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Elegante con su uniforme de trabajo, subió al vestíbulo del edificio y empezó su rutina diaria: abrió la garita dejó un bolígrafo y la libreta negra, bien dispuestos, encima de la pequeña mesa de madera.

Salió entonces a abrir la cancela de hierro. Los barrotes estaban congelados y le costó desbloquearlos. Barrió después el polvo de nieve que se había depositado delante de la entrada. Si algún inquilino se hubiera resbalado, él habría tenido problemas. Era meticuloso en su trabajo, no dejaba nada al azar.

Un estruendo.

Fue como un relámpago, que consiguió captar sólo con el rabillo del ojo. Algo había impactado violentamente contra la acera, a pocos metros de él. Un golpe tremendo, duro, sordo. El portero dio un paso atrás, sobrecogido. La escoba se le resbaló de las manos.

Se trataba de un cuerpo humano. Estaba tendido en el suelo, con la cara hacia la calle, y no había en él ninguna señal de vida. El impacto había sido demasiado brutal para dejar abierta una mínima esperanza de supervivencia. El cadáver yacía en un charco de sangre rojo oscuro que se dispersaba rápidamente por la acera, mezclándose con la nieve.

Cillian se asomó a la puerta. El muerto llevaba puesto el mismo pantalón de pijama y la misma camiseta que tenía el portero en la azotea. A pocos centímetros de sus pies se encontraba una mochila idéntica a la de Cillian, de la que asomaban unas prendas arrugadas y unas zapatillas de deporte.

Recogió la escoba con los ojos cerrados. Cuando volvió a abrirlos, en la acera ya no había nadie. No había rastro del cuerpo ni de la mochila; la nieve volvía a lucir un blanco inmaculado. Una de sus alucinaciones. Todo había sido fruto de su creativa y vívida imaginación. Que a su vez era fruto de la conciencia de que, con el tiempo, se había vuelto cada vez más exigente, cada vez más difícil de autosatisfacer.

Era consciente de que cada vez le resultaba más difícil encontrar razones para quedarse. De que su juego nocturno a la ruleta rusa en la azotea era cada vez más arriesgado. De que cada vez se asomaba un poco más al vacío. De que pronto no habría vuelta atrás. Pronto su madre tendría que coger un taxi en mitad de la noche para reconocer el cadáver hecho papilla del malnacido de su hijo.

Eran las 6.25 de la mañana. Empezaba a haber movimiento en los ascensores. El edificio por fin despertaba.

Se recuperó de su ofuscamiento y se apresuró a volver a su garita. Se sentó detrás de la mesa, se pasó las manos por la camisa del uniforme y se recolocó la gorra, listo para el nuevo día de trabajo.

Los vecinos del edificio salían por tandas. Primero los ejecutivos, con paso resuelto, ineludible traje oscuro y maletín de cuero marrón. Después llegaba el turno de los progenitores que llevaban a los hijos a la escuela. Entonces empezaban a llegar las asistentas latinas que trabajaban en los distintos apartamentos. Ya más tarde salían las mujeres casadas que no trabajaban y los jubilados. Las primeras, elegantes y maquilladas, no dedicarían una palabra al portero; los segundos le darían la lata con cualquier pretexto.

Pero sólo eran las 7.30. El turno de los padres con su prole.

Las puertas del ascensor se abrieron y salió un hombre con sus dos vástagos: un chaval de nueve años, y su hermana, Ursula, de doce. Junto con la madre, que saldría una media hora más tarde, formaban la familia feliz del 8B.

El padre saludó a Cillian con un movimiento de la cabeza y continuó veloz hacia la salida, seguido por su hijo pequeño, aún medio dormido. El pobre parecía poco avispado, sobre todo cuando el observador de turno lo comparaba con su hermana. A su lado, Ursula, con sus ojos siempre vivos, en continua investigación, tenía un aire perspicaz. La niña salió despacio, con la mirada clavada en Cillian y una sonrisa extraña; iba comiendo un pastelito de chocolate.

Ursula se cercioró de que su padre no la miraba y, sin perder su sonrisa gamberra, aplastó el pastel de chocolate contra la pared y dejó una mancha enorme en el mármol. Acto seguido, sacó la lengua a Cillian y se catapultó hacia fuera, hasta su familia.

Cillian ni se inmutó. Esperó a que los tres desaparecieran de vista y, con calma, sin que su rostro reflejara ninguna emoción, abrió el armario empotrado en la pared, detrás de la garita, y cogió un trapo y un cubo. El pequeño acto vandálico de la niña no parecía haberle afectado. Lo aceptaba con la misma resignación con la que uno acepta algo tan inevitable como una nevada.

– ¿Los tienes?

Levantó la mirada, sorprendido. Ursula había regresado, estaba delante de la garita, tenía la mano extendida hacia él y miraba hacia la calle.

– Venga, rápido -lo instó la niña.

Cillian no se movió, intentaba adivinar las intenciones de la pequeña antes de actuar. Parecía nerviosa por la posible aparición de su padre, pero no perdía su actitud desafiante.

– No te conviene hacerme perder el tiempo -le amenazó.

El portero, entonces, sacó su cartera del bolsillo y, con la misma resignación, extrajo unos billetes. La niña miró el dinero con avidez y se lo arrancó de las manos justo antes de que su padre se asomara desde la calle.

– ¡Ursula! ¿Vienes o qué?

Ursula se giró de espaldas a la puerta y ocultó los ochenta dólares al padre. Metió despacio la mano en el bolsillo del abrigo, escondió el dinero y sacó su bufanda.

– Está aquí, la encontró Cillian -dijo la niña enseñando la prenda a su padre. Ursula miró al portero, a la espera de que corroborara su versión.

Y Cillian la corroboró.

– Se había caído en el ascensor.

El padre reprochó a su hija la hora. Llegaban tarde. La niña susurró un «más te vale» a Cillian y se marchó corriendo.

No fue difícil quitar el chocolate del mármol. Cillian lo limpió con un trapo y agua caliente. Mientras tanto, el movimiento en los ascensores seguía. Llegó el turno de la señora Norman, un triste espécimen de la soledad humana. Excéntrica en su vestimenta, forzadamente extrovertida en su actitud, patética en la impresión que causaba en los demás. Salió del ascensor empujando el cochecito para bebés en el que llevaba a sus dos perras más pequeñas. La tercera, maltrecha, atada al cochecito por la correa, seguía con su mirada triste de siempre ese extravagante convoy.

Cillian se levantó de su puesto y se aproximó a la puerta de cristal que daba a la calle. La señora Norman hablaba con sus perras sólo en presencia de otras personas, como para alardear.

– Vamos, chicas. No os retraséis.

– Buenos días, señora Norman.

– Buenos días, querido. ¿Qué tiempo hace ahí fuera?

Cada mañana tenían una conversación más o menos idéntica a ésa. Pero era parte de su trabajo, y Cillian cumplía con su tarea.

– Mucho frío, me temo.

Entonces la señora Norman solía preguntar:

– ¿Crees que las chicas van lo suficientemente abrigadas?

Observó, serio, a las tres perras. Cada una llevaba un jersey y un gorrito estrafalarios pero de marca.

– Tal vez Celine lleva la barriga demasiado al aire, ¿no le parece?

La señora Norman lo comprobó, preocupada.

– Muy bien, señorita -regañó a su perrita-. ¿Qué es esto de ir enseñando el ombligo, eh? -La anciana cerró el chalequito que se había desabrochado-. ¿Qué va a pensar la gente de ti, eh, sinvergüenza? -Miró a Cillian-. Es muy presumida y no le gusta la ropa apretada. Y, sobre todo, desde que ese cocker nuevo viene al parque, no hay quien la controle. Y pensar que la semana pasada estuvo fatal del estómago por esta mala acostumbre que tiene de ir medio desnuda… pero, nada, no aprende. No hay forma.

Cillian intentó sorprenderla con una reflexión que nunca le había hecho.

– Tal vez, si salieran un poco más tarde, el clima sería más clemente…

Pero la señora Norman tenía respuesta para eso.

– Te contaré un secreto, querido. Entre nosotras nos llamamos «chicas», ya sabes, pero tenemos nuestra edad. -Cillian intentó poner su mejor cara de sorpresa, aunque la revelación de la señora Norman era de lo más evidente. La anciana siguió-: Aretha no aguanta mucho por la mañana. No sé si me entiendes… cosas de la edad.

Cillian no dejó escapar la ocasión.

– Entonces no las entretengo más.

Abrió la puerta y una brisa gélida invadió el vestíbulo. A la señora Norman le habría gustado seguir charlando unos minutos más con el portero, pero no tuvo más remedio que salir a la intemperie.

A las ocho, Cillian solía abandonar la portería para comprarse el desayuno en el puesto móvil que estacionaba en la esquina. Un expreso doble y un donut que se comería en la garita, y un bocadillo vegetal con un refresco para el almuerzo. No solía cambiar de menú, tenía muy claro lo que le gustaba.

Regresó a la garita a las 8.20, con un buen margen de tiempo. Y por fin a las 8.30 las puertas del ascensor se abrieron y una carcajada inundó el vestíbulo. Cillian comprobó la hora en su reloj de pulsera. Clara, la chica pelirroja, se iba al trabajo, como cada mañana.

Como ocurría a menudo, salió del ascensor hablando por el móvil. Al parecer estaba en medio de una conversación algo frívola con una amiga, porque soltaba una risotada a cada comentario de su interlocutora. Pero eso no le impidió dedicar una sincera y cálida sonrisa a Cillian.

El portero permaneció a unos metros de ella, respetando la privacidad de la conversión de Clara pero observándola. Era una chica alegre. Parecía sentirse a gusto consigo misma y con los demás. Su constante buen humor transmitía serenidad y vitalidad.

Finalmente colgó.

– ¡Buenos días, Cillian!

El portero se le acercó.

– Buenos días.

Tenía cosas que decirle, que compartir con ella. Pero el inoportuno regreso de la señora Norman y de sus chicas rompió el momento. La anciana golpeó la puerta de cristal para que Cillian le abriera. El portero accedió malhumorado.

Mientras tanto, Clara acabó de abrigarse. Se ajustó el gorro que recogía su tupido cabello, se dispuso a ponerse unos guantes de lana color rojo carmesí, pero se equivocó, metió la mano izquierda en el guante derecho y tuvo que volver a empezar. Era algo torpe en casi todo lo que hacía. Pero todo el mundo se lo perdonaba.

– Cualquier día nos encuentran congeladas en la calle a las cuatro -comentó la señora Norman al entrar con el cochecito y sus perras.

Cillian vio con cierta repugnancia que la saliva se le había congelado en las comisuras de los labios.

– ¿Qué tal se encuentra, señora Norman? -preguntó Clara, sonriente.

– Con mucho frío, querida. Ésta no es ciudad para viejas.

– Usted no es ninguna vieja, señora Norman. Ojalá mi madre fuera tan activa y vital como usted -la animó Clara.

La señora Norman sonrió agradecida.

Cillian volvió a acercarse a Clara, pero el momento de intimidad entre los dos peligraba irremediablemente. En presencia de otros vecinos, guardaba aún más las formas, como si en público debiera ocultar que había dormido con ella.

La chica seguía abrigándose.

– Pero ¿por qué sale tan temprano? Más tarde hace menos frío…

Cillian sonrió por la casual coincidencia entre su pregunta y la de Clara. Pensó que la conexión entre los dos era cada vez más sólida.

Por su parte, la señora Norman ya tenía ensayada su respuesta:

– Te contaré un secreto, querida. La pobre Aretha, cuando se despierta por la mañana, no aguanta mucho. No sé si me entiendes; son cosas de nuestra edad.

La vecina del 8A se miró instintivamente la muñeca, pero no llevaba reloj. Miró entonces la hora en el reloj de Cillian.

– ¿Ya son las nueve menos veinte? -No esperó respuesta-. Hoy me van a matar. -Se apretó rápidamente el cinturón y se despidió. Pero al llegar a la puerta se detuvo-. Una cosa, Cillian… -Por un instante el portero temió que le dijera algo que no quería escuchar. Pero no fue así-. Se me ha atascado el grifo de la cocina… ¿Podrías echarle un vistazo?

– Pasaré esta tarde sin falta -la tranquilizó.

– Muchas gracias, Cillian. Y que tenga un buen día, señora Norman.

Clara se zambulló en el invierno. No se dio cuenta de que el cinturón del abrigo se le había desatado y lo llevaba arrastrando por la nieve de la acera.

– Una chica muy mona y educada -sentenció la señora Norman mientras entraba en el ascensor con sus perras-. Espero que no haya entendido que también yo tengo incontinencia… Qué vergüenza. Tendré que aclarar este…

Las puertas del ascensor se cerraron y la calma regresó al vestíbulo.

Cillian volvió a la garita.

A las 10.30 el cartero pasó a entregar el correo para los vecinos. Era un afroamericano alto y seco. Hiciera el tiempo que hiciese, se desplazaba siempre en bicicleta. Llegaba puntual como un reloj, detalle que Cillian apreciaba mucho. No era una persona muy habladora, y el portero, por su lado, no había hecho nada por romper el hielo. De manera que ninguno de los dos sabía cómo se llamaba el otro ni tenía ningún interés en saberlo. Su relación se basaba en lo mínimo que la profesión de cada uno de ellos les exigía. El cartero saludaba, el portero respondía al saludo, el cartero entregaba el correo, y se despedían.

Estaba repartiendo los sobres en los distintos buzones cuando del ascensor salió una asistenta latinoamericana empujando una silla de ruedas en la que iba un anciano bastante maltrecho.

Una de las ruedas de la silla se enganchó en la puerta del ascensor. La mujer intentó liberarla con aparatosas sacudidas mientras el pobre anciano no parecía percatarse de lo que ocurría. Sufría aquel violento meneo en silencio, con la mirada ausente.

Cillian no se movió para ayudarles. Seguía distribuyendo el correo, a pesar de que la criada le llamó:

– Oiga, señor, ¿puede ayudarme?

Pero Cillian tenía la cabeza en otro sitio. Miraba atento un sobre amarillo, de papel bueno, caro. La carta iba dirigida al señor Samuelson, el vecino del 2D. Su nombre y su dirección estaban escritos con una caligrafía muy pulcra.

La mujer soltó un insulto en español, «¡Que te den, cabrón!», y desatascó la silla con un fuerte empujón.

Recolocó al anciano en la silla, pues se había desplazado hacia la izquierda, y salió a la calle sin dignarse mirar al portero, ofendida.

– Que tengan un buen día -dijo Cillian mientras salían al frío.

Ese sobre había capturado su atención. Sopesó las dos opciones que tenía y, finalmente, no metió la carta en el buzón sino en el cajón de su garita.

Y entonces lo vio. En el suelo, al lado de uno de los ascensores, había un colgante. Una cadena de oro con una cajita plateada. Al abrirla, descubrió una foto de la asistenta latina junto a dos niños pequeños. Evidentemente, se le había caído en el intento de liberar la silla de ruedas.

Se guardó el colgante en el bolsillo y se sentó dentro de la garita. Su cabeza podía retener con facilidad mucha información, pero por lo menos una vez al día debía poner las cosas negro sobre blanco. Cogió el bolígrafo y abrió su libreta negra. Las hojas estaban llenas de números y códigos. Apuntó al lado de cada piso la hora de salida de los vecinos: 5A a las 6.45; 3B a las 7.10; 8B a las 7.30; etc. Vomitó los horarios de más de veinte vecinos con absoluta precisión. Cuando llegó el turno del 8A, se detuvo. Clara tenía una página aparte, reservada para ella sola, con infinidad de detalles sobre sus salidas, regresos, horarios de cenas y notas particulares. Apuntó: «Clara a las 8.30». Y como nota escribió «sin reloj». A continuación siguió con los vecinos que habían salido después de las ocho y media.

Llegó el momento de la pausa para el almuerzo. Según su contrato, podía dejar la garita sin custodia durante media hora. Pero siempre comía allí; se ponía los cascos, encendía un reproductor de música, y desconectaba.

El cansancio pudo con él a los pocos minutos. El insomnio tenía el curioso efecto de provocar en su estómago una sensación de constante saciedad. No había comido ni medio bocadillo cuando se quedó dormido con la cabeza apoyada sobre su libreta negra.

Pocas veces recordaba lo que había soñado. Incluso tenía dudas de si de verdad soñaba. Estaba acostumbrado, por exigencias de su vida, a dormir muy pocas horas. Pero cuando lo hacía, entraba en un sueño profundo.

Un golpe sordo, a pocos centímetros de su oreja, le sobresaltó. Le habría despertado el simple aleteo de una mosca. Ese golpe hizo que le silbara el oído. Abrió los ojos, confuso, y sólo le dio tiempo de ver la silueta de un hombre que se alejaba hacia la calle.

Casi seguro que se trataba del vecino del 10B, un viejo viudo con malas pulgas. Probablemente había golpeado la mesa porque le había molestado que Cillian durmiera en horario de trabajo. Miró el reloj. En efecto, había superado en mucho la media hora reservada para su descanso.

Cinco minutos después, se alegró de que le hubieran despertado. Salía la vecina del 5B; un espectáculo. Era una mujer de unos cuarenta años, tres matrimonios a sus espaldas, ningún hijo, y una belleza turbadora. Esa tarde, debajo del abrigo de Valentino de doble botonadura y cuero verde, que llevaba desabrochado, lucía un espectacular conjunto de minifalda y blusa con cardigan de Jenni Kayne, que resaltaba sus formas. Un bolso messenger de Fendi y unas gafas grandes de Chanel completaban el elegante y raro cóctel de marcas.

Hubo una excepción a la regla.

– Necesito un favor -dijo mirando a Cillian con sus ojos azules. Esa mujer estilosa y elegante no se marchaba sin saludar: le estaba hablando y por propia iniciativa. Era un tanto altiva, sabía lo que provocaba en los hombres; sabía que con esos aires y esos ojos, nadie se negaría a ayudarla, pidiera lo que pidiese-. Los pintores han acabado y la casa huele horriblemente a pintura… He dejado las ventanas abiertas para que se ventile. Pero, por favor, si empezara a llover o a nevar, ¿te molestaría subir a cerrarlas?

– No se preocupe -respondió Cillian, y se dio cuenta de que se sentía nervioso delante de esa mujer que podría haber ocupado la portada de cualquier revista para hombres-. ¿Qué… qué tal ha quedado? -tartamudeó.

– ¡Espectacular! -contestó ella, entusiasmada-. ¡Ahora sé que todo ese infierno valía la pena! -Y, para sorpresa de Cillian, añadió-: Cuando traigan los muebles, me gustaría que subieras a tomar un té, así te enseño cómo ha quedado todo. -Abrió la puerta de la calle y, antes de salir, lo miró con su intensa mirada azul mientras decía-: Cuento contigo para las ventanas.

La observó mientras levantaba un brazo en la acera y dos taxis paraban de inmediato. Hubo cierta discusión entre los dos taxistas por quién la llevaría. Cillian, aún sorprendido por la invitación, repasó mentalmente cada frase. ¿Cabía la remota posibilidad de que estuviera coqueteando con él? Dejó la pregunta sin respuesta. Pero estaba seguro de que algo pasaría con ella. «Creo que tengo posibilidades», se dijo.

– ¡Tenemos un problema!

Cillian se dio la vuelta. Ahí estaba de nuevo la señora Norman. La imagen de la vecina del 5B seguía en su retina y la señora Norman le pareció entonces más patética que nunca.

– Seguro que lo solucionamos -afirmó Cillian.

– Creo que ya te conté lo de esta noche, ¿verdad?

Era el clásico truco para que Cillian le preguntara, pues no tenía ni idea de qué pasaba esa noche.

– Me temo que no, pero tal vez me falla la memoria…

– El cóctel, Cillian, el cóctel. Y sólo te digo esto: en el Plaza. No hace falta que te mencione las personalidades que asistirán…

– No, claro, no hace falta -consiguió replicar sin resultar irónico.

– Ya sabes que a mí estos eventos tampoco me gustan demasiado… -subrayó la anciana, a lo que Cillian no le quedó más que asentir-. Pero me ha invitado una amiga muy querida y, pobre, no puedo fallarle. No me lo perdonaría.

– Me parece muy correcto por su parte.

– Ya, pero el problema es que la recepción empieza a las cinco de la tarde… -La mujer hizo una pausa a la espera de que Cillian captara la naturaleza del dilema, pero él siguió mirándola sin entender-. A las cinco, Cillian… Y a las seis las chicas tienen que comer.

– Es cierto, no había caído.

– El veterinario fue categórico en eso, ya lo sabes. A su edad tienen que respetar los horarios. Sobre todo Celine, por sus problemas de sueño.

Cillian estaba casi seguro de que la fiesta en el Plaza era una invención. La señora Norman era capaz de arreglarse, coger un taxi delante de cuantos más vecinos mejor, y esconderse después en algún café, donde pasaría en soledad el tiempo que durase la supuesta fiesta.

– No se preocupe, yo me encargo -dijo sin embargo.

La señora Norman le mostró todo su agradecimiento:

– Eres un sol, ¿sabes? Pero, por favor, recuerda las medidas y la comida especial para Aretha.

No era la primera vez que Cillian se encargaba de esa tarea.

– Sí, señora Norman. La comida del sobre azul es para Celine y Barbara, no más de dos medidas para Celine. Y la comida del sobre verde es para Aretha, una sola medida.

– De verdad que eres un sol, ¿te lo he dicho alguna vez? -Cillian esbozó una sonrisa educada-. Por cierto -continuó la anciana-, he preparado un pudin. Te dejaré un plato en la mesa.

– Esta noche tengo un compromiso -replicó inmediatamente Cillian; sólo cuando acabó la frase se dio cuenta de lo que aquello podía provocar. Y así fue.

La señora Norman abrió los ojos como platos.

– Oooh… No me digas que te has echado novia… ¿En serio, Cillian? ¿Me la presentarás?

– De novia nada, señora Norman. Son unos amigos de la universidad.

Pero ya era demasiado tarde, las antenas de aquella cotilla profesional se habían activado.

– ¿Seguro que no es una chica? -insistió.

– Seguro, señora Norman. Si tuviera novia, usted sería la primera en saberlo -replicó Cillian intentando ser lo más tajante posible.

Pero la señora Norman no era tan fácil de disuadir.

– No te creo -sentenció-. Se te ve en los ojos. Se trata de una chica. -A pesar de todo, la vieja tenía razón, pensó Cillian, pero ni de lejos sospecharía quién era la chica en cuestión-. Pero no me enfado. Que te vaya bonito con tu amor secreto… -Le envió un beso con la mano y se fue hacia los ascensores-. Tengo que irme. Necesito como mínimo dos horas para arreglar este cuerpo decrépito.

– Adiós, señora Norman.

La tarde transcurrió monótona, como cada tarde, hasta que llegó la asistenta latina. Cillian estaba escuchando música de su reproductor, con los cascos puestos, cuando la vio entrar, con la cara descompuesta y la mirada perdida en el suelo. Había llorado. Después de recorrer todo el vestíbulo, fue hasta Cillian y le preguntó algo. Cillian no apagó el reproductor, así que no oyó ninguna de las palabras de la chica, pero negó con la cabeza y puso cara de circunstancias. La asistenta se llevó las manos a las mejillas y salió de nuevo a la calle.

Por fin llegaron las seis de la tarde. Su trabajo acababa entonces, cuando aparecían los empleados de la limpieza que durante un par de horas tomarían el mando del edificio y sacarían lustre a todo.

Utilizando la pequeña llave que llevaba siempre al cuello, abrió el candado de la caja de metal que tenía escondida debajo de la mesa. Dentro estaban las llaves de todos los apartamentos del edificio. Cogió los juegos del 5B, del 3A y del 8A. Recogió sus cosas, dejó todo en orden, y cerró la garita.

De regreso en su estudio, en el sótano, volvió a ducharse. Una ducha más rápida que la de la mañana, pero necesaria. Aún quedaban muchas cosas por hacer.

En calzoncillos delante del espejo, se pasó un desodorante inodoro por cada centímetro de su piel. Sus ojos volvían a animarse, como después del intento de suicido de la mañana.

Cogió un par de preservativos y los metió en el bolsillo del pantalón.

Abrió la nevera, sacó un envase con comida precocinada y lo metió en la mochila, junto con un pantalón de pijama, una camiseta limpia y unos calzoncillos.

Abandonó su estudio a las 19.10, con su mochila y una caja de herramientas.

La primera visita fue al 5B, el piso recién reformado. La ausencia de los muebles del salón y el parquet nuevo -«de roble macizo tricapa», la voz de la propietaria del apartamento resonó en su cabeza-, daban una sensación de amplitud y distinción. Fuera empezaba a caer algún copo de nieve. Cillian se quitó los zapatos para no rayar el parquet y fue a cerrar las ventanas.

Entró en el dormitorio, amplio y vacío. Y no pudo resistir la tentación de abrir el armario. Más que la interminable serie de prendas de alta costura bajo fundas de marca, lo que atrajo su atención fue una caja que había en el suelo y en la que, al parecer, la mujer había guardado el contenido de su mesita de noche. Le animó descubrir que, junto a un despertador, medicinas de primer auxilio y una funda de gafas de lectura de Prada, había un tubito de lubricante. La vecina estaba divorciada, pero eso no significaba que no tuviera relaciones sexuales.

Pero había ido allí con una misión y no disponía de mucho tiempo. Se dirigió a la cocina con la caja de herramientas. Como no podía ser de otra manera, se trataba de una cocina italiana, de diseño. Los fogones estaban en el centro de la sala, debajo de una enorme campana de cobre. A un lado, una barra con dos taburetes rojos; al otro lado, los electrodomésticos empotrados debajo de un tapa de madera oscura.

El lavavajillas estaba entre la nevera y el horno. Le llevó un tiempo desempotrarlo y sacarlo hacia fuera. Cogió lo que necesitaba de la caja de herramientas y empezó a trabajar. Fue rápido. En media hora había terminado y devuelto el lavavajillas a su posición original.

La segunda etapa fue el apartamento de la señora Norman, el 3B. Ese piso era el claro reflejo de la personalidad de su dueña. El salón estaba repleto de muebles y adornos recargados, que una persona magnánima definiría como Kitsch, y una más honesta y sincera de puro y simple mal gusto. Los perros corrieron a su encuentro y festejaron su llegada con ladridos agudos y el movimiento descontrolado de su raquítica cola.

En este caso, no tuvo ningún interés en entrar en el dormitorio. Cruzó el salón y se dirigió sin rodeos hacia la cocina. La señora Norman le miraba desde todas partes. Sus retratos estaban en cada rincón de la casa. La mayoría eran fotos de cuando era joven o retratos familiares. Viéndolas, se podía adivinar bastante de su vida. Era hija única, de familia aristocrática, había estudiado en caros colegios privados. En casi todos los retratos salía muy arreglada, seguramente siempre un poco más de lo que la ocasión lo requería. Sin duda, un lento y minucioso trabajo de pose había precedido a cada toma. No había naturalidad en las imágenes. Y casi todas, por su recargada confección, rozaban el ridículo. Por lo que se veía, con excepción de su padre o algún amigo muy mayor, no había habido ningún hombre en su vida. Sobre el televisor reinaba la foto de los perros: Barbara, Celine, Aretha y un cuarto can en un vistoso marco de plata con temática floral.

Encima de la mesa, la señora Norman había dejado un pastel con una tarjeta en la que ponía «Para nuestro querido amigo Cillian». Seguían su nombre y el de las tres chicas. Cillian olisqueó sin demasiado interés el pudin, mientras las tres perras correteaban y ladraban a su alrededor presintiendo ya su cena.

Sabía perfectamente dónde estaba cada cosa. Debajo del fregadero, la comida de los animales. Sacó sólo la bolsa azul. En una esquina, al lado de la mesa, los tres cuencos con el nombre de cada perra.

Repartió la comida sin poner demasiada atención en cuanto a las medidas. Cada perra recibió una cantidad testimonial de pienso, lo suficiente para ensuciar los cuencos. Unos segundos después, antes de que Cillian hubiera vuelto a poner la bolsa debajo del fregadero, ya se habían zampado el pienso.

Acabada su tarea, se dirigía hacia la puerta, dispuesto a marcharse y completar su ruta por el edificio, cuando se cruzó con la mirada suplicante de las mascotas. Las criaturas seguían hambrientas. Reconsideró su plan.

Cogió el pudin y lo repartió en los tres cuencos. Las perras se abalanzaron sobre la comida agradecidas. Esperó hasta que acabaron, para cerciorarse de que no quedaban rastros del dulce en los cuencos, y entonces dejó una nota de agradecimiento para la anciana y sus cánidos por ese detalle tan amable.

Quedaba una última visita antes del piso de Clara. Los perros le habían retrasado en su programa, pero Cillian no había faltado ninguna tarde a casa de los Lorenzo, fines de semana incluidos, y no quería empezar a fallar ahora.

Para entrar en el 6C no necesitaba llaves porque siempre había alguien en casa. Le abrió el viejo signor Giovanni, un hombre pequeñito y amable.

– Pasa, Cillian. ¿Qué te podemos ofrecer?

La señora estaba en la cocina, preparando la cena. Daba igual la hora que fuera, ella siempre estaba en la cocina.

– Hola, Cillian -le gritó-. ¿Te apetece un café?

– ¿Una grappa? -propuso el marido.

Como siempre, Cillian rechazó cortésmente todos los ofrecimientos. Había ido a lo que había ido.

– Hoy no tengo mucho tiempo -explicó-. ¿Puedo pasar ya?

– No sabes lo que te pierdes -repuso el signor Giovanni, refiriéndose al licor, mientras le acompañaba a la habitación de Alessandro, el único de los tres hijos de la pareja que aún vivía con ellos.

Al más joven de los Lorenzo no le quedaba otra opción. Después de una pequeña pero fatal distracción durante una noche de práctica de parkour urbano, se había despertado en el hospital Mount Sinai sin sentir las piernas ni los brazos, y sin poder mover la boca. De hecho, tampoco podía cerrar el ojo izquierdo, pero de eso se dio cuenta más adelante. La caída, de la que no tenía ningún recuerdo, había resultado en la fractura de la pelvis y de los dos huesos femorales, y en un traumatismo craneoencefálico que, a su vez, había provocado la parálisis total de la cara, los brazos y las piernas.

El último recuerdo que tenía eran los gritos de ánimo de sus amigos para que saltara de una azotea a otra entre dos edificios del East Side. No se trataba de una gamberrada. Era filosofía. Alessandro era un treceur, un practicante concienzudo del parkour, esa práctica que conjugaba la disciplina deportiva con una filosofía de la vida que abogaba por el movimiento libre y constante para desplazarse y superar obstáculos -murallas, vallas, fosos, tejados o balcones- de la forma más rápida y plástica posible. Lo había hecho centenares de veces: con sus amigos, con su novia, solo. Con el lema de «ser y durar» había ido siempre hacia delante, sin que nada pudiera detenerle.

Pero ahora Alessandro estaba más que detenido. En una cama, reducido a poco más que un esqueleto humano. Sus amigos, por el contrario, seguían desplazándose y superando obstáculos. Ya no iban a visitarle.

El listado de síntomas postraumáticos era tan largo como cruel: a la pérdida inicial de masa muscular se sumaba la pérdida de control de los esfínteres. Debido a la disfagia, se alimentaba a través de un tubo de goma que llevaba la comida triturada directamente a su garganta. El constante estreñimiento se combatía con medicamentos y los humillantes masajes en el vientre que su abnegada madre le practicaba todas las mañanas, durante una hora. De momento sólo necesitaba el oxígeno durante la noche, más que nada como medida preventiva. Su grave disartria le había dejado incomunicado. A pesar de las sugerencias de los médicos, los Lorenzo habían desestimado la compra de un ordenador con lector óptico de mirada. Les había costado mil dolores de cabeza acostumbrarse al teléfono móvil, y la idea de tener que lidiar con un ordenador para que su hijo pudiera sacar dos palabras los superaba.

No se había producido disfunción sexual, y en cierto modo eso resultaba un irónico agravante a su ya dura condena.

Los médicos le habían animado: una recuperación, cuando menos parcial, era posible. De hecho, en los dos últimos años había readquirido la capacidad de cerrar el ojo izquierdo y mover algún músculo facial. Nada más.

Alessandro era una chico de veintitrés años que una noche había visto cómo sus estudios universitarios, su novia, su vida se iban irremediablemente al garete. Todos los intentos de levantarle la moral, por parte de los padres, los hermanos y los amigos, habían fracasado. La única persona que conseguía sacarlo de la cama, y motivarle para que hiciera los dolorosos ejercicios de rehabilitación de las piernas, era Cillian.

Se conocieron cuando el portero se enteró de la situación de Alessandro a través de los cotilleos de la señora Norman. Lo que capturó su atención fue la descripción que la anciana hizo del parkour: «Esa moda que tienen los jóvenes locos de saltar de las azoteas». La curiosidad por conocer a alguien que, como él, había jugado con el vacío desde una barandilla, se apoderó de él de inmediato. Pensó que a la fuerza tenía que existir algún vínculo entre él y ese chico del 6C. Necesitaba conocerle.

Cillian había llamado al timbre de los Lorenzo y había hablado con los padres de su pasado de enfermero. Se había ofrecido voluntariamente para hacer fisioterapia con el chaval. Los ancianos agradecieron su disponibilidad pero pensaron que su hijo la rechazaría, como había hecho con todo. Después de media hora a solas con el chico, Cillian consiguió lo que la familia Lorenzo no había conseguido en dos años. Desde entonces se veían todos los días. Y, a pesar de la incredulidad de los padres, el portero y el paralítico se llevaban bien.

Como siempre, el signor Giovanni y la señora Esther les dejaron trabajar a solas, con la puerta cerrada. Cillian destapó a Alessandro y le ayudó a ponerse de pie al lado de la cama, sin dejar de aguantarle. En el cuarto había un aparato de rehabilitación, grande y complicado, que constaba de dos barras laterales y una alfombra móvil. Pero Cillian no lo utilizaba. Cuando le pareció que Alessandro estaba en equilibrio, le soltó, y le animó:

– A ver si hoy progresamos.

Cillian fue junto a la ventana para supervisar la operación desde allí, Alessandro apretó los dientes, sus ojos se inyectaron de sangre, su rostro se encendió, todos los músculos de su cuerpo empezaron a temblar. Con un esfuerzo máximo consiguió mover la pierna derecha no más de cinco centímetros.

– ¡Muy bien! Veamos qué pasa ahora con la otra.

La sesión duró poco más de veinte minutos. Alessandro acabó agotado.

Los padres del joven acompañaron a Cillian a la puerta y, una vez más, le invitaron a tomar algo. Pero Cillian, como siempre, declinó la invitación. Esa noche tenía prisa.

Cuando abrió la puerta del 8A habían pasado pocos minutos de las nueve de la noche. Era una hora que consideraba de riesgo. Antes de cerrar, lanzó una mirada disimulada a la puerta del 8B. Se veía luz en la mirilla; esta vez no parecía haber nadie espiándole.

Cerró la puerta. Era el piso del que había salido de madrugada, el apartamento de Clara. Desde la entrada se accedía directamente al salón, ocupado por un cómodo sofá frente a una pantalla de plasma. En la pared de detrás del televisor había una elegante estantería de madera llena de libros. Al otro lado de las ventanas se encontraba una amplia cocina americana. A través de un corto pasillo se accedía a los dormitorios y al baño.

El piso estaba aceptablemente desordenado. La tabla de planchar, con una cesta de ropa encima, seguía montada todavía entre el sofá y la tele.

Se quitó los zapatos, los guardó en su mochila y, descalzo, fue a la habitación de invitados.

Clara utilizaba esa habitación, con su ordenador y una mesita, como despacho. Había también una cama, cubierta por cajas y ropa de fuera de temporada. Un armario de pared servía como cajón de sastre.

Cillian se subió a una silla y abrió el compartimiento más alto del armario. Ahí estaban sus cosas: un neceser, con un tubo de pasta de dientes, una maquinilla de afeitar y un desodorante casi vacío, que reemplazó por uno nuevo. En la repisa superior se encontraban algunas de sus prendas, como un jersey de lana para las noches más frías y un par de calcetines gruesos. Sacó de su mochila unos calzoncillos y los puso junto a sus demás pertenencias.

Miró el reloj. Eran las 21.10.

Entró en el dormitorio en el que se había despertado esa madrugada. Clara había hecho la cama. Encendió la radio y se tumbó sobre la manta, mirando el reloj.

– No te retrases, Clara -susurró.

Tumbado boca arriba, cerró los ojos mientras una música delicada invadía la habitación.

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