21

En el pequeño jardín, detrás de la casa colonial, Clara se columpiaba dulcemente en un balancín, a la sombra del sauce que el padre de su abuelo, según le habían contado, había plantado allí hacía casi un siglo. El niño, en sus brazos, acababa de dormirse, acompañado por una tierna nana de su madre.

Delante de ellos, el mar, bajo el sol del final del verano, se veía azul oscuro. Desde el puerto deportivo de Wesport, windsurfs y pequeños barcos se dispersaban en todas direcciones, completando esa postal de paz y serenidad con los colores vivos de sus velas.

La chica seguía viviendo con su madre. Había abandonado su piso y su trabajo en Manhattan, y todavía necesitaba tiempo para acabar de recoger los pequeños añicos de su vida anterior. Afortunadamente, la familia ayudaba. Y la llegada de la criatura, con las pequeñas necesidades del día a día, le ocupaba la mente y llenaba poco a poco ese vacío que se había creado en su corazón.

– Señorita, ¿quiere que lleve el bebé a la cuna? -Nacha, la asistenta colombiana, le sonrió amable.

– No, no te preocupes. Está tranquilo. -Clara cerró los ojos y volvió a mecerse con su pequeño-. Vamos a dormir un poco.

La brisa movió su pelo color cobre y la despeinó. Clara, sin abrir los ojos, disfrutó de esa caricia de la naturaleza y protegió al pequeño ajustándole el gorrito.


A las 10.40 de la mañana, Cillian bajó por la escalera de la casa en la que había nacido. A esa hora su madre solía estar en la cocina, planchando o afanada en alguna tarea doméstica que la distrajera de la realidad.

– ¡Voy fuera! -le gritó desde la entrada, como si de una salida normal se tratara.

Abrió la puerta y dio un respingo: tenía a su madre delante, con las bolsas de la compra y una mirada inquisitoria. Los músculos de su rostro se contrajeron en una expresión de culpabilidad.

– Voy fuera -repitió en voz baja-, a dar un paseo.

La mujer supo que mentía y Cillian que su madre lo sabía.

Aparentaba más que los sesenta y cinco años que tenía según su pasaporte. El tiempo vivido al lado de Cillian, antes de que se marchara a estudiar fuera, y la conciencia de que ese individuo había salido de su vientre habían marcado surcos imborrables en su cara, siempre triste y apagada. Viéndolos juntos ahora nadie dudaría de que eran madre e hijo, porque se parecían y porque una luz opaca brillaba en el fondo de sus ojos.

La mujer comprendió de inmediato que esa salida no era como las otras. Al menos así interpretó Cillian la emoción que reflejó el rostro de su madre durante un instante: sus mejillas se sonrojaron, sus pupilas se dilataron.

– ¿Tanto te alegraría librarte de mí?

Ella no contestó; estaba acostumbrada a las provocaciones de su hijo. Bajó la mirada y escondió sus pensamientos, como siempre.

– No sé qué va a pasar… -siguió Cillian, intentando averiguar qué escenario preferiría su madre: que siguiera con vida o que desapareciera de la faz de la tierra de una vez por todas-. Lo único que sé, mamá, es que se me acaban las razones. -Volvió a escrutarla y tuvo que quedarse con la duda-. Te he dejado en la cesta la ropa para planchar… pero, pensándolo bien, no hace falta que hagas nada.

Su madre seguía con la mirada baja. Cillian hizo ademán de salir. Entonces ella alzó la cabeza con una valentía que pocas veces había demostrado. Sus mejillas tenían ahora un rojo más intenso, como si los capilares estuvieran a punto de explotar por la emoción.

– ¿Quieres saber qué has hecho para crear a un hijo como yo? -le espetó Cillian-. No vas a entender en un día lo que no has comprendido en toda tu vida… -añadió-. Pero, si quieres saberlo, no has hecho nada… nada. -Observó su reacción-. Simplemente salí así. -La mujer aguantó la mirada provocadora de su hijo, intentó penetrar en lo más profundo de ese ser al que había parido pero no conocía-. No podías ni puedes hacer nada para cambiarme. Soy así, mamá -sonrió-. Pero no por eso estás exenta de culpa. -Apoyó su mano delicadamente sobre su hombro, pero en ningún momento pareció un gesto de cariño-. Te odio y siempre te he odiado, a ti y a papá, por traerme al mundo y condenarme a vivir… Y eso no tiene perdón. -Retiró su mano y comprobó, con satisfacción, que la mujer se había rendido. Había vuelto a bajar la mirada, posiblemente para siempre.

Se marchó decidido. A los pocos pasos ya se había olvidado de su madre, su mente estaba centrada en lo poco que le quedaba por delante.

– ¿Qué les digo a tus hermanos?

Cillian se detuvo, sorprendido. La mujer seguía sin mirarle, de pie, delante del umbral de la casa. Se estrujó el cerebro para que produjese alguna salvajada efectiva y rápida, pero por lo visto su cerebro no estaba por la labor.

– Diles que todo lo que tengo lo he donado. No van a heredar nada -afirmó. Y molesto consigo mismo por lo poco brillantes que habían sido las últimas palabras dirigidas a su madre, salió por fin al otro lado de la verja del jardín.

El otoño había llegado antes de hora. Un cielo plomizo amenazaba lluvia en cualquier momento. Había llovido durante toda la semana. El agradable perfume de las hojas caídas y la hierba empapada de agua impregnaba el aire. Avanzó por el camino de tierra en dirección a la carretera nacional, como solía hacer cuando era más joven.

Había engordado, y no sólo por una dieta más sustanciosa. La vida rural, con un mínimo de cinco horas de sueño diarias, y, sobre todo, la ausencia de tensión, le habían devuelto un semblante saludable. Su piel aún estaba morena por los largos días de sol del verano.

Saludaba cortés, con un gesto de la mano, a todas las personas con las que se cruzaba. No hacía falta que les mirara a la cara. Eso tenía la vida en el pueblo, que todos se conocían. Seguro que, fuera quien fuese, no desperdiciaba el saludo.

Salió de la pequeña urbanización y se encaminó hacia el puente. Empezaba a chispear. Un coche pasó a su lado y tocó la bocina a modo de saludo. No identificó al conductor, pero levantó el brazo de todas maneras.

Contra todas sus previsiones, seguía viviendo con su madre. Había regresado a casa después de que le despidieran de su último trabajo en Nueva York, y había acabado quedándose por tres razones de peso.

El tema del trabajo seguía siendo muy complicado. Debido a la crisis, o a la excusa de la crisis, no había recibido ninguna respuesta a las solicitudes que había enviado por e-mail o por correo convencional. Todos los días leía los anuncios en los periódicos y en la web, y enviaba un par de currículos a la semana. Mientras tanto, un techo y comida gratis no venían mal.

Al poco tiempo había descubierto que en su pueblo también podía tener la mente ocupada y darse pequeñas satisfacciones. Esa aldea rural, en el nordeste del estado, no había cambiado mucho, y Cillian conocía a su gente desde que era un crío. Gente a la que podía herir en lo más profundo porque sabía de sus debilidades. Así, antiguos compañeros de clase habían vuelto a sufrir pequeñas e inesperadas fístulas.

Su madre seguía siendo su diana preferida. No había pasado un día en que la mujer no viviera una preocupación o un disgusto provocado secretamente por su hijo. La había oído muchas veces llorar en su cama. Pensó que ese día no sería una excepción, ahora estaría tumbada en el sofá, delante del televisor apagado, meditando sobre sus últimas palabras y, una vez más, sin encontrar una explicación satisfactoria para haber tenido ese hijo. En fin, la pelirroja no estaba en ese pueblo, pero podía disfrutar de alegrías diarias.

Y, por último, cada noche, a la hora de la ruleta rusa, siempre había una razón de peso que hacía caer el plato de la balanza del mismo lado: Clara.

En el centro del puente, se asomó a la barandilla y miró el río, abajo. Desde hacía unos meses, ése era el escenario de su juego suicida, si bien siempre había acudido allí a una hora temprana. Se fijó en un detalle que, en la oscuridad, no había percibido nunca. En la carretera nacional una enorme valla publicitaria promocionaba una pasta de dientes. En la imagen aparecían tres chicas: una afroamericana, una blanca y rubia y una asiática, las tres con una dentadura perfecta y una sonrisa espectacular.

Sacó el móvil del bolsillo. El mensaje corto que estaba esperando no había llegado.


Abrió los ojos confusa, sorprendida por esa melodía familiar. El bebé dormía con las manitas abiertas, señal de que su sueño era profundo. La sinfonía de «Para Elisa» provenía de la mesita de metal, donde la asistenta había dejado un refresco y el correo del día.

Clara puso al bebé sobre el cojín del balancín y fue a por el montón de sobres. El niño cerró los puños, señal de que ese movimiento brusco le había conducido a un estado de sueño más ligero.

Clara examinó rápidamente las cartas hasta que llegó a un sobre acolchado, entregado por FedEx esa misma mañana. Se acercó el sobre al oído. La melodía provenía del interior. Rompió la cinta de protección de la mensajería y desgarró el sobre. El iPhone sonaba en sus manos; en el salvapantallas, una foto de Clara; en el display, un número desconocido. Clara, alucinada, no contestó. Entonces la melodía dejó de sonar. Sólo se oía el sonido de la brisa. El bebé se había despertado y movía nervioso los brazos y las piernas. Clara miró el rostro sonriente del salvapantallas, una instantánea sacada hacía un par de años, con ese mismo iPhone, en San Francisco.

En el sobre acolchado había más cosas. Una libreta negra, un sobrecito de papel con una dedicatoria («Para Clara»), y un papel escrito a mano. Reconoció el sobrecito y su mirada se posó inmediatamente en el reloj que llevaba en la muñeca y que nunca, desde el día en que se lo habían regalado, se había quitado.

«Para que sepas siempre a qué hora llamarme. Te quiero. Te quiero muchísimo. Mark.»

Clara, incapaz de entender el significado de ese paquete, empezó a temblar. No podía organizar un pensamiento estructurado. Intuyó que podía tratarse de una broma macabra, pero la razón y la maniobra escapaban a su comprensión. Hojeó la libreta con desesperación, casi arrancando las páginas. Estaba llena de fechas y números que no comprendía. Pero se dio cuenta de que su nombre aparecía a menudo. La tiró al suelo.

Desplegó entonces el papel, doblado en cuatro. Sus manos no paraban de temblar, tuvo que poner el papel sobre la mesita para poder leerlo.

El bebé empezó a llorar.


Pensó que era un tanto irónico que hubiesen colocado precisamente ahí esa valla publicitaria. Él, que había dedicado su vida a crear infelicidad a su alrededor, moriría debajo de una imagen de cuatro metros por cinco con tres bellezas dedicándole una enorme sonrisa.

Su bolsillo vibró. El mensaje que esperaba por fin había llegado. El servicio de atención al cliente de FedEx le informaba de que su paquete había sido entregado a las 10.46 de la mañana en Wesport, Connecticut.

No había sido difícil dar con Clara. De nuevo, la red social más difusa de internet le había sido de ayuda. Se había enterado de que la chica seguía en la casa materna a través de las felicitaciones por el nacimiento del pequeño Mark que alguna amiga había publicado en el muro de Clara. A continuación, utilizando el alias de Aurelia, había conseguido de las mismas amigas la dirección de la pelirroja; les había hecho creer que quería enviar un regalo para el recién nacido.

No le sorprendió que hubiese dado al pequeño el nombre de su difunto amor. No podía pretender que le llamara Cillian, y tampoco le habría hecho ilusión. En su continuado análisis y conocimiento de sí mismo, se había dado cuenta de que nunca había intentado imaginar el rostro del niño. Y, por lo que podía recordar, el pequeño Mark nunca había visitado sus sueños. Ese ser no representaba nada para él. De hecho, eso cuadraba con su convicción de que el vínculo de sangre era algo biológico pero no emocional. Ese niño era como su madre, o como el cartero que llevaba el correo al edificio del Upper East: un ser humano como todos los demás.

Tecleó el número del iPhone. Había tenido que contratar un nuevo servicio de telefonía y una nueva tarjeta. Pero no había cambiado la foto del salvapantallas ni la melodía de las llamadas entrantes. Había ensayado lo que diría. De hecho, lo había escrito en una carta que había incluido en el sobre y, para reasegurarse, había enviado una copia electrónica a través del alias de Aurelia.

Empezó a sonar el primer pitido. Intentó imaginar la reacción de Clara al oír la melodía característica del móvil de su novio, cómo abría frenética el sobre y, atónita, se encontraba con ese objeto. Otro pitido. La imaginaba llorando mientras pasaba despacio las páginas de su libreta negra y se daba cuenta de que Cillian había modificado su vida durante todo ese tiempo. Otro pitido. La imaginaba incrédula ante la página en la que Cillian había escrito una lista de torturas. Otro pitido. Anonadada ante la hoja donde Cillian describía la noche que habían pasado los tres juntos, Mark durmiendo en el sofá mientras Clara y él hacían el amor. Otro pitido. Destrozada cuando contestaba a la llamada y se encontraba con su verdugo al otro lado. Otro pitido. Y saltó el buzón automático de voz.

Colgó. Su esperanza de despedirse en persona de la chica se frustraba. No era ninguna tragedia. Clara se enteraría de todas formas de lo que había ocurrido.

En la calle y la carretera nacional no había nadie. Esta vez ningún deportista inoportuno en el horizonte. Subió a la barandilla y miró, abajo, el río; apenas llevaba agua.


En la cocina, Nacha fregaba los platos canturreando una canción en español. Uno de sus autoengaños para sentirse más cerca de su país y su familia.

Había sido madre tres veces. Sus tres retoños se habían quedado en Bogotá, al cuidado de su hermana. La separación había sido dolorosa, pero necesitaba trabajar y ganar dinero para garantizarles una educación y un futuro. Había ido a Estados Unidos para cuidar a los hijos de otras madres que, a su vez, no podían hacerlo a raíz de su trabajo.

Su sexto sentido maternal aún estaba despierto. Se calló y cerró el grifo sin saber muy bien por qué. Aguzó el oído. El bebé de la señorita Clara estaba llorando. Se asomó a la ventana para ver qué ocurría en el jardín, pero sólo vio a Clara sentada de espaldas en el balancín.

Se secó las manos y abandonó la cocina.

– Señorita Clara, ¿va todo bien?

No obtuvo respuesta. Salió al porche. Clara seguía inmóvil, de espaldas. El niño berreaba desde algún lugar del jardín.

Nacha avanzó.

– Señorita Clara… señorita Clara, ¿le ocurre algo?

Vio que el cabello rojo de Clara desaparecía de su vista, detrás de los cojines. La mesita de hierro se volcaba en el suelo. El vaso con el refresco se rompía. El bebé dejó de llorar de improviso. Nacha echó a correr.


La lluvia, ahora más intensa, le empapaba el pelo y la ropa. Llevaba un chubasquero atado alrededor de la cintura, pero pensó que no tenía ningún sentido protegerse de la lluvia cuando estaba a punto de morir.

«Querida Clara -recitó para sí las palabras que no había podido liberar al teléfono-: Sólo puedo imaginar tu rostro leyendo esta carta, repasando tu último año de vida desde que fui tu secreto compañero de piso, tu secreto amante, el asesino del hombre al que amabas, el padre de tu hijo. Y quiero que sepas que has sido mi única razón para vivir hasta hoy.»

Decidió seguir en voz alta, como si Clara estuviera allí con él.

– Byron -a raíz de la carta se había preocupado en buscar quién era el autor de la frase que tanto le gustaba- decía que el recuerdo de un momento feliz es sólo un dulce recuerdo. Pero el recuerdo de un momento doloroso es dolor. Después de esta carta, espero que cada vez que mires a nuestro pequeño recuerdes y revivas todo lo que te he causado…

Un coche pasó por la carretera nacional. Cillian vio que aminoraba la marcha, seguramente porque el conductor le había visto de pie sobre la barandilla. Pero no frenó; volvió a acelerar. Siguió con su monólogo.

– Y creo que ya no puedo provocar más dolor a nadie, Clara, a nadie.


Nacha, con el corazón en la garganta, llegó hasta el balancín y lo rodeó. Clara estaba arrodillada en el suelo, inmóvil, con la mirada ida. El bebé volvía a berrear histérico. Seguía tumbado, ileso, en el cojín del balancín.

– ¡¿Qué le pasa, señorita?! ¿¡Señorita?!

Nacha cogió al bebé e intentó tranquilizarle meciéndole arriba y abajo. Pero estaba demasiado nerviosa y sus gestos resultaban rígidos, bruscos. El bebé, completamente morado, no paraba de llorar.

Clara miró sin ver a la asistenta. Abrió los brazos… como suplicando una explicación, como si no entendiera nada de lo que había ocurrido.

– Su bebé la necesita.

Nacha le tendió el pequeño y Clara salió entonces de su ensimismamiento. Miró al niño, que chillaba a pleno pulmón, y su rostro se desencajó en una mueca de dolor absoluto.


Empezó. «Razones para volver a la cama: lo que acabo de hacer con Clara me animará durante un buen tiempo… mi madre merece sufrir más… puedo encontrar un nuevo trabajo.»

Agarrado a un barrote del puente, se secó la cara mojada por la lluvia. «Razones para saltar: nunca conseguiré repetir lo que he hecho con Clara… no aguantaré mucho como fugitivo… mi madre sufrirá igualmente… pronto volverá a hacer frío.»

La balanza estaba en equilibrio, no se decantaba hacia ninguno de los dos lados. Empate. Se imponía una segunda tanda de razones.

Su mirada se posó entonces en la valla publicitaria. Esas tres chicas sonrientes, procedentes de distintos lugares del globo terráqueo, le comunicaban que ahí fuera había millones de personas listas para que Cillian destruyera su felicidad. Había millones y millones de sonrisas por borrar.

Pensó que, muy probablemente, la fantástica experiencia vivida en el Upper East no se repetiría, pero el mundo seguía ofreciendo motivos para sobrevivir. La cuestión estaba en saber contentarse.

Supo al instante, que no lo lograría. A medida que pasaban los años se había vuelto cada vez más exigente; el listón de condiciones mínimas para seguir en el mundo de los vivos era muy difícil de alcanzar.

Clara le denunciaría, y si algo tenía la policía eran sus huellas, además de todos sus datos anagráficos que nunca se había preocupado en ocultar.

Era consciente de cuáles eran sus habilidades, de su eficaz pericia en la artesanía del pequeño dolor, pero también conocía sus puntos débiles, su incurable torpeza y su incapacidad para soportar la presión cuando las cosas se volvían complicadas, cuando el juego se hacía serio. Si sobrevivía, le esperaba una existencia de verdadero fugitivo. Tendría que ocultarse continuamente, necesitaría construirse una nueva identidad, viviría en continua alerta. Demasiado para un tío que se ponía nervioso por la mirada perpleja de la dependienta de una perfumería. «¿Estás preparado para todo esto, Cillian?»

La balanza dejó de estar en equilibrio.

Cerró los ojos y echó la pierna atrás. Bajó de la barandilla con un salto ágil. Se puso el chubasquero y emprendió, despacio, el regreso a casa. Pensó que la cesta de la ropa para planchar volvía a cobrar sentido y que su madre tendría trabajo por su culpa.


Las calles estaban mojadas por la lluvia reciente. El vecino del 10B detuvo su coche delante de la puerta del edificio. Los últimos acontecimientos le habían hinchado el ego. Se sentía casi como una especie de héroe.

De hecho, él siempre había desconfiado de Cillian, y el día en que seis agentes de la policía habían entrado en el edificio buscando pistas sobre el verdadero asesino del novio de la señorita King y haciendo preguntas a todo el mundo por si sabían algo del paradero del antiguo portero, el vecino del 10B se había sentido como un profeta por fin comprendido. Él, desde el principio y antes que nadie, había sospechado que ese Cillian no era trigo limpio. Y ahora, después de la denuncia de la pobre señorita King, los hechos lo confirmaban de forma aplastante. A ver quién se atrevía ahora a tacharle de simple cascarrabias.

El vecino del 10B tocó ligeramente el claxon.

El nuevo portero, un chico afroamericano, grandote y con cara de buen chaval, se asomó enseguida a la calle. Los dos hombres se saludaron cordialmente, mientras el vecino salía con un par de bolsas y el nuevo portero entraba en el coche para aparcarlo en el primer sitio que encontrara libre en la zona.

El nuevo fichaje encarnaba las características humanas y profesionales que el vecino del 10B requería en el portero de su edificio. Ése era un buen chico, lo presentía, y, vistos los precedentes, su intuición era prácticamente infalible. Los primeros meses de servicio habían confirmado esa sensación. El nuevo portero nunca había llegado con retraso, siempre se había mostrado atento y servicial, educado y con buena presencia. El cambio respecto al anterior era abismal; para bien, por supuesto.

– ¿Quiere que le ayude con las bolsas?

– No, no, no hace falta… pero gracias.

– Le subo ahora mismo las llaves.

El vecino del 10B se volvió hacia la casa y el nuevo portero encendió el motor del coche rojo.

Un estruendo.

El impacto fue tremendo, inesperado, ensordecedor.

Las bolsas del vecino del 10B se le cayeron al suelo, del susto, y las naranjas se desparramaron por la acera. El vecino se dio la vuelta, aterrorizado. El techo de su coche estaba completamente hundido, los cristales reducidos a añicos, el claxon pitaba enloquecido.

El hombre buscó con la mirada al nuevo portero, desaparecido bajo el techo destrozado de su coche. Tardó en percatarse, a pesar de que lo tenía delante de sus ojos, del cuerpo que yacía sin vida sobre su coche, siniestrado para siempre.

No fue fácil reconocerle. El choque, después de una caída de sesenta metros, había tenido efectos devastadores sobre el cuerpo. Pero era él. El antiguo portero. Y ya no había riesgo de que se diese a la fuga.

Cillian, con sus vaqueros y su camisa recién planchada, había decidido jugar su última ruleta rusa en el lugar en el que se había sentido más cerca de la felicidad.

Tenía treinta y un años, un mes y doce días. Y ya no le quedaban razones para quedarse.

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