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Brunetti, sentado ante su escritorio, se miraba los pies. Los tenía apoyados en el cajón de abajo y le mostraban cuatro hileras verticales de ojetes metálicos que parecían devolverle la mirada con gesto de reproche multiplicado. Durante la media hora última, el comisario había dividido su tiempo y atención entre las puertas del armario de la pared del fondo y, una vez bien vistas éstas, sus zapatos. Cuando el canto del cajón empezaba a clavársele en el talón, descruzaba los tobillos y volvía a cruzarlos alternando el punto de apoyo, pero ello sólo cambiaba la situación de los ojetes, sin atenuar el reproche ni mitigar el aburrimiento.

Desde hacía dos semanas, el vicequestore Giuseppe Patta estaba de vacaciones en Thailandia, en lo que el personal de la questura insistía en llamar su segunda luna de miel, y Brunetti había quedado al mando de los que combatían el crimen en Venecia. Pero el crimen parecía haber subido al avión con el vicequestore, porque nada importante había sucedido desde que habían abandonado la ciudad Patta y su esposa, recién reintegrada al hogar -la idea le daba escalofríos- a los brazos de su marido, salvo algún que otro robo de poca monta. El único delito interesante había ocurrido en una joyería de campo San Mauricio. Dos días antes, una pareja muy bien vestida había entrado en la tienda empujando un cochecito, y el nuevo padre, henchido de orgullo, había pedido ver anillos de brillantes, para hacer un regalo a la ruborosa madre. Ella se probaba un anillo y luego otro hasta que, finalmente, se prendó de un solitario blanco de tres quilates y preguntó si podía salir a verlo a la luz del día. Entonces ocurrió lo inevitable: la mujer salió a la calle, hizo relucir la piedra al sol y agitó la mano llamando al padre, que se inclinó sobre el cochecito para arreglar la manta y, sonriendo al dueño con timidez, salió a reunirse con su esposa. Naturalmente, la pareja desapareció en el acto, dejando atravesado en la puerta el cochecito con el muñeco.

Un golpe ingenioso, pero por sí mismo no constituía una ola de delincuencia, y Brunetti se encontraba aburrido y sin saber si prefería la responsabilidad del mando con la montaña de papel que generaba o la libertad de acción que su rango inferior le deparaba. Aunque tampoco podía decirse que hubiera mucho campo en el que ejercer tal libertad de acción.

Levantó la mirada al oír un golpe en la puerta y sonrió cuando ésta se abrió ofreciéndole la primera visión de la mañana de la signorina Elettra, la secretaria de Patta, que parecía haber tomado la ausencia del vicequestore como una invitación a empezar la jornada de trabajo a las diez, en lugar de las preceptivas ocho y media.

Buon giorno, commissario -dijo al entrar, con una sonrisa que a él le recordó fugazmente el gelato al'amarena, blanco y escarlata, colores que armonizaban con las rayas de su blusa de seda. Al entrar, la joven se hizo a un lado para dejar paso a la mujer que la seguía. Brunetti, de una rápida ojeada, captó un traje de chaqueta barato de poliéster gris y corte anguloso, con una falda que, con desprecio de la moda, acababa muy cerca de unos zapatos planos, y unas manos que asían torpemente un bolso de plástico, y miró otra vez a la signorina Elettra.

– Comisario, aquí hay alguien que desea hablar con usted -dijo.

– ¿Sí? -preguntó él, volviendo a mirar a la otra mujer, sin gran interés. Pero entonces observó la curva de su mejilla derecha y, cuando ella volvió la cabeza para mirar en derredor, la fina línea del mentón y el cuello, y repitió, más interesado-: ¿Sí?

Al percibir el tono, la mujer volvió la cara hacia él con una media sonrisa que le resultó extrañamente familiar, aunque estaba seguro de no haber visto nunca a su visitante. Pensó que tal vez fuera hija de algún amigo que venía a pedirle ayuda y que quizá lo que reconocía no era la cara sino una fisonomía familiar.

– ¿Sí, signorina? -dijo levantándose y señalando la silla que estaba al otro lado de su mesa. Entonces la mujer miró a la signorina Elettra, que le dedicó la sonrisa que reservaba para las personas que se ponían nerviosas al entrar en la questura y, diciendo que debía volver a su trabajo, salió del despacho.

La mujer rodeó la silla y se sentó tirándose de la falda hacia un lado. Aunque delgada, se movía sin gracia, como si toda la vida hubiera usado zapatos planos.

Brunetti sabía por experiencia que era preferible no decir nada y esperar con expresión de sereno interés: indefectiblemente, el silencio hacía hablar a la persona que tenía delante. Mientras esperaba, miró a la cara a la mujer, desvió la mirada y volvió a mirarla, tratando de descubrir por qué le resultaba tan familiar. Buscaba en sus facciones algún parecido con personas conocidas, quizá el padre o la madre, o tal vez era dependienta de algún comercio y, lejos de su mostrador, no conseguía identificarla. Si trabajaba en una tienda -se dijo involuntariamente-, no sería de modas, desde luego: el traje era un engendro rectilíneo de un estilo desaparecido hacía diez años, y el peinado, simplemente, pelo cortado sin arte ni gracia, en torno a una cara limpia de maquillaje. Pero, a la tercera mirada, Brunetti tuvo la impresión de que aquella mujer iba disfrazada y lo que el disfraz ocultaba era su belleza. Tenía los ojos oscuros y muy separados, con unas pestañas largas y espesas que no necesitaban máscara, los labios pálidos pero carnosos y suaves, la nariz recta, fina y ligeramente arqueada: una nariz noble -no encontró mejor palabra- y, bajo el desastroso corte de pelo, una frente ancha y tersa. Pero tampoco este reconocimiento de su belleza hacía más fácil la identificación.

Ella lo sorprendió al decirle:

– No me reconoce, ¿verdad, comisario? -Hasta la voz era familiar, pero también estaba fuera de lugar. Él trataba de recordar, pero lo único de lo que podía estar seguro era que no tenía nada que ver con la questura ni con su trabajo.

– No, signorina, lo siento, pero sé que nos conocemos y que éste no es el sitio en el que podía esperar encontrarla. -La miraba con una sonrisa que pedía comprensión para este fallo tan humano.

– Yo no esperaría que la mayoría de las personas a las que usted conoce tuvieran por qué venir a la questura -dijo ella, y sonrió para dar a entender que pretendía hablar con desenfado.

– No; son pocos los amigos que vienen voluntariamente y, hasta este momento, ninguno ha tenido que venir contra su voluntad. -Él sonrió a su vez, para indicar que también podía bromear sobre las cosas de la policía, y agregó-: Afortunadamente.

– Yo nunca he tenido tratos con la policía -dijo la mujer, mirando otra vez en derredor, como si temiera que pudiera ocurrirle algo malo ahora que los tenía.

– Como la mayoría de la gente -apuntó Brunetti.

– Claro, imagino que no -dijo ella mirándose las manos en el regazo. -Y entonces, sin preámbulos, dijo-: Yo era inmaculada.

– ¿Cómo dice? -Brunetti estaba desconcertado y empezaba a sospechar que su joven visitante pudiera estar seriamente trastornada.

Suor Immacolata -dijo ella con una breve mirada y aquella dulce sonrisa que tantas veces había visto él bajo la blanca toca almidonada. Aquel nombre la ubicó y resolvió el enigma, explicando el porqué del corte de pelo y su evidente incomodidad con la ropa que llevaba. Brunetti había sido consciente de su belleza desde la primera vez que la vio en la casa de reposo en la que, desde hacía años, su madre no encontraba reposo, pero sus votos religiosos y el largo hábito blanco que los simbolizaba la envolvían en un tabú, por lo que Brunetti había apreciado su belleza como la de una flor o de un cuadro, reaccionando como un observador y no como un hombre. Ahora, libre de disfraces y cortapisas, su belleza se hacía notar en aquel despacho, a pesar de la vestimenta barata y el gesto cohibido.

Suor Immacolata había desaparecido de la residencia geriátrica de su madre hacía un año, y Brunetti, disgustado por la aflicción de su madre ante la pérdida de la hermana que con más cariño la trataba, sólo consiguió averiguar que había sido trasladada a otra residencia de la orden. Desfiló por su mente una larga lista de preguntas y fue descartándolas por poco apropiadas. Puesto que había venido, ella le diría por qué.

– No puedo regresar a Sicilia -dijo ella bruscamente-. Mi familia no lo comprendería. -Sus manos abandonaron el asidero del bolso y buscaron consuelo la una en la otra. Al no encontrarlo, se posaron en los muslos y, sintiendo de pronto el calor de la carne que tenían debajo, buscaron de nuevo refugio en la superficie dura y angulosa del bolso.

– ¿Hace mucho que ha…? -empezó Brunetti y, al no encontrar el verbo adecuado, dejó la frase sin terminar.

– Tres semanas.

– ¿Reside en Venecia?

– No, en Venecia, no; en el Lido. En una pensión.

Brunetti se preguntaba si habría ido a pedirle dinero. De ser así, estaría encantado y muy honrado en dárselo, ya que era muy grande la deuda que tenía con ella por aquellos años de atenciones y cuidados para con él y con su madre.

Como si le hubiera leído el pensamiento, ella dijo:

– Tengo un empleo.

– ¿Dónde?

– En una clínica particular del Lido.

– ¿De enfermera?

– En la lavandería. -La joven captó la rápida mirada que él lanzó a sus manos y sonrió-. Ahora se hace a máquina, comisario. Ya no hay que bajar al río a lavar las sábanas sacudiéndolas contra las piedras.

Él se rió tanto de su propia confusión como de la respuesta de ella. Esto despejó un poco el ambiente dándole pie para decir:

– Siento que tuviera que tomar esa decisión. -En el pasado él hubiera agregado el tratamiento, «suor Immacolata», pero ya no podía llamarla así. Con los hábitos, había abandonado el nombre y quién sabe cuántas cosas más.

– Me llamo Maria -dijo ella-. Maria Testa. -Como la cantante que hace una pausa para que vibre la resonancia de la nota que marca el cambio de un registro a otro, ella se detuvo a escuchar el eco de su nombre-. Aunque ya no estoy segura de que ese nombre sea el mío -agregó.

– ¿Cómo? -preguntó Brunetti.

– Cuando dejas la orden, has de seguir un proceso. Supongo que es algo así como desconsagrar una iglesia. Es muy complicado, y pueden tardar mucho tiempo en dejarte marchar.

– Será que quieren estar seguros de que usted lo está. Que está segura, quiero decir -apuntó Brunetti.

– Sí. Puede durar meses, y hasta años. Tienes que presentar cartas de personas que te conozcan y atestigüen que eres capaz de tomar esa decisión.

– ¿Es lo que desea de mí? ¿Puedo ayudarla de este modo?

Ella agitó una mano hacia un lado desestimando sus palabras y, con ellas, su propio voto de obediencia. Eso ya acabó. Fin.

– Comprendo -dijo Brunetti, aunque no era así.

Ella lo miró de frente. Tenía unos ojos tan hermosos que Brunetti sintió un poco de envidia del hombre que la hiciera renunciar a su voto de castidad.

– He venido para hablarle de la casa di cura. De lo que vi allí.

Brunetti, pensando en su madre, inmediatamente se puso alerta a cualquier señal de peligro; pero, antes de que pudiera traducir su alarma en una pregunta, ella dijo:

– No, comisario; no se trata de su madre. A ella no puede pasarle nada. -Entonces se interrumpió, cortada por el sonido de la frase y la triste verdad que encerraba: lo único que podía pasarle a la madre de Brunetti era morirse-. Lo siento -agregó tímidamente, y no dijo más.

Brunetti la interrogó con la mirada un momento, desconcertado por lo que acababa de oír y sin saber cómo preguntarle qué quería decir. Recordó la tarde de su última visita a su madre, en la que aún esperaba a medias volver a ver a suor Immacolata, ausente desde hacía ya tiempo, sabiendo que ella era la única persona de aquella casa que comprendía el doloroso peso que sentía en el alma. Pero en el vestíbulo, en lugar de la bella siciliana, había encontrado sólo a suor Eleanora, una mujer agriada por la edad, para quien los votos significaban pobreza de espíritu, castidad de humor y obediencia sólo a un riguroso concepto del deber. El que su madre tuviera que estar, aunque fuera un solo instante, atendida por esta mujer, indignaba al hijo; el que aquella casa di cura estuviera considerada una de las mejores de Italia avergonzaba al ciudadano.

La voz de la joven lo sacó de su larga abstracción, pero no oyó lo que le decía y tuvo que preguntar:

– Perdone, suora. -La fuerza de la costumbre hizo que se le escapara el tratamiento-. Estaba distraído.

Ella volvió a empezar, sin acusar el tratamiento.

– Me refiero a la casa di cura de aquí, de Venecia, en la que trabajé hasta hace tres semanas. Pero no he dejado únicamente esa casa, dottore. También he dejado la orden y lo he dejado todo. Para empezar mi… -Aquí se interrumpió y miró por la ventana abierta a la fachada de la iglesia de San Lorenzo, como buscando allí el nombre de lo que iba a empezar-. Mi vida nueva. -Lo miró con una sonrisa débil-. La vita nuova -repitió en un tono que ella pretendía desenfadado, como si fuera consciente, como lo era él, del melodramático acento que tenía su voz-. Leíamos La vita nuova en el colegio, pero no lo recuerdo muy bien. -Lo miró un momento, juntando las cejas interrogativamente.

Brunetti no tenía idea de adonde lo llevaba esta conversación: primero, le hablaba de peligro; y ahora, del Dante.

– Nosotros también lo estudiábamos, pero yo pienso que era demasiado joven. De todos modos, siempre preferí la Divina Commedia -dijo él-. Sobre todo, Purgatorio.

– Es curioso -comentó ella con un interés que podía ser real o sólo el intento de demorar lo que la había llevado allí-. Nunca había oído decir a nadie que prefiriera ese libro. ¿Por qué?

Brunetti se permitió una sonrisa.

– Ya sé: la gente imagina que, por ser policía, tendría que preferir Inferno. Los malos reciben su castigo y cada cual tiene lo que el Dante opina que se merece. Pero a mí nunca me ha gustado eso, la certidumbre absoluta del juicio, todo ese horrendo sufrimiento. Por toda la eternidad. -Ella le miraba a la cara y escuchaba sus palabras atentamente-. Me gusta Purgatorio porque allí se mantiene la esperanza de que las cosas cambien. Para los otros, tanto si están en el cielo como en el infierno, todo ha terminado: allí se quedarán. Para siempre.

– ¿Usted lo cree así? -preguntó ella, y Brunetti comprendió que no le hablaba de literatura.

– No.

– ¿En absoluto?

– ¿Quiere decir si creo que hay cielo e infierno?

Ella asintió, y él se preguntó si un vestigio de superstición le haría pronunciar palabras de duda.

– No.

– ¿Nada?

– Nada.

Después de una pausa muy larga, ella dijo:

– Qué triste.

Como tantas otras veces, desde que había descubierto que esto era lo que creía, Brunetti se encogió de hombros.

– Supongo que un día lo averiguaremos -dijo ella, pero en su voz había expectación, no sarcasmo ni resignación.

El primer impulso de Brunetti fue volver a encogerse de hombros, ya que ésta era una discusión a la que había renunciado hacía años, estando aún en la universidad, cuando dejó atrás las cosas de la niñez, por impaciencia con todo lo que era especulación y por ganas de vivir. Pero no tuvo más que mirarla para comprender que, en cierto modo, ella acababa de salir del cascarón, que se disponía a iniciar su propia vita nuova y que, para ella, esta clase de preguntas, sin duda impensables en el pasado, tenían que ser actuales y vitales.

– Quizá sí -concedió él.

La respuesta fue instantánea y vehemente:

– No tiene por qué mostrarse condescendiente conmigo, comisario. Yo he dejado atrás mi vocación, no mi inteligencia.

Él optó por no disculparse ni proseguir esta discusión teológica fortuita. Pasó una carta de un lado de la mesa al otro, echó la silla hacia atrás y puso una pierna encima de la otra.

– ¿Entonces, quiere que hablemos de eso?

– ¿De qué?

– ¿De donde quedó su vocación?

– ¿La residencia geriátrica? -preguntó ella sin necesidad.

– Pero, ¿cuál de ellas en concreto?

– San Leonardo. Está cerca del Ospedale Giustinian. La orden ayuda a proveerla de personal.

Él observó que la joven mantenía los pies bien asentados en el suelo, uno al lado del otro, y las rodillas juntas. Ahora abrió el bolso con cierta dificultad, sacó un papel, lo desdobló y miró lo que estaba escrito en él:

– Durante el año último -empezó nerviosamente-, han muerto allí cinco personas. -Dio la vuelta a la hoja de papel y se inclinó hacia adelante para ponerla delante de él. Brunetti miró la lista.

– ¿Estas personas? -preguntó.

Ella asintió.

– He puesto nombres, edad y causa de la muerte.

Él volvió a mirar la lista y comprobó que tal era, exactamente, la información. Se indicaban los nombres de tres mujeres y dos hombres. Brunetti recordó haber leído una estadística que indicaba que las mujeres vivían más años que los hombres, pero aquella lista parecía desmentirla. Una de las mujeres no llegaba a los setenta y la otra los superaba en muy poco. Los dos hombres eran más viejos. Como tantas personas de su edad, habían muerto de embolia, infarto o pulmonía.

– ¿Por qué me ha traído esta lista? -preguntó Brunetti levantando la mirada hacia la mujer.

Aunque debía de estar preparada para la pregunta, ella tardó en contestar:

– Porque usted es la única persona que puede hacer algo respecto a eso.

Brunetti se quedó esperando una explicación y, como ésta no llegaba, preguntó:

– ¿A qué se refiere al decir «eso»?

– No estoy segura de la causa de esas muertes.

Él agitó la lista en el aire.

– Pero, ¿no está la causa especificada aquí?

Ella movió afirmativamente la cabeza.

– Sí, pero, ¿y si lo que dice el papel no es verdad? ¿Existe algún medio por el que se pueda averiguar la verdadera causa de la muerte?

Brunetti no tuvo necesidad de pensar antes de contestar: la ley sobre la exhumación era clara.

– No sin una orden judicial o una petición de la familia.

– Oh -hizo ella-. No tenía idea. He estado… no sé cómo decirlo… he estado tanto tiempo apartada del mundo que ya no sé cómo funcionan, cómo se hacen, las cosas. -Hizo una pausa antes de terminar-: Quizá no lo supe nunca.

– ¿Cuánto tiempo estuvo en la orden?

– Doce años, desde los quince. -Si observó su gesto de sorpresa, no se dio por enterada-. Es mucho tiempo, sí.

– Pero usted no estaba apartada del mundo -objetó Brunetti-. Al fin y al cabo, ha estudiado para enfermera.

– No -respondió ella rápidamente-. Yo no he estudiado para enfermera. No tengo título. La orden vio que tenía una… -se interrumpió, y Brunetti observó que su interlocutora se encontraba en la insólita situación de tener que atribuirse un don o un mérito, y no tenía más alternativa que la de dejar de hablar. Después de una pausa que dedicó a eliminar de sus palabras todo asomo de presunción, prosiguió-: Decidieron que sería bueno para mí tratar de ayudar a los ancianos, y por eso me destinaron a las residencias geriátricas.

– ¿Cuánto tiempo ha trabajado en ellas?

– Siete años. Seis en Dolo y uno en San Leonardo -respondió la mujer.

Según esto, calculó Brunetti, suor Immacolata tenía veinte años cuando llegó a la residencia en la que estaba su madre, la edad en la que la mayoría de las mujeres consiguen su primer trabajo, deciden su profesión, conocen a su pareja, tienen hijos. Pensó en lo que las otras mujeres podían conseguir durante esos años y en lo que había sido la vida de suor Immacolata, entre los gritos de los dementes y los olores de los incontinentes. De haber sido Brunetti un hombre de convicciones religiosas que creyera en la existencia de un ser superior, quizá le hubiera consolado pensar en la recompensa espiritual que ella recibiría a cambio de los años sacrificados. Ahuyentando este pensamiento, preguntó mientras ponía la lista frente a sí y la alisaba con el dorso de la mano:

– ¿Qué tuvo de extraño la muerte de estas personas?

Ella tardó un momento en contestar, y su respuesta, cuando al fin llegó, lo desconcertó por completo:

– Nada. Normalmente, había un fallecimiento cada tres o cuatro meses, sobre todo, después de las vacaciones.

Décadas de experiencia en interrogar a personas más o menos reacias a hablar, permitieron a Brunetti preguntar con toda calma:

– En tal caso, ¿por qué hizo esta lista?

– Dos de las mujeres eran viudas y la tercera no se había casado. Uno de los hombres nunca recibía visitas. -Lo miró, esperando una pregunta, pero él no dijo nada.

Su voz se suavizó, y a Brunetti le pareció volver a ver a suor Immacolata, todavía con su hábito negro y blanco, luchando contra la exhortación de no hablar mal, ni siquiera de un pecador.

– En varias ocasiones -prosiguió al fin-, oí decir a dos de ellos que cuando murieran pensaban acordarse de la casa di cura. -Calló y se miró las manos, que habían abandonado el bolso y ahora se oprimían mutuamente en una tenaza mortal.

– ¿Y lo hicieron?

Ella movió la cabeza de derecha a izquierda y no dijo nada.

– María -dijo él en un tono deliberadamente bajo-, ¿quiere decir que no lo hicieron o que usted no lo sabe?

Ella respondió, sin levantar la mirada:

– No lo sé. Pero dos de las mujeres, la signorina Da Prè y la signora Cristanti… decían que pensaban hacerlo.

– ¿Qué decían?

– Un día, hará cosa de un año, la signorina Da Prè dijo, después de una misa en la que no hubo colecta, porque cuando nos dice la misa el padre Pio nunca la hay… -Ella se llevó nerviosamente una mano a la sien y Brunetti la vio deslizar los dedos hacia atrás, buscando el contacto tranquilizador de la toca. Al encontrar sólo el pelo al descubierto, bajó la mano rápidamente, como si se hubiera quemado-. Después de la misa, cuando la acompañaba a su habitación, dijo que no importaba que no hubiera colecta, porque cuando ella se fuera ya verían lo generosa que había sido.

– ¿Le preguntó usted qué quería decir?

– No. Me pareció que estaba claro que quería dejarles dinero.

– ¿Y…?

De nuevo, ella movió negativamente la cabeza.

– No sé.

– Desde entonces hasta su muerte, ¿cuánto tiempo transcurrió?

– Tres meses.

– ¿Ella dijo a alguien más eso del dinero?

– No lo sé. No hablaba mucho con la gente.

– ¿Y la otra mujer?

– La signora Cristanti era mucho más explícita -respondió Maria-. Decía que quería dejar su dinero a las personas que habían sido buenas con ella. Lo decía a todas horas y a todo el mundo. Pero no estaba… no creo que estuviera en condiciones de decidir, por lo menos, cuando yo la conocí.

– ¿Por qué no?

– No tenía la mente muy clara -respondió Maria-. Es decir, no siempre. Tenía días en los que parecía estar bien, pero la mayor parte del tiempo divagaba; creía que volvía a ser niña y pedía que la llevaran a sitios. -Después de una pausa, con voz de persona experimentada, agregó-: Es muy frecuente.

– ¿Volver al pasado? -preguntó Brunetti.

– Sí. Pobrecitos. Debe de ser porque para ellos el pasado es mejor que el presente. Cualquier pasado.

Brunetti recordó su última visita a su madre y ahuyentó el recuerdo.

– ¿Y qué le pasó?

– ¿A la signora Cristanti?

– Sí.

– Murió de un ataque al corazón hace unos cuatro meses.

– ¿Dónde murió?

– Allí. En la casa di cura.

– ¿Dónde estaba cuando sufrió el ataque? ¿En su habitación o delante de otras personas? -Brunetti no las llamó «testigos» ni siquiera con el pensamiento.

– No; murió mientras dormía. Plácidamente.

– Comprendo -dijo Brunetti, aunque no acababa de ser cierto. Dejó pasar unos momentos antes de preguntar-: ¿Hizo esta lista porque cree que estas personas murieron por otra causa? ¿Algo distinto de lo que dice aquí?

Ella lo miró y él se sintió desconcertado por su gesto de sorpresa. Si ella se había decidido a venir a hablar con él, sin duda debía de ser consciente de la implicación de semejante paso.

Con el evidente intento de ganar tiempo, ella repitió:

– ¿Algo distinto? -Como Brunetti no respondiera, dijo-: La signora Cristanti no sufría del corazón.

– ¿Y las otras personas de la lista que murieron repentinamente?

– El signor Lerini tenía trastornos gástricos, pero nada más.

Brunetti volvió a mirar la lista.

– Y esta otra mujer, la signora Galasso, ¿estaba delicada?

Él la vio enrojecer de repente.

– Lo terrible es que no estoy segura. Sólo que continuamente recuerdo lo que me dijeron esas mujeres. -Se interrumpió y miró al suelo. Finalmente, con una voz que él tuvo que hacer un esfuerzo por oír, dijo-: Tenía que contárselo a alguien.

– Maria -dijo él y, después de pronunciar el nombre, calló hasta que ella lo miró. Entonces prosiguió-: Sé que es muy grave levantar falso testimonio contra el prójimo. -Esto la sorprendió, como si el diablo hubiera empezado a citar la Biblia-. Pero tenemos la obligación de proteger a los débiles y a los indefensos. -Brunetti no recordaba que esto estuviera en la Biblia, pero pensaba que debería estar. Ella no decía nada, y él preguntó-: ¿Lo entiende, Maria? -Ella seguía sin contestar y él modificó la pregunta-: ¿No está de acuerdo?

– Claro que estoy de acuerdo -dijo ella con un punto de aspereza-. Pero, ¿y si estoy equivocada? ¿Y si todo son figuraciones mías y a esas personas nadie les ha hecho nada? Eso sería calumnia.

– Si así lo creyera, dudo de que estuviera aquí. Y, desde luego, no vestiría como viste ahora.

Ninguno de los dos habló durante un rato, hasta que Brunetti preguntó:

– ¿Todos estaban solos en su habitación cuando murieron?

Ella pensó un momento.

– Sí; todos.

Brunetti apartó la lista a un lado de la mesa y, con el equivalente verbal de este movimiento, desvió la conversación:

– ¿Cuándo decidió dejar la orden?

La respuesta no hubiera llegado antes si ella hubiera estado esperando la pregunta:

– Después de hablar con la madre superiora -dijo con la voz ronca por la emoción de algún recuerdo-. Pero antes hablé con el padre Pio, mi confesor.

– ¿Podría repetirme qué les dijo? -hacía tanto tiempo que Brunetti se había apartado de la Iglesia, de sus pompas y sus obras que ya no recordaba lo que podía y lo que no podía repetirse de una confesión ni cuál era la pena por ello, pero recordaba lo suficiente como para saber que no se podía hablar libremente de la confesión.

– Sí, creo que sí.

– ¿Es el mismo sacerdote que dice la misa?

– Sí. También pertenece a nuestra orden, pero no vive allí. Va dos veces a la semana.

– ¿Dónde reside él?

– En la casa madre, aquí, en Venecia. Ya era mi confesor cuando yo estaba en la otra residencia.

Brunetti observó lo pronta que estaba a dejarse distraer por los detalles, y preguntó:

– ¿Qué le dijo usted?

Ella tardó en responder, y Brunetti pensó que debía de estar recordando su conversación con el confesor.

– Le hablé de las personas que habían muerto y de que algunas no estaban enfermas -dijo ella y se interrumpió, desviando la mirada.

Al darse cuenta de que ella no tenía intención de decir más, Brunetti preguntó:

– ¿Le dijo algo más, algo sobre el dinero y sus intenciones al respecto?

Ella movió la cabeza negativamente.

– Entonces no lo sabía. Es decir, no lo recordaba. Estaba muy preocupada por su muerte y eso es todo lo que le dije, que habían muerto.

– ¿Y él qué dijo?

Ella volvió a mirar a Brunetti.

– Dijo que no lo entendía. Y entonces se lo expliqué. Le di los nombres de los que habían muerto y le conté lo que sabía de sus historiales médicos, que algunos tenían buena salud y habían muerto de repente. Él me escuchó y me preguntó si estaba segura. -Haciendo un inciso, explicó con naturalidad-: Como soy siciliana, la gente del Norte piensa que soy estúpida. O embustera.

Brunetti la miró para ver si esta observación encerraba algún reproche, algún comentario sobre su propia conducta, pero no parecía haberlo.

– Creo que, sencillamente, el padre no pudo creerlo -prosiguió ella-. Después, cuando le dije que tantas muertes no eran normales, me preguntó si era consciente del peligro de decir esas cosas, que podía caer en la calumnia. Le respondí que era consciente, y entonces él me recomendó que rezara. -Aquí calló.

– ¿Y luego?

– Le dije que ya había rezado, que había rezado durante varios días. Entonces me preguntó si me daba cuenta de la enormidad de lo que estaba insinuando. -Ella volvió a interrumpirse y dijo como en un aparte-: Estaba horrorizado. No creo que pudiera ni concebir tal posibilidad. El padre Pio es muy bondadoso y muy poco mundano. -Brunetti tuvo que reprimir una sonrisa al oír estas palabras en boca de una persona que había pasado los doce últimos años en un convento.

– ¿Y qué ocurrió después?

– Pedí hablar con la madre superiora.

– ¿Y habló?

– Tardó dos días, pero al fin me recibió, una tarde a última hora, después de Vísperas. Le hablé de la muerte de los ancianos. Ella no pudo ocultar su sorpresa, y eso me alegró, porque quería decir que el padre Pio no le había contado nada. Ya sabía que no se lo diría, pero era tan terrible lo que yo le había contado que, bueno, quizá… -su voz se apagó.

– ¿Y qué pasó?

– No quiso escucharme, dijo que no quería prestar oídos a mentiras, que lo que yo decía perjudicaría a la orden.

– ¿Y qué más?

– Me dijo, me ordenó, apelando a mi voto de obediencia, guardar silencio absoluto durante un mes.

– ¿Significa eso lo que creo que significa: que durante un mes no podría hablar con nadie?

– Sí.

– ¿Y su trabajo? ¿No hablaba con los pacientes?

– No estaba con ellos.

– ¿Cómo?

– La madre superiora me ordenó que permaneciera en mi celda o en la capilla.

– ¿Durante un mes?

– Dos.

– ¿Qué?

– Dos -repitió ella-. Al final del primer mes, vino a verme a la celda y me preguntó si mis oraciones y meditaciones me habían ayudado a entrar en razón. Le dije que había rezado y meditado, y así era, pero que aquellas muertes seguían inquietándome. Ella se negó a seguir escuchando y me ordenó reanudar el silencio.

– ¿Y usted obedeció?

Ella asintió.

– ¿Y después?

– Estuve en oración toda la semana siguiente, pero no podía dejar de pensar ni un momento en lo que me habían dicho aquellas mujeres. Antes, me había prohibido a mí misma recordar, pero una vez empecé ya no pude sacármelo de la cabeza.

Brunetti trató de imaginar la gran variedad de cosas que ella podía haber «recordado» después de más de un mes de soledad y silencio.

– ¿Qué pasó al final del segundo mes?

– La madre superiora volvió a la celda y me preguntó si había recobrado el buen sentido. Yo le dije que sí, como supongo que es la verdad. -Calló y de nuevo ofreció a Brunetti su sonrisa triste y nerviosa.

– ¿Y luego?

– Luego me marché.

– ¿Así, sin más? -Inmediatamente, Brunetti empezó a pensar en los detalles prácticos: ropa, dinero, transporte. Curiosamente, eran los mismos detalles de los que tenían que preocuparse los que salían de la cárcel.

– Aquella misma tarde, salí mezclada con los que habían venido de visita. A nadie le llamó la atención, nadie le dio importancia. Pregunté a una de las mujeres dónde podía comprar ropa. No tenía más que diecisiete mil liras.

Ella dejó de hablar y Brunetti preguntó:

– ¿Y se lo dijo?

– Su padre era uno de mis pacientes, y me conocía. Ella y su marido me invitaron a cenar en su casa. Yo no tenía adonde ir y acepté. Al Lido.

– ¿Y?

– En el barco les dije lo que había decidido, pero no la razón. No estoy segura de que yo misma la supiera, ni de saberla ahora. No había calumniado a la orden ni a la residencia. Ni ahora tampoco, ¿verdad? -Brunetti, que no tenía ni idea, movió la cabeza negativamente, y ella prosiguió-: Lo único que hice fue decir a la madre superiora que esas muertes me habían parecido extrañas, por ser tantas.

En tono completamente coloquial, Brunetti dijo:

– He leído que a veces los ancianos mueren en tandas, sin razón aparente.

– Sí, ya le he dicho que eso suele ocurrir después de las vacaciones.

– ¿Y no podría ser ésa la explicación?

Los ojos de la mujer brillaron de lo que a Brunetti le pareció cólera.

– Claro que sí. Pero entonces, ¿por qué intentó silenciarme?

– Creo que eso ya me lo ha dicho usted, Maria.

– ¿Qué?

– El voto de obediencia. No sé lo importante que eso pueda ser para ellos, pero quizá fuera eso lo que les preocupaba, más que cualquier otra cosa. -Ella no respondió, y él preguntó-: ¿No le parece posible? -Ella seguía sin contestar, por lo que él preguntó-. Cuénteme, qué pasó después. ¿Qué hizo ese matrimonio del Lido?

– Fueron muy buenos. Después de cenar, ella me dio ropa suya. -Abrió las manos mostrando la falda-. Me quedé en su casa la primera semana y luego me ayudaron a conseguir el empleo en la clínica.

– ¿No tuvo que mostrar algún documento de identidad?

– No; se alegraban de encontrar a alguien dispuesto a hacer ese trabajo y no hicieron preguntas. Pero he escrito al ayuntamiento de mi ciudad para pedir copias de mi certificado de nacimiento y de mi documento de identidad. Si he de volver a este mundo los voy a necesitar.

– ¿Adonde pidió que se los enviaran, a la clínica?

– No; a casa de esas personas. -Ella percibió la preocupación que había en su voz y preguntó-: ¿Por qué?

Él rechazó la pregunta moviendo rápidamente la cabeza hacia un lado:

– Simple curiosidad. Nunca se sabe cuánto pueden tardar esas cosas. -Era una mentira muy burda, pero Brunetti confiaba en que, después de haber sido monja durante tantos años, no la detectara, especialmente, si venía de alguien a quien ella consideraba amigo-. ¿Tiene contacto con alguien de la casa di cura o de la orden?

– No; con nadie. -Hizo una pausa y agregó-: He visto a dos hijos de pacientes míos de San Lorenzo, pero no creo que me reconocieran. -Aquí sonrió y dijo-: Lo mismo que usted.

Brunetti correspondió a la sonrisa.

– ¿Alguien de la residencia sabe adonde ha ido?

Ella movió la cabeza negativamente.

– No. No pueden saberlo.

– ¿Se lo diría el matrimonio del Lido?

– No; les pedí que no hablaran de mí, y no creo que lo hagan. -Recordando la inquietud que él había mostrado antes, inquirió-: ¿Por qué lo pregunta?

Él no vio razón para no decirle, por lo menos:

– Si hay algo de verdad en esa… -empezó, pero entonces se dio cuenta de que no sabía ni qué nombre darle, porque desde luego no era una acusación; en realidad, no era más que un comentario sobre una coincidencia. Volvió a empezar-: Por lo que usted me ha dicho, lo más prudente será que no tenga contacto alguno con las personas de la casa di cura. -Entonces descubrió que no tenía ni idea de quiénes eran esas personas-: Cuando oyó hablar a esas ancianas, ¿pudo averiguar concretamente a quién pensaban dejar su dinero?

– He pensado en eso -dijo ella en voz baja-. Y preferiría no decirlo.

– Por favor, Maria, no creo que pueda ya optar por callarse algo de esto.

Ella asintió, pero muy despacio, reconociendo que lo que decía él era verdad, pero ello no lo hacía más agradable.

– Podrían haberlo dejado a la casa di cura, o al director, o a la orden.

– ¿Quién es el director?

– El dottor Messini, Fabio Messini.

– ¿Alguien más?

Ella meditó un momento y respondió:

– Quizá al padre Pio. Es muy bueno con los pacientes y ellos le quieren mucho. Pero no creo que él lo aceptara.

– ¿La madre superiora? -preguntó Brunetti.

– No. La orden nos prohíbe poseer bienes. Es decir, a las mujeres.

Brunetti se acercó una hoja de papel.

– ¿Sabe el apellido del padre Pio?

La alarma asomó a los ojos de la mujer.

– No irá usted a hablar con él, ¿verdad?

– No; creo que no. Pero me gustaría saberlo. Por si fuera necesario.

– Cavaletti -dijo ella.

– ¿Sabe algo más de él?

Ella denegó con un gesto de la cabeza.

– Sólo que dos veces a la semana viene a confesar y, si hay algún enfermo grave, le administra los últimos sacramentos. Muy pocas veces he tenido tiempo de hablar con él. Es decir, fuera del confesionario. -Se interrumpió un momento y agregó-: La última vez que lo vi fue hace un mes, el veinte de febrero, el día de la onomástica de la madre superiora. -De pronto, apretó los labios y cerró los ojos, como si sintiera un súbito dolor. Brunetti se inclinó hacia adelante, temiendo que fuera a desmayarse.

Ella abrió los ojos y lo miró levantando una mano para tranquilizarlo.

– ¿No es curioso? -preguntó-. Quiero decir que haya recordado el día de su santo. -Desvió la mirada un momento-. No recuerdo cuál es el día de mi cumpleaños. Sólo, la fiesta de la Inmaculada, el ocho de diciembre. -Movió la cabeza negativamente con tristeza o quizá con sorpresa, a él le hubiera sido difícil adivinarlo-. Es como si, durante todos estos años, una parte de mí hubiera dejado de existir, hubiera estado anulada. Ya no recuerdo cuándo es mi cumpleaños.

– Podría hacer que fuera el día en que salió del convento -sugirió Brunetti con una sonrisa de buena voluntad.

Ella sostuvo su mirada un momento y llevándose la mano derecha a la frente la frotó con la yema de los dedos.

La vita nuova -musitó con los ojos bajos, más para sí que para él. Bruscamente, se puso en pie-. Creo que ahora debo marcharme, comisario. -Sus ojos estaban menos serenos que su voz, y Brunetti no trató de detenerla.

– ¿Podría decirme el nombre de la pensión en la que se hospeda?

– La Pérgola.

– ¿En el Lido?

– Sí.

– ¿Y el del matrimonio que la ayudó?

– ¿Por qué quiere saberlo? -preguntó ella con verdadera alarma.

– Porque me gusta saber las cosas -dijo él con una respuesta sincera.

– Sassi. Vittorio Sassi. Via Morosini número once.

– Gracias -dijo Brunetti sin tomar nota de los nombres. Ella se volvió hacia la puerta y, durante un momento, él pensó que iba a preguntarle qué pensaba hacer, pero no dijo nada. Él se levantó y dio la vuelta a la mesa, con intención de, por lo menos, abrirle la puerta, pero ella se le adelantó. En el umbral, lo miró un momento sin sonreír y se fue.

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