18

Abrió los ojos en la penumbra de la habitación. El colchón estaba a pocos centímetros de su rostro. El parquet crujió ligeramente mientras estiraba los brazos y movía el cuello de un lado a otro para recolocarse los huesos. Su reloj de pulsera marcaba las 4.28 de la madrugada. No había conseguido dormirse, pero el estado de duermevela en ese angosto espacio, entre la cama y el suelo, le había sentado bien.

Observó cómo transcurrían los segundos en el display de su reloj. Hasta las 4.30.06. Entonces sonó el despertador y fue una alarma nunca escuchada: la voz de Hannah Montana cantaba alegre pero bajito. El colchón se movió. Una mano chocó con algunos objetos, probablemente a la búsqueda del despertador, para apagarlo. De nuevo el silencio. Dos piececitos bajaron de la cama, al lado de Cillian, y se movieron inseguros buscando las zapatillas.

La niña, aún dormida, se dirigió tambaleándose hacia el pasillo.

Cillian salió de su escondite detrás de ella. El dormitorio de la niña no reflejaba su personalidad, o, por lo menos, no la personalidad que Cillian conocía. El color predominante era el rosa. En el edredón de la cama. En los incontables cojines, en la ropa de un par de muñecas de colección. Las paredes estaban decoradas con jeroglíficos adhesivos de temática infantil femenina. Pósters de Hanna Montana, Beyoncé y Shakira ocupaban los espacios libres.

Cillian, en silencio, asomó la cabeza al pasillo. Observó curioso cómo la niña del 8B, en pijama rosa pálido, cogía una silla del recibidor y la movía, con sigilo, hasta la puerta de entrada. A continuación se subía a la silla y pegaba el ojo a la mirilla.

– No te preocupes. Hoy sí me vas a ver.

La niña dio un brinco, aterrorizada. No se cayó de milagro. La voz de Cillian había sonado clara y amenazante en el silencio de la casa.

– ¿Qué haces en mi casa?

Ursula no esperó la respuesta. Saltó de la silla y corrió hacia el salón.

– ¡Papá, mamá… hay alguien…!

Llegó hasta el dormitorio de sus padres, donde durante el día su madre había intentado consolar a Clara.

– ¡Papá… papá…!

La niña sacudió al padre, tumbado en la cama. En vano. Ni el hombre ni su esposa abrieron los ojos.

El terror invadió el rostro de la pequeña.

– ¿Papá?

– Están dormidos, sólo dormidos -dijo Cillian a su espalda.

La niña intentó escapar, pero Cillian bloqueaba con su cuerpo la única vía de salida hacia el salón. Ursula, desesperada, sacudió violentamente el cuerpo de su madre.

– ¡Despierta, mamá, por favor!

– Yo que tú, no gritaría.

Ursula entonces se detuvo. Por primera vez miró a Cillian como lo que era: una niña. Sus ojos llenos de miedo y de súplica.

– ¿Mi hermano?

– ¡No me digas que ahora te importa tu hermano! -Cillian sonrió. Después juntó las manos, las pegó a su oreja derecha y cerró los ojos-. En el mundo de los angelitos, como papá y mamá.

– ¿Qué vas a hacerme?

– Ven conmigo. Piensa que si quisiera hacerte algo malo ya te lo habría hecho, ¿no?

La afirmación de Cillian no pareció tranquilizar a la pequeña, pero siguió al intruso.

Se fueron al salón, la única habitación de la casa cuyas ventanas daban a la calle de la entrada. Cillian abrió una ventana. Un aire gélido penetró en el apartamento.

– ¡Ven aquí!

La niña, detrás de él, negó con la cabeza.

– Te he dicho que vengas.

Pero la niña, paralizada por el miedo, no se movió. Cillian fue hacia ella. La agarró con fuerza de los brazos y la levantó. Ursula se mantuvo rígida, curvándose hacia atrás para alejar lo máximo posible su rostro de la cara del portero. Cillian la llevó hasta la ventana.

– No, por favor… no, por favor… no, por favor… -lloriqueaba la niña con un hilo de voz.

Intentó sentarla en el borde de la ventana. La niña estiraba las piernas para entorpecer su labor. Hasta que Cillian, con violencia, le dobló las rodillas. Ursula, asustada, sollozando, se dejó sentar, con las piernas hacia el interior de la casa y la espalda hacia el vacío.

– No te muevas.

La niña, encogida por el miedo y el frío, no se movió.

Cillian cogió una silla y se sentó delante de ella, en la penumbra. Cansado, despeinado, desaseado. El rostro marcado por profundas ojeras.

– Me has puteado mucho últimamente, ¿sabes?

– No lo haré más, te lo prometo.

Cillian la mandó a callar plantándole el dedo índice delante de sus labios.

– Chis. Ya es tarde para arrepentirse.

La niña intentó saltar hacia el interior, pero un brazo la detuvo y la empujó en dirección contraria. Ursula se aferró al marco de la ventana.

– Piensa que soy más fuerte que tú. Mucho más fuerte que tú. Si empujo un poquito, te caerás al vacío. ¿Lo entiendes?

La niña, tensa, asintió con la cabeza. Entonces Cillian dejó de presionar.

– A ver. Creo que ya sabes que tengo algo que ver con lo que ha pasado en el piso de al lado. ¿Verdad?

La niña negó enseguida con la cabeza.

– No me mientas, Ursula, que nos conocemos. -Le sonrió-. Yo sé que tú sabes y punto. Durante estos días he entrado en casa de Clara para hacerle cosas feas. Cosas muy feas. Feísimas. Y no sólo a ella.

La niña empezaba a estremecerse por el frío. La parte superior del pijama no llegaba a cubrir el ombligo, y tenía parte de la espalda desnuda y expuesta a una temperatura invernal.

– ¿Sabes por qué te cuento todo esto?

Ursula negó de nuevo con la cabeza.

– Porque quiero que sepas de lo que soy capaz.

Cillian se levantó y se le acercó.

– Sé todo lo que hay que saber de Clara… pero también de ti. Sé que vas a la escuela Hewitt; sé que tu abuela Faye vive en Tuckahoe Avenue, en New Rochelle. Sé cómo entrar en tu casa… He visto tu perfil en Twitter, sé quiénes son tus amigos, Jake, Kathy, Helen…

Apoyó las manos en las rodillas de la pequeña, que empezó a llorar.

– Te lo digo porque si cuentas algo de todo esto… sé como hacerte daño, mucho daño, a ti, y a los que te rodean. ¿Lo entiendes?

La niña asintió, veía una vía para salir con vida de esa situación.

– Ahora quiero que me prometas que éste será nuestro secreto para siempre. Y quiero que tu respuesta sea sincera… no puedo arriesgarme. ¿Lo entiendes?

La niña asintió, llorando.

– Te lo juro, no se lo contaré nunca a nadie. Te lo juro. De verdad.

– Bien… -le sonrió Cillian-. Ahora quiero que me des tres razones para que te deje volver al interior.

La niña le miró sin comprender. Volvió a insistir:

– No diré nada, te lo juro.

– Eso ya lo sé, Ursula. Pero ahora quiero ver si mereces vivir o no. Y tendrás que ser tú la que me convenza. Yo te daré tres razones para tirarte abajo. Y luego tú tendrás que darme otras tres y mejores para que no lo haga, ¿vale?

El rostro de la niña se contrajo en un espasmo de pavor; la pesadilla no había acabado.

– Empiezo… Eres mala persona… mientes a tus padres… sin ti, viviré mejor. Te toca.

La cría le miraba incrédula. Parecía no creer que ese juego fuera en serio.

– Te toca -el tono de Cillian disipó cualquier duda.

Ursula volvió a lloriquear, pero bajó la cabeza y se concentró como si estuviera en un examen. Al poco levantó la cabeza y soltó su lección:

– Soy demasiado pequeña para morir… mis padres sufrirían mucho si me pasa algo… puedo cambiar y ser buena. -Nerviosa, esperó la reacción del maestro.

Cillian, muy serio, ponderó la respuesta. Después sacudió la cabeza. No le había convencido.

Los ojos de la niña se cerraron, rendidos, mientras copiosas lágrimas fluían por las mejillas.

Cillian presionó sus rodillas.

– No te resistas, será peor.

De pronto la niña abrió los ojos.

– ¿Puedo cambiar la última razón?

Cillian se detuvo, divertido.

– Claro.

Ursula respiró un par de veces antes de compartir con el portero su posible salvación.

– Si me empujas, la policía investigará… dos muertes en un mismo edificio son demasiado sospechosas… te descubrirán.

Cillian dejó caer sus brazos, liberó las rodillas de la pequeña. En realidad, no le importaba que dieran con él, pero la lucidez en la forma de pensar de la pequeña le había impresionado. Dio un paso hacia atrás y dejó espacio suficiente para el regreso de Ursula.

La niña le miró. Feliz y orgullosa por haber escapado de la muerte en el último momento, se envalentonó y volvió a ser la Ursula que Cillian conocía.

– Te tengo cogido por los huevos, gilipollas.

Cillian la miró muy serio. Ese calificativo no le había hecho gracia.


Después de una larga caída, reventó el parabrisas del coche rojo, aparcado como siempre cerca de la entrada. Fragmentos de cristales salieron disparados por la acera y la calzada. El impacto hizo saltar algunas alarmas.

Las dipladenias, envueltas en la tela térmica, habían hecho estragos sobre la carrocería del coche importado de Europa.

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