11

A las 8.20 de la mañana, Clara, por segundo día consecutivo había entrado en un taxi, había sonreído amable al chófer, y se había marchado con sus pertenencias mínimas y sin fecha de vuelta. Era un jueves gris, frío pero sin nieve. El portero se preparó mentalmente para un fin de semana muy largo sin su chica.

Clara se iba, y Cillian tenía la culpa. Se quedaba solo porque había sido un patoso, incapaz de prever las más obvias consecuencias de sus acciones. Esa pelirroja seguía ofuscando su mente.


A media mañana Cillian estaba en el piso de Clara; llevaba un traje de nailon impermeable, una bombona de veneno a la espalda, el dispensador en la mano, y una visera transparente que le cubría el rostro pero no ocultaba su expresión de enfado.

Había cubierto con sábanas y plásticos los muebles de madera y los demás objetos delicados. Había metido las fundas de los cojines del sofá y las cortinas en una bolsa negra y grande.

– Aquí nunca había habido una plaga de insectos. ¡Estamos en el Upper East, demonios!

Cillian no estaba solo. A su pesar. En el umbral se había reunido un reducido corrillo de vecinos. El cascarrabias del 10B llevaba la voz cantante.

– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó, ingenua, la señora Norman; esta vez la acompañaba su perra Aretha.

– ¿No le parece una coincidencia que este problema haya ocurrido precisamente a las pocas semanas del cambio de portero?

Cillian escuchaba en silencio.

– Hombre, claro que ha sido una coincidencia -le defendió la señora Norman. Y, orgullosa por haberlo hecho, se dirigió a él-: Cillian, pasarás también a controlar mi apartamento, ¿verdad?

– Lo que no me explico es cómo han llegado sólo a la octava planta… -continuó el del 10B-. Deberían estar también en otras partes del edificio…

Cillian, más por instinto que por una estrategia planeada, soltó:

– Las cucarachas se desplazan por las tuberías del agua y van donde hay suciedad. Desconozco el nivel de higiene de la señorita que vive aquí.

El vecino paseó la vista por el piso.

– Francamente, esto parece muy limpio.

Cillian estuvo a punto de replicar. De enfatizar la imagen negativa de Clara a los ojos de los vecinos. Pero abortó su intento desde el origen. Se sentía demasiado débil. Cansado. Desmotivado.

La señora Norman, con un traje amarillo a juego con el jersey de su perra, seguía con su libre e independiente reflexión.

– Cillian, mejor que vengas ya esta tarde. Si no, no voy a dormir tranquila. Una vez Celine tuvo pulgas y lo pasamos todas fatal.

– Por una vez estoy de acuerdo contigo -la interrumpió el vecino del 10B-. Esto se debe a un problema de higiene, sin duda. Evidentemente el edificio no está tan limpio como debería.

– Pero Cillian no es el responsable de la limpieza -intervino de nuevo en su defensa la señora Norman.

«Esto no ha salido como debía», refunfuñó en su cabeza el portero, que ya percibía los primeros síntomas de un ataque de migraña.

– Si no está contento con la limpieza -continuó la señora Norman-, quéjese a la empresa encargada de ello, no a Cillian.

– Usted habla mucho, señora, pero igual resulta que los bichos los han traído sus perros… Todos sabemos que son animales poco limpios.

– No se atreva a insinuar nada, se lo advierto. Para su información, llevo a mis chicas a la peluquería cada dos semanas. Y siempre les hacen un baño antiséptico. -Le habían tocado la fibra sensible; la señora Norman se soltó-: En cambio, no parece que usted lleve el pelo demasiado limpio. A ver si ha sido usted el que nos ha traído los piojos…

– No diga tonterías, por favor, señora. Estamos hablando seriamente.

Cillian decidió que ya tenía suficiente. Bajó el protector de plástico transparente de la máscara y encendió la fumigadora. Dirigió el vapor hacia los vecinos.

– Tengan cuidado que es veneno.

Los vecinos dieron un paso atrás y salieron al pasillo.

– Ya he hablado con el administrador -siguió el del 10B-. Propongo una junta urgente para que…

Portazo. Cillian había cerrado la puerta de una patada. Por fin se hizo el silencio. Una vez solo, apagó la fumigadora, respiró hondo y miró alrededor. Las ventanas sin cortinas y los plásticos que lo recubrían todo transmitían una sensación de largo abandono, como si tuviera que transcurrir mucho tiempo antes de que la vida regresara a esos fueros. «La fístula ha acabado en mi ano», se dijo Cillian.

Paseó por el piso. A pesar de que Clara nunca estaba en casa a esa hora, la echaba de menos. Era una sensación extraña. Más propia de un amante abandonado que de un acosador frustrado. Pero no la reprimió. Echaba sinceramente de menos a la chica pelirroja.

Entró en el dormitorio. La cama, sin sábanas, estaba cubierta por un plástico grande. Otro plástico cubría el armario, y un tercero la mesilla de noche. El colchón estaba apoyado vertical contra la pared, con el agujero hecho por Cillian a la vista.

El armario, vacío, parecía mucho más grande y espacioso. Todas las prendas de Clara, zapatos incluidos, yacían en cuatro bolsas blancas destinadas a la tintorería.

El estómago le dolía como si estuviera empachado. Oía incluso el embarazoso ruido de los ácidos gastrointestinales removiéndose sin cesar en su interior.

El baño estaba completamente despejado. Clara le había llamado y le había dado instrucciones de que hiciera borrón y cuenta nueva. Así que el champú, el gel, las cremas de todo tipo, la pasta de dientes, el cepillo, los peines, todo había acabado en una bolsa de basura. Y con ellos sus horas de trabajo y un par de tapones de desatascador. Cillian había opuesto una tímida resistencia alegando que los productos de los frascos no podían haber sido contaminados por los insectos. A lo que Clara había replicado que todo producto con fecha de caducidad que se encontrara en su casa se consideraba oficialmente inmundicia. Y Cillian estaba demasiado abatido para resistirse.

La mayoría de las cucarachas seguían en la bañera, entrando y saliendo del desagüe con alguna misión secreta. A pesar de que habían cumplido su tarea perfectamente, quiso pagar con ellas su frustración. No era la primera ni la última vez que justos pagaban por pecadores. Abrió el grifo de agua caliente para comprobar su reacción al agua y al calor. Pronto se formó un remolino en el desagüe. Las cucarachas salieron disparadas del agujero. Cillian contó trece. Y todas sobrevivieron a la fuerza del agua sin grandes problemas. Todas consiguieron salir de la bañera. Algunas se quedaron explorando el borde, otras se perdieron por el suelo. Cillian intentó aplastar a la que se había quedado más retrasada. Sus manos la persiguieron por el borde hasta el grifo. Se percató entonces de que el agua salía fría a pesar de que el regulador de temperatura estaba al máximo. Fue a mirar el calentador: la llama estaba apagada. El interruptor de la luz tampoco respondía.

Fue a ver la caja de los fusibles. El diferencial había saltado y no había forma de restablecer la corriente: cada vez que Cillian levantaba la palanca, la luz regresaba unos instantes y el diferencial volvía a saltar.

Le dolía el estómago, como en las series de televisión más necias o en las ridículas novelas para adolescentes. No había diferencia entre lo que estaba viviendo y los personajes de esa basura. Pero le ocurría y no podía negarlo. Esa chica no sólo le ofuscaba el pensamiento, sino que le provocaba sensaciones nuevas. Y encima la migraña, que mostraba cada vez más sus incipientes síntomas. Veía pequeños puntitos amarillos. De momento sólo en el ojo izquierdo. Más adelante -lo sabía- afectarían también al otro ojo.

En la cocina todavía no había protegido los electrodomésticos con plásticos. Siguiendo las indicaciones de Clara, abrió la despensa y echó toda la comida en una bolsa de basura. Repitió la operación con la nevera. Como era obvio, la lamparita interior estaba apagada. Al sacar la verdura y los yogures, notó que dentro de la nevera había prácticamente la misma temperatura que fuera. Lo que significaba que el corte de luz había ocurrido hacía horas, a buen seguro cuando él aún estaba allí con Clara.

Abrió la puerta del congelador y un chorro de agua maloliente se derramó en el suelo. Los cubitos de hielo se habían deshecho y las cajas de verduras y de pescado estaban empapadas.

«Lo que faltaba.»

Cogió un cubo y una fregona y se puso a limpiar. Se vio a sí mismo barriendo la acera, pasando la mopa por el suelo del vestíbulo, borrando las huellas en la nieve de la azotea, fregando las escaleras y el pasillo de la quinta planta. «Mira por dónde siempre acabo haciendo lo mismo… y eso que en mi contrato se excluyen las tareas de limpieza.»

El agua se había colado también debajo de los electrodomésticos. Cillian sacó la nevera hacia fuera, separándola de la pared, y descubrió la razón del cortocircuito. Allí atrás había dos ratones grises tumbados patas arriba. Electrocutados. Vio el cable eléctrico mordisqueado.

– ¡Vaya par de idiotas! ¡No habéis durado ni un minuto! -Miró alrededor-. ¿Dónde demonios está vuestro amigo?

Una vez hubo limpiado la cocina, encendió por fin la fumigadora. El veneno, en forma de vapor, empezó a difundirse por todo el apartamento. Quería que Clara volviera lo antes posible y que se quedara, así que se propuso hacer un buen trabajo. No tenía sentido dejar rastros de insectos, lo único que conseguiría sería otro alejamiento de la chica.

El vapor asesino se posó sobre el ficus, sobre la alfombra del salón, sobre el sofá sin funda. Sobre los muebles, los armarios, las sillas, la encimera de la cocina, sobre los imanes de la nevera y la cara de Courtney Cox, sobre y detrás de los cuadros, sobre las lámparas, la bañera, el lavabo. En todas las esquinas. Los bichos iban cayendo sin excepción. De forma inmediata las moscas. Con cierto retraso las cucarachas, que seguían arrastrándose por el suelo, cada vez más lentas, hasta que de pronto se paraban, como un coche antiguo.

No disfrutó con la muerte de los insectos. Ni siquiera al estropear con el veneno las plantas de Clara o algunos recuerdos que quedaban dentro de los cajones. Ese vapor que llenaba el apartamento era la demostración de su fracaso. No venía a cuento fingir pequeñas satisfacciones. Sabía que no las merecía.

Pasó toda la tarde allí. Y ningún vecino, ni siquiera el cascarrabias del 10B, se lo reprochó, tan grande era el temor de que la plaga se extendiera a otros apartamentos.

Apagó la bombona cuando la migraña se hizo insoportable. La visión, con esos molestos puntitos amarillos, se le complicaba; el dolor de cabeza le martirizaba. Y lo curioso era que las mariposas seguían revoloteando dentro de su estómago.

Regresó a su estudio a atiborrarse de aspirinas. Se echó, casi ciego, en la cama, con una bolsa de hielo sobre la frente. Una mínima sensación placentera dentro de un cuadro general bastante crítico. No había sido un buen día. Y su maltrecho organismo se lo recordaba por si acaso.

Se despertó a las cuatro de la madrugada. Había olvidado quitar la alarma. La almohada estaba empapada de agua; el hielo se había derretido. La migraña había remitido plenamente, la visión volvía a ser nítida. Pero tuvo que enfrentarse a un ataque de ansiedad. La angustia le sorprendió con una violencia inusitada cuando más falto de entrenamiento se encontraba. Tuvo que salir inmediatamente del estudio, no le dio tiempo ni a calzarse los zapatos forrados. Por fortuna, se había acostado vestido.

Se encontró otra vez practicando el funambulismo extremo a sesenta metros sobre la acera. De nuevo el desagradable contacto de los pies desnudos con el hierro helado de la barandilla. Debajo, en la calle, el coche rojo aparcado perpendicularmente a él.

Después del breve paréntesis de los últimos días, el juego era teatralmente arriesgado. «Razones para volver a la cama: Clara regresará pronto.»

Pensó en otros motivos pero no se le ocurrió nada. La norma que se había impuesto de que como mínimo tenían que ser tres razones le pareció una tontería supina.

«Razones para saltar: nada de lo que he hecho le molesta… tengo que empezar con ella desde el principio… dentro de unos días me echarán del trabajo… está Ursula… el vecino del 10B… mi madre merece sufrir…»

Abrió los brazos. Pero tuvo claro que no saltaría. No saltaría. A pesar de todo.

Era un fraude descarado. No supo encontrar otra explicación. Estaba sorprendido de su falta de coherencia y disciplina. La balanza se había inclinado claramente hacia un lado. Según sus propias reglas, respetadas fielmente durante años, debía apretar el gatillo. Pero en ese momento supo que no lo haría.

Echó la pierna derecha hacia atrás y regresó al suelo de la azotea.

– ¿Qué te pasa, Cillian? -se preguntó en voz alta.

Su modus vivendi o, más bien, supervivendi, se ponía en tela de juicio esa madrugada de invierno.

– ¿Qué diablos te pasa?

Intentó encontrar una respuesta. El consuelo de poder acabar en cualquier momento con su tormento interior le había permitido llegar hasta allí gracias a su disciplina. Pero si esa disciplina se resquebrajaba, nada de lo que había hecho tenía sentido.

– ¿Qué coño te pasa, portero?

No lo sabía.

De pronto el remolino de su estómago resonó en el silencio de la azotea. El rostro sonriente de Clara acudió a su mente.

– ¡Te voy a borrar esa maldita sonrisa de mierda! -gritó con rabia al tiempo que golpeaba violentamente la mano derecha, todavía vendada, contra la barandilla. Y esta vez estuvo seguro de que se la había roto. El dolor le distrajo de su ensoñación y le devolvió a la realidad.

– ¡No pienso irme de este mundo sin arrastrarte conmigo! -gritó entonces.

No dedicó un momento a meditar sobre el significado del mensaje.

Si algún vecino hubiera estado asomado a la ventana le habría oído. Pero no le importó.


Debajo del chorro de agua hirviendo, observó su mano, tremendamente hinchada. Con dolor, conseguía cerrar un poquito el meñique y el anular, pero no había forma de mover el dedo corazón y el índice.

Ya más sereno, reflexionó sobre lo que había ocurrido en la azotea unos minutos antes. Y poco a poco se insinuó en su cabeza la idea de que no había habido ningún fraude.

Había sentido el impulso de dar un paso hacia atrás poco antes de que su subconsciente llamara a la chica pelirroja para provocarle y desatar su ira. Esa breve imagen era la clave para llegar a comprender.

Incapaz de aceptar que su existencia había perdido de golpe toda su coherencia, se dijo que también esa madrugada había sido fiel a su autodisciplina. No había habido fraude ni excepción a las reglas. Si había habido algún error, debía buscarlo en otro lugar. Elaboró entonces la teoría de que el desliz se había producido en la repartición de los pesos. Había olvidado poner una razón determinante y su subconsciente había enmendado el error a tiempo.

La teoría funcionaba. Mientras su espalda enrojecía por el contacto largo y continuado con el agua caliente, llenó esa teoría de contenido racional. La imagen de Clara sonriente era la clave que daba coherencia a su aparentemente deshonesto regreso al suelo de la azotea. Volvió a mirar su mano; se la había destrozado mientras gritaba: «¡No pienso irme de este mundo sin arrastrarte conmigo!».

El agua le golpeaba con fuerza la cara. El suicidio tenía que ser un consuelo, y no lo sería hasta que eliminara el tormento al que Clara le sometía. No habría paz en abandonar este mundo si permitía que esa maldita chica siguiera viviendo alegre y feliz.

«Puedo ganar a Clara.» Ésta era la razón de peso, no verbalizada, olvidada. Daban igual todos los fracasos del pasado. La chica seguía siendo una diana a su alcance. Y la posibilidad de derrotarla tenía que animarle a seguir adelante.

Llegó a convencerse y a sentirse en paz consigo mismo. Cerró el grifo de la ducha. Todo se aclaraba. El pasado reciente y el futuro.

Todas sus acciones de titiritero oculto habían fracasado. No tenía más remedio que recurrir a la repudiada violencia.

– Te voy a hacer daño, Clara. Mucho daño -dijo mientras se vestía. Daño físico. Sufrimiento. Le provocaría tormento físico. La sorprendería a solas en su casa. No le gustaba la idea, pero no había otra solución. Dejaría de ser un dios discreto y bajaría a la tierra como vengador-. Los jueguecitos se han acabado.

Su mano derecha, debido al efecto añadido del agua caliente, estaba hinchada como una pelota y empezaba a tener un color violáceo entre el índice y el pulgar. Dejaría la cara de Clara como él tenía la mano en ese momento.


El primer objetivo consistía en adelantar cuanto antes el regreso de la chica a casa. En su garita, en el vestíbulo, estableció mentalmente todas las acciones que debía poner en marcha. Ese mismo día llevaría todas las bolsas de ropa, las fundas y las cortinas a la tintorería. Recolocaría los muebles, airearía las habitaciones para disipar los efectos del veneno. Arreglaría el cable de la nevera. El apartamento 8A volvería a ser habitable ese mismo fin de semana.

A las 12.20, después de haber ensayado el texto, llamó a Clara al móvil. A la tercera llamada, saltó el buzón de voz: «Hola, soy Clara. Di blablabla después del bip».

«Seguro que sonreía», pensó Cillian mientras escuchaba la voz de la pelirroja.

«Buenos días, señorita King. Soy Cillian, el portero. Quería comunicarle que -se calló de golpe, incrédulo. Un perro sucio y maltrecho se asomaba, moviendo la cola, a la puerta principal. Se recuperó-: Que su piso está listo. A partir del sábado, puede volver cuando quiera. Ya no hay bichos, y la lavandería tendrá mañana toda su ropa. Espero que se encuentre bien. Adiós.»

Colgó. No se lo podía creer. Ese perro, asqueroso y muerto de frío era Elvis, el chucho perdido de la señora Norman. Había vuelto.

Recordó el día en que se había escapado del piso de la señora Norman -como hacía a menudo- y había bajado al vestíbulo para darle la lata. Cillian, amable, le había abierto la puerta de la calle, le había guiado, con la recompensa de un perrito caliente, hasta la estación de metro de la calle Setenta y cuatro. Habían cogido juntos la línea verde hasta la última parada de Utica Avenue; no le importó la mirada acusatoria de algunos pasajeros por el hecho de que el perro iba sin correa. Habían bajado en Brooklyn. Habían caminado sin rumbo fijo, zigzagueando por las calles, para dificultar la orientación, hasta llegar a Prospect Park. Cillian le había quitado el collar, con la medallita, para que no le apretara, y finalmente le había tirado el ansiado perrito caliente lo más lejos posible. La imagen de Elvis corriendo en la hierba cubierta de nieve detrás del bocadillo era la última que tenía del animal. Hasta ese momento.

Sólo Dios sabía cómo ese perro había conseguido regresar. Cillian no creía en la mala suerte. Cada individuo era artífice de su destino y en algún caso, como el suyo, del destino de los demás. No había ninguna fuerza que dirigiera al hombre desde arriba y, sobre todo, nada estaba escrito. El fatalismo no existía. No podía existir. Pero se le ocurrió que, de haberlo, a él le habían echado el mal de ojo. Todo le salía al contrario de como quería.

Intentó asustar al animal moviendo los brazos con gestos amenazantes. Pero el perrito no se despegaba del cristal; agitaba la cola, feliz de haber encontrado de nuevo un rostro conocido. Cillian fue por la escoba con la intención de salir a la calle y alejarlo de malas maneras, como si fuera un perro salvaje. Pero en ese momento las puertas del ascensor se abrieron y la señora Norman, en bata y pantuflas, despeinada y con la cara cubierta de cremas, salió como una exhalación.

– ¡Elvis, Elvis!

Fue como en una telenovela. La señora Norman lloraba de alegría y el perro lanzaba agudos quejidos y lamía el rostro de su dueña.

– ¡¿Dónde te habías metido, querido mío?! ¡No sabes lo mal que lo hemos pasado sin ti! ¡Lo que hemos sufrido!

El perro emitía agudísimos gruñidos y parecía que le contestaba. Los labios de la anciana y la lengua del cánido se fusionaron en un baño de saliva.

La mujer se percató de la presencia del portero, quien, escoba en mano, empezó a barrer el suelo para disimular.

– ¡Cillian, mira quién ha vuelto!

– Me alegro mucho, señora Norman. ¿Seguro que es Elvis?

– Claro que es Elvis. ¿No lo reconoces?

– Me alegro mucho -repitió él-. Ya le dije que volvería.

– Es cierto -convino la señora Norman entre lágrimas-. Tú nunca perdiste la esperanza. Yo sí, francamente. Pensaba que… pero tú me animaste siempre. Muchas gracias, Cillian.

Animada, trastornada por la inesperada alegría, la anciana se levantó, fue hacia Cillian y le plantó un beso en la mejilla.

– Muchas gracias, eres un sol.

Cillian no replicó. Siguió barriendo el polvo imaginario del suelo.

– ¡Las chicas! -gritó la señora Norman-. ¡Verás que contentas se ponen cuando te vean!

El perro lanzó un lamento emocionado.

La señora Norman, sin dejar de besar a su perro, volvió a desaparecer dentro del ascensor.

El silencio regresó al vestíbulo. Cillian se limpió la mejilla de aquella mezcla de saliva de distintas especies. La mano le dolió intensamente cuando tiró la escoba al suelo, con rabia.

Pero su frustración no fue a más. Su bolsillo tembló dos veces. Acababa de recibir un SMS. «Muchas gracias, Cillian, no sabes lo contenta que me hace tu mensaje. Tengo muchas ganas de volver. Eres un sol, Clara.»

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