Brunetti decidió pasar el resto de la tarde en la Biblioteca Marciana, y salió de la questura sin preocuparse de decir adonde iba. Antes de graduarse en Derecho por la Universidad de Padua, Brunetti había hecho tres años de Historia en Cà Foscari, donde había tenido ocasión de hacerse un documentalista competente, por lo que se movía con tanta soltura por los catálogos de la Marciana, como por los tortuosos pasillos del Archivio di Stato.
Mientras subía por la Riva degli Schiavoni, divisó a lo lejos la biblioteca de Sansovino y, como solía ocurrirle al contemplar su atrevida arquitectura, sintió que se le ensanchaba el corazón. Los grandes constructores de la Serena República, que sólo disponían de la fuerza de los brazos del hombre, habían conseguido obrar semejante milagro con balsas, cuerdas y poleas. Entonces pensó en los horrendos edificios con los que los venecianos de hoy desfiguran su ciudad: el hotel Bauer Grunwald, la Banca Cattolica, la estación del ferrocarril, doliéndose, y no por primera vez, de los estragos que causa la codicia humana.
Bajó por el último puente, salió a la Piazza y su tristeza de disipó a la vista de una belleza que sólo el hombre puede crear. Un viento de primavera jugaba con las grandes banderas que flameaban delante de la Basílica, y Brunetti sonrió al ver cómo el león de San Marcos, rampante en su campo escarlata, imponía más que las tres franjas paralelas de Italia.
Cruzó la Piazza, pasó bajo la Logetta y entró en la biblioteca, un lugar en el que no se veía ni a un turista, lo cual no era uno de los menores de sus muchos atractivos. Pasó entre las dos grandes estatuas, mostró su tessera en la ventanilla de recepción y entró en la sala. Buscó «Opus Dei» en los catálogos principales y, al cabo de un cuarto de hora, tenía referencias sobre cuatro libros y siete artículos de varias revistas.
Cuando mostró la lista a la bibliotecaria, ella sonrió, dijo que se tardarían unos veinte minutos en recopilar el material y le invitó a tomar asiento. Él, caminando en silencio por aquel lugar en el que hasta volver una página podía ser una intrusión, se instaló en el extremo de una de las largas mesas. Mientras esperaba, abrió uno de los tomos de la Biblioteca Clásica Loeb completamente al azar y pasó la mirada por el texto latino, curioso por averiguar si algo recordaba de esta lengua. Eran las cartas de Plinio el Joven, en las que Brunetti empezó a hojear lentamente, buscando la que describía la erupción del Vesubio, en la que había perdido la vida el tío del autor.
Brunetti iba por la mitad del relato, admirándose de la poca atención que el autor dedicaba al que había llegado a considerarse uno de los mayores acontecimientos del mundo antiguo y de los muchos conocimientos que conservaba él de la lengua de aquel mundo, cuando se le acercó la bibliotecaria y dejó a su lado un montón de libros y revistas.
Él le dio las gracias con una sonrisa, devolvió a Plinio a su polvoriento retiro y concentró la atención en los libros solicitados. Dos de ellos parecían ser opúsculos de propaganda escritos por miembros del Opus Dei o, cuando lo menos, personas bien predispuestas hacia la organización y sus objetivos. Brunetti estuvo leyéndolos por encima, hasta que su entusiasta retórica y sus constantes alusiones a la «santa Obra» empezaron a irritarlo. Los otros dos eran de carácter más crítico y, quizá por ello, también más interesantes.
El Opus Dei, fundado en España en 1928 por don José Maria Escrivá, un sacerdote con pretensiones aristocráticas, tenía por objeto recuperar para la Iglesia católica la influencia política. Uno de sus fines declarados era el fomento de los principios cristianos y, por ende, del poder cristiano, en el mundo seglar. Con este fin, los miembros de la orden se dedicaban a propagar las doctrinas de la Iglesia en general y de la orden en particular en el lugar de trabajo, el hogar y en la sociedad en que vivían.
Para facilitar esta tarea, la orden se había dotado de una estructura militar, en la que el poder se concentraba en los grados más altos, y utilizaba un léxico semimilitar de su invención que fomentaba un sentimiento de unidad y -Brunetti no lo dudaba- de superioridad. Al parecer, se instaba a los miembros solteros a dar todos sus bienes a la orden, mientras que los casados sólo debían hacer «donaciones». Ahora bien, a todos se les entregaban unos impresos testamentarios que facilitaban el legado de todo su patrimonio a la orden. Cuando Brunetti leyó que, en general, la actividad sexual estaba mal vista, levantó la mirada del texto un momento. Todo se reducía siempre al sexo, el dinero o el poder: les tomas el dinero y les niegas el sexo, y aquí tenías el quid del Opus Dei.
La afiliación a la orden era secreta. A pesar de que sus portavoces -todos, hombres- negaban sistemática y categóricamente que esto hiciera del Opus Dei una sociedad secreta, se mantenía cierto hermetismo acerca de sus objetivos y actividades, y no podía hacerse un cálculo exacto del número de socios. Brunetti supuso que se daría la explicación habitual: la existencia de un «enemigo» que tramaba la destrucción de la sociedad… y no digamos, del orden moral universal. A causa del poder político de muchos de sus miembros y también de la protección y apoyo que les ofrecía el actual papa, el Opus Dei ni pagaba impuestos ni estaba sometido a control legal en ninguno de los países en los que se dedicaba a su sagrada misión. De los muchos misterios que envolvían a la sociedad, el de sus finanzas era el más impenetrable.
Brunetti hojeó lo que le quedaba del primer libro, leyendo por encima sus explicaciones sobre «numerarios», «fidelidades» y «electos» y después abrió el segundo. Había bastante especulación, mucha suspicacia, pocos hechos y ninguna prueba. Estos libros parecían poco más que el reverso de la reluciente medalla que presentaban los amigos de la orden: mucha pasión y poca concreción.
Pasó a las revistas, y enseguida vio, con la consiguiente decepción, que todos los artículos habían sido sistemáticamente recortados. Con las revistas en la mano, atravesó la sala principal hasta el escritorio de la bibliotecaria. Dos lectores canosos dormitaban en el linde de los círculos de luz que irradiaban las lámparas de sobremesa.
– En estas revistas faltan hojas -dijo poniéndolas encima de la mesa.
– ¿Otra vez los antiabortistas? -preguntó ella con evidente disgusto pero sin sorpresa.
– No; el Opus Dei.
– Mucho peor -dijo la mujer con resignación atrayendo las revistas hacia sí. Todas se abrían por el sitio en que faltaban las hojas. Ella movió la cabeza tristemente ante aquellas mutilaciones implacables.
– No sé si habrá dinero para reponerlas todas -dijo apartando las revistas a un lado suavemente, como deseosa de evitarles más daño.
– ¿Esto ocurre con frecuencia?
– Sólo desde hace unos años -dijo ella-. Debe de ser la última forma de protesta. Destruyen todos los artículos que contengan información que les desagrada. Creo que hace años hicieron una película sobre esto, gente que quemaba libros.
– Nosotros, por lo menos, no llegamos a tanto -dijo Brunetti, tratando de infundirle, con una sonrisa, este consuelo mínimo.
– Todavía no -dijo ella, volviéndose hacia uno de los lectores que se había acercado a su escritorio.
Fuera, en la Piazza, Brunetti se paró a mirar el bacino de San Marcos, luego se volvió y se quedó contemplando las ridículas cúpulas de la basílica. Había leído que en California hay un lugar al que las golondrinas regresan todos los años en la misma fecha. ¿El día de san José? Aquí venía a ocurrir lo mismo: la segunda semana de marzo, reaparecían los turistas, guiados por una brújula interior que los traía precisamente a estas orillas. Cada año venían en mayor número y cada año la ciudad se hacía más hospitalaria para ellos, en detrimento de sus habitantes. Las fruterías cerraban, las zapaterías cesaban en el negocio y eran sustituidas por tiendas que vendían máscaras, encaje hecho a máquina y góndolas de plástico.
Brunetti reconoció uno de sus accesos de mal humor, exacerbado éste por su tropezón con el Opus Dei, y como sabía que, para disiparlo, nada mejor que caminar, enfiló la Riva degli Schiavoni, con el agua a su derecha y los hoteles a su izquierda. Cuando llegó al primer puente, caminando a buen paso al sol de la media tarde, ya se sentía mejor. Y entonces, al ver las gaviotas aletear vigorosamente a ras de agua, sintió el corazón muy ligero, como si también él fuera a levantar el vuelo hacia San Giorgio, tras un vaporetto.
Un indicador de dirección del Ospedale San Giovanni e Paolo lo decidió y, a los veinte minutos, estaba allí. La enfermera encargada de la planta a la que había sido trasladada Maria Testa le dijo que no se había producido ningún cambio en su estado, y que se encontraba en una habitación particular, la número 317, al fondo del pasillo, a la derecha.
Junto a la puerta de la habitación 317, Brunetti encontró una silla y, en el asiento, el último número de Topolino, abierto. Sin pararse a pensarlo ni a llamar, Brunetti abrió la puerta y entró. Una vez dentro, instintivamente se situó al lado de la puerta que aún estaba cerrándose, mientras sus ojos registraban la habitación.
En la cama, cubierta por la manta, había una figura de la que partían tubos que iban a recipientes de plástico, unos colgados de soportes altos y otros puestos en el suelo. El grueso vendaje del hombro seguía en su sitio, lo mismo que el de la cabeza. Pero la persona que Brunetti vio al acercarse a la cama parecía diferente: la nariz, afilada como el pico de un ave, los ojos hundidos y un cuerpo que casi no abultaba, de lo mucho que había adelgazado en sólo unos días.
Brunetti, lo mismo que la última vez, miraba fijamente aquella cara por si algo podía revelarle. La mujer respiraba lentamente, con unos intervalos tan largos que a cada exhalación Brunetti temía que fuera la última.
Miró la habitación y no vio flores, ni libros, ni vestigio de compañía humana. A Brunetti le chocó esto, y le pareció muy triste: una mujer tan joven, con toda una vida ante sí, atada a una cama de hospital, sin poder hacer más que respirar y sin que, al parecer, hubiera en el mundo alguien a quien importara que esta vida se truncara.
En la silla del pasillo estaba ahora Alvise, absorto de nuevo en la lectura, de la que no se molestó en levantar la mirada cuando salió Brunetti.
– Alvise.
El agente alzó la cara abstraído y, al reconocer al comisario, se puso en pie de un salto y saludó, sin soltar la revista de historietas.
– ¿Sí, señor?
– ¿Dónde estaba?
– He bajado a tomar un café porque se me cerraban los ojos, comisario. No quería dormir, no fuera a entrar alguien en la habitación.
– ¿Y no se le ha ocurrido, Alvise, que podía entrar alguien mientras usted no estaba?
Si Alvise hubiera sido el intrépido Cortés, mudo, en lo alto de un pico de Darien, no hubiera sido mayor su estupor.
– Pero antes hubieran tenido que saber que yo no estaba.
Brunetti no dijo nada a esto.
– ¿No le parece, comisario?
– ¿Quién le ha asignado este servicio, Alvise?
– En la oficina hay una lista, comisario, nos turnamos.
– ¿A qué hora lo relevan?
Alvise dejó caer la revista a la silla y miró el reloj.
– A las seis, comisario.
– ¿Quién lo sustituye?
– No lo sé, comisario. Yo sólo miro mis servicios.
– No quiero que se mueva de aquí hasta que lo releven.
– Sí, señor, quiero decir, no, señor.
– Alvise -dijo Brunetti acercando su cara a la del agente hasta oler el café y la grappa en el aliento de éste-, si vuelvo y lo encuentro sentado o leyendo o en algún sitio que no sea delante de esta puerta, será expulsado del cuerpo tan pronto que no tendrá tiempo ni de explicárselo a su enlace sindical. -Alvise fue a protestar, pero Brunetti lo cortó-: Una palabra, Alvise, una sola palabra y está acabado. -Brunetti dio media vuelta y se alejó sin ver el saludo del agente ni oírle susurrar, aterrado:
– Sí, señor.
Brunetti esperó hasta después de la cena para decir a Paola que en su investigación había surgido el Opus Dei. No lo demoró porque dudara de su discreción sino porque temía la inevitable pirotecnia de su reacción al oír este nombre. Ésta se produjo mucho después de la cena, cuando Raffi se había ido a su cuarto a terminar sus deberes de Griego y Chiara al suyo a leer, pero no por aplazada perdió ni un ápice de su fuerza explosiva.
– ¿El Opus Dei? ¿El Opus Dei? -La salva inicial cruzó la sala, desde donde ella estaba cosiendo un botón a una camisa de su marido, e impactó en Brunetti, retrepado en el sofá con los pies en la mesita de centro-. ¿El Opus Dei? -gritó otra vez, por si alguno de los chicos aún no lo había oído-. ¿El Opus Dei está metido en esas residencias? No es de extrañar que los viejos se mueran; probablemente, los matan para dedicar su dinero a convertir a salvajes paganos a la Santa Madre Iglesia. -Décadas de convivencia habían acostumbrado a Brunetti al radicalismo de la mayoría de las ideas de su mujer y también le habían enseñado que, en el tema de la Iglesia, se inflamaba de inmediato y pocas veces era lúcida. Pero nunca se equivocaba.
– No sé si está metido, Paola. Lo único que sé es lo que ha dicho el hermano de Miotti, de que se dice que el capellán es socio.
– ¿Y no te parece suficiente?
– ¿Suficiente para qué?
– Para arrestarlo.
– ¿Arrestarlo por qué, Paola? ¿Por discrepar de ti en materia de religión?
– No quieras dártelas de listo conmigo, Guido -amenazó ella, apuntándole con la aguja de coser, para demostrarle que hablaba completamente en serio.
– No pretendo dármelas de listo. Pero no puedo arrestar a un clérigo sólo porque hay rumores de que pertenece a una organización religiosa.
Por su silencio era evidente que Paola reconocía, aun a pesar suyo, que su marido llevaba razón, pero la energía con que clavó la aguja en el puño de la camisa indicaba lo mucho que ello le dolía.
– Ya sabes que son unos facinerosos que sólo buscan el poder -dijo.
– Puede que sí. Mucha gente lo cree así, pero no hay pruebas.
– Vamos, Guido, todo el mundo sabe lo que es el Opus Dei.
Él enderezó el tronco y puso una pierna encima de la otra.
– No estoy seguro.
– ¿Qué? -preguntó ella mirándolo airadamente.
– Creo que todo el mundo piensa que sabe lo que es el Opus Dei, pero, a fin de cuentas, es una sociedad secreta. Dudo que alguien ajeno a la organización sepa mucho de ella, ni de ellos. Por lo menos, algo seguro.
Brunetti observaba a Paola mientras ella reflexionaba, con la mano de la aguja quieta y los ojos fijos en la camisa. Aunque apasionada en el tema de la religión, también era una intelectual, y esto le hizo decirle levantando la cabeza para mirarlo:
– Quizá tengas razón. -Hizo una mueca al oírse admitirlo y agregó-: Pero, ¿no te parece extraño que se sepa tan poco de ellos?
– Ya te he dicho que son una sociedad secreta.
– El mundo está lleno de sociedades secretas, pero la mayoría son una broma: los masones, los rosacruces, todos esos cultos satánicos que siempre están inventándose los americanos. Pero al Opus Dei la gente lo teme. Como se temía las SS, a la Gestapo.
– Paola, ¿no exageras?
– Ya sabes que en esto no puedo ser racional, de modo que no me lo pidas, ¿de acuerdo? -Callaron un momento y ella agregó-: Pero es realmente extraño que puedan haberse creado semejante fama y, al mismo tiempo, haber permanecido casi desconocidos. -Dejó la camisa y clavó la aguja en el acerico del costurero que tenía a su lado-. ¿Qué es lo que quieren?
– Hablas como Freud -rió Brunetti-. «¿Qué es lo que quieren las mujeres?»
Ella se rió de la broma: el desprecio por Freud, por sus pompas y sus obras formaba parte de la argamasa intelectual que los unía.
– No, en serio. ¿Qué crees que persiguen realmente?
– No lo sé -tuvo que reconocer Brunetti. Y, después de reflexionar, respondió-: Poder, imagino.
Paola parpadeó varias veces y meneó la cabeza.
– Siempre me ha asustado que alguien desee el poder.
– Porque eres una mujer. El poder es lo único que las mujeres creen que no desean. Pero nosotros, sí.
Ella lo miró con una media sonrisa, pensando que era otra broma, pero Brunetti prosiguió, muy serio:
– Es verdad, Paola. No creo que las mujeres comprendáis lo importante que para nosotros, los hombres, es el poder. -Vio que ella iba a objetar, pero la contuvo-: No; no se trata de envidia del útero. En fin, por lo menos, yo creo que no: ya sabes, la sensación de que estamos en desventaja porque no podemos tener niños y de algún modo hemos de compensarla. -Aquí Brunetti se detuvo, porque nunca, ni siquiera hablando con Paola, había expresado en voz alta este pensamiento-. Quizá no sea más que cuestión de tamaño: como somos más grandes, avasallamos.
– Eso es muy simplista, Guido.
– Ya lo sé. Pero no por ello ha de ser un error.
Ella volvió a mover la cabeza negativamente:
– Es que no lo comprendo. Al final, por mucho poder que tengamos, envejecemos, nos debilitamos, lo perdemos todo.
De pronto, Brunetti descubrió con sorpresa que Paola hablaba como Vianello: el sargento mantenía que la riqueza material era una ilusión, y ahora su mujer le decía que no era más real el poder. ¿Y cómo quedaba él entonces, como un tosco materialista entre dos anacoretas?
Ninguno habló durante un rato. Finalmente, Paola miró el reloj, vio que eran más de las once y dijo:
– Mañana tengo clase a primera hora. -Iba a levantarse cuando sonó el teléfono.
Ella se volvió para contestar, pero Brunetti se le adelantó, pensando que podía ser Vianello o alguien del hospital.
– Pronto -dijo en tono sereno, dominando el temor y el nerviosismo.
– ¿Es el signor Brunetti? -preguntó una voz de mujer desconocida.
– Sí.
– Signor Brunetti, tengo que hablar con usted -empezó precipitadamente la mujer. Pero entonces, como si se le acabara el aliento, paró, y, al cabo de un momento, agregó-: No, ¿puedo hablar con la signora Brunetti?
La tensión que se notaba en aquella voz hizo que Brunetti desistiera de preguntar quién era, por temor a que colgara.
– Un momento, por favor. Ahora mismo viene -dijo y dejó el teléfono en la mesa. Miró a Paola que seguía sentada en el sofá y lo miraba fijamente.
– ¿Quién es? -preguntó en voz baja.
– No sé. Quiere hablar contigo.
Paola se acercó a la mesa y tomó el teléfono.
– Pronto -dijo.
Brunetti, sin saber qué hacer, dio media vuelta para marcharse, pero sintió que la mano de Paola lo sujetaba del brazo. Ella lo miraba, pero entonces la que llamaba dijo algo que le hizo desviar la atención y soltarle el brazo.
– Sí, sí. Claro que puede usted llamar. -Paola, como era su costumbre, empezó a jugar con el bucle del cable, envolviéndose los dedos en una serie de anillos elásticos-. Sí, la recuerdo de la reunión con los maestros. -Sacó de los aros los dedos de la mano izquierda y metió los de la derecha-. Sí, me alegro de que haya llamado. Sí, creo que ha hecho bien. -Su mano se inmovilizó-. Signora Stocco, procure mantener la calma, por favor. No pasará nada. ¿Ella está bien? ¿Y su marido? ¿Cuándo regresa? Lo que importa es que Nicoletta esté bien.
Paola miró a Brunetti, que levantó las cejas interrogativamente. Ella asintió dos veces, gesto que no le aclaró nada, y se apoyó en él. Brunetti la abrazó mientras seguía escuchando su voz y el chirriante cloqueo que llegaba por el auricular.
– Desde luego, se lo diré a mi marido. Pero no creo que él pueda hacer algo a menos que usted… -La voz la interrumpió y siguió hablando un rato.
– Lo comprendo, lo comprendo. Si Nicoletta está bien. No; no creo que deba usted hablarle de eso, signora Stocco. Sí, esta noche hablaré con él y mañana por la mañana la llamaré. ¿Me da su número, por favor? -Apartándose de él, anotó un número y preguntó-: ¿Puedo hacer algo por usted esta noche? -Hizo una pausa y después-: No, ninguna molestia. Me alegro de que haya llamado.
Otra pausa, y Paola dijo:
– Sí, había oído rumores, pero nada concreto, nada como esto. Sí, sí, de acuerdo. Hablaré con mi marido y mañana por la mañana la llamaré. Por favor, signora Stocco, si en algo puedo serle útil estaré encantada. -Más sonidos por el auricular-. Procure dormir, signora Stocco. Lo que importa es que Nicoletta esté bien. Eso es lo esencial. -Después de otra pausa, Paola dijo-: Naturalmente, vuelva a llamar si lo desea. Aquí estaremos. Claro, claro. De nada, signora. Buenas noches. -Colgó el teléfono y miró a su marido.
– Era la signora Stocco. Su hija Nicoletta va a la clase de Chiara. Clase de Religión.
– ¿El padre Luciano? -preguntó Brunetti tratando de adivinar qué nuevo rayo iba a serle lanzado a la cabeza por las fuerzas de la religión.
Paola asintió.
– ¿Qué ha pasado?
– No me lo ha dicho. O no lo sabe. Esta noche, estaba ayudando a Nicoletta con los deberes cuando la niña, al ver el libro de Religión, se ha echado a llorar y no quería decirle por qué y al final le ha dicho que el padre Luciano le había dicho cosas en el confesionario y la había tocado. La mujer está muy afectada. Su marido ha ido a Roma por asuntos de trabajo y no volverá hasta dentro de una semana.
– ¿Tocado, dónde? -preguntó Brunetti, y lo preguntaba no menos como padre que como policía.
– No lo ha dicho. La signora Stocco ha decidido no darle importancia delante de la niña, pero lloraba al decírmelo. Me ha pedido que hable contigo.
Brunetti ya estaba pensando en cómo separar su condición de padre de la de policía antes de actuar.
– La niña tendría que explicárnoslo -dijo.
– Ya lo sé. Por lo que ha dicho la madre, me parece que no lo hará.
Brunetti asintió.
– Si ella no habla, no puedo hacer nada.
– Lo sé -respondió Paola. Calló un momento y dijo-: Pero yo sí puedo.
– ¿Qué dices? -preguntó Brunetti, sorprendido por la fuerza del temor que lo había asaltado de pronto.
– No te preocupes, Guido. No lo tocaré, te lo prometo. Pero me encargaré de que reciba su castigo.
– Ni siquiera sabes lo que ha hecho -dijo Brunetti-. ¿Cómo puedes hablar de castigo?
Ella retrocedió unos pasos y lo miró. Fue a decir algo y desistió. Después de una pausa durante la cual él la vio abrir la boca para hablar y desistir dos veces, ella se acercó y le puso la mano en el brazo:
– No te preocupes, Guido. No pienso hacer nada ilegal. Pero tendrá su merecido. -Vio como la expresión de él iba de la inquietud a la confianza y agregó-: Perdona, siempre se me olvida que detestas el melodrama. -Miró el reloj y luego a su marido-: Como ya te he dicho, es tarde y mañana temprano tengo clase.
Dejándolo allí, Paola salió al pasillo y fue hacia el dormitorio y la cama de ambos.