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Brunetti volvió a la contemplación de sus pies, que ahora ya no le hablaban de cosas banales. Ocupaba sus pensamientos su madre, que desde hacía años era una viajera que recorría la tierra ignota de la demencia. El miedo por su seguridad le azotaba el pensamiento con su aleteo frenético, a pesar de que él sabía que para su madre sólo cabía esperar ya la seguridad única, absoluta y definitiva, pero era una seguridad que su corazón no podía desearle, por más que dijera su cerebro. Sin saber cómo, se encontró repasando los recuerdos de los seis últimos años como si pasara las cuentas de un rosario de horrores.

Con un movimiento repentino y brusco, cerró el cajón de un puntapié y se levantó. Suor Immacolata -todavía no podía llamarla de otro modo- le había asegurado que su madre no corría peligro, y lo que había oído no indicaba que hubiera peligro alguno para alguien. Los ancianos mueren, y la muerte puede ser una liberación para algunos de ellos y para quienes los rodean, como lo sería para… Volvió a la mesa y recogió la lista que le había dado la mujer. Nuevamente, recorrió con la mirada los nombres y edades.

Brunetti empezó a pensar en la manera de averiguar más cosas acerca de la gente de la lista, de su vida y de su muerte. Suor Immacolata le había dado las fechas de su muerte, con las que podría obtener del ayuntamiento los certificados de defunción, el primer paso por el vasto laberinto burocrático que, finalmente, lo llevaría a las copias de los testamentos. Como una gasa: su curiosidad tendría que ser tan tenue y sutil como una gasa, y sus preguntas, tan delicadas como los bigotes de un gato. Trató de recordar cuándo había dicho a suor Immacolata que era comisario de policía. Quizá se lo mencionó durante una de aquellas tardes largas en las que su madre le permitía sostenerle la mano, pero sólo si la joven monja, que era su favorita, permanecía a su lado en la habitación. Y de algo tenían que hablar ellos dos, puesto que la madre de Brunetti se pasaba horas enteras sin decir palabra, tarareando entre dientes una musiquita átona. Suor Immacolata casi nunca hablaba de sí misma -era como si el hábito le amputara su personalidad-, pero a veces Brunetti se sorprendía de la sagacidad de algunas de las observaciones que hacía acerca de las personas que poblaban su pequeño mundo. Debió de ser en una de aquellas ocasiones cuando, buscando tema de conversación para llenar unas horas perdidas e interminables, le había hablado de su profesión. Y ella lo había oído y recordado y, al cabo de los años, había acudido a él con sus dudas y temores.

Años atrás, Brunetti encontraba difícil y hasta imposible creer algunas de las cosas que la gente era capaz de hacer. Hubo un tiempo en el que creía, o se esforzaba en creer, que la maldad humana tenía límites. Poco a poco, a medida que veía hasta dónde llegaban las personas en su afán por satisfacer sus pasiones -la codicia, que era la más común, solía ser también la más imperiosa-, había visto cómo aquella ilusión iba quedando sumergida por la marea hasta que a veces se veía a sí mismo en la situación de aquel rey irlandés chiflado cuyo nombre no conseguía pronunciar correctamente, que en la orilla del mar golpeaba las olas con la espada, furioso ante el desafío de las aguas bravías.

Por lo tanto, ya no le sorprendía que se matara a ancianos por dinero; lo que le sorprendía era el procedimiento que, por lo menos, a primera vista, se prestaba al error y al descubrimiento.

También había aprendido, durante los años en que había practicado su profesión, que la pista más segura era la que dejaba el dinero. El lugar en el que ésta empezaba solía ser un dato conocido: la persona que había sido despojada de él, por la violencia o con engaño. El otro extremo, dónde terminaba, era ya mucho más difícil de hallar, pero era también el factor crucial. Cui bono?

Si suor Immacolata tuviera razón -se obligaba a sí mismo a utilizar todavía el subjuntivo-, lo primero sería encontrar el final de la pista dejada por el dinero de aquellos ancianos, y la búsqueda sólo podía empezar por los testamentos.

Encontró a la signorina Elettra en su despacho, y lo sorprendió verla muy atareada con el ordenador. Casi esperaba sorprenderla leyendo el periódico o haciendo un crucigrama, para celebrar la prolongada ausencia de Patta.

– ¿Qué sabe usted de testamentos, signorina? -preguntó al entrar.

– Que yo no lo he hecho -sonrió ella, lanzando la respuesta por encima del hombro con el desenfado con que una persona de poco más de treinta años trata este asunto.

«Y que sea por muchos años», le deseó Brunetti mentalmente. Correspondió a la sonrisa de ella con la propia, que enseguida borró.

– ¿Y sobre los de otras personas?

Al ver su gesto de seriedad, ella se volvió hacia él haciendo girar la silla, y esperó la explicación.

– Me gustaría conocer los términos del testamento de cinco personas que han muerto este año en la residencia geriátrica de San Leonardo.

– ¿Estaban empadronados en Venecia? -preguntó ella.

– Lo ignoro. ¿Por qué? ¿Importa eso?

– Los testamentos se hacen públicos por el notario que los redacta, independientemente del lugar en el que muera la persona. Si se hicieron aquí, en Venecia, lo único que necesito es el nombre del notario.

– ¿Y si no lo tengo?

– Entonces será más difícil.

– ¿Más difícil?

La sonrisa de la joven era franca y la voz suave:

– La circunstancia de que no se dirija usted a los herederos para pedirles una copia, comisario, me hace pensar que no desea que se enteren de que está indagando. -Volvió a sonreír-. Está el registro central cuyos archivos fueron informatizados hace dos años, por lo que aquí no habría dificultades, pero si el notario es de algún pequeño paese del interior que aún no está informatizado, sería más difícil.

– Si fueron registrados aquí, ¿podría usted obtener la información?

– Desde luego.

– ¿Cómo?

Ella se miró la falda y sacudió una mota invisible.

– No creo que le gustara saberlo. -Al ver que había despertado toda su atención, prosiguió-: No estoy segura de que usted lo entienda, comisario, ni de que yo pueda explicárselo como es debido, pero existen medios de encontrar los códigos que dan acceso a casi cualquier información. Cuanto más pública es la fuente: un ayuntamiento, un registro, etcétera, más fácil es descubrir el código. Y, teniendo el código, es como… como si todos se hubieran ido a casa dejando la puerta del despacho abierta y la luz encendida.

– ¿Y ocurre lo mismo en todas las oficinas del Gobierno? -preguntó él con inquietud.

– Me parece que también preferirá no saber eso -dijo ella, sin su habitual sonrisa.

– ¿Es muy fácil conseguir este tipo de información? -preguntó él.

– Yo diría que la dificultad está en proporción directa con la habilidad de la persona que la busca.

– ¿Y usted es muy hábil, signorina?

La pregunta suscitó una sonrisa, pero pequeña.

– Creo que ésa es otra pregunta que preferiría no contestar, comisario.

Él examinaba sus bellas facciones, observando por primera vez dos finas líneas que partían del ángulo exterior de los ojos, sin duda, resultado de las frecuentes sonrisas, y se le hacía difícil creer que aquella persona poseyera no ya dotes sino, probablemente, también inclinaciones delictivas.

Sin pensar ni un momento en el juramento de su cargo, Brunetti preguntó:

– Si residían aquí, ¿podría usted conseguir esa información?

Él observó cómo ella pugnaba -y fracasaba- por eliminar de su voz todo asomo de orgullo al decir:

– ¿De los archivos del registro, comisario?

Él, divertido por el tono de condescendencia con que una antigua empleada de la Banca d'Italia se refería a una simple oficina gubernamental, asintió.

– Puedo conseguirle los nombres de los principales herederos para después del almuerzo. Las copias de los testamentos podrían tardar un día o dos.

«Sólo los jóvenes y bellos pueden permitirse la jactancia», pensó él.

– Después del almuerzo será perfecto, signorina. -Dejó la lista con los nombres y fechas de las defunciones encima de la mesa y subió a su despacho.

Cuando se sentó a su mesa, miró los nombres de los dos hombres que había anotado: doctor Fabio Messini y reverendo Pio Cavaletti. Ninguno le era familiar, pero esto carecía de importancia para una persona que buscara información en una ciudad tan socialmente incestuosa como Venecia. Llamó al despacho de la planta inferior, donde tenían sus mesas los agentes de uniforme:

– Vianello, ¿puede subir un momento? Y que venga Miotti, por favor. -Mientras esperaba la llegada de los dos policías, Brunetti estuvo dibujando distraídamente debajo de los nombres, y no fue sino al ver en la puerta a Vianello y Miotti cuando descubrió que había estado trazando cruces. Soltó el bolígrafo e indicó a los dos hombres las sillas que estaban frente a su mesa.

Cuando Vianello se sentó, se le abrió la chaqueta del uniforme que llevaba desabrochada, y Brunetti observó que parecía estar más delgado que durante el invierno.

– ¿Hace régimen, Vianello? -preguntó.

– No, señor -respondió el sargento, sorprendido de que Brunetti lo hubiera notado-. Ejercicio.

– ¿Cómo dice? -Brunetti, para quien la idea de hacer ejercicio rozaba la obscenidad, no intentó siquiera disimular la sorpresa.

– Ejercicio -repitió Vianello-. Al salir del trabajo voy media hora a la palestra.

– ¿Y qué hace? -preguntó Brunetti.

– Hago gimnasia, comisario.

– ¿Y eso, muy a menudo?

– Tan a menudo como puedo -respondió Vianello, que de repente estaba menos comunicativo que de costumbre.

– ¿Cuántas veces?

– Oh, tres o cuatro veces a la semana.

Miotti seguía en silencio esta extraña conversación, mirando ora a uno ora al otro. ¿Así era como se combatía el crimen?

– Pero, ¿qué es lo que hace allí concretamente?

– Hago gimnasia, comisario -respondió Vianello poniendo énfasis en la palabra.

Brunetti, vivamente interesado ya, aunque no sin cierta perversidad, se inclinó hacia adelante, con los codos en la mesa y la barbilla en la palma de la mano.

– Pero, ¿qué clase de gimnasia? ¿Correr sobre la cinta sin fin? ¿Trepar a pulso por una cuerda?

– No, señor -respondió Vianello sin sonreír-. Aparatos.

– ¿Qué clase de aparatos?

– Aparatos de gimnasia.

Brunetti se volvió hacia Miotti que, por ser joven, quizá entendiera de estas cosas. Pero Miotti, al que su juventud dispensaba del cuidado de su cuerpo, se limitó a mirar a Vianello.

– Bien -concluyó Brunetti cuando se hizo evidente que Vianello no estaba dispuesto a dar más detalles-, tiene muy buen aspecto.

– Gracias, comisario. Quizá le conviniera probarlo.

Brunetti, hundiendo el estómago e irguiendo el tronco, centró su atención en cuestiones de trabajo.

– Miotti -empezó-, tengo entendido que su hermano es clérigo.

– Sí, señor -respondió el agente, evidentemente sorprendido de que su superior conociera este detalle.

– ¿De qué orden?

– Dominico.

– ¿Está en Venecia?

– No, señor. Estuvo aquí cuatro años, pero lo trasladaron a Novara hace tres años. Enseña en una escuela de chicos.

– ¿Mantiene contacto con él?

– Sí, señor; nos hablamos todas las semanas y nos vemos tres o cuatro veces al año.

– Bien. Me gustaría que la próxima vez que hable con él le pregunte una cosa.

– Usted dirá, comisario -dijo Miotti sacando un bloc y un bolígrafo del bolsillo de la chaqueta y ganando puntos a los ojos de Brunetti al no preguntar por qué.

– Me gustaría que le preguntara si conoce al padre Pio Cavaletti, de la orden de la Santa Cruz de esta ciudad. -Brunetti vio que Vianello arqueaba las cejas, pero el sargento siguió escuchando en silencio.

– ¿He de preguntarle algo en concreto, comisario?

– No; sólo si sabe o recuerda algo de él, en general.

Miotti fue a hablar, vaciló y preguntó:

– ¿Podría darme algún otro dato? Algo que yo pueda decir a mi hermano.

– Es capellán de la casa di cura que está cerca del Ospedale Giustinian. Es todo lo que sé. -Mientras Miotti mantenía la cabeza inclinada, escribiendo, Brunetti preguntó-: ¿Tiene usted idea de quién puede ser, Miotti?

El joven agente levantó la cara.

– No, señor. Nunca tuve tratos con los amigos clericales de mi hermano.

Brunetti, movido más por el tono que por las palabras, preguntó:

– ¿Existe alguna razón en particular?

Por toda respuesta, Miotti movió la cabeza en gesto de rápida negación y miró el bloc, agregando unas palabras a lo escrito.

Brunetti miró a Vianello por encima de la cabeza del joven, y el sargento se encogió de hombros casi imperceptiblemente. El comisario abrió mucho los ojos señalando a Miotti con un leve gesto de la barbilla. Vianello, interpretando la señal como una petición de que averiguara las razones de la reticencia del joven cuando bajaran a la oficina, asintió a su vez.

– ¿Algo más, comisario? -preguntó Vianello.

– Esta tarde -empezó Brunetti en respuesta a la pregunta, y pensando en las copias de los testamentos que le había prometido la signorina Elettra-, tendré los nombres de varias personas con las que me gustaría hablar.

– ¿Desea que vaya con usted, comisario? -preguntó Vianello.

Brunetti asintió.

– A las cuatro -dijo, calculando que eso le dejaría tiempo para almorzar-. Bien, me parece que eso es todo por ahora. Gracias a los dos.

– Subiré a buscarle -dijo Vianello. Cuando Miotti iba hacia la puerta, Vianello se volvió, lo señaló con un movimiento de cabeza y asintió mirando a Brunetti. Si algo había que averiguar acerca de los motivos que impedían a Miotti relacionarse con los «amigos clericales» de su hermano, Vianello lo sabría esta tarde.

Cuando los dos agentes se fueron, Brunetti abrió un cajón y sacó las Páginas Amarillas. Buscó en Médicos, pero en Venecia no encontró a ningún Messini. Miró en la guía alfabética y encontró tres, uno, un tal dottor Fabio, con domicilio en Dorsoduro. Anotó el número de teléfono y la dirección, luego descolgó su teléfono y marcó de memoria otro número.

Una voz masculina contestó a la tercera señal:

Allò?

Ciao, Lele -dijo Brunetti al reconocer la voz áspera del pintor-. Llamo para preguntarte por un vecino tuyo, el dottor Fabio Messini. -Lele Bortoluzzi, cuya familia residía en Venecia desde las Cruzadas, conocería a cualquiera que viviera en Dorsoduro.

– ¿El de la afgana?

– ¿Perra o esposa? -preguntó Brunetti riendo.

– Si es el que imagino, la esposa es romana; y la perra, afgana. Es una beldad. Lo mismo que la esposa, desde luego. Ella la pasea por delante de la galería por lo menos una vez al día.

– El Messini que yo busco dirige una residencia geriátrica cerca del Giustinian.

Lele, que lo sabía todo, dijo:

– Es el mismo que dirige la residencia en la que está Regina, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Y cómo está, Guido? -Lele, que tenía pocos años menos que la madre de Brunetti, la conocía de toda la vida y había sido uno de los mejores amigos de su marido.

– Está igual, Lele.

– Que Dios la ayude, Guido. Lo siento.

– Gracias -dijo Brunetti. No se podía decir más-. ¿Qué hay de Messini?

– Que yo recuerde, empezó hará unos veinte años con un ambulatorio. Después se casó con Fulvia, la romana y, con el dinero de ella, fundó una casa di cura y abandonó la consulta privada. Por lo menos, eso tengo entendido. Y ahora me parece que es director de tres o cuatro residencias.

– ¿Lo conoces?

– No. Sólo de vista. Y no lo veo tan a menudo como a su mujer.

– ¿Cómo sabes quién es ella? -preguntó Brunetti.

– Me ha comprado varios cuadros a lo largo de los años. Me gusta. Es inteligente.

– ¿Buen gusto para la pintura? -preguntó Brunetti.

Por el teléfono sonó la risa de Lele.

– La modestia me impide contestar esa pregunta.

– ¿Se dice algo de él? ¿O de ellos?

Se hizo una pausa larga, a la que Lele puso fin diciendo:

– Yo no he oído nada. Si quieres, podría preguntar.

– Pero sin que parezca que preguntas -dijo Brunetti, aunque sabía que no era necesaria la advertencia.

– Mi lengua será leve como la brisa sobre la mar en calma.

– Te lo agradecería, Lele.

– ¿No tendrá que ver con Regina, verdad?

– No, nada.

– Bien. Era una mujer formidable, Guido. -Entonces, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que había hablado en pasado, agregó rápidamente-: Si averiguo algo, te llamaré.

– Gracias, Lele. -Brunetti estuvo a punto de volver a recomendarle discreción, pero entonces se dijo que, para haber prosperado tanto como Lele en los medios del arte y las antigüedades de Venecia, una persona debía poseer tanto tacto como energía, por lo que se limitó a despedirse.

Aún faltaba mucho para las doce, pero Brunetti se sentía atraído a la calle por el aroma, de la primavera que desde hacía una semana envolvía la ciudad. Además, siendo el jefe, ¿por qué no iba a poder marcharse si le apetecía? Tampoco se sentía obligado a pasar por el despacho de la signorina Elettra para decirle adónde iba; probablemente, la encontraría con las manos en la masa del delito informático, y no quería ser cómplice ni, mucho menos, estorbo, por lo que la dejó trabajar y se encaminó hacia Rialto y su apartamento.

Cuando salió de casa aquella mañana, hacía un frío húmedo y ahora, con el calor de mediodía, le pesaban el abrigo y la chaqueta. Se desabrochó ambas prendas y metió el pañuelo del cuello en el bolsillo, pero aun así sentía en la espalda las primeras gotas de sudor del año. El traje de lana le oprimía y entonces le asaltó la nefanda sospecha de que tanto el pantalón como la americana le apretaban más que cuando empezó a ponérselos a principios del invierno. Al llegar al puente de Rialto, en un acceso de dinamismo, empezó a subir las escaleras al trote. Había subido una docena de peldaños cuando le faltó el aire y tuvo que frenar. En lo alto del puente, se paró a mirar hacia la izquierda la curva que describe el Gran Canal en dirección a San Marcos y el palacio de los dux. El sol se reflejaba en la superficie del agua, en la que se mecían las primeras gaviotas cabecinegras de la estación.

Cuando hubo recuperado el aliento, Brunetti empezó a bajar por el otro lado del puente, tan complacido por la bonanza del día que ni el bullicio de las calles ni el ir y venir de los turistas le producían la irritación habitual. Mientras caminaba por entre la doble hilera de puestos de fruta y verdura, vio los primeros espárragos y pensó que quizá pudiera convencer a Paola para que comprara algún manojo. Una mirada al precio le hizo comprender que no debía hacerse ilusiones, por lo menos, hasta dentro de una semana, cuando la temporada entrara en el apogeo y el precio se redujera a la mitad. Estuvo brujuleando entre los puestos, mirando las mercancías y los precios y saludando a algún que otro conocido. En el último puesto de la derecha vio unas hojas que le eran familiares y se acercó a mirarlas.

– ¿Son puntarelle? -preguntó, sorprendido de encontrarlas tan pronto.

– Sí, y las mejores de Rialto -le aseguró el vendedor, un hombre con la cara colorada por muchos años de afición al vino-. Seis mil el kilo, un regalo.

Brunetti renunció a discutir semejante absurdo. Cuando era niño, las puntarelle costaban unos cientos de liras el kilo, y muy poca gente las comía; si alguien las compraba era para darlas a los conejos que se criaban ilegalmente en los patios interiores.

– Póngame medio kilo -dijo Brunetti, sacando unos billetes del bolsillo.

El vendedor se inclinó sobre los montones de hortalizas expuestas y tomó un buen puñado de aquellas hojas verdes y aromáticas. Como un prestidigitador, sacó de la nada una hoja de papel y la dejó caer en la balanza, puso las hojas encima y rápidamente hizo un pulcro paquete que dejó sobre unas simétricas hileras de zucchini tiernos y extendió la mano. Brunetti le dio tres billetes de mil liras, no pidió bolsa de plástico y siguió hacia casa.

Al llegar a la pared del reloj, torció a la izquierda y subió hacia San Aponal. Maquinalmente, tomó por la primera calle de la derecha y entró en Do Mori, donde pidió una loncha de prosciutto enrollada en un bastoncillo y un vasito de Chardonnay para quitarse el sabor salado del jamón.

A los pocos minutos y resoplando otra vez, después de subir más de noventa escalones, abría la puerta de su casa donde salieron a su encuentro los varios olores que le alegraban el alma hablándole de familia, hogar y alegría.

Aunque el aroma exquisito a ajo y cebolla fritos anunciaban la presencia de su esposa, Brunetti gritó:

– ¿Estás aquí, Paola?

Un «Sí» que le llegó desde la cocina lo atrajo por el pasillo hasta allí. Dejó el paquete en la mesa y se acercó a su mujer para darle un beso y ver qué estaba friendo en la sartén.

Unas tiras de pimientos rojos y amarillos cocían lentamente en una espesa salsa de tomate de la que emanaba olor a salchicha.

Tagliatelle? -preguntó él, nombrando su pasta fresca favorita.

Ella se inclinó a remover la salsa.

– Por supuesto. -Entonces, al volverse hacia la mesa, vio el paquete-: ¿Qué es eso?

Puntarelle. He pensado que podríamos hacer aquella ensalada con salsa de anchoas.

– Buena idea -dijo ella alegremente-. ¿Dónde las has encontrado?

– Las tenía ese que pega a su mujer.

– ¿Qué dices? -preguntó ella, desconcertada.

– El del último puesto de la derecha según vas hacia el mercado del pescado, el que tiene venitas en la nariz.

– ¿Pega a su mujer?

– Bueno, ha estado tres veces en la questura. Pero, cuando se le pasa la borrachera, ella siempre retira los cargos.

Brunetti observó cómo su esposa repasaba su archivo mental de todos los vendedores de la derecha del mercado.

– ¿Ella es la de la chaqueta de visón? -preguntó al fin.

– Sí.

– No tenía ni idea.

Brunetti se encogió de hombros.

– ¿Y vosotros no podéis hacer nada? -preguntó ella.

Como tenía hambre y la discusión retrasaría el almuerzo, él se mostró lacónico.

– No. No es cosa nuestra.

Colgó el abrigo y la chaqueta del respaldo de una silla y fue a la nevera a buscar una botella de vino. Al pasar por detrás de su mujer en busca de un vaso, murmuró:

– Huele bien.

– ¿No es cosa vuestra? -preguntó ella, y por el tono él comprendió que Paola había encontrado Una Causa.

– No, no lo es, salvo que ella presente una denuncia formal, cosa que siempre se ha negado a hacer.

– Quizá le tiene miedo.

– Paola -dijo él, que había deseado evitarse esto-, ella abulta el doble que él: pesa por lo menos cien kilos. Estoy seguro de que, si quisiera, podría arrojarlo por una ventana.

– ¿Pero? -preguntó ella, notando por el tono que su marido se callaba algo.

– Pero no quiere, diría yo. Discuten, la cosa pasa a mayores y ella nos llama. -Se sirvió un vaso de vino y bebió un trago, dando por terminada la conversación.

– ¿Y entonces? -preguntó Paola.

– Entonces vamos nosotros y nos lo llevamos a la questura donde se queda hasta que ella va a buscarlo por la mañana. Es algo que ocurre cada seis meses aproximadamente, pero ella nunca tiene grandes señales de violencia, y se alegra de llevárselo a su casa.

Paola se quedó pensativa y, finalmente, desistió encogiéndose de hombros.

– Es extraño, ¿verdad?

– Muy extraño -convino Brunetti, al que una larga experiencia en estas lides decía que Paola había decidido abandonar el tema.

Al inclinarse para recoger la chaqueta y el abrigo y llevarlos al recibidor, vio un sobre marrón en la mesa.

– ¿Las notas de Chiara? -preguntó alargando la mano.

– Aja -dijo Paola echando sal al agua que hervía en el puchero de un fogón de atrás.

– ¿Son buenas?

– Excelentes en todo menos en una asignatura.

– ¿Educación Física? -trató de adivinar él, desconcertado, porque Chiara se había situado en cabeza de la clase desde el primer grado y allí había seguido durante seis años. Pero, al igual que su padre, la niña no era amante del ejercicio y tendía a apoltronarse, por lo que ésta era la única asignatura en la que, según él, podía fracasar.

Abrió el sobre y sacó la cartulina.

– ¿Formación Religiosa? -preguntó- ¿Formación Religiosa?

Paola no dijo nada, y él siguió leyendo las anotaciones hechas por la profesora para explicar su calificación de «Insuficiente».

– ¿«Hace demasiadas preguntas»? -leyó. Y después-: ¿«Comportamiento perturbador»? ¿Se puede saber qué significa esto? -preguntó Brunetti tendiendo la hoja a Paola.

– Pregúntaselo a ella cuando llegue.

– ¿Aún no ha llegado? -preguntó Brunetti, y le asaltó la disparatada idea de que Chiara, enterada de la mala nota, se hubiera escondido por ahí, resistiéndose a volver a casa. Miró el reloj y vio que era temprano: su hija no debía llegar hasta dentro de quince minutos.

Paola, que ponía la mesa para cuatro, lo apartó suavemente con la cadera.

– ¿Ella te ha hablado de esto? -preguntó él, haciéndose a un lado para no estorbar.

– Nada en concreto. Dijo que no le gustaba el padre, pero no dijo por qué. O yo no se lo pregunté.

– ¿Qué clase de cura es? -preguntó Brunetti, sentándose en su sitio.

– ¿Qué quieres decir con lo de «qué clase de cura»?

– ¿Es de lo que se llama el clero secular o pertenece a alguna orden?

– Me parece que es un cura secular, de la parroquia que está al lado de la escuela.

– ¿San Polo?

– Sí.

Mientras hablaban, Brunetti iba leyendo los comentarios de los otros profesores, todos ellos, categóricos en el elogio de la inteligencia y la aplicación de Chiara. Su profesor de Matemáticas la consideraba «una alumna con mucho talento y muy buenas dotes para las Matemáticas» y la de Lengua llegaba incluso a utilizar la palabra «elegancia» al referirse a la expresión escrita de Chiara. En ninguno de los comentarios se apreciaba esa natural inclinación de los maestros a prevenir con una severa advertencia el peligro de la vanidad que sin duda acechaba detrás de cada palabra de elogio.

– No lo entiendo -dijo Brunetti guardando la pagella en el sobre y dejando caer éste en la mesa. Se quedó un momento pensativo, buscando la manera de formular la pregunta que deseaba hacer:

– Tú no le habrás dicho nada, ¿verdad?

Paola era conocida entre su amplio círculo de amistades por facetas diversas, pero todos los que la trataban coincidían en considerarla una mangia-preti, comecuras. El furioso anticlericalismo que irradiaba de ella a veces sorprendía aun al propio Brunetti, aunque no era frecuente que a estas alturas pudiera sorprenderle algo que dijera o hiciera Paola. Pero el tema de la religión era el que, más que cualquier otro, podía encender en ella de improviso un furor fulminante.

– Ya sabes que desde el principio he estado de acuerdo -dijo volviéndose de espaldas a los fogones para mirar a su marido. Siempre había intrigado a Brunetti que Paola hubiera accedido tan rápidamente a la sugerencia de sus respectivas familias de que sus hijos fueran bautizados y enviados a las clases de Religión de la escuela. «Forma parte de la cultura occidental», solía decir con una indiferencia glacial. Los niños, que no eran tontos, pronto descubrieron que Paola no era la persona a quien acudir en materia de fe, pero también sabían que sus conocimientos de historia eclesiástica y discusión teológica eran prácticamente enciclopédicos. Su clarificación de las diferencias entre los credos niceno y atanasiano era un modelo de ecuánime objetividad y detallista erudición; su denuncia de los siglos de las seculares matanzas a que estas diferencias habían dado lugar era, para usar un término mesurado, desmesurada.

Durante aquellos años, Paola había mantenido su palabra y no había criticado, por lo menos en presencia de los niños, el cristianismo ni religión alguna. Por lo tanto, cualquier antipatía hacia la religión o cualesquiera ideas que pudieran haber inducido a Chiara a observar un «comportamiento perturbador» no habían sido provocadas por algo que hubiera dicho Paola, por lo menos, abiertamente.

Los dos se volvieron al oír abrirse la puerta del apartamento, pero era Raffi, no Chiara, el que entraba.

Ciao, mamma -gritó mientras iba a su cuarto a dejar los libros-. Ciao, papà. -Poco después, entraba en la cocina. El chico se inclinó para dar un beso a su madre, y Brunetti, que estaba sentado, vio a su hijo desde un ángulo nuevo, y lo vio más alto.

Raffi levantó la tapadera de la sartén y, al ver lo que había debajo, dio otro beso a su madre.

– Me muero de hambre, mamma. ¿Cuándo se come?

– En cuanto llegue tu hermana -dijo Paola volviéndose hacia el fogón para bajar el gas del agua que ya hervía.

Raffi se subió el puño para mirar el reloj.

– Ya sabes que siempre es puntual. Llegará dentro de siete minutos, ¿por qué no echas ya la pasta? -Alargó la mano hacia la mesa y rompió el celofán de un paquete de grissini. Se puso entre los dientes tres bastoncitos y, como un conejo que mordisqueara tres briznas de hierba, los fue royendo hasta hacerlos desaparecer. Sacó otros tres y repitió el proceso.

– Vamos, mamma, estoy desfallecido, y esta tarde tengo que ir a casa de Massimo a estudiar Física.

Paola puso en la mesa una fuente de berenjena frita, asintió con repentina conformidad y empezó a echar las cintas de pasta fresca en el agua hirviendo.

Brunetti sacó la pagella del sobre y la dio a Raffaele.

– ¿Tú sabes algo de esto?

Hasta hacía un par de años, al dejar atrás lo que sus padres llamaban su «período de Karl Marx», las notas de Raffi no habían adquirido la indefectible perfección que tenían las de su hermana desde que había empezado a ir a la escuela, pero, incluso en los tiempos de los peores desastres académicos de aquel período, Raffi nunca había sentido más que orgullo por los éxitos escolares de su hermana.

Miró la hoja de arriba abajo y la devolvió a su padre sin decir nada.

– ¿Qué dices? -preguntó Brunetti.

– Perturbadora, ¿eh? -fue su única respuesta.

Paola, que removía la pasta, dio unos sonoros golpes al borde de la olla.

– ¿Tú sabes algo de esto? -insistió Brunetti.

– Pues, en realidad, no -dijo Raffi, remiso a explicar lo que supiera. Como sus padres callaran, agregó, pesaroso-: Mamá se pondrá furiosa.

– ¿Por qué? -preguntó Paola con forzada ligereza.

– Por… -Interrumpió a Raffi el sonido de la llave de Chiara en la cerradura.

– Ah, ahí llega la culpable -dijo Raffi sirviéndose un vaso de agua mineral.

Los tres espiaron cómo Chiara colgaba la chaqueta del perchero, dejaba caer los libros, los recogía y ponía en una silla y se acercaba por el pasillo. La niña se paró en la puerta de la cocina:

– ¿Se ha muerto alguien? -preguntó sin asomo de ironía en la voz.

Paola se agachó y sacó un escurridor del armario. Lo puso en el fregadero y vació la olla en él. Chiara seguía en la puerta.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

Mientras Paola echaba la pasta y después la salsa en una fuente honda, Brunetti explicó:

– Han llegado tus notas.

A Chiara se le alargó la cara.

– Oh -fue todo lo que pudo decir. Pasó junto a Brunetti y se sentó a la mesa.

Empezando por Raffi, Paola sirvió cuatro grandes platos de pasta y luego les ayudó a rallar el parmigiano, que distribuyó con liberalidad. Ella empezó a comer. Los demás la imitaron.

Una vez su plato vacío, Chiara lo presentó a su madre, para repetir, y preguntó:

– Religión, ¿no?

– Sí. Una nota muy baja -dijo Paola.

– ¿Cómo de baja?

– Tres.

Chiara a duras penas pudo reprimir una mueca.

– ¿Sabes por qué es tan baja la nota? -preguntó Brunetti poniendo las mano, sobre el plato vacío, para indicar a Paola que no quería más.

Chiara atacó su segunda ración de pasta, mientras Paola vaciaba la fuente en el plato de Raffi.

– Pues, no; no lo sé.

– ¿No estudias? -preguntó Paola.

– No hay nada que estudiar -dijo Chiara-. Sólo esa tontería del catecismo. Eso te lo aprendes en una tarde.

– ¿Entonces? -preguntó Brunetti.

Raffi tomó un panecillo del cesto que estaba en el centro de la mesa, lo partió por la mitad y empezó a rebañar el plato.

– ¿Es el padre Luciano? -preguntó.

Chiara asintió y dejó el tenedor. Miró a los fogones, para ver qué más había.

– ¿Tú conoces a ese padre Luciano? -preguntó Brunetti a Raffi.

El chico puso los ojos en blanco.

– Oh, Dios, ¿quién no lo conoce? -Y a su hermana-: ¿Alguna vez te has confesado con él, Chiara?

Ella movió la cabeza enérgicamente de derecha a izquierda, pero no dijo nada.

Paola se levantó de la mesa y retiró los platos de la pasta. Abrió el horno y sacó una fuente de chuletas a la milanesa, puso unas cuñas de limón en el borde de la fuente y la dejó en la mesa. Mientras Brunetti tomaba dos chuletas, Paola se sirvió berenjena sin decir nada.

En vista de que Paola se mantenía al margen, Brunetti preguntó a Raffi:

– ¿Qué tal confiesa?

– Oh, es fabuloso con los niños -dijo Raffi sirviéndose dos chuletas.

– ¿Fabuloso en qué sentido? -preguntó Brunetti.

En vez de contestar, Raffi lanzó una rápida mirada a Chiara. Sus padres vieron que ella denegaba con la cabeza casi imperceptiblemente y luego concentraba la atención en el almuerzo.

Brunetti dejó el tenedor. Chiara no levantó la cabeza, y Raffi miró a Paola, que seguía callada.

– Vamos a ver -dijo Brunetti en un tono más seco del que le hubiera gustado oírse-. ¿Se puede saber qué pasa aquí y qué es lo que no se nos puede decir de este padre Luciano?

Miró de Raffi, que rehuyó su mirada, a Chiara y le sorprendió verla sonrojada.

Suavizando la voz, preguntó:

– Chiara, ¿puede decirnos Raffi qué es lo que sabe?

Ella asintió, pero no levantó la cabeza.

Raffi, imitando a su padre, también dejó el tenedor, pero luego sonrió:

– Tampoco es tan grave, papá.

Brunetti no dijo nada. Paola seguía muda.

– Es lo que dice durante la confesión. Cuando te confiesas de las cosas del sexo. -Aquí se interrumpió.

– ¿Las cosas del sexo? -repitió Brunetti.

– Ya sabes, papá, las cosas que se hacen.

Brunetti lo sabía.

– ¿Y qué les dice el padre Luciano? -preguntó.

– Hace que se las describan. Bueno, que le hablen de todo eso, ¿comprendes? -Raffi hizo un ruido con la garganta, entre risa y gruñido, y luego calló.

Brunetti miró a Chiara y observó que estaba más colorada que antes.

– Comprendo -dijo Brunetti.

– En realidad, es bastante penoso -dijo Raffi.

– ¿Te lo ha pedido a ti? -preguntó Brunetti.

– Oh, no. Hace años que dejé de ir a confesarme. Pero no se lo pide a los chicos sino sólo a las chicas.

– ¿Eso es todo lo que hace? -preguntó Brunetti.

– Eso es todo lo que yo sé, papá. Yo lo tenía en clase de Religión hace unos cuatro años, y lo único que nos pedía era que le recitáramos el catecismo de memoria. Pero a las chicas les decía cosas curiosas; no curiosas curiosas sino curiosas raras. -Mirando a su hermana preguntó-: ¿Aún las dice?

Ella se encogió de hombros.

– ¿Te las dice a ti, Chiara? -preguntó Brunetti.

Ella movió negativamente la cabeza.

– ¿Y a alguien que conozcas?

Otra negativa silenciosa.

– ¿Alguien quiere otra chuleta? -preguntó Paola con voz perfectamente natural. Se oyó un gruñido y dos cabezas se movieron a derecha e izquierda. Considerándolo respuesta suficiente, ella se llevó la bandeja. Comieron las puntarelle en un silencio roto sólo por el tintineo de los tenedores en los platos. Paola pensaba darles de postre sólo fruta, pero abrió un paquete que tenía en la encimera y sacó un pesado pastel, bien cargado de fruta fresca y relleno de nata, que pensaba llevar aquella tarde a la universidad, para después de la reunión mensual con sus compañeros de facultad.

– Chiara, tesoro, ¿pones los platos? -preguntó sacando de un cajón un ancho cuchillo de plata.

Las porciones que Paola cortó -observó Brunetti- eran lo bastante grandes como para catapultarlos a todos a un coma diabético, pero la dulzura del pastel, y el café y luego la charla acerca del no menos dulce primer día de auténtica primavera bastaron para devolver cierta tranquilidad a la familia. Después, Paola dijo que fregaría los platos y Brunetti decidió leer el diario. Chiara se escabulló a su habitación y Raffi se fue a casa de su amigo, a estudiar Física. Ni Brunetti ni Paola dijeron más acerca del tema, pero los dos sabían que no habían terminado con el padre Luciano.

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