encontró dormidos en el sofá.

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