8

La alarma del reloj de pulsera le sobresaltó, como cada mañana. Desde que era un crío, no había forma de que tuviera un despertar sereno. Pasara lo que pasase el día anterior, tuviese o no un motivo de preocupación, siempre se despertaba sin respiración, asustado. Apagó la alarma; tenía el pulso acelerado. Se giró para cerciorarse de que Clara seguía durmiendo y sólo entonces se dio cuenta de que no estaba en el dormitorio del 8A.

Había dormido más de cuatro horas seguidas, pero todavía se sentía cansado. Muy cansado. Su colchón era estrecho, más fino y menos confortable que el de Clara. Además, el ruido de los tubos del techo resultaba más molesto de lo habitual ahora que el edificio estaba silencioso y los sentidos de Cillian más perceptivos. Pero ésa no podía ser la única causa de su agotamiento. Clara, como una droga, le estaba proporcionando ilusión, una razón para seguir viendo con positivismo la vida, pero también un tremendo cansancio mental que le afectaba físicamente.

Se levantó y, sin pensarlo, rehízo la cama y borró con esmero los rastros de su presencia. Sólo cuando había acabado se dio cuenta de que era una tarea inútil. Se vistió con ropa de calle y se calzó los zapatos nuevos, forrados en amarillo.

Primero al vestíbulo, a por la escoba. Y luego, por fin, a la azotea.

Fue rápido. Abrió la puerta. El frío viento invernal le golpeó la cara. Volvió a cerrar la puerta. No salió al exterior. Esa mañana no era necesario. Tenía muchas razones para ponerse debajo del chorro de agua y prepararse para un día que prometía ser cuando menos entretenido.

A las cinco de la mañana ya estaba duchado y vestido con sus vaqueros oscuros y una camiseta blanca. Los ratones correteaban nerviosos de un lado a otro de la caja. Se habían comido las lonchas de jamón y casi todo el queso. Comprobó que también las cucarachas seguían con vida.

Decidió llenar la hora que le quedaba antes de entrar en servicio con un paseo por la ciudad. Envuelto en su abrigo oscuro, con la bufanda de lana y un gorro que le protegía las orejas, salió a la calle, tapizada de nuevo por un suave manto blanco. Otra vez estaba nevando. Se llevó la caja de madera que guardaba en el cajón de la garita.

Iba al río. En concreto al Hudson, al otro lado del parque. No estaba tan cerca como el East River, pero allí tenía un lugar especial. Su lugar. El muelle de la calle Setenta y nueve Oeste. En invierno era cuando más le gustaba, porque estaba cerrado al público. Los desiertos amarres para los barcos pequeños tenían un aire gótico, melancólico. Los bares y el café cerrados transmitían la sensación de que la feria había acabado y que nada quedaba de la alegría y la felicidad pasadas.

Saltó la verja sin demasiados problemas y se dirigió al muelle. Cerca de la orilla, el río estaba helado. Parcialmente helado; por suerte. A pocos metros de sus pies había un agujero en la superficie.

Abrió la caja y examinó el contenido. Un fajo con una decena de cartas, todas escritas con la misma caligrafía, dirigidas al señor Samuelson desde una residencia de Washington. El colgante de la asistenta latina con la foto de sus niños mulatos y sonrientes. Un pendiente con una perla que parecía verdadera. Unas gafas de lectura con la montura dorada y unas gafas de sol. Un guante masculino de piel y, finalmente, un collar de perro con el nombre de Elvis grabado en la medallita.

Uno tras otro, todos los objetos de la caja aterrizaron en el agua. El último, el fajo de cartas, permaneció unos instantes en la superficie; después desapareció en el fondo oscuro.

Era un ritual que repetía sin fechas fijas. Dependía de cuántos objetos de valor había coleccionado. Cuando estaba seguro de que la pérdida de cada objeto que había en la caja podía convertirse en razón de tristeza para alguien y, sobre todo, que no había forma más dañina de utilizar el objeto en cuestión, se deshacía del contenido en el río. Cualquier sitio habría valido -la reja del metro, el hueco del ascensor, su retrete-, pero el río, allí, en el cruce de la calle Setenta y nueve, era un lugar solemne, a la vez romántico e icástico. Hacía años que tiraba objetos en el Hudson, desde trabajos muy anteriores al de Upper East. De no ser por la corriente, allí abajo habría un pequeño tesoro.

A las 6.45 se hallaba puntualmente en su garita, con el uniforme y la gorra, ambos oscuros. La acera estaba despejada; la cancela exterior, abierta; el suelo del vestíbulo, impecable; los ascensores funcionaban con normalidad. Todo había recobrado el orden de siempre.

El día transcurrió monótono y, a los ojos de Cillian, lento y aburrido. La ansiedad por subir al apartamento de Clara con las compras del día anterior colisionaba frontalmente con el ritmo flemático de las tareas diarias. Sólo los vecinos más ancianos se detuvieron un poco más que lo habitual para comentar la movida de la tarde anterior. Parecía que para los demás el accidente del 5B era una anécdota ya olvidada. Todo seguía su monótono, pausado rumbo.

A media mañana llegaron los peritos de la aseguradora junto con la vecina del 5B, que volvía a llevar las gafas de Chanel. Cillian no podía ver sus ojos, pero las gafas le confirmaban que seguían rojos o, por lo menos, hinchados.

– Buenos días. ¿Qué tal está?

La mujer, nerviosa por el resultado del peritaje, ni oyó el saludo del portero. Desapareció rápidamente en el ascensor, mordisqueándose las uñas, junto con los dos peritos trajeados.

Estuvieron algo menos de una hora arriba, en el apartamento inundado. Primero bajaron los dos hombres de la aseguradora. Parloteaban entre ellos, pero al ver al portero se callaron; siguieron en silencio hasta la puerta y una vez fuera reanudaron su conversación.

Después bajó la mujer. Sola, trasteando con su móvil. Cillian intentó parecer preocupado.

– ¿Ha sido muy grave?

Pasó delante de él sin mirarle.

– Si puedo serle de alguna ayuda…

La mujer levantó entonces la mirada y agradeció el ofrecimiento con un movimiento distraído de la cabeza. A continuación, se pegó el móvil a la oreja y también ella desapareció en la calle.

Se fue sin que Cillian consiguiera interpretar el resultado del peritaje. Pero no permitió que esa duda cambiara la opinión que tenía de lo que había ocurrido el día anterior. Que el seguro cubriera la totalidad, parte o nada del siniestro era un detalle que no modificaba el éxito de su acción. Se lo repitió para sus adentros para que le quedara claro, sobre todo en los eventuales momentos futuros de depresión. «Lo has hecho muy bien, Cillian. Muy bien.»


Durante la pausa del almuerzo constató que los ratoncitos habían defecado por toda la caja, que la comida en la cajita de cucarachas había reducido de tamaño y se había vuelto más oscura, y que Clara seguía sin responder a Aurelia.

«¿Por qué demonios no contestas?» No se lo explicaba. Ahora, después de dos días de silencio, no conseguía imaginar qué pasaba por la cabeza de la chica. La primera posibilidad, que Clara sospechara de la autenticidad del mensaje, volvió por un instante a tomar cierta consistencia. Pero tampoco se lo creía demasiado. Tenía que haber un tercer motivo que en ese momento no veía pero que a buen seguro explicaba lo que estaba pasando.

Por la tarde, después de la ansiada llegada del equipo de limpieza que marcaba el fin de su jornada laboral, fue a ver a los Lorenzo. Por lo menos allí su mente se distraería y dejaría de pensar en Clara.

Cuando Cillian entró en el dormitorio, Alessandro apartó la mirada, frío.

– ¿Estás enfadado porque ayer no vine?

Una vez a solas con él, se justificó -mintió- diciendo que la razón de su ausencia había sido la mujer del 5B. Le contó los detalles del desastre que había causado en el apartamento su trastada con el lavavajillas.

– Tenías que haber visto la cara que puso cuando entró en su casa. Nunca la olvidaré.

Alessandro esbozó entonces una mueca que parecía una sonrisa. No tardó en olvidarse de su enfado y en mostrarse colaborador.

Cillian le ayudó a levantarse. Le dejó de pie, apoyado en la pared; con una tiza trazó una marca en el suelo, en el punto hasta el que Alessandro había llegado dos días antes. Calculó entonces la distancia que faltaba para llegar a la ventana del dormitorio.

– Mira -dijo contando los pasos-, ya has hecho un cuarto del camino. No está mal. Antes de que acabe el invierno lo lograremos. Lo lograrás.

Empezaron la sesión.

– La pierna derecha.

A pesar de la total entrega y voluntad, el esfuerzo era inmenso. Un paso de apenas cinco centímetros le costaba la vida. Cillian, para animarle, apeló a su rabia:

– Éste es un mundo injusto, Ale, y tú lo sabes mejor que nadie porque te ha golpeado muy duro. Mueve esa bendita pierna.

El cuerpo de Alessandro temblaba por el esfuerzo. La sangre le subió al rostro.

– Te ha tocado la vida más jodida que he conocido. Y no sólo por lo de la médula… sino por la gente que te rodea. No has tenido suerte en nada. La pierna derecha, vamos.

El temblor se hizo violento. Alessandro emitió un gruñido animal. Las mandíbulas se cerraban, sometían los dientes a una presión creciente.

– Tu chica te ha dejado, tus hermanos y tus amigos pasan de ti, y tus padres son unos pobres paletos que ni siquiera son conscientes de que tu cerebro sigue funcionando. La maldita pierna derecha o vuelvo a meterte en la cama.

Por fin su pie derecho se movió unos pocos centímetros. Alessandro parado, con la respiración entrecortada, recuperó las fuerzas.

– Y cada día será peor, Alessandro. Da igual lo que digan los médicos. Cada día, peor. Lo sabemos. Así que cuanto antes lo consigas, mejor para ti. Porque llegará un día en que no estaré aquí. Ahora la izquierda.

Alessandro le miró a la cara. Sabía que Cillian decía todas esas cosas para animarle pero que, al mismo tiempo, disfrutaba genuinamente de ese despiadado ensañamiento.

– ¿Han vuelto a ponerla? -Dijo Cillian, que miraba con una sonrisa el marco de fotos sobre la cómoda, delante de la cama. Se trataba de un retrato de Alessandro, antes de la enfermedad, abrazado a una chica rubia-. ¿Quién ha sido? Tu madre, ¿verdad?

Empapado en sudor, Alessandro se concentró para mover la otra pierna.

– ¿Tu madre sabe que ese zorrón, mientras tú te meas en los pañales, se tira a medio campus?

El cuerpo de Alessandro volvió a temblar por el esfuerzo.

– ¿Te animaba ella la noche que te machacaste los huesos? ¿Qué te decía? ¿Salta, amor, salta… siempre adelante, cariño? -Esa información le había llegado de tercera mano. Un amigo presente en la tragedia se la había contado a un hermano de Ale, que se lo había contado al padre, que se lo había contado al portero. Era un tema que Cillian amaba rememorar-. La izquierda. No ha venido ni una vez a verte, ¿verdad?

De nuevo ese gruñido animal. El labio inferior quedó atrapado entre la presión brutal de las mandíbulas. Se abrió una brecha, de la que manó un espeso reguero de sangre.

– No ha venido, estoy seguro… porque me paso abajo todo el día… y en un pibón así me habría fijado, ¿sabes?

Alessandro lanzó una especie de grito y consiguió mover la pierna izquierda. Levantó la mirada hacia Cillian, satisfecho, con la barbilla manchada de sangre.

– ¿A qué viene esa mirada de triunfo? Sólo has avanzado veinte centímetros… Mira cuánto te falta. La pierna derecha.

Siguieron así durante media hora. Media hora en la que Cillian le repitió, bajo distintos enfoques, lo desgraciada y sin sentido que era su vida. Alessandro aún se hallaba lejos de su marca anterior. Y la creciente provocación de Cillian era inversamente proporcional a la rabia de Alessandro. Con el pasar de los minutos y el cansancio, el chico aceptaba todo cada vez más pasivo, apático. Hasta que cesó en sus esfuerzos. Su cuerpo dejó de temblar, su rostro se relajó; comunicó su decisión con una mirada de renuncia y clemencia.

– ¿No puedes más?

Alessandro cerró los ojos. No aguantaba más. Esta vez se rendía, derrotado, más allá de toda su buena voluntad. Pidió con señas, con las pocas fuerzas que le quedaban, que Cillian le devolviera a la cama. Éste, por respuesta, le vomitó a la cara una ráfaga de crueldades. Sin efecto. Fue a por la foto de la ex novia de Alessandro y se la puso delante de la cara. Pero tampoco dio resultado. Ya no había orgullo ni dignidad a la que apelar. Alessandro, pálido, intentó mover los labios para emitir algún sonido y, de pronto, se desplomó en el suelo.

Se había rendido.

Cillian, muy serio, acercó su rostro al del chaval y le giró la cabeza para que le mirara.

– ¿Quieres poner fin a toda esta mierda, Alessandro? ¿Quieres seguir yendo hacia delante?

Alessandro cerró los ojos, pero no los reabrió. No era un sí, era la única forma que tenía de evitar su mirada.

– ¿Lo quieres?

Una rabia inexplicable recorría el cuerpo del portero. Con la mano libre, le abrió los parpados, le obligó a mirar.

– Pues de ti depende. Llega a esa maldita ventana y acaba con tu sufrimiento.

Una visita en principio rutinaria estaba adquiriendo una importancia trascendental en la relación entre los dos.

Alessandro le miró con una expresión que Cillian no le había visto nunca. Le rogaba compasión. Le estaba pidiendo que se apiadase de él: no por la sesión de ese día, sino por su vida. Le miró a los ojos, luego miró la ventana, y después otra vez a él.

Cillian, como siempre, le entendió a la primera.

– ¿Que te lleve hasta allí y acabemos con esto?

Alessandro cerró brevemente los ojos y volvió a abrirlos.

Cillian se calmó de inmediato. Se agachó a su lado y le puso una mano en el hombro.

– ¿Ahora mismo? -preguntó con dulzura.

Alessandro asintió.

Entonces fue Cillian el que cerró los ojos. Meditó a oscuras durante más de un minuto. Cuando volvió a abrirlos, Alessandro le estaba mirando expectante, emocionado.

– No sé cómo te sonará esto… pero siempre he pensado en nosotros como la rana y el escorpión. -El rostro de Alessandro le informó que estaba muy lejos de comprenderle-. Escúchame… así me entenderás.

Percibió entonces el esfuerzo de concentración que hacía el joven a pesar de la conmoción interior que estaba viviendo.

Su afición por el escorpión venía de lejos, desde el día que aprendió en la escuela, en una clase de biología, que ese letal arácnido, de vida solitaria, tenía la curiosa costumbre de clavarse la aguja en su espalda cuando se veía acorralado por enemigos o predadores más fuertes. De inmediato, antes incluso de que empezara su coqueteo con la ruleta rusa, Cillian había sentido simpatía por ese ser que no dudaba en quitarse la vida cuando se veía agobiado.

Más tarde conoció la fábula de Esopo que tenía por protagonista al mismo animal y la conexión fue total. Cillian y el escorpión compartían una filosofía de la vida prácticamente idéntica.

Con voz calma, casi como un padre que relata un cuento a su hijo, empezó esa fábula que sentía muy suya.

– Un escorpión que no sabía nadar se encontró atrapado en una isla a punto de ser anegada por un río. Vio entonces a una rana que nadaba por allí y le suplicó que le llevara a salvo a la orilla. «¿Por qué debería hacer semejante locura?», preguntó la rana. -Alessandro lo miraba alucinado, sin entender nada pero animado por la ilusión de que todo eso le llevara a conseguir lo que estaba buscando-. «No te haré nada», le aseguró el arácnido. «Si te pinchara, moriría yo también.» Así que la rana decidió hacer la buena acción del día y cargó al escorpión sobre su espalda. Todo fue bien hasta que, en medio del río, la rana sintió un dolorosísimo pinchazo detrás de su cabeza. Comprendió que el escorpión le había clavado el aguijón en el cuello. «Pero ¿por qué lo has hecho? Ahora moriremos los dos…» A lo que el escorpión, mientras empezaba a hundirse en el agua, contestó: «Lo siento, no pude evitarlo. Clavar el aguijón está en mi naturaleza».

Cillian observó a Alessandro.

– ¿Lo entiendes ahora?

El chico abrió los ojos como platos, totalmente perdido.

– Nunca he hecho nada bueno por nadie… es algo que no está en mi naturaleza… por mucho daño que me haga también a mí mismo, no puedo evitarlo.

Alessandro seguía sin comprender la metáfora de la rana y el escorpión, pero intuyó que toda esa absurda referencia literaria no significaba nada bueno para él.

– Si pudiera hacer un favor a alguien, tú serías el primero -intentó animarle Cillian.

Pero Alessandro no valoró esta buena intención. Su mueca pasó de la compasión y el agradecimiento a la pura desesperación.

Cillian le pasó un brazo por debajo de las piernas y el otro por los hombros. Aguantando su mirada y sus inofensivos intentos de liberarse de él, se puso en pie. Alessandro, con los ojos húmedos, hizo un último intento. Se concentró, su rostro se tensó y emitió un sonido sucio pero de inequívoca interpretación: «La ventana».

Cillian no le secundó. Dio un paso adelante -eso bastaba para cubrir el trayecto caminado por Alessandro- y lo tumbó en la cama con delicadeza.

Alessandro desahogó su desesperanza con un sutil, prolongado y conmovedor sonido gutural. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Cillian se dirigió hacia la puerta, abatido.

– Lo siento.

Se marchó sin tener el valor de mirarle a la cara.

Por primera vez también Cillian tomaba conciencia de que el objetivo que se había propuesto con Alessandro era inalcanzable. Sabía que el chico había percibido su decisión como una traición cruel. Pero el dolor de Alessandro no le provocaba felicidad. No de esa forma. Alessandro nunca llegaría por sí mismo a la ventana. Y eso era lo que importaba. Un fracaso para él y para Cillian.

El signor Giovanni se percató de que ocurría algo extraño.

– ¿Va todo bien, Cillian?

Dudó unos instantes.

– Si no le molesta, hoy sí aceptaría su grappa.

El signor Giovanni accedió, pero seguía sorprendido por la extraña actitud de Cillian.

– ¿Pasa algo? -insistió.

– La verdad, ya no estoy tan seguro de que mis visitas le hagan ningún bien.

El hombre se detuvo. No sabía qué decir. La señora Lorenzo salió de la cocina.

– ¿Por qué dices eso, Cillian? -preguntó, preocupada.

– No es culpa de nadie. Simplemente es lo mejor para todos.

La noticia fue una tragedia para los dos progenitores. La madre no lo asimilaba o no quería comprenderlo.

– Pero ¿te ha hecho algo? No lo entiendo… sois amigos.

Cillian sonrió por el comentario. A pesar de que Alessandro era la persona que mejor le caía, nunca le había considerado un amigo.

– Vaya a ver a su hijo. Se ha cortado el labio y… necesita ayuda…

La señora Lorenzo le lanzó una mirada de recriminación. Quería dejarle claro que no compartía en absoluto su decisión. Se apresuró hacia el dormitorio bamboleando la cabeza. El signor Giovanni salió de su ensimismamiento y le tendió el licor.

– Pero ¿por qué tan de improviso? Dime qué ha ocurrido, por favor. Tal vez podamos hacer algo… Vamos, Cillian… -Se le humedecieron los ojos-. No nos abandones tú también. -Estaba dolido. Le temblaba la voz y la botella de grappa que tenía en la mano-. ¿Sabes que eres la única persona fuera de la familia que le viene a ver?

Cillian vació el vaso de un trago.

– El problema es que lo que consigo es que esté peor. Mi compañía no es buena.

El signor Giovanni volvió a llenarle el vaso a pesar de que Cillian le hacía señas de que no quería más.

– ¡Qué tontería, claro que es buena! Cuando está contigo, está mejor. Nosotros eso lo vemos.

– ¡Cillian! -La señora Lorenzo asomó la cabeza por la puerta de la habitación de Alessandro. Parecía desconcertada-. ¡Ven aquí! -gritó.

El portero, seguido por el signor Giovanni, cada vez más confuso, obedeció. Desde luego, esa visita estaba tomando un rumbo totalmente imprevisto.

Entró en el dormitorio y encontró a Alessandro con el cuerpo medio fuera de la cama, los pies en el suelo y la mirada delirante.

Las cuatro personas que se hallaban en la habitación permanecieron en silencio. Tensión, rabia y desesperación llenaban el espacio.

– ¿Has bajado tú solo? -preguntó Cillian, sereno, entre admirado e incrédulo-. ¿Quieres seguir con la sesión?

Cillian y Alessandro intercambiaron una mirada llena de significado para ellos y totalmente inescrutable para los perplejos progenitores.

Alessandro quería seguir con la sesión. Y no sólo eso. Aceptaba que, si decidía quitarse la vida, tendría que hacerlo por sí mismo. Y estaba dispuesto a cualquier esfuerzo y sacrificio para conseguirlo. Entregaba lo que le quedaba de vida a la búsqueda del suicidio.

– Olvídense de lo que les he comentado antes -dijo mirando a los padres-. Seguiré viniendo regularmente. Lamento el malentendido.

Los Lorenzo se miraron confundidos. Todo era demasiado complicado, demasiado rápido para ellos. El signor Giovanni, para salir de esa situación de impotencia, apeló a su autoridad de páter familias y dio una orden que en realidad no era más que una pasiva aceptación de la realidad.

– Vamos, Esther. Dejémosles solos.

Cillian se acercó a Alessandro y le ayudó a ponerse de nuevo en pie, al lado de la cama.

– Señora -Cillian reclamó la atención de la madre-, necesito que haga algo por Alessandro.

La mujer se asomó y le miró totalmente dispuesta.

– Dime, Cillian, lo que sea.

– Coja esa foto y tírela a la basura.

Salió de la casa de los Lorenzo un rato más tarde. Alessandro no había llegado a su última marca, pero su fuerza interior le había emocionado. Alguien que deseaba tanto morir, merecía su total respeto. La meta seguía pareciendo inalcanzable, pero la voluntad de hierro del joven era un buen presagio.

Y encima le esperaba una gran noche.


A las 23.36, después de la conversación habitual con su novio, Clara entraba en un sueño profundo e inducido. El cloroformo concentrado funcionó a la perfección. No hubo resistencia ni sorpresas. La chica permaneció con los ojos cerrados, abrió la boca y empezó a respirar profundamente bajo la ligera presión del algodón empapado en el narcótico.

– Pues seguiremos con el cloroformo. ¡No sabes cómo me alegra! -le susurró Cillian, que en una mano tenía el algodón y en la otra el bisturí.

A pesar de que lo conocía a la perfección, se dispuso a inspeccionar minuciosamente el apartamento de Clara bajo una nueva perspectiva. Buscaba un escondite pequeño, un lugar a la vez tranquilo, apartado, con poca luz pero cálido. Examinó cada rincón y ángulo de las paredes o los muebles, cada eventual, ocasional cobijo. En el salón, al lado del televisor, Cillian detectó la primera área de intervención: el frondoso ficus de interior, en su maceta de porcelana azul, al lado del radiador.

Sacó de la mochila una de las dos cajitas de la tienda de animales.

Procurando no derramar tierra en el parquet, cavó con las manos un pequeño agujero en el lado que daba a la pared, para que quedara lo más oculto posible, metió el albaricoque con los inquilinos gelatinosos. A continuación volvió a recubrirlos con tierra, sin presionar, intentando dejar una pequeña vía para el oxígeno.

El segundo lugar elegido fue el armario del dormitorio de Clara, y en concreto el cajón adaptado como zapatero. Introdujo el otro albaricoque deshuesado en una zapatilla de deporte algo gastada. Por lo que había comprobado, Clara no había utilizado nunca esas bambas, y las posibilidades de que se las pusiera durante las siguientes cuarenta y ocho horas eran prácticamente nulas. Era un buen lugar. Tranquilo, oscuro y templado, justo lo que le había recomendado el vendedor de la tienda de animales.

En poco más de diez minutos había completado la operación moscas de la fruta. Era sólo el comienzo de la que prometía ser una larga noche de trabajo.

Llegó el turno entonces de las ortigas que había comprado en Chinatown. Se protegió las manos con unos guantes de cocina y cogió la bolsa de papel llena de hojas. Era una tarea más compleja y sofisticada de lo que parecía: no podían quedar evidencias de la planta en la casa ni en las cosas de Clara. La opción más fácil e inmediata, triturar las ortigas y repartirlas por los lugares seleccionados, quedaba pues descartada.

Con las yemas del índice y el pulgar, cogió una hoja con delicadeza y, procurando no romperla, la pasó por uno de los cojines del sofá. Se trataba de que perdiera el vello que la recubría, responsable del efecto urticante de la planta.

La pasó y repasó una media docena de veces, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, a lo largo del cojín. Cuando comprobó que la parte superior de la hoja había quedado completamente lisa, empezó con otra. Era una tarea lenta y delicada, como la obra de un amanuense. Tenía que presionar lo justo para que la hoja no se rompiera pero se desprendiera de los sutiles pelillos urticantes. Y si se rompía, debía recoger uno a uno los pequeñísimos fragmentos y volver a empezar.

Cuatro hojas le bastaron para repasar uno de los lados del cojín. Procedió después a trabajar el otro lado (cabía la posibilidad de que Clara le diera la vuelta); luego los dos grandes almohadones horizontales del sofá, sobre los que Clara solía tumbarse para mirar la televisión en camisón, con las piernas desnudas; los dos grandes respaldos del mismo sofá, donde Clara apoyaba un brazo y, a veces, la cabeza; y por último la tapicería de las cuatro sillas de la mesa, por si Clara cenaba allí sentada en lugar de en el sofá.

Miró alrededor. En el salón no quedaban más lugares acordes a sus objetivos.

Volvió al dormitorio de Clara y encontró su mina de oro. El interior del armario le ofrecía una variedad casi infinita de opciones. Además, mientras estaba allí, podía hablar con ella.

Comenzó por las prendas que más posibilidades tenían de entrar en contacto directo con la piel de la chica: la ropa interior, guardada ordenadamente en dos cajones. Cogía cada braguita, media o sujetador con la meticulosidad propia de un artesano chino. Introducía en la parte interior de la prenda su mano enguantada, pasaba la hoja de ortiga, controlando que no quedaran trocitos de hoja, volvía a doblar la prenda, la dejaba donde la había encontrado, y cogía otra pieza.

– Nunca me había dado cuenta de la cantidad de braguitas que tienes -le dijo sin mirarla, como si pretendiera romper el hielo y entablar conversación-. Nunca había trabajado tanto para nadie, Clara.

La miró. Seguía dormida en la misma posición en la que la había dejado.

– No pretendo que me lo agradezcas porque no te estoy haciendo nada bueno. Pero me lo estás poniendo difícil, ¿sabes?

Una vez que acabó con las más de treinta bragas, cogió el primer sujetador del montón. La forma de la prenda le hacía más fácil la tarea. Pasaba la mano por una copa y luego por la otra sin necesidad de desdoblar y volver a doblar.

– No creas que todo esto me gusta -aclaró-. No soy un sádico.

No había más de ocho unidades. Procedía más veloz que con las bragas; cambiaba de hoja cada dos copas.

Se le acercó, sin dejar de trabajar, con un sujetador en la mano, porque lo que iba a decirle era importante.

– Borra esa maldita sonrisa de tu cara durante un día, sólo un día, y me daré por satisfecho, Clara. No quiero nada más…

– Le pasó delicadamente por el cuello la hoja de ortiga que tenía en la mano para que la pelusa quedara sobre su piel-. Depende de ti, Clara. Sólo tú puedes detenerme, porque yo por mí mismo no voy a parar.

En su sueño profundo, el rostro de Clara se contrajo en una mueca que Cillian, irónicamente, percibió como una sonrisa.

– Ya veremos dónde nos lleva todo esto.

Volvió al armario. Las medias fueron un reto. No sólo por el número, cercano al de las bragas, sino también por la dificultad de la tarea. Deslizar la mano dentro, sin romper la hoja ni hacerle una carrera a la media resultó complicado. De hecho, un par de veces la hoja se le rompió en plena labor. Tuvo que dar la vuelta a la prenda, recuperar uno a uno los trocitos que habían quedado enganchados en la malla, y comprobar una y otra vez que no quedaran restos.

A las 00.46 fue responsable del primer desperfecto en el apartamento de Clara desde que había empezado a colarse allí a escondidas. Era la primera vez que rompía algo, y aunque sólo se trataba de un par de medias, le afectó.

– No podemos seguir así, Clara. -Resopló-. Yo lo pongo todo de mi parte, pero tarde o temprano cometeré un error… Es humano…

Cogió las medias rasgadas y se las guardó en el bolsillo. Pensó que, con tantísimas prendas, Clara tardaría en darse cuenta de su ausencia, si es que se daba cuenta.

– …Y no quiero ni pensar qué pasaría si un día abrieras los ojos y… me encontraras aquí, en tu apartamento.

En realidad sí lo pensaba. Por eso guardaba el bisturí debajo del colchón. Pero la idea de agredir físicamente a la pelirroja le repelía casi tanto como aguantar su sonrisa. La violencia física no iba con él. Sólo estaba dispuesto a recurrir a ella como remedio extremo. Había algo vulgar y primitivo en la violencia. Cualquiera podía ser violento. No había inteligencia en un empujón, un puñetazo, una puñalada. No entendía que llamaran al boxeo el noble arte. Era una forma muy burda de provocar dolor; requería mucha técnica pero muy poca psicología, muy poco análisis. Por el contrario, intervenir silencioso y discreto en los pequeños detalles de la vida ajena representaba un verdadero reto y, por lo tanto, una fuente genuina de placer. Cualquiera podía herir o matar, pero pocos podían intervenir como dioses en la vida ajena, modificando el estado de ánimo y hasta el destino de un ser humano, y permanecer siempre en la sombra.

– Espero por tu bien y el mío que tu reacción a todo esto sea la apropiada, Clara.

Cuando acabó con las medias, todavía le quedaban un montón de hojas en la bolsa. Y, a pesar de que era muy tarde, no estaba dispuesto a desperdiciarlas.

Pasó entonces a las camisetas interiores, sobre todo de Calvin Klein, un par de vaqueros de Donna Karan y algunas camisetas de color de Alexander McQueen; evitó las negras porque la pelusilla de las hojas podría verse.

Tuvo la tentación de repasar también las sábanas en las que estaba durmiendo Clara en ese momento, pero no quería privarse del placer de dormir a su lado, desnudo, también esa noche. No le habría importado aguantar el picor, pero habría sido un tanto sospechoso que los dos tuvieran la piel enrojecida al día siguiente.

Acabó el contenido de la bolsa a la 1.34, cuando aún quedaban algunas prendas intactas. Estaba satisfecho. Las posibilidades de que Clara consiguiera sortear la ropa intervenida eran cero, a menos que saliera a la calle sin ropa interior.

– A ver cómo aguanta tu delicada piel. Seguro que te pondrás cremitas, ¿verdad?

Llegó el turno del desatascador. Sabía que si quería permanecer en la sombra no podía excederse. Ante una reacción muy grave, cualquier médico hurgaría hasta hallar la razón profunda de la quemadura. No necesitaba arriesgarse. De hecho, no quería provocarle una llaga abierta en la piel, sino sólo una molesta pero poco escandalosa escoriación.

En el baño, introdujo un par de gotas de ácido en cada uno de los tres frascos de gel. Siguió con los tubitos de cremas reafirmantes para las piernas, el dispensador de jabón líquido, la crema exfoliante, el dispensador de gel para la higiene íntima -en este caso redujo la cantidad a una sola gota-, el frasco de cristal de aceite corporal, el tubito de crema para las manos. Pasó del desodorante porque el orificio del spray era demasiado pequeño. Buscó en el botiquín que Clara guardaba detrás del espejo e introdujo también unas gotas en el tubo de pomada contra las irritaciones de la piel. En el mejor de los casos, Clara volvería del trabajo con el cuerpo completamente irritado por las ortigas y recurriría a ese tubito.

A las 2.34 de la noche había acabado. Se trataba del primer ataque frontal verdadero. Un ataque estructurado en distintas acciones durante cuarenta y ocho horas que tenía que dejar noqueada a su contrincante.

Paseó por el piso volviendo a controlar todos los lugares y los objetos intervenidos y se sintió realmente satisfecho. Larvas de moscas, ortigas y ácido desatascador. La cuenta atrás había empezado.

A las 2.46 se cepillaba los dientes con el cepillo de Clara y su pasta, que había cogido de su escondite personal. Por primera vez tenía la sensación de que no podía fallar.

Orinó y se fue a la cama.

A pesar del cansancio, no consiguió conciliar el sueño; estaba demasiado nervioso y excitado por lo que ocurriría en las horas siguientes.

Observó la espalda de Clara, bastante expuesta bajo ese ancho camisón. Tenía una piel suave, perfecta, sin pecas. Pensó que, si todo iba como él esperaba, pasaría tiempo hasta que volviera a estar así.

No quiso dejar escapar la oportunidad de sentir por última vez en -ojalá- semanas el contacto de la piel de Clara contra su torso. La abrazó por detrás: le envolvió el vientre con sus brazos y pegó el pecho contra su espalda.

A las 3.30 la liberó del largo y angosto abrazo. Seguía sin tener sueño. Pensó que podía aprovechar para adelantar un poco los acontecimientos y, a la vez, afrontar esa tarea que se había hecho necesaria cada vez que estaba con ella. Una vez más, a pesar de sus buenos propósitos, el preservativo se había quedado en el bolsillo del pantalón. Se reprochó seriamente su actitud desconsiderada. No le daba miedo contraer una enfermedad; Clara le ofrecía suficientes garantías en ese aspecto. Lo que le preocupaba era, como siempre, dejar alguna evidencia de su paso por allí.

La desnudó.

Con una esponja húmeda acarició suavemente su piel. Se descubrió delicado y, en su opinión, habilidoso: su mano se movía cómoda en la entrepierna de la joven. Era lo más cercano a lo que había estado nunca de satisfacer a una mujer, y le dio rabia que Clara estuviera sedada. No quería provocarle placer, pero tenía curiosidad por lo que sus manos podían conseguir sobre el cuerpo de una mujer. Sin embargo, tuvo que quedarse con la duda. La chica seguía inmune a sus sofisticadas caricias para eliminar el lubricante y lo que quedaba de Cillian en el cuerpo de ella.

Cuando acabó con la higiene íntima, pasó al resto del cuerpo. En teoría, el caro desodorante neutro e inodoro debía evitar cualquier rastro olfativo, pero pensó que, ya que estaba, más valía pecar de prudente. Mojó la esponja en el detergente intervenido y la deslizó con suavidad sobre su espalda, su barriga, sus piernas, repartiendo el jabón mezclado con el ácido desatascador por todo el cuerpo.

Se percató de que en el cuello de la chica, justo donde antes le había pasado la hoja de ortiga, se había producido ya una especie de rasguño enrojecido. Saboreó otra vez la sensación intensa y placentera de que todo iba perfectamente.

Había comprobado el efecto de la ortiga, pero le quedaba la duda -mera curiosidad infantil- del ácido. Y decidió aclarar también ese punto. Se pasó la esponja por la barriga. Probaría sobre sí mismo la sensación que viviría Clara al cabo de pocas horas. Cubrió el lado izquierdo, desde el ombligo hasta el costado. Deseó que la molestia fuera lo más desagradable posible.

Secó el cuerpo de la chica y volvió a ponerle las bragas y el camisón.

También él se vistió. No tenía sentido que se quedara en la cama, no habría conseguido conciliar el sueño y media hora después tenía que estar despierto.

Abandonó el apartamento 8A a las 3.50. Fue al ascensor y, sin dudarlo, apretó el botón del vestíbulo. Esa mañana nada le empujaba a subir a la terraza.

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