6

El sonido sutil y monótono de su reloj de pulsera. Se despertó de golpe. Estaba completamente desnudo. Clara, a su lado, dormía serena, de costado.

Apagó la alarma y, de nuevo, se hizo el silencio. Todo estaba tranquilo. Clara respiraba con la boca abierta, como siempre. No había motivo para estar nervioso. Se giró boca arriba y se preparó para recibir el ataque matutino. Procuró tranquilizarse controlando la respiración, introduciendo grandes bocanadas de aire en los pulmones y soltándolas despacio. La operación surtió efecto. Se sentía muy cansado y, al mismo tiempo, confiado. Sin necesidad de repasar lo ocurrido la noche anterior, estaba convencido de que las cosas con Clara estaban progresando. Esta vez superaría el ataque sin grandes problemas.

Se levantó cinco minutos después, con la mente despejada, sin esa sensación de frenesí que la angustia le provocaba. Su ropa estaba tirada en desorden por el suelo; los calzoncillos, arrugados al fondo de la cama. Se vistió despacio, al tiempo que se cercioraba de que ningún rastro de su estancia quedara a la vista. Quitó algún pelo de la cama y la almohada. Pasó el desodorante sobre su lado de las sábanas para camuflar el eventual rastro de su olor corporal. Se agachó para comprobar que el agujero en el colchón estaba cerrado. Todo en orden.

Salió del piso de Clara, vestido con la ropa que llevaba la noche anterior, a las 4.10 de la madrugada; esperaba que el sacrificio de media hora de sueño no fuera en vano. Acercó la oreja a la puerta del 8B y no oyó ningún ruido. Por la mirilla se filtraba un sutil halo de luz. Ursula seguía durmiendo. El madrugón había valido la pena.

El recorte de media hora de sueño no era el único cambio revolucionario que los últimos acontecimientos le habían obligado a aportar a su rutina. Entró en el ascensor y empezó a bajar.

Salió al vestíbulo a las 4.14, controlaba constantemente el reloj para medir los tiempos de las nuevas acciones. Todo estaba en silencio; la calle, fuera, aún desierta. Abrió el armario donde se guardaba el material de limpieza, detrás de su garita, y cogió la escoba con la que solía barrer la acera.

Llegó a la azotea a las 4.19. Agradeció los zapatos y la ropa de calle. El primer encuentro del día con el invierno resultaba así mucho más soportable. Sabía que a menudo la desesperación del ataque no le dejaba tiempo ni para abrocharse el pantalón del pijama y le obligaba a subir a la terraza sin demora, pero pensó que, en caso de que hubiera futuro, por lo menos debería procurar calzarse los zapatos cada mañana. Pensar con los pies calientes era mucho más llevadero.

Como cada mañana, llegó hasta la barandilla y buscó con la mirada el coche rojo aparcado en la acera. Se colocó en línea perpendicular respecto al vehículo y dejó caer la escoba en el suelo, junto a sus pies.

Distintas imágenes acudieron desordenadas a su mente: la pantalla del ordenador, abierta en la página del perfil de Aurelia Rodríguez; las cremas, los jabones y los champús de Clara que se amontonaban en el baño; la nevera repleta de fruta y verduras, detrás de la foto de Courtney Cox; el maldito rostro sonriente de la pelirroja.

No necesitaba nada más para tomar la decisión más importante del día. Esta vez ni siquiera tuvo que utilizar la balanza. Se convenció: «Hoy tengo suficientes razones para volver a la cama».

Dio media vuelta, cogió la escoba y caminó hacia atrás, en dirección a la puerta, mientras barría sus huellas sobre la azotea nevada. Un remedio efectivo de los indios de las películas del Oeste. La ligera capa blanca que cubría el suelo volvió a quedar impoluta.

Eran las 4.30 de la madrugada, la hora a la que solía despertarse, y ya estaba de regreso en el ascensor con los primeros deberes del día hechos. Se sentía animado, vivo y con los pies calientes. Llevaba media hora de antelación respecto a lo habitual y se le ocurrió cómo entretenerse.

Detuvo el ascensor en la octava planta. Avanzó pegado a la pared, de puntillas, con pasos cortos y rápidos, hasta llegar a la puerta del 8B. No había luz en la mirilla. Se agachó y apoyó la oreja en la madera, debajo del agujero. No percibió ningún sonido, pero tenía la seguridad de que Ursula estaba al otro lado, a la espera de que él saliera del 8A. Le habría gustado no defraudarla. Pensó en levantarse de improviso, clavar su rostro sonriente exactamente delante de la mirilla, y darle un susto de muerte. Pero de ese modo su sacrificio de sueño no habría servido de nada. Quería que esa pequeña cotilla dejara de despertarse temprano para espiarle, y sólo lo conseguiría adelantándose a sus movimientos.

Se retiró en silencio por donde había venido.


Cuando el chorro de agua caliente golpeó su piel, la sensación fue sumamente placentera. El día prometía.

«Querida Clara. Me alegro mucho de que por fin nos hayamos reencontrado. Después de habernos puesto al día sobre nuestras vidas, tengo que confesarte que no he sido totalmente sincera contigo. En realidad, te contacté porque necesitaba compartir mi dolor con una amiga. Estoy mal, Clara. Estoy muy mal. Por eso te busqué.»

Le pareció que podía ser un buen inicio. Cerró el grifo y se envolvió en la toalla mientras se repetía esa parrafada para memorizarla.

«Mi queridísima, amadísima abuela acaba de morir. Pero el dolor por su ausencia no es nada en comparación con el sufrimiento que me provoca el no haber estado a su lado cuando ella más me necesitaba.»

Se sentó delante del portátil de Alessandro y empezó a escribir el mensaje que, bajo el alias de Aurelia Rodríguez, enviaría a Clara.

«Le he fallado, Clara, y no me lo perdonaré nunca. Ella se moría y yo no estaba a su lado. En el momento en que más me necesitaba, yo no estaba allí. La pobre, en su infinito amor y lejos de reprocharme nada, hasta se preocupó por mí. En su agonía, encontró la fuerza para dedicarme sus últimas palabras. Como última voluntad, pidió a los familiares que me hicieran llegar el mensaje de que me sentía cerca a pesar de la distancia, de que no me preocupara. Pero sé que no fue así, sé que mentía para que yo no sufriera lo que ahora estoy sufriendo. Sé que su muerte ha sido atrozmente triste porque su nieta preferida no estaba allí con ella.»

Desde luego no estaba escribiendo poesía. Cillian era consciente de ello. Lo único que pretendía era redactar una carta creíble, escrita por una chica lacerada por el dolor y que no tenía por qué estar dotada con un estilo literario exquisito. Ahora necesitaba un final emotivo, lastimero, que llegara directamente al corazón de Clara.

Entonces cometió el error de detenerse y volver a leerlo todo desde el principio. No estaba acostumbrado a escribir cartas, y mucho menos asumiendo el papel de una mujer. Lo que en el momento de su creación le pareció que tenía fuerza y sentido, ahora parecía bastante débil, demasiado directo y hasta pueril en algunos puntos.

Desanimado, borró el texto. Y, como siempre que surgía una dificultad, se cuestionó si la iniciativa en la que se había metido tenía, al fin y al cabo, sentido. Pero se había levantado animado y se reafirmó en su decisión enseguida.

– Sí, tiene sentido -se dijo en voz alta.

Y, para demostrárselo, releyó el mensaje que Clara había escrito el día anterior a su presunta amiga. Le contaba, con abundancia de detalles, cómo era su vida, que tenía un apartamento en el Upper East, que trabajaba en una consultoría independiente, que su hermana se había ido a vivir a Boston con su marido y los niños, pero que su madre seguía teniendo la casa en Connecticut. Le hablaba de su novio, Mark, un chico fantástico al que había conocido hacía un par de años en una fiesta. Habían conectado desde el principio, todo había sido muy rápido. Por desgracia, él trabajaba en San Francisco y se veían cada dos meses, una vez en la costa Oeste y otra en la costa Este. Todavía faltaban tres semanas para que pudiera abrazarle de nuevo.

Analizó fríamente el tono de Clara. No era muy distinto del estilo que estaba utilizando él. Se dijo que veía problemas donde no los había. Clara se tragaría cualquier cosa que Cillian le dijera a través del alias siempre y cuando le llegara al corazón.

Se olvidó de la forma y se centró en el objetivo del mensaje. Pretendía que Clara reviviera el dolor provocado por la muerte de su abuela y, ojalá, que naciera en ella un sentimiento de culpa por no haber estado con la madre de su madre en el momento final. Eso era lo único que debía tener en la cabeza.

Volvió a empezar, con otro enfoque: «Queridísima Clara…», daba sensación de más amistad. «Me alegro de corazón de que estés feliz con tu vida y con tu Mark. Es una pequeña alegría para mí en un período desafortunadamente muy duro. Te confieso que estoy pasando por el momento más triste de mi vida.» Tal vez era demasiado directo, pero pensó que sería más efectivo si empezaba atacando por el lado emocional. «En realidad, ésa es la razón por la que ayer busqué la forma de contactar contigo. Necesitaba encontrarte. Lo siento. No nos vemos desde hace más de quince años y de pronto irrumpo en tu vida y pretendo compartir mi dolor contigo…, pero necesito hablar con una vieja amiga y, aunque quizá te sorprendas, siempre te he considerado una figura muy importante, a pesar de la distancia y del largo tiempo de silencio.» Le pareció que de esa manera, reviviendo y resaltando el vínculo de amistad entre las dos, Clara podría vivir como propio el sufrimiento de Aurelia.

Miró el reloj. Las 6.40. El edificio empezaba a despertarse y él seguía prácticamente desnudo en su estudio.

«Mi abuela ha muerto, Clara. Y el dolor me ahoga. No sabes lo unidas que estábamos y el sufrimiento que su ausencia me provoca. Te he buscado porque recuerdo, cuando éramos niñas, que no pasaba un día sin que nos hablaras de tu abuelita.» Era una opción algo atrevida, de hecho Cillian no sabía de qué hablaban las niñas cuando iban a la escuela, pero de ser mínimamente cierta tenía todo el potencial para llegar al alma de Clara. «Creo que tu vínculo con ella era tan fuerte como el mío. Por eso creo que eres la única persona que puede entenderme de verdad. Mi abuela era, para mí, la persona más especial del mundo. Y ahora, querida amiga, es tan duro aceptar que no está…»

Subió a completar el mensaje en su garita. Pero antes abrió la cancela exterior y saludó a los primeros vecinos, como la señora Norman y sus achacosas chicas.

Tecleaba, absorto, con el portátil sobre su mesita, mientras los ascensores no paraban de bajar y subir. «Pero, Clara, te confieso que hay algo aún más desgarrador que el vacío causado por su pérdida.» Directo a por el sentido de culpa. «Algo aún más violento, insoportable, horrendo: la desesperación que me provoca el no haber estado a su lado cuando ella más me necesitaba. Mi amadísima, queridísima abuelita se estaba muriendo, Clara, y yo, su nieta preferida, no estuve con ella. Cada vez que cierro los ojos, imagino su mirada moribunda buscando en vano a su nieta entre los familiares que rodeaban la cama y… me cuesta respirar. Le fallé en el último momento y no tengo perdón.»

Levantó un momento la mirada del ordenador. El vestíbulo estaba desierto pero una mancha de pastel de chocolate recorría a lo largo de más de un metro el mármol de la pared. No le preocupó haberse perdido la salida de Ursula. Limpiaría después. Volvió a sumergirse en el mensaje.

«Lo sé y me maldigo. Imagino su rostro en los últimos instantes de su vida, esforzándose por tranquilizar a su desagradecida nieta, ocultando el dolor que mi ausencia le provocaba. Mientras la vida la abandonaba, encontró fuerzas para hablar de mí con otros familiares. Me transmitió que no me preocupara por no estar allí con ella, que me sentía cerca, que no sufriera… Mi pobre abuelita…»

Los ascensores seguían activos, soltando y acogiendo a los vecinos que entraban y salían del edificio. Cillian les saludaba con un movimiento automático de la cabeza, sin salir de su ensimismamiento. En ese momento no era Cillian el portero, sino Aurelia, la triste chica mexicana, y no podía permitirse distracciones.

«Pero sí sufro, porque no tengo perdón, Clara. Sería hipócrita si lo buscara. Necesito confesar mi culpa a una amiga. Dios mío, qué he…»

– ¡Creo que esta noche he soñado contigo!

Cillian, confuso, levantó la mirada y sus ojos se abrieron más de lo que quería. Clara, con un abrigo rojo sobre un jersey blanco, estaba delante de él, sonriente.

– Eh, tranquilo. No era un sueño erótico… -precisó, divertida, al ver la reacción de total asombro del portero.

Estaba alucinado. No se movía. No hablaba. En la pantalla del ordenador seguía el perfil de Aurelia y medio mensaje escrito. Clara no pudo impedir que su mirada se dirigiera curiosa al portátil un par de veces, pero, educada y respetuosa de la privacidad del portero, no hizo por mirar la pantalla.

– Bueno, era una broma -dijo la pelirroja para romper el momento de incomodidad de Cillian-. Pero ya veo que no te ha hecho ninguna gracia. De todas formas, la verdad es que ni sé qué he soñado, era todo confuso… Últimamente tengo algún problema con el sueño.

Cillian seguía sin reaccionar.

– ¿Seguro que estás bien? -preguntó Clara.

Cillian asintió con la cabeza, en silencio. Clara levantó las cejas; no entendía qué le ocurría. Pero no le dio demasiada importancia. Se puso sus guantes de lana y un cubre orejas de piel.

– Bueno, también quería decirte que no te preocupes por el reloj… que ha sido mi culpa y no pasa nada. Pues eso… que tengas un buen día. Hasta luego, Cillian.

Cuando él logró levantar la mano para saludarla, Clara ya se había marchado. Observó la acera desierta delante del portal de cristal. «Está claro que tengo que cambiar de cloroformo», se dijo al tiempo que liberaba el aire que retenía en los pulmones.

Volvió a mirar la pantalla del ordenador. El mensaje estaba casi terminado, y ahora le parecía que su estructura funcionaba mejor: primero construía la relación de empatía e identificación entre las dos mujeres, a continuación revivía un dolor común, y finalmente iba al objetivo: el sentimiento de culpa. Seguía sin ser poesía, lo sabía, pero era un mensaje que le parecía creíble, un mensaje sincero salido del alma de una chica dolorida.

Pensó cuál podría ser la reacción más inmediata de Clara al leerlo. En una situación así, sería normal que la pelirroja pidiera a Aurelia un número de teléfono para hablar directamente con ella.

«Dios mío, qué he hecho. No sé si tu abuela aún vive, Clara. Espero de todo corazón que esté muy bien y con salud. Y si es así, no le falles nunca, amiga. Vete a verla hoy mismo y dale un abrazo fuerte, fuerte, fuerte. Porque no quiero que sufras nunca lo que estoy sufriendo yo ahora. Siento haber irrumpido así en tu vida, pero necesitaba abrirme a alguien que me entendiera. Ahora estoy demasiado afligida para coger un teléfono o ver a gente. Creo que necesitaré tiempo para reencontrarme. Es demasiado duro, amiga mía. Pero intentaré volver a conectarme cuando me sienta con fuerza. Un gran abrazo, tu amiga para siempre, Aurelia.»

Había acabado. La sensación general era buena, y quiso cortar de raíz cualquier posibilidad de cambiar de opinión: le dio a ENVIAR sin releer el texto. Cuando Clara llegara al trabajo, su mensaje estaría esperándola.

A las 10.40 Cillian repartió el correo en los buzones de los vecinos. Sin necesidad de abrir los sobres, esa tarea le ofrecía pequeñas informaciones sobre la gente que vivía en su lugar de trabajo. Pequeños detalles que Cillian iba apuntando en su libreta negra. Así, la soledad de la señora Norman se reconfirmaba por el hecho de que la mujer no recibía más que las facturas del gas, el agua, el teléfono, la luz, y una revista bimensual de moda canina. Podía deducir el buen nivel económico de otros vecinos, como la mujer del 5B, por el ingente volumen de facturas vinculadas a servicios no necesarios, como internet, televisión de pago, abono a club deportivo, club de golf, centro de belleza, piscina, servicios de acupuntura, podología, oxigenoterapia, consultoría matrimonial, centro de self care, suscripciones a un montón de revistas, promociones de agencias de viajes, invitaciones de clubes nocturnos, iniciativas de asociaciones de ex estudiantes, etc. Pero lo que más le interesaba a Cillian era el carteo que los vecinos ancianos mantenían con viejas amistades de su edad; ese medio era su forma de comunicarse. Así, el señor Samuelson, que nunca recibía visitas y al que a menudo se le veía sentado solo en la cafetería de la esquina, en realidad no estaba tan solo. Amigos o conocidos le escribían con regularidad desde todo el país, y sobre todo una mujer, una tal Josephine Word, desde una residencia de Washington. Y ahí estaba de nuevo. Cillian tenía otra vez en las manos un sobre de papel caro con la buena caligrafía de Josephine. Y otra vez el portero se guardó la carta en el bolsillo.


La pausa para el almuerzo transcurrió en su estudio, tenía algo urgente que hacer. Del armario del vestíbulo donde se guardaba el material de limpieza había cogido un bote de lejía concentrada. Se puso una mascarilla como la que tenía escondida en el colchón de Clara y fue a por un frasco de quitaesmalte.

La síntesis del cloroformo casero no representaba ninguna dificultad. Bastaba con verter, en un cuenco de cristal, lejía, un chorrito de un cosmético que llevara acetona y, por último, agua fría para licuar la composición. Pero, después del susto de la noche anterior, Cillian necesitaba aumentar el poder narcótico de la mezcla. Con una jeringuilla extrajo diez mililitros de quitaesmalte, en vez de los seis habituales, y los vertió en el cuenco junto con dos vasos de lejía concentrada. Redujo la cantidad de agua para que la solución fuera más densa. Vio que la mezcla se enturbiaba por la reacción de los elementos y que el compuesto empezaba a hervir. El cuenco se estaba calentando. Lo depositó entonces en el pequeño lavabo del baño, rodeado de cubitos de hielo, para detener la evaporación. Casi al instante, por efecto del hielo, la ebullición cesó.

Tenía que pasar una hora escasa para que la turbidez desapareciera y el cloroformo se depositara en el fondo del cuenco y formara gotas transparentes.

Se quitó la mascarilla y pensó en su estómago al tiempo que entraba en internet con el ordenador del vecino del 10B. Comprobó, desilusionado, que el mensaje que Aurelia había enviado a Clara por la mañana aún no tenía respuesta. Tal vez no releer el texto había sido un error; tal vez la situación recreada con la abuela de Aurelia se parecía demasiado a la muerte de la abuela de Clara… Tal vez se había pasado y la pelirroja había descubierto la trampa. Meditó. También cabía la posibilidad de que el mensaje la hubiera tocado en lo más profundo, arrastrándola por primera vez a una especie de hundimiento emocional. Tal vez Clara estaba hecha polvo, tal vez ni siquiera se sentía capaz de animar a su amiga mexicana escribiéndole dos líneas. Por supuesto, esta segunda opción le gustaba más que la primera. Analizando los hechos, las posibilidades de que Clara pudiera sospechar algo de él eran, efectivamente, escasas. Poco a poco, en su cabeza, el segundo escenario tomó cuerpo. Fortalecido por su posible logro, devoró el bocadillo.

Seguía sintiéndose muy animado. Pensó que no era el momento de parar y esperar a ver qué pasaba con la reacción de Clara. Tenía que seguir atacando a su contrincante en su momento de debilidad, como en un combate de boxeo; sin duda había asestado un golpe en el hígado que dejaría secuelas, pero tenía que seguir golpeando duro, sin cesar, hasta mandar al adversario al suelo.


Poco antes de las dos llamó al administrador del edificio. Le comunicó que se encontraba mal, con fiebre, y que no podía quedarse en la garita porque tenía que ir al médico. Comunicó lo mismo a los Lorenzo: sintiéndolo mucho, esa tarde no podría visitar a Alessandro. El signor Giovanni le ofreció un chupito de grappa de hierbas que, según él, era más efectiva contra el resfriado que cualquier medicina. Pero Cillian declinó la invitación.

Salió envuelto en su abrigo oscuro y la bufanda de lana que le había enviado su madre por correo al inicio del invierno.

Su primer destino era la tienda de animales de la Segunda Avenida, en Tudor City. Cogió la línea verde del metro en la estación de la calle Setenta y siete. El metro, a esa hora, estaba relativamente vacío. Para la delicia de algunos turistas, un chico puertorriqueño, con su equipo de música, amenizó con un baile que mezclaba break dance con lap dance utilizando el palo agarramano del vagón como soporte.

Bajó cinco paradas después, en la calle Treinta y tres Este, y recorrió lo que le quedaba a pie. La tienda tenía las dimensiones de un gran almacén y se dedicaba a todo lo relacionado con los bichos. Había elegido ese comercio porque se hallaba bastante aislado y por la inmensa variedad de artículos que ofrecía. Fue directamente a la sección de reptiles.

– ¿Puedo ayudarle? -le preguntó un joven que olía a pienso para peces.

– Sí, tengo un terrario con dos ranas. Necesito comida -mintió Cillian. Era un aspecto de su personalidad que no le gustaba pero que no podía reprimir. Cada vez que iba a una tienda, tenía la molesta sensación de que sus acciones eran cuestionadas, investigadas. Y eso le fastidiaba más de lo que él mismo podía comprender. Pero ocurría, por lo que, en la imposibilidad de borrar ese defecto de su personalidad, lo secundaba. Por ello se sentía más cómodo explicando de antemano las razones de sus compras.

– ¿Las compró aquí? -preguntó inmediatamente el encargado, algo perplejo. Cillian negó con la cabeza-. ¿De qué raza son?

Cillian no había preparado esa respuesta. Movió la cabeza como para indicar que no lo tenía claro.

– Son ranas.

El encargado sonrió con una expresión algo ambigua.

– No se preocupe -le guiñó un ojo-. Venga conmigo.

Cillian se dio cuenta de que su mentira no había sido acertada porque daba a entender que en realidad tenía algún bicho más extraño, incluso una especie protegida. El chico seguramente lo había catalogado como uno de esos excéntricos que no tienen escrúpulos en comprar animales exóticos de contrabando. Pero no parecía importarle. Iba a lo suyo: satisfacer al cliente.

Llegaron a la sección de insectos. El encargado le habló largamente de la mosca de la fruta. Eran bichitos que no precisaban de condiciones especiales para criarse, y que tenían un desarrollo muy rápido. Bastaba con un poco de calor y fruta. Sus ranas se entretendrían cazando esos insectos voladores, con lo que, no sólo se nutrirían, sino que también harían ejercicio y mantendrían despierto su instinto animal.

– Siempre que se trate de ranas… -volvió a insinuar.

– Sí, dos ranas… verdes -respondió Cillian, seco.

– Pues entonces la mosca de la fruta es lo mejor. Porque, como usted bien sabrá -dijo con cierto tono irónico-, la mayoría de las ranas sólo comen bichos vivos, lo que realmente las incita a comer es el movimiento de sus presas.

– Las moscas esas irán bien -comentó Cillian; empezaba a agobiarle la actitud del vendedor.

– Pero también conviene tener algún insecto sin alas.

A pesar de que la idea le habría gustado, la opción de las lombrices fue radicalmente desaconsejada.

– Tardan mucho en digerirlas. Mucho mejor escarabajos, grillos, cucarachas, incluso los pececitos podrían ser una…

– ¡Cucarachas! -le cortó Cillian, convencido.

Al encargado le sorprendió tanto entusiasmo.

– ¿Tenéis cucarachas? -preguntó Cillian en un tono más calmado. Le parecía increíble que de verdad pudiera comprar esos animalitos.

El encargado preparó las cajitas, dos de moscas de la fruta y una de cucarachas, y le recomendó que añadiera un suplemento vitamínico que, espolvoreado sobre el alimento vivo, evitaría las deficiencias en la dieta alimenticia. Cillian no tuvo más remedio que comprarlo.

Dadas las suspicacias del dependiente, dudó si proceder a la segunda compra que había planeado. Pero la certeza de que nunca volvería a esa tienda y la actitud práctica del encargado fisgón, le convencieron.

– Necesito también ratas.

El joven le miró fijamente a los ojos. Era evidente que las ranas no comían ratas y que Cillian le ocultaba algo. Se le acercó al oído.

– ¿Qué es? -preguntó en tono cómplice-. ¿Una pitón? ¿Una Elaphe climacophora? ¿Una mamba?

No esperó respuesta. Invitó a Cillian a que le siguiera a la zona pertinente con una actitud de secretismo.

– Aquí los tenemos -dijo, y le mostró una jaula repleta de roedores grises-. Pero me permito indicarle que, si tiene una constrictor de más de un metro y medio, con tres ratones sólo tendrá para una comida… Le resultará más económico y más práctico optar por presas más grandes. -Y señaló con la mirada unas jaulas, al otro lado de la tienda, donde unos gatitos maullaban sonoramente-. Son callejeros, los regalamos.

– Con tres de éstos es suficiente.

– Cuente conmigo para lo que sea -ofreció el joven al tiempo que metía la mano en la jaula y agarraba de una vez los tres ratoncitos.

Salió de la tienda con dos bolsas de plástico. En una llevaba tres cajitas blancas de cartón con agujeros minúsculos para que se filtrara el aire. En la otra, una caja más grande, también de cartón, con agujeros de medio centímetro de diámetro.

Volvió a coger la línea verde hasta Canal Street y siguió a pie hacia Chinatown. Hacía mucho tiempo que no paseaba en un día laborable. Solía salir los fines de semana, cuando los horarios de Clara se hacían impredecibles y era demasiado arriesgado quedarse en su piso. Entonces dedicaba mucho tiempo a pasear sin rumbo por la metrópoli estudiando el rostro de la gente. Era experto en detectar el estado de ánimo de las personas que se cruzaban con él. Percibía la tristeza aunque se ocultara detrás de espesas gafas oscuras, una bufanda o un montón de maquillaje. La forma de caminar o la postura al pararse en un semáforo bastaban para indicarle algunas pistas fiables sobre el humor del peatón.

Había muchos tipos de tristes. Los más comunes -simplemente «los tristes»- solían caminar un poco más despacio que los demás, con la mirada en el suelo o perdida quién sabe dónde. A menudo, en su vestimenta o arreglo personal había algún detalle de descuido -el cuello de la camisa enrevesado, un afeitado imperfecto, una horquilla mal puesta- que confirmaba que la imagen personal no era una prioridad vital en ese momento.

Había matices y excepciones a la tipología común, signo de que distintas emociones se mezclaban con la tristeza. Reconocía a los tristes rabiosos por la mirada, a la búsqueda continua de pretextos para desahogarse… Podían cruzar la calle con el semáforo en ámbar e insultar al conductor que les pitara; podían provocarse pequeñas autolesiones por cualquier percance, como golpear con un puñetazo una pared por haber pisado una caca de perro; los casos más violentos podían chocar a propósito con un desconocido para provocar un enfrentamiento. Los tristes con algún desorden histriónico de la personalidad necesitaban mostrar su estado de ánimo al mundo. Había visto a más de una mujer tirarse en medio de la calle e incluso desmayarse presa de una crisis de llanto. Hacía un par de años, en Chelsea, vio a un hombre que, rodeado de familiares, gritaba de forma escandalosa su dolor mientras se arrancaba la ropa y se revolcaba medio desnudo en la acera.

Los matices eran infinitos. También había gente que ocultaba su tristeza detrás de una euforia y una imagen positiva constante. No era fácil identificarlos a la primera. La clave estaba en sus reacciones exageradas ante hechos o situaciones que no merecían tanto entusiasmo.

Cillian llevaba toda la vida estudiándolos. Los tristes le atraían y le fascinaban. Los tristes le proporcionaban felicidad.

Y cuando por fin identificaba a un sujeto con la moral por los suelos, su juego consistía en seguirle disimuladamente con el simple y único fin de observarle y disfrutar de su dolor en la distancia. Cuando detectaba a su presa por la calle, no solía fallar. De hecho, le había ocurrido a menudo que su triste acababa llevándole a visitar a un conocido enfermo en un hospital, a un velatorio, a un cementerio o a un parque, donde se sentaba y estallaba en un llanto discreto o escandaloso, según el tipo de tristeza.

Pero los días laborables no tenía tiempo para su juego. Fue a la esquina de Hester Street y Elisabeth Street, una de las menos turísticas del barrio; allí, más que copias perfectas de bolsos de marca o de relojes suizos te vendían todo tipo verduras, tubérculos y hortalizas; allí, en lugar de camisetas y maletas baratas, en los cubos amontonados en la acera encontrabas pescado fresco y pescado seco, de río y de mar, al lado de cangrejos, gambas, moluscos y bivalvos de especies de lo más curiosas.

Cillian había pedido información a los vecinos de su edificio que recurrían a ese mercado más que nada para el pescado fresco. La tienda que buscaba estaba adentrándose en Hester Street. Había innumerables cestas llenas de especias de diferentes colores. Y había también un sinfín de tarros, todos marcados con ideogramas chinos, que contenían cientos de semillas y hierbas variadas. La dependienta, una mujer asiática de unos cincuenta años, le atendió como a él le gustaba: sin mirarle a la cara ni cuestionarle nada. Sereno y en calma, sin necesidad de inventar ninguna mentira, compró una bolsa de hojas de ortiga. Pensó que, de necesitarlo, volvería encantado a esa tienda.

En poco menos de dos horas había acabado con sus recados. Aprovechó que estaba en el barrio para buscar un par de zapatos a buen precio. Necesitaba algo muy práctico y, como siempre, no le importaba el diseño. Entró en una tienda minúscula; el propietario solía quedarse en la acera para que los clientes tuvieran más espacio. Las paredes estaban cubiertas hasta el techo de todo tipo de zapatos. Pidió un calzado con una buena suela, «para no resbalar en el hielo de la acera».

De los tres modelos que le enseñaron, eligió el más fácil y rápido de calzar. Había experimentado la sensación de tener los pies calientes y quería intentar evitar el suplicio de subir a la terraza descalzo. Pero para eso necesitaba unos zapatos muy cómodos que, además, en un ataque de angustia matinal, fueran muy fáciles de poner.

Eligió un modelo imitación de cuero, grueso y oscuro, forrado con una pelusa amarilla y sin cordones. La suela era de goma gruesa. A la hora de pagar, en metálico, metió la mano en el bolsillo del pantalón, y encontró las monedas que buscaba y los dos condones que había metido allí la noche anterior. «Siempre me olvido», pensó sacudiendo la cabeza.

De camino a la estación de metro más cercana, se prometió que no cometería más imprudencias. Tenía que ser la última vez que se encontrara un preservativo sellado y olvidado en el bolsillo.

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