11

Aunque la zona de la ciudad en la que se encontraba el Ospedale Giustinian no quedaba lejos del apartamento de Brunetti, él no la conocía bien, ya que no pasaba por allí en sus desplazamientos habituales; si acaso, cuando iba a la Giudecca, y algún que otro domingo en que él y Paola iban al Zattere a sentarse en un café del muelle a leer los periódicos al sol.

Lo que Brunetti sabía de la zona era un combinado de leyenda y realidad, como todo lo que él y sus conciudadanos sabían de Venecia. Detrás de esa tapia estaba el jardín de la ex estrella de cine, casada ahora con el magnate de la industria de Turín. Detrás de la otra, estaba la mansión del último de los Contradini, del que se rumoreaba que hacía más de veinte años que no salía de casa. Y aquélla era la puerta de la casa de Dona Salvas, a la que durante muchos años sólo se había visto en el palco real del teatro de la ópera, en noche de estreno y vestida de rojo. Él conocía aquellas tapias y aquellas puertas como otros niños conocen a los héroes de las historietas y de la televisión y, al igual que aquellos personajes, estas casas y palazzi le hacían evocar la niñez y una visión del mundo distinta.

Del mismo modo en que los niños se desengañan de la fantasía que envuelve las hazañas de Topolino o Braccio di Ferro, también Brunetti, durante sus años de policía, había descubierto la triste realidad que se escondía detrás de los muros que en su juventud le hacían soñar. La estrella de cine era alcohólica y el magnate turinés había sido arrestado dos veces por maltratarla. El último de los Contradini, que en veinte años no había salido de su casa, rodeada de una alta pared con astillas de vidrio incrustadas en el borde superior, era atendido por tres criados que no contradecían su convicción de que Mussolini y Hitler aún gobernaban y el mundo estaba libre de judíos repugnantes. En cuando a Dona Salvas, eran pocos los que comprendían que si iba a la ópera era porque creía que allí recibía las vibraciones del espíritu de su madre que había muerto en aquel palco sesenta y cinco años atrás.

La residencia también estaba rodeada de una tapia. Una placa de bronce indicaba su nombre y las horas de visita, que eran de nueve a once de la mañana, todos los días de la semana. Después de tocar el timbre, Brunetti dio unos pasos atrás, pero no pudo ver astillas de vidrio en el borde superior de la tapia. De todos modos -tuvo que reconocer Brunetti-, no era probable que los residentes tuvieran fuerzas para trepar a la pared, con o sin vidrios. A los ancianos y enfermos, para los que el dinero ya no tenía utilidad, sólo se les podía robar la vida.

Abrió la puerta una monja de hábito blanco que apenas llegaba al hombro al comisario. Instintivamente, éste se inclinó para decirle:

– Buenas tardes, hermana. Tengo una cita con el dottore Messini.

Ella lo miraba con extrañeza.

– El dottore sólo viene los lunes -dijo.

– Esta mañana he hablado con su secretaria, y me ha dicho que podía venir a las cuatro para hablar del traslado de mi madre. -El comisario miró el reloj, tratando de disimular su irritación. La secretaria le había indicado la hora con toda claridad, y le molestaba no encontrar a nadie.

Entonces la monja sonrió, revelando a Brunetti su extrema juventud.

– Ah, entonces su cita será con la dottoressa Alberti, la subdirectora.

– Seguramente -convino Brunetti afablemente.

Ella retrocedió para dejar paso a Brunetti, que se encontró en un gran patio cuadrado, con un pozo con tejadillo en el centro. En aquel espacio, resguardado, había rosales ya cargados de capullos y se respiraba el aroma dulce de un lilo oscuro que florecía en un rincón.

– Es bonito esto -comentó él.

– Sí, mucho, muy bonito -dijo ella dando media vuelta y guiándolo hacia una puerta situada en el lado opuesto.

Cuando cruzaban el soleado patio, Brunetti los vio: estaban a la sombra del balcón que discurría a lo largo de dos de las paredes, puestos en fila, como un largo memento mori, eran seis o siete, inmóviles en sus sillas de ruedas, mirando al frente con unos ojos tan inexpresivos como los de los iconos griegos. Cuando él pasó por delante, ni lo miraron.

Dentro del edificio, las paredes estaban pintadas de un alegre amarillo claro, y todas tenían pasamanos situados a la altura del pecho de una persona. En los limpios suelos se veía alguna que otra raya negra debida al roce de las llantas de goma de las ruedas de las sillas.

– Por aquí, tenga la bondad -dijo la monjita torciendo a la izquierda por un corredor. Él la siguió, no sin haber tenido tiempo de observar que el comedor principal del antiguo palazzo, con sus frescos y sus arañas de cristal, todavía se utilizaba, pero ahora las mesas eran de fórmica y las sillas, de plástico moldeado.

La monja se paró delante de una puerta, dio un golpe con los nudillos y, al oír una voz en el interior, la abrió y la sostuvo para que entrara Brunetti.

El despacho tenía una hilera de cuatro altas ventanas que daban al patio, y la luz que entraba por ellas se reflejaba en los pequeños fragmentos de mica incrustados en el pavimento veneciano, llenando la habitación de un fulgor mágico. Como el escritorio estaba situado delante de las ventanas, al principio, a Brunetti le costó distinguir a la persona que lo ocupaba, pero cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, percibió la forma de una mujer corpulenta, con lo que parecía un vestido oscuro y holgado.

– ¿La dottoressa Alberti? -preguntó él adelantándose y desviándose un poco hacia la derecha, para situarse en la franja de sombra proyectada por la pared que separaba dos de las ventanas.

¿Signor Brunetti? -dijo ella, que se levantó y dio la vuelta a la mesa para ir a su encuentro. La primera impresión era acertada: una mujer corpulenta, casi de la misma estatura y peso que él, acumulado sobre todo en hombros y caderas. Tenía la cara redonda y colorada, de amiga de la buena mesa y el buen vino, con una nariz desproporcionadamente pequeña y respingona y unos ojos color ámbar y bastante separados, sin duda, su mejor atributo. El vestido no tenía más función que la de envolver su cuerpo en lana oscura.

Brunetti, al estrechar la mano que ella le tendía, notó con sorpresa que era una de esas manos flácidas como un hámster muerto, con las que suelen saludar muchas mujeres.

– Mucho gusto, dottoressa. Le agradezco su atención al recibirme.

– Forma parte de nuestra contribución a la comunidad -dijo ella con sencillez, y Brunetti tardó un momento en darse cuenta de que lo decía completamente en serio.

Cuando Brunetti estuvo sentado en la silla situada frente a la mesa y hubo rechazado el ofrecimiento de una taza de café, explicó que, tal como había avanzado por teléfono a su secretaria, él y su hermano estaban estudiando la posibilidad de trasladar a su madre a la residencia San Leonardo, pero, antes de dar semejante paso, deseaban informarse.

– San Leonardo fue inaugurada hace seis años, signor Brunetti. Fue bendecida por el Patriarca y de la atención a nuestros residentes se encargan las excelentes hermanas de la orden de la Santa Cruz. -Aquí Brunetti asintió, para dar a entender que había reconocido el hábito de la monja que le había abierto la puerta-. Somos un centro mixto -agregó la mujer.

Antes de que ella pudiera continuar, Brunetti dijo:

– Lo siento, dottoressa, pero no sé qué quiere decir.

– Esto significa que tenemos pacientes de la Seguridad Social y pacientes particulares. ¿Podría decirme qué clase de paciente sería su madre?

Brunetti había pasado largas jornadas deambulando por los pasillos de la burocracia, hasta conseguir para su madre la atención a la que cuarenta años de cotización de su padre le daban derecho; pero ahora dijo a la dottoressa Alberti con una sonrisa:

– Paciente particular, desde luego.

Al oír esto, la dottoressa Alberti pareció esponjarse y ocupar detrás de su escritorio un espacio mucho mayor todavía.

– Ni que decir tiene, que ello no supone diferencia alguna en el trato que reciben nuestros pacientes. Si lo preguntamos es sólo a efectos contables.

Brunetti asintió y sonrió como si lo creyera.

– ¿Y cuál es el estado de salud de su madre?

– Bueno, bueno.

Pareció que esta respuesta la interesaba menos que la anterior.

– ¿Cuándo piensan usted y su hermano trasladarla?

– Hemos pensado que antes del final de la primavera. -La dottoressa Alberti repitió su combinación de asentimiento y sonrisa al oír esto-. Naturalmente -prosiguió Brunetti-, antes debería poder hacerme una idea de las instalaciones.

– Por supuesto -dijo la dottoressa Alberti extendiendo el brazo hacia una delgada carpeta que tenía a la izquierda de la mesa-. Aquí tengo toda la información, signor Brunetti. Contiene una lista completa de los servicios de que pueden disponer nuestros pacientes, relación del personal médico, una breve historia de nuestra institución y de la orden de la Santa Cruz y una lista de nuestros fiadores.

– ¿Fiadores? -preguntó Brunetti cortésmente.

– Miembros de la comunidad que tienen a bien apoyarnos y que nos permiten dar su nombre como referencia. Digamos, una recomendación de la alta calidad de la atención que damos a nuestros pacientes.

– Comprendo. Naturalmente -dijo Brunetti moviendo la cabeza de arriba abajo pausadamente-. ¿Está también la tarifa de precios?

Si la pregunta le pareció a la dottoressa brusca o poco delicada, no lo demostró, y respondió a Brunetti con una señal de asentimiento.

– ¿Podría echar una mirada, dottoressa? Para tratar de hacerme una idea de si nuestra madre podría ser feliz aquí. -Al decir esto Brunetti volvió la cara hacia un lado, como si le interesaran los libros que cubrían las paredes. No quería que la dottoressa Alberti pudiera ver en su cara algún indicio de la doble mentira que acababa de decir: su madre nunca vendría a este centro, como tampoco podría volver a ser feliz.

– No veo razón para que una de las hermanas no le guíe en una visita por el centro, signor Brunetti, por lo menos, por algunas de las dependencias.

– Muy amable, dottoressa -dijo Brunetti poniéndose en pie con una sonrisa afable.

Ella oprimió un pulsador que tenía encima de la mesa y, al cabo de unos minutos, la monjita entró en el despacho sin llamar.

– ¿Sí, dottoressa? -dijo.

– Sor Clara, haga el favor de enseñar al signor Brunetti la sala de día y la cocina y, quizá, una de las habitaciones particulares.

– Una última cosa, dottoressa -dijo él, como si acabara de recordar algo.

– ¿Sí?

– Mi madre es una mujer muy religiosa, muy devota. Si es posible, me gustaría hablar con la madre superiora. -Al ver que ella iba a poner reparos, se apresuró a añadir-: No es que tenga dudas; de San Leonardo no he oído más que elogios. Pero prometí a mi madre que hablaría con ella. Y, si no hablo, no puedo decirle una mentira. -Dibujó una sonrisa un poco infantil, instándola a comprender su situación.

– Bien, no es lo habitual -empezó ella. Miró a la hermana Clara-. ¿Cree que será posible, hermana?

La monja asintió.

– Acabo de ver a la madre superiora salir de la capilla.

Volviéndose hacia Brunetti, la dottoressa Alberti dijo:

– Entonces quizá pueda hablar con ella un momento. Hermana, ¿hará el favor de acompañar allí al signor Brunetti después de que haya visto la habitación de la signora Viotti?

La monja asintió y fue hacia la puerta. Brunetti se acercó a la mesa y tendió la mano.

– Ha sido usted de gran ayuda, dottoressa, muchas gracias.

La mujer se levantó para darle la mano, y nuevamente él sintió una ligera repulsión a su contacto.

– Estamos a su disposición, signore. Si desea más información, no dude en volver a visitarnos. -Con estas palabras, tomó la carpeta y la dio a Brunetti.

– Ah, sí -dijo él aceptándola con una sonrisa de gratitud antes de ir hacia la puerta. Cuando llegó a ella, se volvió con un gracias final antes de salir detrás de la hermana Clara.

De nuevo en el patio, la monja fue hacia la izquierda, entró en el edificio por otra puerta y avanzó por un ancho corredor. Al fondo había una gran sala en la que se veía a unos cuantos ancianos. Dos o tres mantenían conversaciones que la reiteración hacía languidecer. Media docena estaban inmóviles, contemplando recuerdos o, quizá, pesares.

– La sala de día -explicó la hermana Clara sin necesidad. Se apartó de Brunetti para recoger una revista que había caído de las manos de una mujer. Se la devolvió y habló con ella un momento. Brunetti le oyó decir unas palabras de ánimo en veneciano.

Cuando la monja volvió, él le habló en el dialecto.

– La residencia en la que ahora está mi madre también está asistida por su orden.

– ¿Cuál es? -preguntó ella, más que por verdadera curiosidad, por el hábito de demostrar interés que -suponía Brunetti- tenía que desarrollarse en una persona que hacía aquella labor.

– Casa Marina, en Dolo.

– Ah, sí, la orden está allí desde hace años. ¿Por qué desea traer aquí a su madre?

– Para que esté más cerca de mi hermano y de mí. Así nuestras esposas estarían más dispuestas a venir a visitarla.

Ella asintió, comprensiva. Sabía lo que le costaba a la gente visitar a los ancianos, especialmente, si no eran los propios padres. Llevó a Brunetti por el pasillo otra vez al patio.

– Había una hermana que estuvo allí varios años y fue trasladada aquí. Hace un año, me parece -dijo Brunetti con estudiada naturalidad.

– ¿Sí? -hizo la monja con la misma curiosidad educada y distante-. ¿Quién es?

Suor Immacolata -dijo él, vigilando desde su mayor estatura la reacción de la joven.

Le pareció que su paso vacilaba o quizá que pisaba con más fuerza el desigual pavimento.

– ¿La conoce? -preguntó Brunetti.

La vio pelear con la mentira. Al fin dijo:

– Sí -sin dar explicaciones.

Como si no hubiera advertido su reacción, Brunetti agregó:

– Era muy buena con mi madre. En realidad, mi madre llegó a quererla mucho. Mi hermano y yo estamos muy contentos de que esté aquí porque, en fin, parece que ejerce un efecto calmante en nuestra madre. -Y Brunetti agregó mirando a la hermana Clara-: Usted ya sabe cómo son algunas personas mayores. A veces… -dejó la frase sin terminar.

La hermana Clara dijo abriendo una puerta:

– La cocina.

Brunetti miró en torno simulando interés.

Terminada la inspección de la cocina, la monja lo llevó en sentido opuesto hacia una escalera. Mientras subían, explicó:

– Las mujeres están arriba. Hoy la signora Viotti pasa el día con su hijo y puedo enseñarle su habitación. -Brunetti iba a decir que quizá la signora Viotti tuviera algo que objetar a esto, pero se contuvo y siguió a la monja por un pasillo, éste, pintado de color crema y con los inevitables pasamanos.

La monja abrió una puerta y Brunetti se asomó a la habitación, diciendo lo que suele decirse ante un ambiente confortable y estéril. A continuación, la hermana Clara se volvió hacia la escalera.

– Antes de hablar con la madre superiora, me gustaría saludar a suor Immacolata -dijo Brunetti, y se apresuró a añadir-: Si no hay inconveniente, desde luego. No quiero distraerla de sus obligaciones.

Suor Immacolata ya no está aquí- dijo la hermana Clara con voz tensa.

– Oh, sí que lo siento. Mi madre tendrá un disgusto. Y mi hermano también. -Trató de imprimir en su voz un tono de filosofía y resignación al añadir-: Pero hay que hacer la obra del Señor, dondequiera que nos envíen. -Como la monja no respondiera, Brunetti preguntó-: ¿La han enviado a otra residencia, hermana?

– Ella ya no está con nosotras -dijo la hermana Clara.

Brunetti se detuvo bruscamente, fingiendo asombro.

– ¿Ha muerto? Hermana, eso es terrible. -Entonces, como si recordara los dictados de la piedad, susurró-: Que Dios se apiade de su alma.

– Sí, que Dios se apiade de su alma -dijo la hermana Clara volviéndose a mirarlo -. Ha dejado la orden. No ha muerto. Uno de los pacientes la sorprendió robando dinero en su habitación.

– Dios mío -exclamó Brunetti-. Qué horror.

– Cuando él quiso detenerla, ella le dio un empujón que le hizo caer al suelo y romperse la muñeca, y se marchó, sencillamente, desapareció.

– ¿Avisarían a la policía?

– Creo que no. Se quería evitar el escándalo.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Hace unas semanas.

– Bien, opino que habría que dar parte a la policía. Una persona así no puede andar libremente por ahí. Abusando de la confianza y la debilidad de los ancianos. Es abominable.

La hermana Clara no hizo a esto ningún comentario. Lo llevaba por un pasillo estrecho, torció a la derecha y se paró delante de una gruesa puerta. Dio un golpe, oyó una voz, abrió y entró. Momentos después, salió y dijo:

– La madre superiora lo recibirá.

Brunetti le dio las gracias.

Permesso? -dijo entrando en la habitación. Cerró la puerta a su espalda, para dar mayor legitimidad a su presencia en la habitación y miró en derredor.

La habitación estaba prácticamente vacía. Su único ornamento era un enorme crucifijo de madera tallada colgado de la pared del fondo. A su lado había una mujer alta que vestía el hábito de la orden y daba la impresión de que acababa de levantarse del reclinatorio situado delante del crucifijo. Llevaba otro crucifijo sobre su ancho pecho y miraba a Brunetti sin curiosidad ni entusiasmo.

– ¿Sí? -dijo como si él acabara de interrumpirle una interesante conversación con el caballero que estaba en la cruz.

– Desearía hablar con la madre superiora.

– Yo soy la madre superiora de esta comunidad. ¿Qué desea?

– Cierta información sobre la orden.

– ¿Con qué objeto?

– Con objeto de comprender su santa misión -dijo Brunetti con voz neutra.

Ella se apartó del crucifijo y fue hacia un sillón de respaldo vertical situado a la izquierda de una chimenea vacía. Se sentó e indicó una silla que estaba a su izquierda. Brunetti se acomodó en ella, de cara a la monja.

La madre superiora permaneció mucho rato callada, táctica que Brunetti conocía y practicaba, porque generalmente inducía a hablar al oponente y, las más de las veces, irreflexivamente. Él estudiaba su rostro, los ojos oscuros en los que brillaba la inteligencia y la nariz afilada, que denotaba aristocracia o ascetismo.

– ¿Quién es usted? -preguntó ella.

– Comisario Guido Brunetti.

– ¿De la policía?

Él asintió.

– No es normal que la policía visite un convento -dijo ella finalmente.

– Yo diría que eso depende de lo que ocurra en el convento.

– ¿Qué quiere decir?

– Sencillamente, lo que he dicho, madre. Mi presencia aquí obedece a unos hechos que podrían estar ocurriendo entre miembros de su orden.

– ¿Y qué hechos podrían ser ésos? -preguntó ella en tono burlón.

– Hechos tales como calumnia criminal, difamación y omisión de denunciar una falta, para hablar sólo de los delitos de los que he sido testigo y acerca de los que estoy dispuesto a declarar.

– No sé de qué me habla -dijo. Brunetti la creyó.

– Hoy una hermana de su orden me ha dicho que Maria Testa, antes suor Immacolata y miembro de su orden, fue expulsada por tratar de robar dinero a uno de sus pacientes. También se me ha dicho que, durante el intento de cometer el delito, empujó a la víctima haciéndola caer al suelo y provocándole la fractura de la muñeca. -Hizo una pausa, para dar a su interlocutora ocasión de responder y, como ella no la aprovechara, prosiguió-: Si estas cosas sucedieron realmente, hubo delito, al que debería sumarse el de no haberlas denunciado a la policía. En el caso de que no sucedieran, la persona que me las ha relatado podría ser acusada de calumnia criminal.

– ¿Se lo dijo la hermana Clara? -preguntó la monja.

– Eso no importa. Lo que importa es que la acusación refleja lo que debe de ser la opinión general entre los miembros de la orden. -Brunetti hizo una pausa y agregó-: Si no, un hecho.

– No es un hecho -dijo ella.

– ¿Entonces a qué obedece el rumor?

La monja sonrió por primera vez, y no fue una visión agradable.

– Ya sabe cómo son las mujeres, chismorrean entre ellas y, especialmente, unas de otras. -Brunetti, que siempre había creído que esto era cierto, pero más de los hombres que de las mujeres, escuchaba en silencio. Ella prosiguió-: Suor Immacolata no es, tal como usted apunta, ex miembro de nuestra orden sino, por el contrario, sigue ligada a ella por sus votos. -Entonces, por si Brunetti no sabía cuáles eran, los enumeró levantando los dedos de la mano derecha mientras hablaba-: Pobreza. Castidad. Obediencia. -Pronunció los dos primeros con naturalidad y, el tercero, con vehemencia.

– Si ella desea marcharse, ¿en virtud de qué ley ha de seguir siendo miembro de su orden?

– La ley de Dios -respondió ella ásperamente, como si de esta materia supiera más que él.

– ¿Y esa ley tiene alguna fuerza legal?

– Si no la tiene, es que la sociedad que permite que no la tenga está enferma.

– Reconozco que nuestra sociedad tiene muchas cosas lamentables, madre, pero no admito que una de ellas sea una ley que da libertad a una mujer de veintisiete años para retractarse de una decisión que tomó siendo adolescente.

– ¿Y cómo sabe usted la edad que ella tiene?

Como si no hubiera oído la pregunta, Brunetti inquirió:

– ¿Existe alguna razón por la que usted pueda mantener que Maria aún es miembro de su orden?

– Yo no «mantengo» nada -dijo ella con grueso sarcasmo-. Simplemente, digo lo que es la verdad de Dios. Él es quien ha de perdonarle su pecado; yo me limitaré a acogerla de nuevo en nuestra orden.

– Si Maria no hizo esas cosas de las que se la acusa, ¿por qué decidió dejar la orden?

– Yo no sé quién es esa Maria de la que usted habla. Yo conozco sólo a suor Immacolata.

– Como guste -concedió Brunetti-. ¿Por qué decidió abandonar la orden?

– Siempre ha sido voluntariosa y rebelde. Siempre le ha costado acatar la voluntad de Dios y el recto criterio de sus superiores.

– ¿Cosas que, supongo, deben de ser sinónimas? -dijo Brunetti.

– Puede bromear cuanto quiera, pero lo hace por su cuenta y riesgo.

– No he venido a bromear, madre. He venido a averiguar por qué esta persona abandonó el lugar en el que trabajaba.

La monja consideró la petición durante un rato. Brunetti, que la observaba, la vio llevarse una mano al crucifijo del pecho en un gesto totalmente inconsciente.

– Se había hablado de… -empezó, pero no terminó la frase. Bajó la mirada, vio la mano que apretaba el crucifijo, la retiró y miró a Brunetti-. Desobedeció una orden de sus superiores, y cuando le sugerí que hiciera penitencia por su pecado de desobediencia, se marchó. -Con evidente reticencia agregó-: Reconozco que su conducta me sorprendió. Siempre había sido… -Se interrumpió, y Brunetti observó cómo la verdad peleaba con las responsabilidades del cargo-. Siempre había cumplido con sus obligaciones de buen grado. Pero es excitable. La gente que procede de ese medio suele serlo.

Ni el espíritu cristiano podía hacerle superar sus prejuicios contra los sicilianos.

Brunetti no hizo comentarios.

– ¿Ha hablado con su confesor?

– Sí; cuando ella se fue.

– ¿Y le dijo algo que ella le hubiera contado?

La monja consiguió mostrarse escandalizada por la pregunta.

– Él no puede revelar nada oído en confesión. El secreto es sagrado.

– Sólo la vida es sagrada -replicó Brunetti, e inmediatamente se arrepintió de haberlo dicho.

Vio que ella reprimía una respuesta y se puso en pie.

– Gracias, madre -dijo Brunetti. Si la sorprendió la brusquedad con la que su visitante daba por terminada la entrevista, no lo demostró. Él fue a la puerta y la abrió. Cuando se volvió para despedirse, vio que la monja seguía sentada, muy erguida, apretando el crucifijo con la mano.

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