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El sonido intermitente del despertador del reloj de pulsera. Un tono irregular, discreto, apenas audible, pero suficiente para que Cillian abriera los ojos sobresaltado.

Se apresuró a apagar la alarma. Y, de nuevo, el silencio envolvió la habitación, roto sólo por la respiración de Cillian y un hálito más leve y ligeramente más acelerado que provenía de detrás de su espalda.

Con la mano aún sobre el reloj, giró el cuello procurando reducir al mínimo su movimiento sobre el colchón; la chica que dormía a su lado no se había despertado. Seguía en su sueño profundo, con la cara escondida detrás de su rizado pelo rojo. Se fijó en su pecho, que se movía rítmicamente bajo la presión del aire que entraba en los pulmones y lo apretujaba contra el colchón. Tenía la boca un poco abierta; no respiraba por la nariz, pero por lo menos no roncaba.

Cillian permaneció tumbado en la cama, destapado, en pantalón de pijama y camiseta. Su protocolo habitual mientras la esperaba.

Y puntual, como cada mañana, no se hizo de rogar. Esa conmoción que le embestía a los pocos segundos de despertarse, oprimiéndole el pecho sin dejarle casi respirar, llegó precisa y desgarradora, como siempre.

Cillian se giró boca arriba, con la mirada clavada en el techo, las manos agarrrando las sábanas. Su respiración se intensificó. El latido de su corazón se aceleró y se hizo perceptible en las sienes, los dedos de las manos, el cuello. Se le secó la boca. Le faltaba aire. Aire.

Se levantó de un salto, jadeando, como si pudiera abandonar esa sensación en la cama, al lado de la pelirroja. Una pequeña tregua. La angustia volvería al rato y con un asalto más violento. Le quedaba poco tiempo. Respiró hondo para recuperarse. Y entonces arregló su lado del lecho; sin hacer ruido, meticuloso. Acercó su rostro al de ella. Sus labios besaron el pelo color cobre a la vez que susurraron: «Adiós Clara, mi pequeña».

Descalzo, salió del dormitorio.

El reloj, en la mesita de la chica, marcaba las 4.30 de la madrugada. En la misma mesita, una foto de la pelirroja abrazada a un hombre que no era Cillian.

Cillian cruzó el pasillo hasta la habitación de invitados. Allí, sobre una cajonera, estaba su desgastada mochila. Comprobó que su libreta negra seguía allí dentro. Cogió sus cosas y, empujado por la necesidad de abandonar cuanto antes ese lugar, se fue hacia el salón.

El televisor continuaba encendido desde la noche anterior, con el volumen silenciado. En el suelo, al lado del sofá, un plato con restos de ensalada de fruta. Dudó si recogerlo, pero después de considerar las eventuales consecuencias de la acción, optó por dejarlo donde estaba.

En pijama y con los pies desnudos, Cillian abrió despacio la puerta, salió sin hacer ruido y volvió a cerrar con delicadeza detrás de él.

Mientras subía en el ascensor, se fijó, cansado, en sus pies perfectos, blancos, las uñas cuidadas. Posiblemente el único detalle de su cuerpo cercano a la perfección. Se encontró con su reflejo en el espejo. Su pálido rostro, los ojos hundidos, esa constante expresión cansada que, con todo el resto, le ponía más años que los treinta que tenía. No le importaba.

El ascensor llegó a la duodécima y última planta. Le quedaba un tramo de escalera hasta su meta.

Abrió la puerta metálica y el aire gélido del invierno le despertó de golpe con un tremendo latigazo. Cillian se encogió y un espasmo recorrió su cuerpo. Allí fuera la temperatura estaba varios grados bajo cero. Un ligerísimo manto de nieve se había depositado sobre el suelo.

Caminó rápido por la azotea, intentando acortar el suplicio del contacto de sus pies desnudos con el suelo helado. Resbaló un par de veces antes de llegar a la barandilla.

De las chimeneas del edificio salían espesas volutas de humo.

Se agarró a uno de los postes metálicos que sostenían el tanque del agua y se alzó, sin dudarlo, sobre el borde. En precario equilibrio, se asomó al vacío. La calle, sesenta metros más abajo, estaba desierta. Ese pequeño trozo de la ciudad que nunca duerme aún estaba dormido. En la acera cubierta de nieve resaltaba un coche rojo aparcado exactamente debajo de Cillian.

Se quedó embobado mirando lo que le rodeaba. La enorme mancha oscura de Central Park dos calles más allá, en dirección oeste. A su izquierda, las luces del centro, perennemente encendidas. Las siluetas de los rascacielos más emblemáticos de la ciudad recortadas contra el cielo. La típica postal para turistas, pero siempre conseguía captar su atención.

Un golpe de viento hizo que perdiera el equilibrio y le devolvió a la realidad. Era el momento. No tenía sentido esperar más. Las manos y los pies, congelados, ya no ofrecían ninguna seguridad. Hacía demasiado frío incluso para alguien que iba a morir.

Empezó: «Razones para volver a la cama». Las primeras llegaron sin esfuerzo: «Hace frío, tengo un buen trabajo…». Le costó un poco dar con la tercera -siempre tenían que ser como mínimo tres-, «acabo de empezar con Clara…», y poco después incluso encontró una cuarta, «a mi madre le dará vergüenza reconocer mi cadáver, aplastado en la acera, en pijama, con la mochila de la colada…».

Dejó caer la mochila hacia atrás, en el suelo de la azotea. Con eso el problema de la ropa sucia quedaba solucionado.

Siguió: «Razones para saltar». Éstas solían llegar en tropel: «Mi madre merece sufrir, el trabajo es sólo un trabajo, con Clara no estoy progresando, hace demasiado frío».

Podría haber seguido, pero ya era suficiente. La balanza se inclinaba claramente a un lado.

Soltó el poste del tanque del agua y abrió los brazos. Estaba decidido. Extendió la pierna derecha hacia delante, hacia el vacío. Se despidió de Central Park, del Empire State, de la azotea, de la nieve. Dio el gran paso.

El cuerpo se inclinó y una imagen se visualizó en su mente: el rostro sonriente de Clara, la chica pelirroja a cuyo lado se había despertado.

Cambio repentino de planes. Intentó recobrar el equilibrio. Echó el brazo derecho hacia atrás, para agarrarse de nuevo al poste metálico del tanque del agua, pero falló. Su cuerpo ya estaba demasiado inclinado hacia delante. La segunda pierna perdió apoyo. La caída hacia la acera empezó a la vez que lograba torcer el cuerpo y encararlo al edificio. Justo a tiempo para no fallar la segunda oportunidad: consiguió agarrarse a los barrotes de hierro de la barandilla. Su cuerpo frenó de golpe el recién empezado descenso.

Se quedó con las piernas suspendidas en el vacío. Agarrado a la vida sólo por las manos medio paralizadas por el frío. El rostro sonriente de Clara volvió a aparecer sin invitación delante de sus ojos. Halló la fuerza necesaria para levantar una pierna y apoyar el pie en la pequeña cornisa que rodeaba la terraza. Debía flexionar los brazos y alzar el cuerpo. Rebuscó en su memoria y atrapó un recuerdo: un momento en que la chica había sido muy feliz. Apretó los dientes, convirtió la rabia en energía. Hizo el último esfuerzo para darse impulso y volver al otro lado.

Se dejó caer en la azotea; exhausto, a salvo. La respiración, aceleradísima. La mirada, en el cielo gris. «Clara merece la pena.» En ese momento lo tuvo claro como nunca antes. Clara era una razón suficiente para seguir adelante.

De regreso en el ascensor, volvió a mirar su cuerpo. Tenía los pies morados por el frío. Sus manos, también enrojecidas, se agitaban por un involuntario e incontrolable temblor. Se había despellejado en la operación de autorrescate. El dedo anular de su mano derecha sangraba alrededor de la uña.

Todavía respiraba aceleradamente. En su rostro, aún colorado, destacaban los ojos: desorbitados, enloquecidos, pero inusitadamente vivos. El reencuentro con su reflejo, algo que sólo unos minutos antes le parecía de lo más improbable, le hizo esbozar una sonrisa.

Salió al elegante vestíbulo del edificio, donde se encontraba la garita del portero, aún vacía. Todo estaba silencioso y tranquilo. Le quedaba un tramo de escalera hasta las entrañas del edificio.

Abrió la puerta que conducía al sótano y, acompañado por el continuo retumbar de las calderas, bajó por una larga y estrecha escalera.

Avanzó por el pasillo del sótano. En el techo, un dédalo de tuberías procedentes de distintos sitios se encaminaban juntas hacia un punto común de encuentro.

Pasó frente al cuarto de las lavadoras del edificio, iluminado sólo por las lucecitas rojas de las máquinas en modalidad de espera. Franqueó luego la puerta de la sala de calderas, donde acababan introduciéndose todas las tuberías.

Su destino era la última puerta, al fondo del pasillo.

Entró en su estudio. La cama estaba intacta. Se trataba de un espacio de veinte metros cuadrados que, a pesar de sus reducidas dimensiones, estaba amueblado con gusto; resultaba incluso acogedor. El problema era la ausencia de luz natural y el techo. Lo surcaban dos ruidosas y antiestéticas tuberías que entraban desde el lavabo y desaparecían al otro lado de la pared, en la sala de calderas.

El espacio estaba idealmente dividido en dos ambientes. Por un lado, la cama individual y un armario de madera oscura; por el otro, un sofá de terciopelo marrón de dos plazas delante de un televisor, y una pequeña cocina compuesta por un fuego y una vieja nevera. El baño, frente a la puerta de entrada, era, en su simplicidad, un ejemplo de perfecto interiorismo práctico: en no más de dos metros cuadrados coexistían con dignidad un retrete, un lavabo y una ducha.

Se quitó rápidamente la ropa, aún fría por la excursión a la terraza, y se metió debajo de un chorro de agua hirviendo. Se frotó con fuerza el cuerpo y, por fin, se relajó. La angustia de la mañana había sido controlada y derrotada. La ducha era el mejor momento del día. Siempre lo era cuando conseguía alargar su vida otras veinticuatro horas.

Seguramente ninguno de los vecinos del edificio era consciente de lo que ocurría en la cabeza de Cillian cada madrugada. Un ritual que venía repitiéndose en diferentes escenarios desde mucho antes de que se mudara a vivir allí. De hecho llevaba jugando a la ruleta rusa desde los diecisiete años. Cada mañana decidía si merecía la pena vivir un día más.

Desde los diecisiete años, el único consuelo que lo impulsaba cada día a levantarse era que en cualquier momento podía acabar consigo mismo. Su futuro se limitaba a sólo veinticuatro horas, a la continua búsqueda de razones por las que merecía la pena empezar una nueva cuenta atrás. Tenía muy claro que si la vida le hubiera resultado demasiado angustiosa, demasiado vacía, simplemente demasiado, habría cortado por lo sano. Y no habría habido más angustia, más vacío, más nada. Dependía de él, sólo de él.

Permaneció más de media hora bajo el chorro de agua. Sus manos, enrojecidas por el calor, empezaban a agrietarse. Era suficiente.

Se vistió junto a la cama. Nada en su aspecto reflejaba su tormento interior. Cillian parecía un hombre corriente, bastante anodino pero sustancialmente sereno.

Se puso una camisa blanca y un pantalón negro, con una raya gris en el lateral. Unos zapatos de cuero negro y, por último, su chaqueta negra con botones grises y la gorra a juego.

Cillian tenía entonces treinta años, tres meses y seis días… Y hasta ese momento se había sobrevivido a sí mismo.

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