19

Llamaron a la puerta de su estudio a las siete de la mañana. Cillian estaba preparado. Vestido, con todos sus enseres guardados en su maleta y en un par de cajas.

No se sorprendió al ver a un agente uniformado, pero sí al inspector que había conocido la noche anterior.

– ¿También se ocupa de actos vandálicos?

El inspector le miró confuso.

– Quiero hacerle más preguntas sobre la muerte del señor Kunath.

No estaban allí por su gamberrada de la noche anterior. De pronto le asaltaron todas sus dudas nocturnas sobre la hipótesis de que la policía no se creyera el suicidio de Mark. «No pasa nada -se dijo-. En la cárcel podré suicidarme cuando quiera.» Pero su corazón siguió latiendo acelerado.

– ¿Podemos entrar?

Cillian se apartó, dejó campo libre a los dos oficiales. Él se quedó de pie, al lado de la cama. El agente uniformado empezó a pasear por el estudio, observando cada detalle. El inspector se fijó en las maletas.

– ¿Se marcha?

La pregunta le molestó. Le molestó que una simple casualidad, el hecho de que le hubieran despedido y tuviera que buscar otra vivienda, fuera utilizada ahora para ponerle artificialmente bajo la condición de sospechoso.

– Ya se lo comenté, me han despedido. Me encantaría poder quedarme…

– Es cierto, me lo había dicho. -El policía sonrió. El mismo intento del día anterior de ganarse su confianza-. Imagino que es difícil encontrar un sitio así a corto plazo… ¿Adónde irá?

– De momento a casa de mi madre.

– Bien. Siempre es bonito reunirse con la familia. ¿No cree?

– Si es por poco tiempo, estoy de acuerdo.

Al inspector le hizo gracia su respuesta, pero la seriedad de Cillian le obligó a recuperar la compostura que requería su intromisión en la vida del portero.

– No tiene buen aspecto. ¿No ha dormido?

Efectivamente, el rostro de Cillian, surcado por profundas y violáceas ojeras, no daba opción a mentir.

– Sufro de insomnio, desde pequeño.

– Mi abuelo decía que sólo duerme bien quien tiene la conciencia tranquila.

– Es cierto -contestó Cillian, impasible-. Creo recordar que a los siete años robé unas manzanas del jardín del vecino. Desde entonces no duermo.

El inspector volvió a reírse, esta vez convencido; interpretó la indolencia del portero como una personal y original forma de conseguir el efecto cómico. Y, sin perder la sonrisa, soltó el primer ataque:

– Resulta que los forenses ayer encontraron distintas huellas dactilares suyas en el apartamento y… -le miró haciendo una extraña mueca, como si los forenses hubieran cometido algún error-, francamente, en los lugares menos pensados.

El agente uniformado interrumpió su inspección por la casa para analizar la reacción de Cillian.

– Hace unos días la señorita King me pidió que fumigara su piso. Había insectos por todas partes… Hasta en los lugares menos pensados.

– Me consta. Me consta. Pero ¿no suelen ponerse guantes para esas tareas?

Cillian contestó sereno. El corazón explotaba en su caja torácica, pero veía su reflejo en el espejo del armario y se reconfortaba con la imagen de total tranquilidad que conseguía transmitir al exterior.

– Tal vez los profesionales… Yo acepté ese trabajo para redondear mi sueldo. No sabía que se necesitaran guantes.

El agente reemprendió el análisis de la madriguera de Cillian, pero el hecho de que todas sus cosas estuvieran guardadas en las maletas le dejaba muy poco trabajo. Al rato se juntó con los otros dos hombres.

– ¿Acaso aquí no le pagan bien? Perdón, me corrijo, ¿no le pagaban bien?

– No me pagan mal, pero tampoco lo que me gustaría. Me corrijo, lo que me habría gustado.

– ¿Podemos decir que tiene algún motivo de resentimiento contra los vecinos del edificio?

– El mismo motivo que los treinta mil conserjes que trabajan en esta ciudad. Estamos a punto de entrar en huelga. Y todos por la misma razón. No tiene más que leer los periódicos.

– Ya… -asintió el inspector.

La imagen que Cillian se había hecho de ese hombre cambió radicalmente. El día anterior le había parecido un profesional eficaz, resuelto, buen analista de la psique humana. Ahora le subestimaba, le preguntaba por temas superfluos para intentar confundirlo y hacerle caer en una contradicción más tarde.

– El suicidio de un hombre joven, con un buen trabajo, una relación sentimental estable… ¿no le parece extraño?

– Creo que no entiendo la pregunta.

– Si no le resulta difícil creer que el señor Kunath tuviera alguna razón para quitarse la vida… y además de esa forma tan truculenta y salvaje.

Otro truco fácil. Cillian no picó.

– ¿Por qué? ¿Cómo murió?

El investigador encajó con otra ligera sonrisa la respuesta de Cillian.

– Dentro de la bañera, con un cuchillo de cocina en la garganta.

Cillian meditó un momento.

– Creo que no le conocía lo suficiente para poder juzgar.

– Ya… La señorita King nos contó algo interesante sobre la forma curiosa, por definirla de alguna manera, con la que usted y el señor Kunath se conocieron.

– ¿Qué pretende decir?

El inspector se volvió inesperadamente agresivo.

– Lo que quiero decir es que, por un lado tenemos un supuesto suicidio, con un modus operandi totalmente anómalo, de un hombre que no tenía ninguna razón para quitarse la vida y que incluso había encargado un anillo de pedida hacía sólo unos días… y, por otro lado, tenemos a un conserje que entra sin permiso en los apartamentos de los vecinos.

Fue la primera vez desde el inicio del interrogatorio que Cillian se puso nervioso. No por la acusación directa, sino por la actitud del inspector. Ese enfado, ese tono provocador no podían ser reales. Un hombre con esa experiencia no podía perder la calma por tan poco. Ese enfado era parte de una estrategia que Cillian no sabía descifrar. Y eso le desconcertaba.

– Me resulta algo incómodo hablar de esto… -dijo en tono sumiso. Miró a los ojos a los dos policías que tenía delante-. Pero imagino que, después de su acusación, no tengo alternativa…

Hizo una pausa. Consiguió generar expectación. Notaba que estaba recuperando el control de esa conversación.

– El otro día estaba en el cuarto de las lavadoras y… escuché por casualidad una pelea entre los dos; estaban en el vestíbulo…

– ¿Entre la señorita King y el señor Kunath?

Cillian percibió que el inspector se animaba. El portero se había metido en un callejón con sólo dos posibles salidas: su autocondena por caer en contradicción, o una revelación concluyente. El inspector creía que era él quien tiraba de los hilos, y eso estaba bien.

– ¿Por qué se peleaban?

– La verdad, no lo entendí… -siguió Cillian con su tono manso-, sólo comprendí que él la acusaba de mentir y que ella lo negaba. Después deduje que él la acusaba de haberle engañado con otro hombre.

– ¿Después? ¿Después de qué?

– Después de hablar con la niña que vive en el apartamento de enfrente. En el 8B.

– ¿La fisgona?

Cillian asintió. Vio que el inspector procesaba internamente la información y que por primera vez recibía un dato que le sorprendía.

– La niña vuelve cada día de la escuela a eso de las cinco de la tarde y siempre solemos intercambiar unas palabras… Bueno, eso desde que la salvé de un intento de robo por parte de unos gamberros. Por cierto, deberían hacer algo en esta zona, no es la primera vez que un vecino sufre un ataque de…

El inspector no pudo evitar hacer un gesto molesto que invitaba a Cillian a olvidar ese paréntesis e ir directamente al núcleo de la cuestión. Lo tenía en sus manos.

– Bueno, me contó que la noche anterior, desde su casa, había oído una discusión muy dura entre los dos. Él la acusaba de estar embarazada de otro hombre.

La confesión de Cillian había llevado el interrogatorio a una conclusión sorprendente. Y eso se reflejaba en el rostro del inspector.

– Tal vez sean exageraciones de niños -continuó Cillian-, pero a mí me pareció que encajaba con el altercado que yo había oído y… até cabos.

Por una razón que no comprendía, el inspector no parecía demasiado contento con la nueva pista. Interpretó que era el tipo de investigador que prefería enfrentarse a complicados casos de asesinato que a un banal suicidio, en el que el villano a buen seguro se hallaba ya en el ataúd.

– Sube a ver si la niña está aún en casa -le dijo el inspector al otro agente.

Cillian miró el reloj. Las 7.20.

– No suelen salir antes de las siete y media.

El agente uniformado abandonó el estudio.

– Deme la dirección de la casa de su madre, por favor -le soltó el inspector, serio, como clara amenaza de que el caso aún no estaba cerrado.

– Claro. Estamos en…

– Mejor escríbala usted. -Le dio su libreta, abierta por una hoja en blanco-. Anote también su teléfono móvil y el de su madre, por favor.

Cillian volvió a tener la certeza de que ese hombre estaba menospreciando su inteligencia con otro jueguecito ramplón. Escribió con mayúsculas, estrechando lo máximo posible todos los arcos y las curvas. Su letra no se parecería en absoluto a la de la pintada que los agentes habían encontrado en la pared del baño de Clara. Procuró agarrar la pluma de una manera diferente a la habitual para que la presión de la tinta sobre la hoja resultara también distinta.

Mientras escribía, envalentonado por cómo había salido de ese interrogatorio, quiso poner la guinda final a la conversación.

– Francamente, nunca he entendido que alguien pueda quitarse la vida…

El inspector miraba su libreta.

– Siga, me interesa.

– La vida es lo único que tenemos. Por malos momentos que podamos pasar, siempre vendrán otros bonitos. Siempre. Sin ella no somos nada. Sin ella, desaparecemos. -Entregó la libreta al policía-. Nunca entenderé que alguien pueda desear desaparecer…

El investigador comprobó los datos escritos por el portero. Todo parecía en orden.

– ¿Sabe cómo se encuentra la señorita Clara? Toda esta historia me duele más que nada por ella.

– Está arriba -le sorprendió el policía-. Ayer, con el fiambre en el baño y la sangre por todo el piso, no pudimos hacer el reconocimiento del lugar.

La mente de Cillian fue directamente al iPhone de Mark, que seguía en el bolsillo de su abrigo. Pero la preocupación por las sospechas que levantaría la ausencia del móvil no fue nada en comparación con la excitación por la inesperada presencia de Clara en el edificio. La pelirroja con la que había compartido casi todas las noches desde que vivía allí aún no se había ido.

– Bueno, no descarto volver a llamarle uno de estos días.

– Será un placer volver a hablar con usted.

Los dos hombres se estrecharon la mano.

– Hágame caso. Procure descansar, que por falta de sueño hasta se puede morir. -El oficial sonrió-. Otra de las frases celebres de mi abuelo.

El inspector se fue silbando por el pasillo sin que su rostro, al final de ese encuentro, hubiera revelado a Cillian lo que pasaba por su cabeza.


Cillian permaneció en paciente espera en el vestíbulo, apoyado en los buzones y con la maleta y las cajas a su lado. Aguantó así el saludo incómodo de los vecinos que salían, como cada mañana, y se sorprendían al encontrarse cara a cara con el ex portero al que la comunidad había despedido.

Y por fin, a las 9.38, las puertas del ascensor se abrieron y Clara salió al vestíbulo sostenida por una mujer de sesenta años, rubia pero parecida a la hija. El inspector las acompañaba.

Por fin veía a Clara después de todo lo ocurrido. Por fin veía el resultado de su larga, dura y afortunada labor. Por fin.

Las pupilas de Cillian se dilataron. Sus ojos se abrieron, vivos como nunca. Se separó de los buzones y sintió que una descarga de adrenalina recorría su cuerpo.

El rostro de la chica estaba devastado por el dolor. Tenía los ojos rojos e hinchados, la piel pálida, irreconocible. Parecía imposible que esa joven hubiese podido sonreír alguna vez. Parecía que ese sincero sufrimiento tuviera profundas raíces en esa casa.

Cillian se le acercó.

– Señorita King, le transmito mi profundo y sincero pésame.

Clara lo miró indiferente, ida, casi como si no le reconociera.

– Ha sido una tragedia terrible. No sé que decir. No le conocía mucho, pero creo que se ha ido un hombre muy bueno.

Los ojos de Clara se humedecieron.

– Sé que ahora está sufriendo un intenso dolor. Pero sepa que tiene que ser así. -La madre lo miró sorprendida-. Ahora hay mucho dolor porque antes había mucho amor. Es el riesgo que conlleva querer a otra persona. -Le cogió la mano-. Si no queremos sufrir, no deberíamos amar… -Le sonrió con ternura-: Pero ésa no es forma de vivir.

La chica levantó el brazo y acarició al portero en la mejilla con un gesto tan espontáneo como infantil.

– Gracias, Cillian -consiguió susurrar.

Percibió su olor corporal, esta vez no maquillado por perfumes ni geles. No se había duchado. Tenía el pelo enredado, grasiento.

– Espero que un día pueda recuperar su preciosa sonrisa.

– Vamos, Clarita -le susurró su madre para evitar que las palabras del portero provocaran una crisis de llanto.

El inspector observó a Cillian con ese aire melancólico que no se le había borrado desde la última y concluyente revelación sobre el embarazo adúltero de Clara.

Como había hecho tantas veces, Cillian se adelantó a la vecina del 8A y le abrió la puerta de cristal. Un Dodge gris metalizado, conducido por una chica también pelirroja, la esperaba en la calle.

Poco antes de meterse en el coche, Clara se volvió a mirar el edificio, su casa. Y le fue imposible reprimirse. Rompió a llorar. La madre la agarró para que no se derrumbara en el suelo.

Cillian se quedó en la puerta, saboreando su momento. Siguió con la mirada a las dos mujeres que entraban aparatosamente en el coche; Clara, que desaparecía de inmediato, probablemente porque se había desplomado en el asiento; la madre, que daba apresuradas indicaciones a la otra hija y se agachaba para consolar a Clara; la hermana, que, antes de arrancar, intentaba ver en el espejo retrovisor lo que ocurría detrás de ella.

El Dodge se alejó. Cillian lo siguió hasta que giró en la Quinta Avenida y desapareció. Entonces sus ojos se posaron a pocos metros de donde se encontraba. El vecino del 10B, enfadado, furibundo, gesticulaba a algunos hombres vestidos con un mono de mecánico delante de su coche rojo, destrozado por el impacto de la maceta. En la calzada y en la acera no quedaban ya cristales ni restos de tierra. Al parecer discutían sobre la manera de enganchar el vehículo a la grúa.

El hombre no le vio, pero no importaba. La displadenia llevaba su firma. Estaba seguro de que el vecino cascarrabias lo sabía y que una rabia reprimida le corroía desde dentro. Sabía que le denunciaría, que contrataría a un bufete de abogados para llevarle a los tribunales, que esperaría impaciente la primera audiencia. Pero, para entonces, Cillian ya no estaría. El vecino no podría tomarse la revancha.

Aun así, por precaución, y haciendo memoria de los radicales cambios de planes que habían afectado su existencia, Cillian se había puesto un par de guantes para arrastrar y levantar la maceta. De haber proceso, el cascarrabias no lo tendría fácil para demostrar que había sido él quien había lanzado al vacío esa planta.

Extendió el brazo derecho hacia la calle, y un coche amarillo se detuvo delante del edificio. Le hizo señas al taxista de que esperara un momento.

Regresó al vestíbulo para coger sus pertenencias. Puso una caja sobre la otra y las empujó con los pies mientras que con la mano arrastraba la maleta.

– ¿Se marcha ya?

– Sí, aquí ya no pinto nada -explicó Cillian.

Salvo por un par de batas limpias que había dejado colgadas en el perchero, su estudio estaba vacío. Encima de la mesa de la garita había dejado un sobre dirigido a la atención del administrador con las llaves del estudio. Todo estaba listo para la llegada de su sucesor.

– No creo que regrese nunca -dijo el inspector; se refería evidentemente a Clara-. Le resultará imposible vivir en el lugar donde su pareja se ha quitado la vida de esa forma…

«¿Qué es esto? -pensó Cillian-. ¿El último truquito o la comunicación oficial de que el caso se considera un suicidio?» El inspector parecía sincero. No había nada extraño en su expresión ni un doble sentido en el tono de su voz.

– Pues entonces no regresaremos ninguno de los dos, ni Clara ni yo -afirmó el ex portero-. Este sitio sólo nos trae malos recuerdos.

– Que tenga suerte -se despidió el inspector con su habitual sonrisa cautivadora.

– Y usted atrapando a los malos.

Salió a la calle. Ayudó al taxista a meter en el maletero sus pocos y únicos bienes.

– A la Estación Central, por favor.

Se marchaba. Después de casi siete semanas de servicio en el edificio del Upper East, Cillian se iba. No se giró. Estaba seguro de que no se dejaba nada.

Загрузка...