23

La infección del brazo de Brunetti se atribuyó después a unas fibras del tweed Harris de la americana, que habían quedado en la herida a consecuencia de una cura deficiente. Esto no lo dijo el Ospedale Civile, desde luego: el cirujano insistía en que la infección era debida a una variedad de estafilococo común y que era una complicación con la que había que contar, dada la gravedad de la herida. Pero su amigo, el dottor Giovanni Grimani, dijo después a Brunetti que en Urgencias habían rodado cabezas y que un celador de quirófano había sido trasladado a las cocinas. Grimani no dijo, por lo menos, explícitamente, que el cirujano tenía la culpa por haber hecho la cura con precipitación, pero Paola y Brunetti lo dedujeron de su tono. Aunque nada de esto se supo hasta que la infección fue tan grave y la conducta de Brunetti tan extraña que se decidió llevarlo al hospital.

Habida cuenta de la generosidad de su suegro para con la institución, se ingresó a Brunetti, al que la fiebre hacía desvariar, en el Ospedale Giustinian, donde lo pusieron en una habitación particular y todo el personal, enterado de con quién estaba emparentado, se mostró atento y solícito. Los primeros días, en los que tenía lapsos de inconsciencia y los médicos buscaban todavía el antibiótico más adecuado para combatir la infección, no se le habló de la causa de ésta y cuando por fin se encontró el fármaco y la infección quedó controlada y vencida, él no mostró interés en saber de quién era la culpa.

– ¿Qué importa ya? -preguntó a Grimani, destruyendo con ello parte de la satisfacción que sentía el médico por haber puesto la amistad por encima del corporativismo.

En sus momentos de lucidez, Brunetti preguntaba insistentemente por Maria Testa, pero siempre se le respondía lo mismo, que seguía en el hospital, recuperándose satisfactoriamente. Él no se cansaba de repetir que era absurdo que lo tuvieran en el hospital, y cuando le quitaron el tubo del brazo ya no hubo manera de retenerlo allí. Paola, que le ayudaba a vestirse, le dijo que hacía muy buen tiempo y que no necesitaría jersey, pero le había traído una chaqueta para ponérsela sobre los hombros.

Cuando un Brunetti bastante debilitado y una Paola ya sosegada salieron al pasillo, encontraron a Vianello esperando.

– Buenos días, signora -dijo el sargento.

– Buenos días, Vianello. Qué amable ha sido al venir -dijo ella con fingida sorpresa. Brunetti sonrió del vano intento de su mujer por aparentar naturalidad, seguro de que ella y Vianello estaban de acuerdo, y de que Bonsuan tendría la lancha de la policía en la entrada lateral, con el motor en marcha.

– Tiene muy buen aspecto, comisario -dijo Vianello a modo de saludo.

Al vestirse, Brunetti había notado con sorpresa que el pantalón le estaba holgado. Al parecer, la fiebre había quemado mucha adiposidad acumulada durante el invierno, ayudada por la falta de apetito.

– Gracias, Vianello -dijo él, nada más. Paola empezó a andar por el pasillo, y Brunetti miró a su sargento-: ¿Cómo sigue? -preguntó. No necesitaba ser más explícito.

– Se ha ido. Se han ido las dos.

– ¿Qué?

– La signorina Lerini ha sido ingresada en una clínica particular.

– ¿Dónde?

– En Roma. Por lo menos, eso nos dijeron.

– ¿Lo han comprobado?

– La signorina Elettra lo ha confirmado. -Y, antes de que Brunetti pudiera preguntar, explicó-: La atiende la orden de la Santa Cruz.

Brunetti no sabía qué nombre usar para referirse a la otra mujer.

– ¿Y Maria Testa? -preguntó al fin, votando con este nombre por la decisión que ella había tomado.

– Ha desaparecido.

– ¿Cómo, desaparecido?

– Guido -dijo Paola volviendo atrás-, ¿no puede esperar eso? -Dio media vuelta y se alejó hacia la entrada lateral del hospital y la lancha que aguardaba.

Brunetti siguió a su mujer y Vianello acomodó el paso al de su comisario.

– Cuénteme -insistió Brunetti.

– Mantuvimos la vigilancia durante unos días después de que a usted lo trajeran aquí…

– ¿Alguien trató de verla? -le interrumpió Brunetti.

– Aquel monje, pero le dije que teníamos órdenes de que no entrase nadie a verla. Entonces él acudió a Patta.

– ¿Y qué?

– Patta se resistió durante un día, luego dijo que preguntáramos a la mujer si quería verlo.

– ¿Y ella qué dijo?

– No se lo pregunté. De todos modos, a Patta le dije que no quería verlo.

– ¿Qué pasó entonces? -preguntó Brunetti. Pero ya habían llegado a la puerta. Paola estaba fuera, sosteniéndola abierta y cuando él salió le dijo:

– Bienvenido a la primavera, Guido.

Porque, durante los diez días que él había pasado en el hospital, la primavera había avanzado y conquistado la ciudad como por arte de magia. El aire era tibio, olía a brotes tiernos y estaba poblado de trinos de pájaros y, al otro lado del canal, una guirnalda de rosas entreabiertas asomaba por la verja que remataba una cerca de ladrillo. Tal como Brunetti esperaba, la lancha de la policía estaba amarrada al pie de la escalera y, al timón, Bonsuan, que los saludó con un movimiento de cabeza y lo que Brunetti dedujo que podía ser una sonrisa.

Con un Buon giorno musitado entre dientes, el piloto ayudó a embarcar a Paola y luego a Brunetti, que casi se tambaleó, deslumbrado por la explosión de luz. Vianello soltó la amarra y entró en la lancha, y Bonsuan los sacó al canal de la Giudecca.

– ¿Y entonces qué? -preguntó Brunetti.

– Entonces una de las enfermeras del hospital le dijo que un padre quería verla pero que nosotros no se lo permitíamos. Después hablé con esa enfermera, que me dijo que ella, la Testa, se había mostrado inquieta al saber que él quería verla, pero que casi se alegró de que no le hubiéramos dejado. -Una lancha rápida les adelantó por la derecha, levantando surtidores de espuma hacia ellos. Vianello dio un salto de lado, pero las salpicaduras no pasaron del costado de la lancha.

– ¿Y entonces? -insistió Brunetti.

– Pues entonces desapareció. Habíamos retirado la vigilancia, aunque los chicos y yo aún rondábamos por allí durante la noche, para estar al cuidado.

– ¿Cuándo fue?

– Hace dos días. Una tarde, entró el médico a hacer la visita y ya no la encontró. Su ropa había desaparecido y no quedaba ni rastro de la mujer.

– ¿Y ustedes qué hicieron?

– Preguntamos en el hospital, pero nadie la había visto. Sencillamente, había desaparecido.

– ¿Y el confesor?

– Llamó por teléfono al día siguiente, antes de que nadie más que nosotros supiera lo ocurrido, y se quejó de que no le permitiéramos verla. Patta todavía creía que la mujer estaba en el hospital y cedió diciendo que él personalmente se encargaría de que ella lo recibiera. Entonces me llamó para decirme que ella tenía que verlo y fue cuando le dije que la mujer había desaparecido.

– ¿Y él qué hizo? ¿O qué dijo?

Vianello reflexionó antes de contestar.

– Yo diría que se alegró, comisario. Cuando le dije que la mujer se había marchado casi pareció contento de oírlo. Llamó al monje delante de mí. Tuve que ponerme al teléfono para explicárselo.

– ¿Tiene idea de adonde ha ido? -preguntó Brunetti.

– Ni la más remota. -La respuesta de Vianello fue inmediata.

– ¿Llamaron al hombre del Lido, Sassi?

– Sí. Fue lo primero que hice. Me dijo que no me preocupara por ella, y nada más.

– ¿Cree que él sabe dónde está? -preguntó Brunetti. No quería apremiar a Vianello y miró a Paola, que estaba junto al timón, conversando amigablemente con Bonsuan.

Finalmente, Vianello contestó:

– Yo apostaría a que lo sabe, pero no lo dice porque no se fía de nadie, ni de nosotros.

Brunetti asintió, se apartó del sargento y miró al agua, hacia San Marcos, que estaba apareciendo por la izquierda. Recordó el último día que vio a Maria Testa en el hospital, la enérgica determinación de su voz, y el recuerdo le produjo una sensación de alivio. Era bueno que hubiera decidido escapar. Brunetti trataría de encontrarla, pero confiaba en que resultara imposible… para él y para todos. Que Dios la protegiera y le diera fuerzas para su vita nuova.

Paola, al ver que su marido había acabado de hablar con Vianello, se acercó a ellos. Una ráfaga de viento le dio de espaldas, echándole el pelo hacia adelante.

Riendo, ella apartó con las manos la melena rubia y ondulada que le envolvía la cara por ambos lados y agitó la cabeza como el que ha estado buceando mucho rato. Cuando abrió los ojos vio que Brunetti la miraba y volvió a reír, ahora con más fuerza. Él le rodeó los hombros con el brazo bueno y la atrajo hacia sí.

Como un adolescente enamorado, le preguntó:

– ¿Me has echado de menos?

Ella respondió en el mismo tono:

– La nostalgia no me dejaba vivir. Los niños no tenían qué comer y mis estudiantes languidecían por falta de estímulo intelectual.

Vianello los dejó solos y se acercó a Bonsuan.

– ¿Qué has hecho durante todo este tiempo? -preguntó Brunetti, como si ella no hubiera pasado la mayor parte de aquellos diez días en el hospital, a su lado.

Él notó en su cuerpo un cambio de actitud y la hizo volverse a mirarlo.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– No quiero empañar tu vuelta a casa hablando de eso.

– Nada puede empañarla, Paola -dijo él sonriendo ante esta simple verdad-. Anda, cuenta.

Ella le miró a la cara un momento y dijo:

– Ya te previne de que pediría ayuda a mi padre.

– ¿Acerca del padre Luciano?

– Sí.

– ¿Y bien?

– Ha hablado con ciertas personas, amigos suyos de Roma. Creo que ha encontrado la solución.

– Cuenta.

Ella contó.


El ama de llaves abrió la puerta de la rectoría a la segunda llamada de Brunetti. Era una mujer poco agraciada de unos cincuenta y tantos años, con el cutis fino y sin mácula que él había observado en monjas y otras mujeres de virginidad largamente preservada.

– ¿Sí? -dijo-. ¿Qué desea? -Quizá en tiempos fue bonita, con unos ojos oscuros y una boca grande, pero los años le habían hecho olvidar el deseo de agradar, o quizá nunca lo tuvo, y su cara se había marchitado, agriado y reblandecido.

– Deseo hablar con Luciano Benevento -dijo Brunetti.

– ¿Es feligrés? -preguntó ella, sorprendida por la omisión del tratamiento.

– Sí -dijo Brunetti, tras sólo un momento de vacilación, dando la respuesta correcta, por lo menos, topográficamente.

– Si tiene la bondad de pasar al estudio, llamaré al padre Luciano. -La mujer giró sobre sí misma dando la espalda a Brunetti, que cerró la puerta y la siguió por un pasillo con suelo de mármol, hasta la puerta de una habitación que ella abrió para hacerle entrar antes de ir en busca del cura.

En la habitación había dos sillones, situados muy juntos, quizá para favorecer la intimidad de la confesión. Colgaba de una pared un pequeño crucifijo y, en la de enfrente, un cuadro de la Virgen de Cracovia. En una mesita baja había ejemplares de Famiglia Christiana y varios formularios de donativos por correo para posibles interesados en colaborar en Primavera Missionaria. Brunetti, ajeno a las revistas, las imágenes y los sillones, se quedó en el centro de la habitación, esperando la llegada del sacerdote con la mente clara.

A los pocos minutos, se abrió la puerta y entró un hombre alto y delgado. La sotana y el alzacuello lo hacían parecer más alto de lo que era en realidad, impresión que acentuaban un porte erguido y una zancada larga.

– ¿Sí, hijo? -dijo al entrar. Tenía los ojos gris oscuro con finas patas de gallo causadas por la sonrisa frecuente, la boca grande y una expresión afable que invitaba a la confidencia y la confianza. Se adelantó hacia Brunetti sonriendo y tendiendo la mano en fraternal saludo.

– ¿Luciano Benevento? -preguntó Brunetti con las manos a los costados.

– Padre Luciano Benevento -rectificó el clérigo sin perder la sonrisa.

– He venido a comunicarle su nuevo destino -dijo Brunetti, omitiendo deliberadamente el tratamiento.

– Lo siento, me parece que no entiendo. ¿Qué nuevo destino? -Benevento movía la cabeza de derecha a izquierda.

Brunetti sacó un largo sobre blanco del bolsillo interior de la chaqueta y lo tendió en silencio al otro hombre.

El sacerdote lo tomó maquinalmente, lo miró y vio su nombre escrito en el anverso. Le satisfizo ver que allí se usaba su tratamiento. Abrió el sobre, miró al callado Brunetti y sacó una hoja de papel. Manteniéndola un poco alejada de sí, leyó el texto. Cuando terminó, miró a Brunetti, otra vez al papel y leyó por segunda vez.

– No entiendo nada -dijo. Su mano derecha, la que sostenía la hoja, cayó a lo largo del cuerpo.

– Pues debería de estar bien claro.

– No lo entiendo. ¿Cómo pueden trasladarme? Antes tenían haber pedido mi consentimiento.

– No creo que a nadie le interese ya lo que usted desee.

– Hace veintitrés años que soy sacerdote. Claro que tienen que escucharme. No pueden hacerme esto, trasladarme sin decirme ni siquiera adónde. -El sacerdote agitó el papel, indignado-. No me dicen a qué parroquia ni a qué provincia me envían. No me dan ni una idea de dónde voy a estar. -Extendió la mano mostrando el papel a Brunetti-. Mire esto. Lo único que dicen es que me trasladan. Podría ser a Nápoles. Podría ser a Sicilia, por Dios.

Brunetti, que conocía el texto de la carta y algo más, no se molestó en mirarla.

– ¿Qué parroquia será? -proseguía Benevento-. ¿Qué clase de gente tendré? No pueden dar por descontado que vaya a aceptarlo. Llamaré al Patriarca. Presentaré una queja para que revoquen la orden. No pueden enviarme de este modo a la parroquia que quieran, después de todo lo que he hecho por la Iglesia.

– No es una parroquia -dijo Brunetti suavemente.

– ¿Qué? -preguntó Benevento.

– No es una parroquia -repitió Brunetti.

– ¿Qué quiere decir con eso de que no es una parroquia?

– Lo que he dicho. No lo han destinado a una parroquia.

– Eso es absurdo -dijo Benevento con indignación-. Naturalmente que tienen que destinarme a una parroquia. Soy sacerdote. Mi tarea es ayudar a la gente.

Brunetti permanecía impasible. Su silencio espoleó a Benevento a preguntar:

– ¿Quién es usted? ¿Qué sabe de esto?

– Mi nombre no importa. Soy alguien que reside en su parroquia -dijo Brunetti-. Mi hija está en su clase de catecismo.

– ¿Quién es?

– Una de las alumnas de la escuela secundaria -dijo Brunetti, que no veía razón para nombrar a su hija.

– ¿Y qué tiene eso que ver? -inquirió Benevento, con una cólera cada vez más perceptible en su voz.

– Tiene mucho que ver -dijo Brunetti señalando la carta con un movimiento de la cabeza.

– No tengo ni idea de lo que me está diciendo -dijo Benevento, y repitió la pregunta-: ¿Quién es usted? ¿Por qué ha venido?

– He venido a traer la carta -dijo Brunetti tranquilamente- y a comunicarle adónde irá.

– ¿Por qué iba el Patriarca a enviar a alguien como usted? -preguntó Benevento, acentuando la última palabra con grueso sarcasmo.

– Porque ha sido amenazado -explicó Brunetti afablemente.

– ¿Amenazado? -repitió Benevento en voz baja, mirando a Brunetti con un nerviosismo mal disimulado. Nada quedaba del sacerdote bonachón que había entrado en la habitación hacía sólo unos minutos-. ¿Cómo se puede amenazar al Patriarca?

– Tres niñas. Alida Bontempi, Serafina Reato y Luana Serra -dijo Brunetti escuetamente, dando los nombres de las tres muchachas cuyas familias se habían quejado al obispo de Trento.

Benevento echó la cabeza hacia atrás, como si Brunetti le hubiera abofeteado tres veces.

– No sé de qué… -empezó, pero al ver la cara de Brunetti calló un momento. Esbozó una sonrisa de hombre de mundo-. ¿Y se creen ustedes las mentiras de unas chicas histéricas? ¿Contra la palabra de un sacerdote?

Brunetti no se molestó en contestar.

Benevento estaba furioso.

– ¿Quiere decir que cree las patrañas que esas chicas inventaron contra mí? ¿Cree que un hombre que ha dedicado su vida al servicio de Dios podría hacer eso que ellas dijeron? -Brunetti seguía sin responder, y Benevento se golpeó el muslo con la carta y se volvió de espaldas a Brunetti. Fue a la puerta, la abrió, pero la cerró enseguida violentamente y miró a Brunetti-. ¿Y adónde pretenden enviarme?

– Asimara -dijo Brunetti.

– ¿Cómo? -gritó Benevento.

– Asimara -repitió Brunetti, seguro de que todo el mundo, hasta un sacerdote, tenía que conocer el nombre de la prisión de máxima seguridad, en medio del mar Tirreno.

– Pero es una prisión. No pueden enviarme allí. Yo no he hecho nada. -Dio dos pasos largos, como si pensara que podría inducir a Brunetti a hacer alguna concesión, aunque no fuera más que por la fuerza de su cólera. Brunetti lo detuvo con una mirada-. ¿Qué esperan que yo haga allí? No soy un criminal.

Aquí Brunetti lo miró a los ojos pero no dijo nada.

Benevento gritó al silencio que irradiaba del otro hombre:

– Yo no soy un criminal. No pueden enviarme allí. No pueden castigarme; ni siquiera se me ha juzgado. No pueden enviarme a la prisión por lo que digan unas chicas, sin acusación ni juicio.

– No está acusado de nada. Irá de capellán.

– ¿Qué? ¿Capellán?

– Sí, a cuidar de las almas de los pecadores.

– Pero son hombres peligrosos -dijo Benevento con una voz que él se esforzaba por serenar.

– Precisamente.

– ¿Cómo?

– Son hombres. En Asimara no hay jovencitas.

Benevento miró en derredor, buscando un oído sensato que juzgara lo que se le hacía.

– No pueden hacerme esto. Me marcho. Me voy a Roma. -La última frase ya la dijo a gritos.

– Se irá el día uno -dijo Brunetti con férrea calma-. El Patriarcado le proporcionará una lancha y luego un coche que lo llevará a Civitavecchia y vigilará que suba al barco que hace la travesía a la prisión una vez por semana. Hasta entonces no saldrá de esta rectoría. Si sale, será arrestado.

– ¿Arrestado? -barbotó Benevento-. ¿Por qué?

Brunetti dejó la pregunta sin contestar.

– Tiene dos días para prepararse.

– ¿Y si me niego a ir? -preguntó Benevento en el tono que suele utilizarse en posiciones de gran fuerza moral. Como Brunetti no respondiera, repitió la pregunta-: ¿Y si me niego a ir?

– En tal caso, los padres de las tres niñas recibirán cartas anónimas diciendo dónde está usted y lo que ha hecho.

El estupor de Benevento fue evidente y, enseguida, el miedo, tan inmediato y potente que no pudo reprimir la pregunta:

– ¿Qué harán?

– Si tiene suerte, llamarán a la policía.

– ¿Qué quiere decir, si tengo suerte?

– Ni más ni menos que lo dicho. Si tiene suerte. -Brunetti dejó que se hiciera entre ellos un largo silencio y luego dijo-: Serafina Reato se ahorcó hace un año. Llevaba un año buscando quien la creyera y no lo encontró. Dijo que lo hacía porque nadie la creía. Ahora la creen.

Benevento abrió mucho los ojos un momento y sus labios se contrajeron en un círculo prieto. El sobre y la carta cayeron al suelo, pero él no se dio cuenta.

– ¿Quién es usted? -preguntó.

– Tiene dos días -fue la respuesta de Brunetti. Pasando por encima de los papeles que habían quedado olvidados en el suelo, fue hacia la puerta. Le dolían las manos de tanto apretar los puños. No se dignó mirar a Benevento antes de salir. Tampoco dio portazo.

Brunetti se alejó de la rectoría y torció por una calle estrecha, la primera que llegaba hasta el Gran Canal. Cuando el agua le impidió seguir avanzando, se detuvo y contempló los edificios del otro lado. Un poco a la derecha estaba el palazzo en el que Lord Byron se había alojado una temporada y, a su lado, aquel en el que había vivido la primera novia de Brunetti. Pasaban embarcaciones, llevándose consigo la luz de la tarde y sus pensamientos.

No tenía sensación de triunfo por esta pobre victoria. Si algo sentía era una profunda tristeza por aquel hombre y su vida sórdida y desgraciada. Este cura estaba neutralizado, por lo menos, mientras el poder y la influencia del conde Orazio pudieran retenerlo en la isla. Brunetti pensó en la advertencia que le había hecho el otro clérigo, y en el poder y la influencia que había detrás de ella.

De pronto, con un chapoteo que salpicó los zapatos de Brunetti, una pareja de gaviotas cabecinegras se posaron delante de él, disputándose un trozo de pan. Pugnaban, pico con pico, tirando del pan, graznando y chillando, hasta que una engulló el pan y, a partir de aquel momento, las dos callaron y se calmaron, dejándose mecer apaciblemente por el agua, una al lado de la otra.

Brunetti estuvo allí un cuarto de hora, hasta que se relajó la rigidez de sus manos. Entonces las hundió en los bolsillos de la chaqueta y, despidiéndose de las gaviotas, retrocedió por la calle estrecha, camino de su casa.

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