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El reloj de pulsera marcaba las 23.16, cuando la melodía de «Para Elisa», con volumen creciente, se propagó por el apartamento.

– Hola, amor -susurró Cillian mientras se estiraba debajo de la cama, calentando los músculos entumecidos del cuello y de los brazos antes de entrar en acción.

– Hola, amor -dijo Clara, feliz, desde el salón-. ¿Qué tal estás?

La chica apagó el televisor, con lo que al portero le resultó más fácil enterarse de la conversación. Cillian había comprobado que la pieza de Beethoven era el sonido reservado para anunciar las llamadas del novio. Con las otras llamadas sonaba una canción pop muy alegre de un grupo que él no conocía.

– Qué envidia, aquí hace un frío que pela… -Pausa-. Ya… claro… cojo un vuelo y el trabajo a tomar por saco…

El diálogo entre los dos amantes siguió sobre argumentos cotidianos y, para los intereses del portero, insignificantes. Seguramente Clara estaba paseando sin rumbo por el piso, porque su voz se alejaba y se acercaba, acompañada por ruidos variados: el abrir y cerrarse de la puerta de la nevera, el entrechocar de vasos, una silla que se arrastraba, algo que caía al suelo.

Después de una de las continuas pausas, la conversación adquirió un inesperado interés.

– Sí, sí, he ido hoy, no te preocupes. El médico dice que no le quite importancia, que los trastornos del sueño son muy serios y que debo controlar el tema. -Pausa-. Sí, sí, Mark, tenías razón tú, pesado.

Por fin la labor de Cillian se veía reflejada en el día a día de la pelirroja. Por fin una de sus acciones tenía consecuencias negativas en la vida perfecta y feliz de la joven. De ser un poco hipocondríaca, habría vivido verdaderos momentos de angustia, pero Clara no parecía sufrir ese tipo de trastornos.

– Dice que puede deberse a distintas razones… a cualquier preocupación… como el estrés laboral… o a que follo mucho. Ya sabes, ayer con los Giants, hoy con los Knicks… -Clara rió de su propio chiste.

Cillian, forzado al silencio, sin poder soltar una blasfemia o desahogarse con un puñetazo contra el colchón, aferró el bisturí en una reacción de rabioso mutismo. No sólo era que la conversación había regresado hacia esa odiosa vertiente pueril y vulgar, sino que una vez más Clara se tomaba a broma sus pequeñas intervenciones divinas en la vida de ella. Contuvo su enfado.

Fuera del dormitorio se instaló un largo silencio, interrumpido sólo por aislados y ligeros murmullos de la chica cuando asentía a lo que su novio le decía. Mientras tanto, Cillian, debajo de la cama, se preparaba; sin prisa. Introdujo la mano en el agujero ya abierto del colchón y extrajo la mascarilla y el frasco de cloroformo.

La luz se encendió. Clara entró en el dormitorio, descalza.

– Claro que estoy bien -dijo-. Hombre, te echo de menos, pero no por eso me pongo a llorar… Y supongo que a ti te pasa lo mismo.

Cillian se puso la mascarilla mientras el colchón, presionado por el peso de Clara, se curvaba hacia su cara.

– Eso es ser muy malvado, cariño -dijo ella, divertida-, y seguro que en realidad no lo piensas.

Se estiró en la cama.

– ¿Otras novedades? Bueno, dos… una mala y una buena.

La luz del techo fue reemplazada por el tenue resplandor de la lamparita de noche.

– He encontrado el reloj de mi abuela… pero ésta es la mala… espera, ahora lo entenderás… -Clara volvía a hablar de él-. Es que cada día soy más torpe, pequeño. Debió de caérseme mientras fregaba los platos… -El novio comentó algo-. Ya sé que tengo lavavajillas, pero antes de meterlos hay que quitar lo gordo. Bueno, no me interrumpas. Te decía que el portero se lo ha cargado hoy con ácido cuando intentaba desatascar el fregadero.

Siguió un silencio que Cillian no supo cómo interpretar. Desde arriba no llegaba ninguna señal aclaratoria. ¿Cómo estaba reaccionando Clara al revivir la pérdida de su reloj? Habría pagado por ver su cara en ese preciso momento. Deseó que su expresión se pareciera a la de la asistenta latina.

– No, pobre, él qué sabía… lo ha hecho con toda su buena intención. -Cillian sonrió por ese comentario a su favor-. Hombre, me jode porque era un recuerdo. Y encima de mi abuela. Pero ¿qué le vamos a hacer? Ahora ya sabes qué puedes regalarme… -Cillian cerró los ojos. Estaba seguro de que esa chica volvía a sonreír-. No, no, no… no te vas a librar con eso… El Tag Heuer Formula 1 negro, por ejemplo, me gusta mucho. O un Omega. Ya sabes que en esto soy un poco masculina.

Cillian resopló en silencio.

– Ah, sí… no te lo creerás. Hoy me ha escrito una compañera del instituto a la que no veo desde hace más de quince años…

Clara volvía a hablar de él. Por lo menos se animó al pensar que era la tercera vez que ocurría durante esa conversación. La prueba de que, poco a poco, con sus pequeños actos, estaba entrando en la vida de esa mujer, como un titiritero discreto que poco a poco se hace con todos los hilos del muñeco.

– Me he pasado toda la tarde escribiéndole…

Cillian pensó que cuando subiera a la azotea tendría una nueva razón que depositar en el plato de los motivos para volver a la cama:

«Tengo muchos correos de Clara en el buzón de Aurelia Rodríguez», se dijo.

– ¿Tú qué crees? De todo: de mí, de mi trabajo, de ti, de los amigos… de todo. Ahora vive en México, en DF… -Pausa. Probablemente su novio la había interrumpido-. Pues si aburro no te lo cuento, idiota.

Cillian no se aburría, al contrario, pero una vez más la conversación allí arriba había dado un giro brusco hacia ese tono intrascendente que tanto les gustaba a Clara y a su chico. Esta vez no le importó. Con lo que había escuchado se daba por satisfecho.

– Bueno… ¿y tú que has hecho hoy? Oigo suspiros… ¿seguro que estás solo?

Habían dejado de hablar de lo que le interesaba. Cillian desconectó y aguardó a que llegara su momento.

Y no tardó. Después de un breve intercambio de bromas y tonterías propias de una pareja, Clara adoptó un tono tierno y algo melancólico. Cillian, abajo, anticipó mentalmente la despedida: «Te quiero. Te quiero muchísimo, cariño». Y arriba, unas décimas de segundo después, Clara repitió:

– Te quiero. Te quiero muchísimo, cariño.

Colgó.

Diez minutos más tarde la habitación estaba sumergida en la oscuridad. La respiración de Clara era profunda y lenta. El momento había llegado. Cillian se deslizó despacio de debajo de la cama. Se levantó a su lado. Llevaba la mascarilla puesta y el algodón, empapado de cloroformo, en la mano.

Le acercó el algodón a la nariz. Una acción mecánica, repetida noche tras noche, durante muchos días. Pero esta vez la reacción fue otra.

Al contacto con el algodón, Clara dio un respingo, levantó el busto y giró la cabeza hacia él. Quedó cara a cara con Cillian; con los ojos abiertos, mirándole.

El portero echó instintivamente la cabeza hacia atrás, como para alejarse de ella, pero sin dejar de presionarle la nariz con el algodón. Notó cómo el corazón daba dos violentos e irregulares latidos. La saliva se le fue por el otro lado. Luchó por retener la tos.

Un segundo. No más. Después Clara se desplomó como una piedra sobre la cama; la mano de Cillian seguía pegada a su cara.

Por fin liberó la tos reprimida. Su corazón latía enloquecido. Le ocurría cada vez que perdía el control de la situación. De hecho, sus peores pesadillas eran así. Su mente recreaba situaciones en las que dejaba de ser el titiritero y vivía a merced de otros. Situaciones de lo más cotidianas, como cuando se encontraba en un taxi y, de pronto, el conductor no le llevaba por donde él quería, aunque golpeara el cristal de separación o intentara abrir las puertas bloqueadas del vehículo. En otra pesadilla, menos recurrente pero más molesta, volvía a su estudio y se encontraba a su madre, a familiares y a extraños que le habían organizado una fiesta sorpresa. Siempre se despertaba empapado en sudor y con el corazón en la garganta.

En ese momento estaba viviendo una de sus pesadillas en el mundo real. Dejó de presionar la nariz de Clara. Tocó a la chica con la punta del dedo. Con delicadeza, en el hombro. Volvió a hacerlo, con más intensidad. Seguía dormida. Entonces la sacudió con fuerza. La levantó y la dejó caer en la cama. No reaccionaba. Estaba profundamente dormida.

Se sentó a su lado. Miró, perplejo, el frasco de cloroformo. Algo no había funcionado. Era el mismo frasco que había utilizado la noche anterior, por lo que la dosis era la adecuada. Pensó, agobiado, que tal vez el organismo de Clara se estaba acostumbrando al narcótico.

– No me hagas esto, pequeña -le susurró al oído; escuchar su voz le tranquilizaba-. No me hagas cambiar de anestésico, por favor. -Cerró el frasco y se quitó la mascarilla-. No sabes lo mal que me sentaría dejarlo. -Sobre todo por los efectos colaterales. Cillian sabía que la ingesta continuada del narcótico podía provocar daños en el hígado y los riñones, por no hablar de la sospecha de que fuera una sustancia cancerígena-. No me hagas esto, Clara…

Pensó que Clara llevaba más de tres semanas inhalando esa sustancia todos los días, fines de semana excluidos. Se serenó al pensar que, de todas formas, algún tipo de deterioro había tenido que producirse ya en el organismo de la chica.

Respiró hondo. El corazón recuperaba poco a poco su ritmo normal. Resopló y volvió debajo de la cama para esconder sus cosas y coser el agujero.

Necesitaba animarse y olvidar el mal momento que acababa de vivir. Regresó al salón dispuesto a sumergirse en su habitual violación de la privacidad de Clara.

Sacó del cajón el álbum de fotos y la caja de cartas. Se sirvió pollo a la plancha con patatas, y reemprendió su atento análisis desde la marca que había dejado la noche anterior.

El álbum era tan caótico como el cuarto de invitados de Clara. Un cajón de sastre de imágenes que se sucedían sin vínculos temáticos o temporales. Una foto que mostraba a Clara de niña junto a otros amiguitos en una granja atrajo su atención: era la única foto que veía en la que la niña no sonreía. Al contrario que los otros niños, emocionados al verse rodeados de cabritillas, la pequeña Clara parecía mirar alrededor con desconfianza.

Cillian volvió a inspeccionar rápido el álbum, página tras página. Encontró otra foto en la que Clara tenía una expresión similar. Estaba al lado de una niña también pelirroja y algo mayor que ella. La que con todas probabilidades era su hermana enseñaba a la cámara un gatito. Clara se mantenía algo apartada, con la mirada puesta en el felino.

Unas cabras, un gato y un factor común: la ausencia de sonrisa. De repente, del baúl de sus recuerdos, una anécdota que había permanecido adormecida en su cabeza salió a la luz.

«Hola… Perdona pero no recuerdo tu nombre…» Clara se le había presentado de esa manera una mañana en el vestíbulo, con su pelo rojo cuidadosamente despeinado y sus ojos llenos de vida. A Cillian le bastaron esos segundos para sentir un sano desprecio hacia esa desconocida y el deseo animal de borrarle de la cara, con un puñetazo, esa expresión de felicidad. «Cillian, me llamo Cillian, soy el nuevo portero. ¿Y usted es la señorita…?» «Clara. Clara King del 8A. Bueno, Cillian, bienvenido al edificio y… siento mucho empezar así, pero tengo que pedirte un favor…» Entonces, durante un instante, una expresión de angustia había surcado el rostro de Clara, pero Cillian no había sabido ponderarla adecuadamente porque no conocía a la joven. «Lo que sea», había contestado él. Esa misma mañana entró por primera vez en el 8A, pero lo hizo de forma totalmente ortodoxa y socialmente aceptable: invitado por Clara. La paloma yacía sin vida en el alféizar de la ventana, hecha un ovillo de plumas grises y aparentemente malsanas. «Me la he encontrado allí esta mañana y… no soporto verla», se había disculpado la pelirroja, mostrando, otra vez, su inusual expresión de agobio. «Yo me hago cargo. ¿Tiene una bolsa de basura?» Mientras la chica había ido a la cocina, Cillian había aprovechado para mirar alrededor, inspeccionar ese lugar acogedor; no sabía aún el vínculo que acabaría teniendo con él y su dueña. Los colores del mobiliario confirmaron esa sensación de repulsa que había sentido por la joven.

No fue necesario seguir rememorando. Dejó el baúl de los recuerdos y se centró en el presente.

– ¿No te gustan los animales? -le preguntó, en voz alta, como si ella pudiera oírle.

Le vino entonces a la cabeza otro detalle de una anterior inspección en el 8A. Se levantó como un resorte y fue a la cocina. Abrió el armario de debajo del fregadero. Había muchos productos de limpieza para la casa. Cada uno con una función específica. Pero lo que llamaba la atención era que hubiese varios botes de insecticida. Uno para hormigas. Otro para moscas y mosquitos. Otro para polillas.

Cillian confirmó su descubrimiento.

– Definitivamente, los bichos no van contigo.

Ya que estaba allí, siguió inspeccionando la cocina. Su mirada se cruzó con la de Courtney Cox. Abrió la nevera. Dentro había fruta fresca, verdura variada, quesos ligeros, bebidas sin azúcar, un sobre con jamón cocido bajo en sal… En general, salvo un tarro de crema de chocolate medio escondido al fondo de una estantería, detrás de los yogures desnatados, ninguna porquería.

«Comida saludable… ¿Te preocupa tu salud o tu peso?»

A las 00.20 pasó a examinar el baño. Se sentía en racha y no quería desaprovechar ninguna oportunidad, a pesar de que estaba muy cansado y le esperaban pocas horas de sueño.

Inspeccionó de nuevo todos los productos de belleza mientras se cepillaba los dientes con su propia pasta pero con el cepillo de Clara, y por fin, en el armarito colgado a la pared, entre las medicinas de uso más frecuente encontró unas pastillas saciantes para quitar el hambre.

«Sin duda… te preocupa tu peso…»

Cillian orinó en el váter.

Empezó a desvestirse en el dormitorio, al lado de Clara. Sentía que había sido una noche provechosa, que la relación empezaba a ser más sólida, que estaba conociéndola más a fondo. Quiso compartir su satisfacción, sus planes de futuro con ella.

– ¿Te gustaba la historia, Clara, o eras más de mates?

Se quitó la camiseta.

– A mí me gustaban las dos. La verdad es que era un estudiante muy aplicado. Me gustaba el orden y la claridad de las matemáticas. Y la historia porque me descubría que en realidad nada cambia y que el hombre sigue siendo el mismo.

Comprobó que no desprendía ningún olor corporal. El carísimo desodorante sin perfume se confirmaba como una inversión acertada.

– Luis XIV, el Rey Sol, era el que más me fascinaba. Y tiene que ver con nosotros dos, ¿sabes? Su reinado tuvo dos etapas muy distintas: una cruel y sangrienta, y otra magnánima y pacífica…

Se quitó los pantalones.

– Dos etapas que afectaron a toda una nación, a un continente entero, a la vida de millones de personas. ¿Y sabes cuál fue la razón de ese cambio tan profundo?

Le acarició la cadera.

– Una fístula, Clara. Nada más y nada menos. El cambio se dio cuando al pobre rey le quitaron una pequeña fístula anal que le amargaba la vida. El cambio fue tan drástico que algunos historiadores dividen su política en ante fistulam y post fistulam.

Se metió en la cama en calzoncillos. La abrazó.

– La historia me gusta porque nos enseña a vivir, Clara -le susurró al oído-. Y lo que le ocurrió al buen Rey Sol nos enseña que las pequeñas cosas son los detalles que marcan la felicidad o la tristeza de nuestra vida. Créeme si te digo que tengo algo de experiencia en esto.

La abrazó. Su cuerpo se apretó al de la joven.

– Ya tengo más claro lo que voy a hacer contigo, Clara. Empezaremos por las pequeñas cosas que marcan el estado de ánimo de cada día…

Acarició su cuerpo inerte.

– Seré tu fístula, Clara. Seré tu pequeña y dolorosa fístula.

Abrazado a la joven, cerró los ojos.

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