12

La empujó boca abajo sobre el colchón, aún sin sábanas -un ataque imprevisto, violento-, y no le dio tiempo a que se diera la vuelta: completamente desnudo, se tumbó sobre ella y le impidió, con el peso de su cuerpo, cualquier posibilidad de huida.

Cillian deslizó una mano entre el colchón y los pechos de la chica. Agarró la blusa, estiró con fuerza y se la arrancó de un tirón. Los botones saltaron por todo el dormitorio. Arrojó lo que quedaba de la prenda al suelo y se ocupó del sujetador. Tiró con fuerza el tirante hacia atrás, lacerándola. El roce brusco sobre su piel provocó que la chica emitiera un quejido de dolor, sofocado por la presión de su boca contra el colchón.

El portero observó un instante la piel de la espalda. No había señales de las escoriaciones provocadas por las ortigas y el ácido. Se dobló sobre ella, presionó su torso sobre su delicada y perfecta epidermis.

A continuación le subió la falda negra, sin quitársela. Con la mano izquierda le arrancó, feroz, las medias y las braguitas. Con la derecha, aún dolorida y vendada, le presionaba la nuca contra la almohada.

Le separó las piernas con la rodilla.

Empezó. Un coito físico, impetuoso, rudo, salvaje.

Se movía sobre ella espasmódicamente, con virulencia, el vientre y la cara de la chica contra la cama. La pelirroja yacía debajo de él sin poder moverse, como un cuerpo inerte.

Sólo se oía su propia respiración, cada vez más entrecortada y frenética. Animal.

Después del furor inicial, Cillian, sin dejar de penetrarla, ralentizó la cadencia de las embestidas. Disminuyó la presión de sus manos sobre el cuerpo de ella. Pero no hubo reacción. La chica de cabello color cobre no se movía. Permanecía totalmente sosegada a pesar de la libertad.

La libró de cualquier presión, apoyó las dos manos en el colchón, a ambos costados de la chica. Entonces hubo un leve amago de movimiento. Giró la cabeza de lado, como si buscara una posición más cómoda para respirar.

Los labios de la chica se separaron; abrió la boca. Empezó a gemir, sutil, sensual. Y no por dolor.

Cillian se detuvo. Sorprendido. Confuso. Con sus gemidos, la pelirroja le estaba invitando a continuar, a seguir entrando en ella.

– ¡No te muevas! ¡No hables!

La chica obedeció de inmediato. Cerró los ojos y la boca y se quedó completamente inmóvil.

Cillian volvió a embestirla con violencia y rabia. Le hacía daño para ponerla a prueba. Pero la chica, obediente, cumplía su cometido. Callada y cadavérica, como a él le gustaba.

Aceleró el ritmo de los asaltos. Su rostro, tenso por el esfuerzo. Su cuerpo, cubierto de sudor.

– ¡No pienso irme de este mundo sin arrastrarte conmigo! -gritó.

Entonces se paró. Apoyó despacio el vientre sobre su espalda. Descansó la cabeza sobre su melena roja. Jadeaba.

– ¿Ya?

Lo que le molestó no fue lo que implicaba la pregunta sino el sonido de la voz. Esa voz había roto definitivamente la magia. Esa voz, ronca y vulgar, más joven y aguda, no era la de Clara. Ni de broma. Ese sonido monosilábico había echado a perder en un instante un minucioso trabajo y las normas del juego.

Se quitó de encima de ella y se tumbó boca arriba sobre el colchón, mirando el techo. Molesto.

A su lado, la chica le miró con una sonrisa.

– ¿Ya me la puedo quitar? -preguntó señalándose la cabeza.

No hubo respuesta. La joven se levantó, se quitó la peluca pelirroja, la dejó en el colchón y se fue hacia el pasillo.

Era una mujer más delgada que Clara. Los pechos, firmes y perfectamente simétricos, estaban sin duda operados, pero su tamaño discreto los hacía apetecibles. Probablemente también las nalgas habían pasado por el quirófano. Los glúteos, como dibujados con compás, se acercaban mucho a la perfección soñada por el imaginario colectivo masculino. Si allí no había habido cirugía, desde luego la naturaleza había sido muy generosa con esa mujer y, considerando su profesión, oportuna. Cillian pensó que tenía mejor cuerpo que Clara. Pero en la cara no le ganaba.

La chica, de veinticinco años como mucho, tenía el pelo negro y largo, pero se lo había recogido en un moño para poder ajustarse la peluca. Los ojos eran azul claro. Bonitos. Un contorno de lápiz negro acentuaba más su claridad. La boca, pequeña, con labios poco carnosos y cubiertos por un pintalabios violeta, no tenía ningún defecto pero no era atractiva. Al menos a los ojos de Cillian. Pero era la nariz, larga y sutil, el elemento que profería a ese rostro un aire vulgar que daba muchas pistas sobre su trabajo.

La chica desapareció en el baño, con su bolso.

Cillian era un cliente habitual, pero no asiduo. Se conocían desde hacía unos tres años. El portero solía llamarla cuando necesitaba descargar. De todas formas, desde que trabajaba en el edificio del Upper East se veían más a menudo. Su relación se limitaba a lo estrictamente profesional. Ella acudía al estudio de Cillian con la vestimenta apropiada para que los vecinos no se quejaran, Cillian le pagaba por adelantado, ella ofrecía sus servicios y se marchaba tal como había llegado. Desde que Cillian trabajaba de portero allí, la veía por lo menos una vez a la semana.

Era la primera vez que Cillian le pedía algo especial. Él mismo había fijado las extravagantes reglas de aquel juego de roles. La chica no se había sorprendido en absoluto ante esa petición. Le había escuchado con atención y después había aclarado simplemente que el condón era imprescindible y que, en caso de que las cosas fueran por un camino que no le gustaba, gritaría «Stop» y Cillian debería detenerse de inmediato. «¿Estamos?», había preguntado ella. «Estamos», había contestado el portero. Pero la curiosidad pudo con él. «¿Mucha gente te pide que hagas estas cosas?» «¿Que me ponga ropa que no es mía, una peluca roja, y me quede quieta mientras se me cepillan?», dijo la joven. «Sí, mucha.» Y estalló en una carcajada vulgar.

Aquel peculiar juego sexual le había costado el doble de la tarifa normal. Un gasto asequible.

La chica solía ser muy habladora. Posiblemente para estrechar el vínculo con el cliente, siempre le contaba anécdotas de su vida antes de dedicarse a la prostitución. Cillian estaba casi seguro de que se las inventaba como parte de su trabajo de seducción. Pero no le molestaba. Así el coito resultaba menos frío.

Por eso le extrañó que no le hubiera hecho ninguna pregunta sobre las razones de ese juego de rol, sobre la peluca, sobre el apartamento 8A. Por primera vez tomó conciencia de que esa joven de nariz vulgar era una verdadera profesional no sólo en la cama sino en el trato con el cliente. Cillian valoró mucho su discreción y su capacidad para adaptarse a lo que el cliente le pedía. Pensó que debía tratarla bien y no perderla.

Por otro lado, la naturalidad con que había aceptado su petición le reveló que, evidentemente, él no era el único que tenía fantasías peculiares y extravagantes. Y su mente fue más allá. Siempre se había considerado un caso aparte, pero en ese momento, pensó que en el mundo tal vez había más gente como él. Consideró la hipótesis de que cada mañana, en distintos lugares del mundo, de su ciudad, de su barrio, se desarrollaban distintas ruletas rusas. Y le pareció que tenía sentido. Le habría gustado, por mera curiosidad, conocer a alguien cuyo futuro tuviera fecha de caducidad a corto plazo, como el suyo.

– ¡La falda no se ha roto! -gritó la chica desde el baño-. ¿Me la puedo llevar?

– Si no te la llevas, la tiro… así que tú misma.

La chica salió del baño vestida con su propia ropa. El pelo suelto sobre los hombros. El maquillaje retocado.

– Pues muchas gracias… intentaré hacerte un descuento la próxima vez.

– Te necesito mañana, lo de siempre. Después de comer.

– ¿Qué te parece a las dos?

Cillian asintió. La chica examinó su BlackBerry.

– A las dos, ningún problema… ¿Media hora?

Cillian asintió de nuevo. La chica señaló la peluca pelirroja.

– Supongo que mañana no habrá servicios extra.

Esta vez Cillian negó con la cabeza.

La prostituta recogió su bolso, su abrigo y echó un vistazo alrededor por si se dejaba algo.

– Tengo un servicio en el Upper West dentro de quince minutos. ¿Mejor taxi o metro?

Cillian miró su reloj.

– Taxi, por el parque.

La mirada de la chica se posó en las bolsas de la lavandería llenas de ropa limpia y planchada, el mueble aún cubierto por el plástico, el colchón sin funda.

– Si no quieres, no contestes pero… ¿qué ha ocurrido aquí?

Cillian no contestó. La chica lo aceptó y no pareció molesta.

– Nos vemos mañana.

Un sonido metálico, proveniente del salón, la hizo dar un respingo. Cillian se levantó de inmediato y abandonó desnudo el dormitorio bajo la mirada intrigada de la prostituta.

Fue directo hacia el sofá, lo separó de la pared y se agachó detrás. El misterio sobre el paradero del tercer ratón por fin se había resuelto. El roedor se retorcía, desesperado, con media cabeza atrapada por el muelle de metal de una trampa. La cola se agitaba en todas direcciones.

– ¡Dios mío, qué asco! -La misma reacción que Clara, pero esa voz aguda y atontada lo estropeaba todo. La chica se mantuvo a una distancia prudencial-. Pero… pero… ¿hay ratas en este edifico?

– Sólo en este apartamento… por eso tuvimos que fumigar y sacar la ropa que había en los armarios… Las ratas se habían meado y cagado por todos lados.

La joven tardó unos segundos en comprender de dónde habían salido la camisa blanca, el sujetador, las bragas y la falda que había llevado puestos hasta hacía unos minutos. Su cara se contrajo en una mueca cercana a una arcada.

– ¡Ay, madre!


El sábado transcurrió tranquilo. Por primera vez podía pasar el fin de semana en el 8A sin el riesgo de un regreso repentino de la dueña. Pero descubrió que entrar en la casa teniendo el permiso de Clara, sin esconderse de las miradas indiscretas de los vecinos, no le producía ningún placer. El asunto perdía todo su encanto.

Se quedó toda la mañana en el apartamento, trabajando duro para preparar el regreso de la chica.

No pudo salvar las plantas. Ni el frondoso ficus, ni las orquídeas de interior, ni el recorte pegado a la nevera. El resto de las pertenencias de Clara estaban en bastantes buenas condiciones. Ninguno de sus objetos personales había sufrido daños irreparables.

Colgó las cortinas del salón y del dormitorio; dejó a la vista el recibo de la lavandería, no tanto para que se lo pagara como para demostrar que la limpieza había sido profesional. Procedió de la misma manera con los cojines y almohadones del sofá, con la funda de las sillas, con la cortina de plástico gris oscuro de la ducha del baño.

En la cocina, cambió el cable del frigorífico y limpió el interior, maloliente por la comida que se había descongelado. Había lavado los imanes uno a uno para quitarles el veneno. Y había buscado y encontrado un recorte de Courtney Cox un poco más grande que el anterior. En el nuevo, la actriz posaba sonriente en un sofá de diseño.

Faltaba Clara. Pero al estar en su apartamento, preparando su llegada, la sentía cerca. Al final, su ausencia no resultaba tan dura como había temido.

Por la tarde salió a dar su paseo habitual. Bien arropado con su abrigo y su bufanda, bajó hasta el Soho y se dedicó a recorrer Broadway arriba y abajo en busca de una víctima.

Y mientras rostros de todas las edades, razas, culturas se alternaban sin cesar delante de sus ojos, pensó que, por lo menos, los fracasos recientes le habían llevado a entender las prioridades de su existencia. Tenía la sensación de que en ese momento las cosas estaban más claras en su cabeza.

Vivía y moría por Clara. El resto era simple y mero relleno.

Entre Prince Street y Spring Street detectó un perfil interesante. Se trataba de un caso muy evidente. Una mujer caucásica, alrededor de los cuarenta, salía de Banana Republic acompañada por una dependienta afroamericana unos diez años más joven. La mujer se secaba las lágrimas con un pañuelo blanco, pero sus mejillas volvían a humedecerse al instante. La dependienta la sostenía y le susurraba cosas al oído, pero la mujer sacudía la cabeza, desconsolada.

Por la confianza con la que se trataban, Cillian pensó que eran amigas íntimas, y no una dependienta y una clienta que tenían una simple relación ocasional. No podía -aún- detectar la fuente del dolor de la mujer, pero estaba seguro de que se trataba de algo más importante que la clonación de una tarjeta de crédito en una tienda de moda. Había dado con un buen sujeto.

La dependienta levantó el brazo hacia la calle y un taxi se detuvo al instante enfrente de la tienda. La dependienta ayudó a su amiga a subir al vehículo y se quedó hablando con ella a través de la puerta abierta, probablemente reconfortándola. Cillian había vivido antes situaciones parecidas. Sabía que en esos casos su procedimiento consistía en parar a otro taxi, soltar la frase de película «Siga a ese coche» y seguir al sujeto hasta un lugar donde desahogara todo su dolor y acabara compartiéndolo con el portero, para su disfrute personal.

Pasó otro taxi amarillo pero el brazo de Cillian se quedó pegado a su costado. Prefirió esperar el desarrollo de los acontecimientos.

Unos segundos después, la dependienta cerró la puerta y el taxi con la cuarentona triste siguió por Broadway en dirección norte. Cillian, en la acera, observó a la chica afroamericana, que regresaba a la tienda con la cabeza baja. Cuando volvió a mirar la calle, era imposible distinguir el taxi en el tráfico.

Había perdido a su presa. Más bien la había dejado escapar. No era normal en él. Pero esa mañana Cillian supo de alguna manera que debía seguir buscando.

Continuó bajando por Broadway, cada vez más llena de peatones y turistas a pesar del frío.

Le ocurrió dos veces. Dos veces tuvo la sensación de que se había cruzado con Clara. Pero en los dos casos se trató de espejismos de su imaginación. Mujeres que ni siquiera se parecían demasiado a la vecina del 8A. Un simple gorro a la francesa o una sonrisa hablando al móvil bastaron para que su mente recreara las facciones de Clara.

Como un adolescente enamorado, sintió el impulso de estar cerca de ella a través de algo que le pertenecía. Sacó el móvil y miró los dos mensajes de texto que Clara le había enviado y que él ya había leído un montón de veces. En el primero le agradecía todo lo que había hecho; en el segundo le anunciaba que volvería a casa el lunes, después del trabajo. Satisfecho, volvió a guardar el teléfono. «No puedo parar de pensar en ti», admitió para sí.

Veinte minutos más tarde detectó a otro sujeto en la esquina con Broome Street. Se trataba de un caso más discreto que el anterior. Un dolor perceptible sólo a los ojos expertos. Y, por eso mismo, una presa más atractiva.

Era un hombre de alrededor de treinta años; vestía un traje gris y una camisa blanca con rayas azules, elegante pero sin corbata. No llevaba abrigo; iba encogido por el frío. Salía de una farmacia. En una mano cargaba con dos marcas distintas de leche en polvo para lactantes y, en la otra, con dos paquetes de pañales también de marcas distintas. Estaba muy pálido y tenía ojeras. Cillian descartó que la causa de ese estado fuese una noche loca o una velada insomne con el bebé. Conocía esa expresión. Había una desolación subterránea en esa mirada. De ahí, sin duda, la palidez.

Empezó a seguirle calle abajo. Y los detalles confirmaron su diagnóstico. El hombre caminaba con paso irregular. Resuelto a veces; distraído, como sin rumbo, en otros momentos. Se detuvo en un cruce con el semáforo en rojo. Y Cillian comprobó cómo la mente del hombre se iba lejos, lejísimos. Sus ojos, sin humedecerse, miraban sin ver, transmitían una profunda desesperación.

Vio que llevaba una alianza en el dedo anular. Y que la piel alrededor del anillo estaba enrojecida. Se lanzó a una hipótesis. Sabía que gran parte de su conjetura no se ajustaría a la realidad. Pero era una forma de aproximarse a su presa. El hombre, casado, acababa de tener su primer hijo. La edad del joven ejecutivo y el hecho de que hubiera comprado distintas marcas del mismo producto denotaban cierta inexperiencia. Aparentemente el bebé estaba bien, pues el hombre había salido de la farmacia sin ningún medicamento, sólo con productos de uso diario. La razón de su tristeza tenía que hallarse en otro lugar. Ese dedo enrojecido alrededor del anillo era el quid. Era sábado y vestía un traje de trabajo algo necesitado de un golpe de plancha. Cillian supuso que, después de una noche insomne, el hombre se había puesto lo primero que había encontrado -el traje que había vestido el día anterior y que aún estaba tirado en una silla- y había salido a buscar lo que urgía comprar.

– ¿Por qué es urgente comprar leche en polvo y pañales? -Cillian se hizo la pregunta en voz alta, sin preocuparse de las miradas de extrañeza de los peatones-. Porque el bebé llora… y en casa no hay nada.

El semáforo cambió al verde. Pero el hombre seguía parado, distraído, con la mente en otro sitio.

– ¿Cómo es posible que en casa no haya algo tan importante como la leche para tu bebe?

Por fin el hombre salió de su ensimismamiento y reemprendió su camino, esta vez con paso decidido. Cillian le seguía a unos diez metros de distancia, atento al menor movimiento.

– Porque quien lo hace habitualmente, tu mujer, no lo ha hecho.

La respuesta estaba en ese anillo.

– No lo ha hecho porque no puede. ¿Acaso está enferma?

Una niña que caminaba al lado de Cillian a una velocidad de crucero parecida a la suya lo miró perpleja y divertida.

– Es posible… y su estado te preocupa. Te preocupa quedarte padre soltero a los treinta años… sin tu querida mujer… sin saber siquiera cómo se prepara un biberón. -La niña, cada vez más intrigada, llamó la atención de otra cría que iba con ella-. No paras de acariciar tu anillo de boda… de girarlo una y otra vez en tu dedo… pero eso no conseguirá que ella se quede contigo.

Se fijó en que el hombre iba despeinado, lo que confirmaba que la salida de casa había sido improvisada.

– Tu mujer se muere, tu niño llora, y tú no estás preparado para todo esto.

Era una hipótesis muy fantasiosa, pero a Cillian le gustaba porque enlazaba bien los pocos datos que tenía a la vista. Pensó que el hombre debía de vivir cerca de allí; si quería ver su dolor antes de que se ocultara en su casa, tendría que establecer un contacto directo. Pararle y preguntarle algo con algún pretexto para, acto seguido, tocarle la fibra y provocar que su dolor, fuera cual fuese la razón, saliera a la luz.

Cillian era consciente de que las niñas que caminaban a su lado se estaban mofando de él. No le importaba. Aceleró el paso para alcanzar al treintañero y futuro viudo. Pensó que, para provocar empatía, podía representar el papel de padre inexperto. Decirle algo como «Disculpe la molestia… pero he visto esas bolsas que lleva y… tal vez pueda ayudarme. Mi mujer no se encuentra bien, tengo que ocuparme del bebé y voy un poco perdido… ¿Cuál es la mejor leche para un niño de un mes?». Pensó que si conseguía decir eso mismo pero con menos palabras funcionaría mejor. El hombre trajeado estaba a un par de metros.

A un metro.

El hombre se paró en medio de la acera y miró perdido alrededor. Cillian pasó por delante de él y se detuvo a medio metro de distancia. El hombre estaba tan absorto en sus cosas que ni se percató de la presencia de Cillian. Aprovechó el momento.

– Disculpe.

El hombre se giró hacia él. Pero otra persona atrajo su atención. Una mujer llegaba por detrás de Cillian. Tenía aproximadamente la misma edad que el ejecutivo. Y llevaba un anillo idéntico. Toda la teoría de Cillian se vino abajo.

Lo curioso e interesante era que la mujer tenía la misma expresión que el hombre. Un dolor profundo se escondía en sus ojos. La pareja no habló. Ella examinó las compras que había hecho el marido. Sacudió la cabeza al comprobar que una marca de leche no respondía a las necesidades. Él abrió los brazos para disculparse. Entonces ella le ofreció una sonrisa llena de comprensión y le acarició dulcemente la mejilla. Se fundieron en un abrazo. Y esta vez los ojos del hombre se humedecieron.

Cillian lo vivió todo a pocos centímetros. Oyó que la mujer le decía que no se preocupara, que ella se encargaría del bebé. La pareja intercambió las bolsas. Él se hizo con una que contenía su ropa.

– Te he metido un pijama, las zapatillas y un neceser -dijo la mujer.

Él se lo agradeció, emocionado.

– Te llamo cuando sepa algo.

– Ya verás como se pone bien, cariño. Estoy segura.

– Te quiero.

– Te quiero.

Cillian reformuló entonces otra hipótesis, pero esta vez no la verbalizó en alto debido a la cercanía con la pareja: «Me he equivocado. Quien se va es alguien de tu entorno, tal vez tu padre… o tu hermano. Vas al hospital para estar con él durante la operación».

Pensó en otra estrategia de aproximación. Pero entonces la vio. Con el rabillo del ojo. Clara estaba al otro lado de un escaparate, dentro de una tienda. Caminó hacia ella como hipnotizado, perpendicularmente al flujo de peatones. Chocó con distintos transeúntes.

– ¡Perdón! -se disculpó en general, sin mirar a la cara a nadie.

Tenía la vista fija en el otro lado del escaparate. Y de pronto la mujer que le había parecido Clara resultó ser una joven que sólo tenía en común con su vecina preferida el color del pelo. Nada más.

Se percató de que le miraban. Las dos niñas, paradas a unos pocos metros de él, estaban expectantes por ver qué sería lo siguiente que haría ese tipo raro que hablaba solo y perseguía a otro peatón. Descubiertas, se marcharon muertas de risa.

Volvió a mirar a la acera. Su presa se hallaba lejos pero alcanzable. El hombre se alejaba con su bolsa. Aún estaba a tiempo de pararle, hablar con él y provocarlo para que le mostrara su dolor. Pero, volvió a sentir que debía esperar. Le embargó una sensación que podía definirse como pereza. Su juego de los fines de semana le causaba puro y simple hastío.

Permaneció allí parado y observó de nuevo a la falsa Clara. Ésa era su presa. Todo lo demás era relleno. Se sintió como un pescador que deja escapar un pez, un buen pez, porque está seguro de que encontrará otro más grande. Esa seguridad no le venía por la experiencia, sino por su sexto sentido. En ese mar, en la calle Broadway, no había una presa lo suficientemente hermosa para satisfacerle. Necesitaba surcar otro mar. Necesitaba cazar a su ballena blanca. Todo lo demás era adorno. Vivía y moría por su Moby Dick.

El capitán Achab se dirigió entonces a la estación de metro más cercana y regresó a casa.

Pasó la noche en el apartamento 8A, en el dormitorio de Clara, en su cama, en su colchón. De momento, no podía hacer más. Por costumbre, no por necesidad, cubrió su cuerpo de desodorante neutro. Pero, después de la fumigación y la limpieza, el apartamento había perdido cualquier recuerdo olfativo de su dueña, y su olor corporal pasaba desapercibido.

Fue una noche tranquila, de espera.

Por la mañana se concedió un pequeño placer, algo que siempre había deseado pero que las circunstancias de sus agónicos despertares no le habían permitido.

El chorro de agua caliente le acarició la cara. Se duchaba en el piso de Clara, y a pesar de que la presión del agua era menos intensa que en su estudio, y que la bañera era más incómoda que su ducha, la sensación fue más placentera que nunca. Sentía que, con ese ritual, completaba de alguna manera la violación de ese espacio, que penetraba en el apartamento de Clara en su profundidad.

Y la guinda fue rasurarse desnudo delante del espejo en el que Clara se veía reflejada cada mañana. Con agua excesivamente caliente, al límite de la quemadura, afeitó la piel de su cara, con atención, sin cortarse. Sacudió después la maquinilla y liberó su vello en el desagüe del lavabo de diseño.

Pensó que había tomado del 8A todo lo que ese piso podía ofrecerle. No había forma de ordeñarlo más. Ahora sólo debía conseguir lo mismo de su dueña.

A través del ordenador de los Lorenzo, buscó en la red ideas e inspiración.

Ese domingo los padres de Alessandro iban a visitar a su primogénito y a su nuera en New Jersey. Se marchaban a media mañana, para estar allí a la hora de la comida, y volvían al final de la tarde, para cenar en casa, con Alessandro. Cillian se había ofrecido para hacer compañía al chico.

Entró en el piso de los Lorenzo a las diez y media de la mañana. La señora le había dejado en la mesa de la cocina unos escalopes de carne al vino blanco -simplemente habría que recalentarlos antes de comer- y una ensalada de tomate con aceite de oliva. Para Alessandro, lo de siempre: un puré muy líquido de verduras y carne que el chico tomaría con una pajita.

– Estás en tu casa, Cillian. Coge todo lo que quieras -dijo la mujer, señalando la despensa, llena de víveres.

Los números de teléfono del móvil del signor Giovanni, de la señora, del hijo mayor, de la nuera, de la casa de éstos y del médico del hospital Mount Sinai que seguía el caso de Alessandro, estaban todos apuntados en un papel enganchado en la puerta de la nevera. En caso de emergencia, Cillian tenía a quien llamar para pedir ayuda.

El portero aprovechó la ocasión para devolverles el ordenador portátil.

– Pero, hombre, quédatelo por si acaso -insistió el padre-. Nosotros no sabemos qué hacer con esto… y estas máquinas se vuelven obsoletas muy pronto, ya lo sabes.

Aun así, Cillian lo devolvió.

– Ya terminé lo que quería hacer. Muchas gracias. -Quería dejar las cosas en orden antes del regreso y la gran traca final con Clara.

A pesar de que no era la primera vez que Cillian se quedaba a solas con Alessandro, a la señora le gustaba explicárselo todo, «por si a caso». Así, Cillian vio por enésima vez dónde guardaban los baberos, un vaso de recambio en caso de que el otro se rompiera -eran vasos especiales con una pajita incorporada-, el catéter, las toallas húmedas para secar la baba, los pañales y la crema. Dio tiempo incluso para una humillación en público.

– Esta mañana ya ha ido de vientre. Acabo de cambiarle y de ponerle pomada. No debería hacer nada hasta esta noche… pero si se ensuciara, no te preocupes, le he puesto mucha crema para que no le escueza. Ya le cambiaré yo cuando volvamos.

Poco antes de las once, Cillian y Alessandro estaban solos en el apartamento. Las horas allí pasaban sumamente lentas. Los dos lo sabían. Sobre todo Alessandro.

Cillian se sentó a su lado y le puso al corriente de los últimos acontecimientos.

– La tengo en la cabeza todo el tiempo, Ale. No me había ocurrido nunca.

Alessandro le miraba impasible.

– No pongas esa cara, chaval. No me he enamorado, tranquilo. Esa tía va a tragarse todas sus sonrisas en una noche.

Le contó sus planes, aún en el aire; su única certeza era que recurriría por primera vez a la violencia física.

– Le haré daño, Ale. Le haré todo el daño que pueda.

Después de una hora hablando de Clara y de lo obsesionado que estaba con ella, propuso que comieran. Lo hicieron en silencio; Alessandro en su cama, y Cillian sentado a su lado.

– Sé que me repito -dijo con la boca llena-: tu madre es una pobre ignorante pero cocina de fábula. -Miró a Alessandro y luego el vaso lleno de puré amarillo que aspiraba con esa extraña pajita-. Claro que tú ya no puedes valorar ni eso. -Y añadió sin malas intenciones-: ¡Es increíble lo jodido que estás!

A las dos, muy puntual, como siempre, sonó el móvil de Cillian.

– Estoy abajo -dijo esa voz vulgar e inconfundible.

Ya habían terminado de comer; de hecho, estaban esperándola. Antes de abrir con el interfono el portal de abajo -cerrado los fines de semana debido a la ausencia del portero-, Cillian comprobó que todo estaba en orden.

– ¿Quieres que te cambie?

Alessandro cerró los ojos.

– No sabes cómo te lo agradezco -dijo Cillian, guiñándole un ojo.

Un ligero y discreto golpecito en la puerta anunció su llegada. Cillian fue a abrir. La chica tenía una mano en la cadera y en la otra sostenía la falda negra de Clara en una actitud amenazante.

– ¡Eres un hijo de puta!

– ¿Qué he hecho?

– La ropa que me diste el otro día, cabrón. -Las palabras eran duras pero el tono rozaba el juego. Era un simple reproche con un vocabulario algo subido de tono, fruto de la confianza entre el cliente habitual y la prestadora del servicio-. No sabes cómo me ha picado todo el cuerpo…

Cillian fue incapaz de contener una sonrisa. No había caído en que la ropa de Clara aún podía tener restos de las ortigas.

– Pasé una tarde horrible. Por el picor y por el asco de pensar que era pis de rata… Y encima estaba con un cliente que no paraba de estrujarme las tetas y el culo…

– Lo siento -consiguió decir Cillian.

La chica le tiró la falda de Clara a la cara.

– Ésta se la devuelves a la furcia de tu amiga. Y olvídate del descuento… Al contrario, me debes una. -Permaneció con la mano tendida.

Cillian se apartó la falda de la cara y le pagó por adelantado. Tenía el dinero preparado. Era la tarifa pactada. Lo mismo que le cobraba a él cuando no había servicio especial.

– Me debes una -insistió ella, apuntándole con el dedo.

La chica entró en la casa con decisión. Conocía ese piso. Sin necesidad de que Cillian le indicara el camino, fue directa al dormitorio.

– ¿Qué tal estás, cariño? -preguntó a Alessandro con su voz ronca y vulgar, pretendiendo ser sensual.

Cillian se asomó a la puerta.

– Si me necesitáis, estoy…

– Sí, claro. -La chica le cerró la puerta del dormitorio en las narices. Cillian oyó cómo le decía a Alessandro-: Seguro que era un pretexto para mirar, ya conozco yo a tu amigo. -Siguió una vulgar y sonora carcajada.

Cillian, como en otras ocasiones, se fue a la cocina para prepararse un café.

Los Lorenzo sólo compraban café italiano, pero probablemente la clave de que estuviera tan bueno era la vieja cafetera de acero inoxidable. Ese trasto debía de tener más de cincuenta años pero seguía funcionando a la perfección. «Nunca, nunca la limpies con detergente -le había dicho muy seria la madre de Alessandro-. Siempre sólo con agua.» El café que salía de allí no tenía nada que envidiar a las cafeterías especializadas. Con los Lorenzo, Cillian había aprendido a saborear el café exprés. No más de dos dedos de café, intenso, oscuro, sin azúcar, en un solo sorbo.

La idea de llevar a la chica a casa de Alessandro se le había ocurrido sin que él se lo pidiera. Le movía sobre todo la simple curiosidad, averiguar si en la vida increíblemente patética y desafortunada de ese chaval había alguna posibilidad de alivio.

Recordó la cara de Alessandro la primera vez que la chica entró en su dormitorio. Cillian les había dicho a él y a sus padres, que estarían fuera ese fin de semana, que vendría una enfermera amiga suya, experta en casos como el de Alessandro. El chico se había dado cuenta de inmediato de que no era ninguna enfermera. Había lanzado a Cillian una mirada de enfado, llena de odio. Delante de la chica, en esas condiciones, se sentía totalmente avergonzado.

Pero la joven, con su torpe sensualidad y descarada vulgaridad, había hecho desaparecer pronto cualquier razón de pudor. Esa vez Cillian se había quedado fuera del dormitorio pero con la oreja pegada a la puerta. Alessandro gemía de placer con el mismo gruñido animal que emitía cuando intentaba caminar. Ella suspiraba igual que lo hacía con Cillian y soltaba a intervalos medidos las mismas frases que se suponía debían tener el efecto de excitar al cliente.

Después de ese primer servicio, el rostro de Alessandro fue otro.

«¿La vuelvo a llamar o no te interesa?», había preguntado Cillian. Alessandro no había contestado. Se habían mirado un buen rato, hasta que Cillian cayó en la cuenta de que no valían preguntas disyuntivas y reformuló la frase: «¿La vuelvo a llamar?». Y Alessandro había levantado el labio superior.

Se quedó jugueteando con el poso del fondo de la taza hasta que la puerta del dormitorio volvió a abrirse.

– Que tengas un buen día, cariño. -La chica mandó un beso con la mano a Alessandro. Después se volvió hacia Cillian y le recordó el trato-: Me debes una, cabrón.

Habría sido una buena salida de escena, pero de pronto pareció acordarse de algo. Abandonó su tono borde y se acercó a Cillian.

– Cuando he entrado, en el vestíbulo había un vecino con una cara de hincha pelotas que te cagas.

– Creo que sé de quién me hablas.

– He subido con él en el ascensor. Ese mamón no paraba de mirarme de arriba abajo… Me ha preguntado adónde iba… Le he dicho la verdad, que venía aquí y que era enfermera. Que lo sepas.

– Has hecho muy bien.

La chica sonrió, pero enseguida volvió a apuntarle con el dedo.

Solía ser generosa. Se marchó a las 14.38; había regalado a Alessandro unos minutos extra de placer.

De nuevo estaban solos en el piso.

– ¿Quieres descansar un poco o empezamos ya?

Alessandro, en su cama, le miró sin contestar.

– Perdón. ¿Quieres descansar un poco?

Alessandro cerró los ojos.

– Adelante entonces.

Fue una sesión dura, extenuante, como todas. Pero Alessandro la afrontó con máxima determinación. No fue necesario que Cillian recurriera a las provocaciones. El chaval no dejó de mirar en ningún instante la ventana. Cada centímetro avanzado parecía quitarle energía pero darle nueva fuerza de voluntad.

– Me estás sorprendiendo, chaval. De saber el efecto que te hacía, habría llamado a la chica todos los días. -Sonrió desde la ventana.

Alessandro ni se inmutó.

– Ahora la derecha. Tranquilo, sin prisa, concentrándote.

Alessandro apretó los dientes con fuerza. Tembló. Emitió su habitual gruñido y, dándose impulso, se acercó cinco centímetros más a su posible libertad.

Cillian se sentía en comunión absoluta con él. Luchaban por objetivos diametralmente opuestos, pero les animaba la misma motivación: huir del aburrimiento, de la angustia de su existencia. Cillian luchaba cada día por escapar a la muerte; Alessandro, por encontrarla. Cillian tenía su muerte a mano; Alessandro, a una distancia tremenda. Cillian buscaba cada día motivos para vivir; la única motivación de Alessandro era morir.

Observando los esfuerzos inhumanos del chaval para acercarse a la muerte, Cillian pensó que Alessandro era la persona que más se le parecía, por su determinación y su vínculo con el suicidio.

«Si él no se rinde, yo tampoco», se dijo mirando la sangre que brotaba otra vez del labio martirizado de Alessandro.

Un gruñido animal. En un acceso de rabia y fuerza, dio tres pasos seguidos. Torpes, patéticos, pero hacia delante. Hacia la ventana. Superó la marca que constituía su mejor actuación hasta el momento.

– ¡Eres un fenómeno! -exclamó Cillian, orgulloso.

Alessandro tenía una mirada salvaje. No parecía dispuesto a descansar. Concentró la fuerza en su pierna izquierda sin que Cillian le animara a hacerlo. Empujó, gruñó, y dio otro pequeño paso hacia delante. De inmediato, se quedó sin fuerza y se desplomó como un peso muerto.

Corrió a socorrerle. El chaval, con la boca y la barbilla manchadas de sangre, prácticamente sin aliento, tenía una ligera sonrisa en la cara. Su mirada salvaje seguía fija en la ventana.

Cillian le llevó a la cama.

– Por hoy es suficiente. -Le miró a los ojos-. Lo vas a conseguir, chico. -Y lo pensaba de verdad.

Le cambió la camiseta, manchada de sangre y de sudor, el pantalón del pijama, y le aseó con una toalla húmeda. Sentía un respeto profundo por ese chico y percibió que Alessandro lo sabía. Pensó que seguramente ese día había sido para el chaval el mejor de los últimos años.

Y entonces sonó su móvil. El corazón se le aceleró. En el display apareció el nombre de Clara. Sin necesidad de que dijera nada, le pareció que Alessandro se había dado cuenta de quién se trataba. Intercambiaron una mirada de duda. ¿A qué venía esa llamada un domingo por la tarde?

Dejó que el teléfono sonara un par de veces más.

– ¿Sí?

– Hola, Cillian, soy Clara. ¿Te molesto?

– No… no… diga.

– Siento llamarte en tu día de descanso, de verdad, pero… quería comentarte que, si está todo en orden, volveré hoy…

La situación se precipitaba.

– ¿Hoy? -el tono de Cillian dejaba intuir que la idea no le entusiasmaba.

– Sí. ¿Algún problema?

– Es que… me había dicho que volvía mañana y aún no he recogido los plásticos… todo está en desorden… no tuve tiempo de…

– Me da igual, de verdad. Es que… -se rió- en casa de mi madre no aguanto más. Con que en la mía no haya bichos ni veneno, me conformo.

Cillian se percató de la mirada de Alessandro. Una mirada severa, seria. Le exigía que fuera responsable. Le decía que no tuviese miedo. Que se enfrentara a su gran día sin buscar excusas.

– ¿Cillian? ¿Estás ahí, Cillian?

Con esa mirada le decía que dejara de preocuparse, que estaba preparado. Él tenía la gran suerte de hallarse enfrente de su ventana personal. Había llegado el momento de dar el paso más valiente.

– ¿Cillian?

El portero asintió con la cabeza. Alessandro tenía razón. «Siempre adelante, sin miedo ninguno.»

– Cillian, ¿me oyes?

– Sí, estoy aquí. Tranquila, vuelva hoy. Lo encontrará todo en orden.

– ¡Qué bien! Llegaré en un par de horas. Pasaré a verte así arreglaremos lo de tus servicios.

– Esta noche estaré fuera, señorita King -dijo con voz firme-. Hablaremos tranquilamente mañana, no se preocupe.

– Hasta mañana entonces.

Cillian colgó. Permanecieron unos instantes mirándose. Percibió una sana envidia en los ojos de Alessandro. Cillian ya estaba cerca, muy cerca de su meta.

– Tu ventana tampoco está muy lejos.

Alessandro levantó el labio superior. Esa tarde también él lo creía así.

– Es posible que…, si todo va como debe, ésta sea la última vez que nos veamos. Lo entiendes, ¿verdad?

Alessandro volvió a levantar el labio superior.

– En ese caso tendrás que seguir solo. Pero yo sé que puedes hacerlo.

Alessandro le guiñó el ojo y después recurrió a su especie de sonrisa.

– Falta una hora para que lleguen tus padres…

Alessandro intuyó la pregunta de Cillian y anticipó su respuesta. Miró la puerta de su dormitorio. Le daba permiso para salir. Ya. Inmediatamente.

– Necesito prepararlo todo.

Le estrechó la mano, con vigor. La mano de Alessandro, inerte como una hoja muerta, se apretó tenuemente contra la del portero. Estaban de acuerdo.

– Espero que beses la acera pronto. -Ésa fue su despedida.

Se marchó a las 17.30. Alessandro se quedó solo en casa. Cillian se fue directo a su estudio para los últimos preparativos.

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