4

El sonido intermitente del despertador del reloj de pulsera. Apenas audible, pero suficiente para que Cillian se despertara sobresaltado.

Después de poco más de dos horas de sueño profundo, había abierto los ojos y se había encontrado abrazado a Clara. Se apresuró a apagar la alarma. Clara seguía dormida, aún bajo los efectos del cloroformo.

Tiró delicadamente de su brazo derecho, sobre el que había quedado apoyada la cabeza de la joven. Clara rodó sobre sí misma y siguió durmiendo con la cara pegada a la almohada.

Se quedó tumbado en la cama, mirando el techo, a la espera del ataque de ansiedad que no tardaría en llegar.

Volvió a repasar los hechos de la noche anterior. La carta de la abuela constituía la gran novedad. Pero su contenido ya no le parecía un descubrimiento, como sí lo había creído un par de horas antes. De pronto se sintió desarmado, a merced del enemigo. El ataque de angustia había comenzado. La respiración se aceleró. Empezó a sudar.

Se levantó rápido, recuperando el aliento. Pero la angustia seguía allí. No podía evitar pensar que no había hecho ningún progreso con Clara. Se maldijo por haberse acostado tan tranquilo, sin defensa para la mañana siguiente.

Arregló, nervioso, su lado de la cama. Era un movimiento mecánico, repetido decenas de veces mientras pensaba en otras cosas. Pero entonces percibió un elemento de peligro. Algo que se salía del automatismo habitual. Dejó de pensar en lo que ocurriría en la terraza y se centró en el presente. En la almohada había un cabello oscuro. Suyo.

Por la mañana, durante el ataque, un detalle como un simple pelo en la cama de Clara alcanzó un significado catastrófico. Tuvo la sensación de que estaba perdiendo el control. Volvió a hiperventilar.

Cogió el pelo con dos dedos y se cercioró de que no hubiera ningún otro rastro indeseado de su presencia. Otro motivo de agobio. Aun así, intentó ser constructivo: en el futuro, si había un futuro, tendría que prestar atención a esos detalles. Consideró la posibilidad de ponerse una redecilla o comprar un pequeño aspirador eléctrico.

Agarró la mochila y se marchó; necesitaba abandonar ese lugar.

En pijama y descalzo, salió al pasillo de la octava planta. Cerró la puerta despacio, sin hacer ruido.

– ¿Otra vez, Cillian?

Dio un respingo. Detrás de él, la puerta del 8B estaba abierta. Ursula, también en pijama, le miraba desafiante. El día había empezado mal y seguía peor.

– ¿El novio de la señorita King sabe que sales de su casa, cada mañana, a esta hora?

Cillian intentó hablar en un tono firme, sereno.

– ¿Por qué no te vas a la cama y dejas de espiarme?

Dio un paso hacia ella. Pero la niña se protegió detrás de la puerta, cerrándola casi:

– ¡No te acerques!

Una expresión de terror había surcado la cara de Ursula. Cillian aprovechó la situación y adoptó un tono amenazante.

– ¿Tus padres saben que estás despierta a estas horas?

La niña respondió alzando la voz:

– Si quieres se lo preguntamos a ellos. ¡Papá!

Cillian se detuvo. La niña no tenía miedo, estaba jugando con él. Era valiente. Aunque tal vez no se tratara de coraje sino de pura inconsciencia e ingenuidad, pero en ese caso la situación requería abordarse de otro modo.

– ¿Se puede saber qué quieres ahora? -susurró-. Ya te he dado lo que me pediste.

Ursula salió al pasillo.

– Te tengo cogido por los huevos, gilipollas. -Susurró también ella-. No sabes qué ganas tengo de contarles a mis padres o a los demás vecinos lo chungo que eres. Estoy segura de que ni siquiera la señorita King sabe realmente cómo eres…

– ¿Qué quieres? -la cortó Cillian.

Sabía que después de la amenaza llegaría el chantaje.

La niña dudó. Posiblemente no lo había pensado.

– Una película porno. -Fue lo primero que se le pasó por la cabeza. Hasta ella misma se sorprendió, pero la situación no daba para reconsideraciones de última hora.

Cillian no cuestionó la elección.

– ¿Sólo eso?

Ursula fue rápida:

– Sólo eso de momento.

El pacto estaba cerrado.

– Vale, ahora vete a la cama.

Todo había sido muy rápido y aparentemente fácil. Ursula quiso asegurarse de que no le estaba engañando.

– Pero que se vea todo.

– Ya lo he entendido.

Sin más, la niña desapareció dentro del piso y cerró la puerta. Cillian se quedó solo en el pasillo. Miró a un lado y a otro. Nadie más parecía haberse enterado de ese peculiar encuentro.

«Si sobrevivo, tengo que tomar medidas», se dijo a sí mismo.

Y por fin se dirigió hacia los ascensores.

Abrió la puerta de la azotea a las 4.45 de la madrugada. En camiseta y pijama, el frío era insufrible. Otra vez se había depositado un ligero manto de nieve sobre el techo del edificio. Cillian caminó a paso rápido hasta la barandilla. Esta vez no contempló el panorama. Miró directamente abajo. El coche rojo estaba unos diez metros a su derecha. Caminó hasta llegar a la altura del coche. Entonces se subió a la barandilla y aguantó el equilibrio. Se quedó agachado hasta tomar la decisión definitiva.

«Razones para volver a la cama.» Llegaron rápidas, sin orden de importancia: «Hace frío, tengo un buen trabajo, he encontrado algo que puede hacer sufrir a Clara, no es serio morir con la bolsa de la ropa sucia».

Con la excepción de la carta de la abuela, eran prácticamente las mismas razones de la madrugada anterior. Así pues, todo el peso recaía en el descubrimiento que había hecho esa noche.

«Razones para saltar.» También llegaron rápidas, y fueron más numerosas: «Puedo dejar la mochila aquí y saltar sin ella, el trabajo es sólo un trabajo, la carta no vale nada, sigo sin progresar con Clara, no veré nunca más a esa niña, mi madre merece sufrir».

Miró los dos platos de la balanza. Y entonces ocurrió algo nuevo: una de las razones para saltar pasó al otro plato. La niña del 8B a pesar de ser un incordio, se convirtió en un motivo más para quedarse. Pensó que no podía irse sin antes hacerle algo a ese pequeño monstruo. Esa cría merecía sufrir más que su madre. El mero pensamiento de que eso pudiera ocurrir le animó lo suficiente para que echara la pierna derecha hacia atrás y volviera a la azotea.

Como la vida le había demostrado en el pasado, a menudo las razones para vivir llegaban de la forma más inesperada. Al final, la intromisión matutina de Ursula había sido para bien.


Subió a la garita a las 6.30 de la mañana, perfectamente arreglado, con su uniforme, listo para un nuevo día de trabajo. El edificio aún tardaría unos quince minutos en despertarse. Aprovechó ese tiempo para planear la estrategia que seguiría en las próximas veinticuatro horas. Después de la ducha en su estudio, ése era el momento del día en el que se sentía más sereno y positivo. Tenía que aprovecharlo.

Lo que no podía suceder era que Ursula le distrajera de su actual y verdadero objetivo; Ursula -eso Cillian lo tenía claro- no era más que una simple distracción, por muy placentera que ésta pudiera llegar a ser. Clara, en cambio, representaba el verdadero desafío. Hasta entonces había respondido a todos sus ataques poniendo buena cara y una sonrisa. A pesar de todos sus intentos ni siquiera había conseguido rayar la superficie de la constante felicidad de esa chica. El placer que le proporcionaría una sola victoria con ella no podría compararse ni con diez desgracias seguidas de Ursula.

La carta de la abuela volvía a cobrar interés. Debía seguir esa pista.

Animado, apuntó en su libreta negra la hora a la que había llegado a casa de Clara la noche anterior. Pero el edificio ya se despertaba. Se ajustó la gorra y saludó con una sonrisa a los primeros vecinos.

– Buenos días, señora Norman.

– Buenos días, Cillian.

La señora Norman parecía más triste y callada de lo habitual. Era ciclotímica, solía darle un bajón después de unos días de euforia.

– ¿Va todo bien?

La mujer tardó en contestar, como si estuviera buscando una justificación.

– No mucho. Barbara y Celine han estado mal de la tripita y… hemos pasado todas una mala noche.

Pero Cillian intuía que no se trataba sólo de eso. Imaginó cuál podía ser la verdadera razón de su malestar y hurgó en la herida.

– ¿Se le hizo muy tarde anoche?

La señora Norman no entendió la pregunta a la primera.

– Me refiero a la fiesta -aclaró Cillian-. ¿Se quedó hasta muy tarde?

– Ah, no… Estaba cansada -replicó ella, evasiva.

Demasiado evasiva. Cillian supo que iba por el buen camino.

– ¿Había mucha gente?

– Bueno… sí. Lo normal en estos actos -logró decir la anciana.

– Ayer pasé delante del hotel a eso de las diez -se inventó Cillian. La señora Norman se puso tensa-. Creo que vi a una estrella de cine, porque había muchos fotógrafos a su alrededor.

– ¿Quién era? -preguntó ingenuamente la señora Norman.

– Esperaba que me lo dijera usted. Seguro que la vio. Llevaba un vestido rojo con un escote tremendo a pesar del frío.

La señora Norman vaciló.

– Sí, sí… Ahora que lo dices… vi a una chica vestida así… de lejos, claro… -Y entonces encontró una manera de salir del apuro-: Pero soy demasiado mayor para saber quién era. En cuanto a cine, me temo que me he quedado en los tiempos de Paul Newman.

Cillian sonrió. Sus sospechas se confirmaban.

– ¿Y qué tal el bufet? ¿Quién se encargaba del catering?

La mujer empezaba a agobiarse. Empujó el carrito hacia la puerta de la calle, pero Cillian se interponía en su camino.

– No… no me acuerdo, Cillian. No me fijé. Creo que Aretha necesita salir cuanto antes…

Pero Cillian hizo como si no hubiera oído la última frase:

– Es que vi dos camiones con el logotipo de Dean & De Luca y pensé que tal vez…

– ¿De Luca? -La anciana reflexionó unos instantes-. Ah, sí, qué tonta, claro que sí. Un bufet delicioso.

Estaba claro que la señora Norman no había ido a ninguna fiesta. Cillian soltó entonces su artillería pesada:

– Es usted muy afortunada de tener tanta vida social, señora Norman. En cambio el vecino del 2D me da mucha, mucha pena… Está siempre solo en la cafetería de la esquina; sin amigos, sin nadie. Qué triste, de verdad. No sé qué sentido tiene su vida, francamente. -Hizo una pausa para ver qué cara ponía la anciana-. Tal vez debería decirle que hable con usted para que le introduzca en su círculo de amigos… ¿Qué le parece?

Al principio la señora Norman sacudió la cabeza, algo tocada por las palabras de Cillian. Pero después salió del paso con la teoría de que el señor Samuelson se encontraría fuera de lugar en los círculos que ella frecuentaba. La sorpresa llegó cuando la anciana le prometió que invitaría al vecino del 2D a tomar un café o a ir al cine con ella.

Sin habérselo propuesto, Cillian estaba arreglando la vida de dos viejos tristes del edificio. Y no era precisamente ese su objetivo. Además, veía que la señora Norman se estaba animando ante esa perspectiva. Decidió cambiar de tema de inmediato.

– Por cierto, ¿se sabe algo de Elvis?

La anciana Norman volvió a hundirse en su tristeza. Era un tema muy doloroso. Negó lentamente con la cabeza.

– ¿Cuánto hace ya? -insistió Cillian.

– Este jueves hará tres semanas.

– ¿Y no la han llamado de la perrera municipal ni nada?

La señora Norman replicó que no sabía nada de su perro desde el día en que se perdió en el parque.

– No pierda la esperanza -la animó Cillian-. Con la medallita que lleva colgada al cuello, tarde o temprano alguien lo encontrará y la llamará.

– Dios te oiga -consiguió decir la anciana; tenía los ojos húmedos-. Es muy duro soportar esta incertidumbre.

Cillian le abrió la puerta con una sonrisa. La señora Norman salió a la calle con su cochecito y las tres perras. Cillian miró el avance del triste convoy en un frío inclemente. Las tres perras no habían recorrido ni diez metros y ya estaban defecando a la vez en la acera. Observó divertido el desespero de la señora Norman intentando recoger los excrementos medio líquidos de sus mascotas.

El día se había enderezado, pensó; prometía. Pero esperaba con cierto recelo la salida de Ursula.

Las puertas del ascensor se abrieron a las 7.28. Primero salió el padre, luego el niño, medio dormido como siempre, y finalmente la niña con su pastelillo de chocolate. Ursula caminaba despacio, con aire triunfal, sin apartar la mirada de Cillian. A medio camino entre la puerta y el ascensor, sonrió y se detuvo.

– Papá, tengo que decirte una cosa -soltó.

Su padre y su hermano se volvieron. Cillian permanecía inmóvil, a merced de la voluntad de la pequeña.

– ¿Qué pasa? -preguntó el padre.

– Es algo que tiene que ver con Cillian -dijo Ursula en un tono serio, sin dejar de mirarlo con su sonrisa maligna.

El padre, perplejo, miró al portero, quien consiguió mantener la calma. Cillian sacudió la cabeza; no tenía ni idea de lo que iba a ocurrir, y esa falta de control le exasperaba mucho más de lo que Ursula imaginaba.

La niña había conseguido crear mucha expectación. Prolongó su silencio al máximo, para ofrecer más teatralidad a la situación, y por fin dijo:

– Papá, creo que deberías darle una propina.

El padre volvió a mirar a Cillian, quien esta vez no pudo ocultar su sorpresa. ¿Por dónde saldría esa maldita niña?

– Ayer, cuando volvía a casa, unos niños me molestaron… -se inventó Ursula-. Y Cillian salió en mi defensa y les hizo huir.

– Por Dios, Ursula -intervino Cillian antes de que el padre pudiera decir nada-. Eso lo habría hecho cualquiera; no merece ninguna propina, cariño. -Sonrió al padre-. No se preocupe, no era nada grave… sólo unos gamberros que no habrían hecho nada. Salí a la calle y, al verme, se fueron.

– Pero Cillian me defendió como un héroe -siguió Ursula. Por dentro, sin duda, se reía del mal rato que le había hecho pasar.

Cillian aprovechó para enviarle un mensaje encriptado:

– Verás que ya no te molestarán más. Pero tú ten cuidado y no te metas en líos… No siempre habrá alguien para socorrerte.

– Pues muchas gracias, Cillian -intervino el padre, algo incómodo.

El portero sacudió la cabeza, quitando importancia al asunto. Ursula, admirada en cierto modo por cómo Cillian había salido de la situación, le sonrió.

– ¡Venga, niños, que llegamos tarde, como siempre! -cortó el padre.

Los tres se dirigieron hacia la puerta. Cillian se adelantó a los hechos y se agachó para coger el trapo y el cuenco. Y no fue en vano. Ursula, antes de salir, tiró el pastelillo de chocolate al suelo y lo pisó. Dejó sus huellas en el vestíbulo. Era su forma de decir que el chantaje seguía en pie. En cuanto a la amenaza de Cillian… o no le había llegado o no se la había tomado en serio. Tonta o valiente, la pequeña era un incordio.


Volvía con su desayuno a las 8.15 cuando a través del cristal vio que Clara estaba ya en el vestíbulo. Se precipitó al interior, como si le fuera la vida en ver salir a su vecina preferida.

– Buenos días, Cillian -le saludó Clara, con una sonrisa radiante.

– Buenos días, señorita King. ¿Ha dormido bien?

Clara, como de costumbre, estaba ajustándose el gorro y abrigándose bien antes de salir.

– Llámame Clara, por favor, ya te lo he dicho otras veces. Estos formalismos no son necesarios.

Pero sí lo eran.

– Si no le molesta, prefiero seguir así. Me ayuda en mi trabajo.

A Clara le hizo gracia la respuesta tan seria del portero; sonrió.

– Como quiera, pues, señor Cillian.

– ¿Ha dormido bien? -volvió a preguntar él.

– Como una marmota.

– Parece cansada.

Clara sonrió.

– ¿Tan mal me he maquillado?

No había forma de averiguar si tenía alguna idea sobre la razón de su sueño profundo.

Por fin acabó de abrigarse.

– Bueno, ya estoy. Menudo frío hace.

– Ayer estuve en su piso -comentó Cillian-. Fui a echar un vistazo al fregadero. Desmonté el tubo pero no encontré nada. Tiene que haber algo atascado más abajo -sentenció-. Si le parece, volveré esta tarde con un ácido desatascador.

– Oh, sí, te lo agradecería mucho. -Se miró instintivamente la muñeca para ver qué hora era y, otra vez, no llevaba reloj-. ¿Puedes decirme qué hora es?

– Las ocho y cuarto -contestó Cillian sin necesidad de comprobarlo-. ¿Qué ha pasado con su reloj?

Clara abrió los brazos.

– No tengo ni idea, llevo dos días sin él; a saber dónde me lo he dejado. -Volvió a sonreír-. Bueno, tarde o temprano aparecerá en el sitio menos pensado.

– Esperemos -dijo Cillian en un tono más grave.

Clara le guiñó el ojo y salió a la calle. No se dio de bruces con la asistenta latina por una fracción de segundo.

La mujer, aún resentida por la falta de ayuda del día anterior, cruzó el vestíbulo sin saludar a Cillian. Sin embargo, parecía más calmada y serena. Probablemente había dado por perdido el colgante; lo había asumido. Cillian esperó a que llamara al ascensor y, cuando estaba a punto de entrar, reclamó su atención.

– Es posible que tenga algo que le pertenece.

La asistenta saltó fuera del ascensor con los ojos muy abiertos, febriles.

Cillian avanzó despacio hacia la mesa de su garita. Le vino a la mente aquello que alguien dijo de que el recuerdo de un momento feliz es un dulce recuerdo, pero siempre y sólo un recuerdo, mientras que el recuerdo de un momento triste es puro y presente dolor. Era cierto; lo había comprobado. Abrió el cajón de la mesita y extrajo unos panfletos publicitarios.

– Ayer olvidé dejarlos en el buzón.

El rostro de la asistenta pasó de la esperanza al desconsuelo en un instante.

– Por cierto -continuó Cillian mientras le entregaba la publicidad-, ¿ha encontrado su colgante?

La asistenta negó, seria.

– Espero que no fuera de mucho valor. -La mujer volvió a negar con la cabeza-. Pero tal vez tenía un valor sentimental, ¿verdad? -No esperó respuesta-. Qué pena. Y qué rabia tiene que darle. Seguro que se le habrá perdido de la forma más tonta y estará quién sabe dónde…

La asistenta le miró a los ojos en un intento de averiguar las razones de esa actitud. Cillian se calló de inmediato. Le dio la sensación de que le había leído la mente y no le pareció oportuno seguir. Cambió de registro.

– Preguntaré a todos los vecinos, descuide, tal vez alguno lo haya encontrado. A ver si tenemos suerte -dijo en su tono más amable.

La criada le arrebató la publicidad de la mano y se metió en el ascensor.


A las 11.30 estaba en el cuarto de lavadoras haciendo la colada. Era una hora tranquila. El cartero ya había entregado el correo y no había mucho paso de vecinos. Sacó de la mochila la ropa sucia que había recogido en el piso de Clara. Antes de meter los vaqueros en la lavadora, vació los bolsillos y encontró los dos condones que había metido el día anterior; sin utilizar.

– Deberías estar en la garita. Aún no es tu hora de descanso.

El vecino del 10B le miraba serio. Cillian cerró la puerta de la lavadora y la puso en marcha.

– Ahora subo. Sólo he bajado para poner una lavadora. No tardo más de cinco minu…

El otro no le dejó acabar la frase.

– Quiero que vengas conmigo… a la azotea.

La preocupación surcó el rostro de Cillian, pero enseguida recuperó su cara de palo. Sabía que no podría librarse de ese pesado, pero al menos intentaría ponérselo complicado.

– Ahora no puedo. Debo quedarme en el vestíbulo, tengo que cumplir un horario.

El vecino del 10B resopló, molesto.

– ¿Ahora resulta que te preocupa tu horario?

Cillian abrió los brazos como si no entendiera a qué venía ese comentario.

Subieron juntos en el ascensor, en un silencio incómodo.

Cuando el ascensor llegó a la duodécima planta, el vecino del 10B dijo algo inquietante:

– No vienes mucho por aquí, ¿verdad?

El hombre enfiló el último tramo de escaleras. Cillian le seguía; mil preguntas bullían en su cabeza: ¿qué había querido decir con ese comentario?, ¿tenía un tono irónico o iba en serio? La cabeza le daba vueltas… ¿Qué error había podido cometer para que se enteraran de sus visitas nocturnas a la azotea?

Cuando la puerta se abrió, la respuesta fue evidente e inmediata: sus huellas. Nunca había subido a la azotea durante el día, y no se había dado cuenta de que allí arriba la nieve no se deshacía. Las huellas de sus pies desnudos resaltaban en la alfombra blanca. Iban de la puerta a la barandilla y regresaban.

– ¿Qué haces ahí embobado? ¡Ven aquí! -gritó el del 10B.

Cillian dio un brinco. El vecino no estaba mirando las huellas, sino que se dirigía en la dirección opuesta, detrás del tanque del agua. Cillian le siguió perplejo.

Llegaron a una zona donde había varias macetas con plantas bajo un techado de madera. Algunas estaban cubiertas por una tela blanca, el resto no tenía protección.

El vecino del 10B miró primero las plantas y luego a Cillian. El portero, por su lado, hizo lo propio: miró primero las plantas y luego al vecino.

– ¿Qué pasa? -preguntó, sincero.

– No disimules conmigo, idiota. -El hombre estaba enfadado-. Recuerdo perfectamente que se te hizo mucho hincapié en este asunto.

Cillian seguía sin entender, y eso aún calentó más al otro.

– Tenías que cubrir las plantas, todas las plantas, con la tela térmica. -Señaló las plantas-. Mira las dipladenias.

Cillian las miró.

– Todas muertas. Todas. Por tu negligencia, idiota -le acusó el vecino-. ¿Sabes cuánto cuestan?

– ¿Tan feas y encima son caras? -repuso Cillian con voz calma y firme.

Aquella fue la gota que colmó el vaso.

– ¡No me tomes el pelo, capullo! Ya verás cuando los vecinos reciban el informe del coste de tu cagada… -El río se había desbordado-. No llevas ni dos meses aquí y ya te he pillado más de un vez durmiendo en horario de trabajo, abandonas la garita cuando quieres, respondes mal y… -Se interrumpió, se dio cuenta de que Cillian le miraba impasible, asentía con la cabeza pero estaba claro que nada de lo que dijera podía afectarle-. Bien, muy bien… como quieras, listillo. No creo que vayas a durar mucho en tu puesto, francamente. Me ocuparé de hablar con el administrador.

El del 10B se encaminó hacia la puerta más malhumorado que cuando subió.

– Que tenga un buen día -dijo Cillian a modo de despedida.

Pero el cascarrabias no contestó. Cerró la puerta con fuerza.

Cillian dejó las plantas y se acercó a las huellas. Estaba claro que alguien se había subido a la barandilla. Cualquiera con dos dedos de frente podía hacerse una idea aproximada de lo que había ocurrido allí. «Tengo que tomar medidas», se dijo.

Cuando volvió a la garita faltaba poco más de media hora para la pausa del almuerzo. El vecino del 10B ya le había soltado su amenaza diaria, así que decidió dedicar esa media ahora a sus cosas.

Tenía algunos recados que hacer, como pasar por el videoclub y por la tienda de cosméticos. Esto último le fastidiaba. De hecho, cambiaba continuamente de tienda porque no aguantaba las miradas inquisidoras de las dependientas mientras compraba su carísimo desodorante inodoro y los frascos de quitaesmalte.

Esta vez fue a una tienda que se hallaba cerca de allí, en Park Avenue. Compró dos frascos de quitaesmalte y cuatro desodorantes. Así no tendría que pasar por esa incómoda experiencia hasta al cabo de varias semanas.

Regresó al edificio a tiempo para empezar la pausa del almuerzo, que ese día, por primera vez y de forma excepcional, no transcurriría en la garita.

Pero antes subió a la sexta planta para pedir prestado al signor Giovanni el ordenador portátil de su hijo.

La señora le saludó desde la cocina, con las manos sucias de harina.

– ¿Un café, Cillian?

El padre no tuvo ningún problema en acceder a su petición. Incluso se alegró. De hecho, era la primera vez que Cillian aceptaba un favor de los Lorenzo, que por fin podían demostrar algo de su sincero agradecimiento hacia él.

El portátil estaba en la habitación de Alessandro.

– Total, él ya no lo utiliza -dijo el signor Giovanni, que hablaba de su hijo, también en su presencia, como si fuera un vegetal.

Daba la impresión de que para el viejo ese esqueleto humano era un ser que nada tenía que ver con el hijo que había tenido.

– ¿Seguro que no te importa? -preguntó Cillian al chico que le observaba, rígido desde la cama.

El signor Giovanni se rió de la pregunta; para él, visto el estado del chaval, no tenía ningún sentido.

Alessandro mantuvo la mirada y después le guiñó el ojo derecho. Un gesto que el padre consideró una reacción refleja e involuntaria y que Cillian, por el contrario, supo interpretar correctamente. Alessandro estaba al tanto de sus actividades por el edificio porque el mismo Cillian se las contaba. «¿Qué demonios vas a hacer ahora con mi ordenador?», le estaba preguntando irónico Alessandro con esa mueca.

– Ya te contaré -le contestó Cillian devolviéndole el guiño-. Nos vemos esta tarde… Prepárate: haremos sesión doble.

Alessandro esbozó un amago de sonrisa. Sesión doble significaba que Cillian tenía muchas cosas que contarle, muchos planes que compartir.

Los Lorenzo le invitaron a quedarse a comer, pero Cillian tenía demasiadas cosas que hacer.

– Tú no paras nunca -sonrió el signor Giovanni.

Efectivamente, Cillian no paraba nunca.

En su estudio, mientras comía su habitual bocadillo, se conectó a internet. En la pantalla del ordenador apareció el perfil de Clara King de Facebook. En la foto, como no podía ser de otra forma, la pelirroja sonreía a la cámara, alegre, despreocupada. Su perfil no era público. Imágenes, vídeos, informaciones personales estaban estrictamente reservadas para los amigos aceptados. No se podía sacar gran cosa.

Cillian tenía a su lado la fotografía que había cogido la noche anterior en casa de Clara. En el reverso estaban los nombres de las compañeras de instituto: Danielle Schleif, Pamela Mac Closkey, María Aurelia Rodríguez y Clara.

Tecleó en la pestaña de búsqueda de la red social el nombre de la primera y apareció el perfil de Danielle Schleif, una chica rubia y menuda. Era profesora de lenguas y vivía en Brooklyn. Algunas informaciones sobre su vida eran accesibles a todo el mundo. En su listado de amigos aparecía la foto de Clara.

Tecleó entonces el nombre de Pamela Mac Closkey y aparecieron cuatro perfiles, cuatro mujeres con el mismo nombre. Descartó dos: una señora obesa que aparentaba unos cincuenta años, y el perfil de una niña. Las otras dos mujeres podían encajar por edad, pero ninguna de ellas se parecía a la Pamela adolescente de la foto. En ninguno de los dos listados de amigos figuraba el perfil de Clara. Y lo que más le extrañó era que las dos vivían en Europa, la primera en Edimburgo y la segunda en Londres, y en ninguna de las dos aparecían amistades en Estados Unidos. Cillian volvió a observar la foto del instituto, y volvió a examinar los perfiles en Facebook. Tuvo una intuición. Si alguien se parecía a la amiga de Clara era la niña que Cillian había descartado al principio. Entró en su perfil. No había indicaciones de dónde residía, pero en el listado de sus amistades figuraban Clara y también Danielle. Lo entendió. Pamela jugaba a ser original y había puesto en su perfil una foto de cuando era pequeña. «Vaya estupidez», pensó. Aun así había dado con la segunda amiga.

Tecleó entonces el nombre de la tercera: María Aurelia Rodríguez. Ningún perfil. En los listados de amistades de Pamela y de Danielle no figuraba nadie con ese nombre. En la red social no había rastro de esa tal María Aurelia.

Sonrió. Posiblemente había encontrado lo que buscaba. Volvió a examinar la foto. Se fijó en el rostro de la adolescente María Aurelia Rodríguez. Era una chica latina, de posible ascendencia mexicana o, cuando menos, hispana.

– Hola, Aurelia -susurró.

Dedicó unos veinte minutos a realizar una investigación cruzada en distintos buscadores de la red. No encontró nada. Después del instituto, esa chica parecía haber desparecido, por lo menos de internet.

Cogió la foto que se había llevado de casa de Clara y la escaneó en el portátil. Seleccionó el rostro de Aurelia y lo recortó como un retrato. Se hallaba en pleno proceso cuando llamaron a la puerta.

Miró el reloj. Su tiempo para el almuerzo había terminado. Suspiró y se levantó a abrir. Pensó que el vecino del 10B empezaba a ser algo más que una molestia ocasional. Se acercaba al nivel de problema permanente y requería una intervención de peso.

– ¡Ya subo, ya subo! ¿Es que ni siquiera puedo ir al baño? -gritó Cillian mientras se acercaba a la puerta.

Pero cuando abrió no se encontró al viejo gruñón sino a la pequeña Ursula, con su uniforme y su mochila. La niña había vuelto antes de tiempo del colegio.

– ¿Qué quieres ahora?

Ursula le sonrió.

– Ya lo sabes.

Era verdad, Cillian lo sabía. Resopló y volvió adentro. La bolsa de plástico con el logotipo del videoclub estaba encima de la cama. Ursula hizo amago de entrar en el estudio, pero Cillian la paró, autoritario.

– Quédate ahí, niña.

Ursula obedeció sin perder su sonrisa desafiante.

– ¿Vives aquí? Parece un sitio bastante normal… no te pega… tal vez tampoco sea tu casa… ¿Seguro que es tuya?

Cillian regresó con la bolsa de plástico.

– Toma. Disfrútalo.

La niña sacó el contenido de inmediato. Un DVD. La carátula era de lo más explícita. Ursula estaba satisfecha, pero no quería demostrarlo.

– Podrías haberte enrollado y haber comprado un Blu-ray -se quejó mientras comprobaba que efectivamente había una película dentro de la caja-. ¿La has visto?

Cillian sacudió la cabeza, cansado.

– Seguro que sí, pervertido.

Cillian le puso una mano en el hombro y la empujó hacia atrás para poder cerrar la puerta.

– Procura que tus padres no te la pillen.

– No te preocupes -contestó Ursula tranquila-. Si la encuentran, diré que me la diste tú… y que me invitaste a verla en tu estudio.

Cillian cerró de un portazo.

Se había hecho tarde. Seguiría con el ordenador después de la sesión con Alessandro. Se puso la chaqueta negra y la gorra, y regresó a su trabajo oficial.

Fue una tarde movidita. Llegó un camión de mudanzas con los muebles del 5B que se habían guardado en un almacén durante la reforma.

La vecina vestía unos leggins negros de John Richmond y un provocativo jersey de angora semitransparente del mismo color y de cuello alto. Unas botas negras de Yves Saint Laurent, altas hasta medio muslo, enfundaban sus sensuales piernas. Esta vez el bolso era de Bottega Veneta. Supervisó con entusiasmo la operación de retorno. La relación que tenía con sus muebles, jarrones y cuadros hacía pensar en un vínculo afectivo materno-filial. Fue muy repelente y agobiante con todas sus indicaciones y continuos cambios de planes. Pidió que subieran primero el piano, un Bösendorfer Klavierfabrik importado de Viena, para que, con la casa vacía, fuera más fácil encontrarle el mejor sitio posible. Lo colocaron en un extremo del salón, cerca de la ventana pero de forma que el sol directo de la mañana no lo estropeara. Después indicó que subieran las sillas, la mesa de Despres del salón, el sofá, con los cojines envueltos en plástico, la cama Karol del dormitorio, las mesitas de noche, el pesadísimo cabezal envuelto en una protección innecesariamente gruesa, y dos candelabros de Niall Smith. Les suplicó que tuvieran muchísimo cuidado con el jarrón chino que había comprado en Sotheby’s. Cada vez que entraban en el apartamento con un bulto, les rogaba que no manchasen las paredes recién pintadas. Llegó el turno de los incontables jarrones y lámparas de luz indirecta. Y por último, las dos alfombras persas, que tuvieron que colocar en el salón la más grande y en el dormitorio la más pequeña. Cuando desembalaron en el salón la mesa, las sillas, el sofá y los cuadros descubrió que el piano Bösendorfer Klavierfabrik no se hallaba en el lugar adecuado. Se disculpó y, con sus ojos azules, les pidió que volvieran a recoger la alfombra persa grande, desplazaran las sillas y la mesa de Despres, movieran el piano y recolocaran en la nueva posición la alfombra, las sillas y la mesa. Cillian había sido reclutado («¿Podrías echar un cable a estos chicos?») casi al principio de las maniobras.

Y casi tres horas después seguía allí, echando ese cable. Los dos encargados de la empresa de mudanzas y Cillian, embobados por los ojos azules y el porte de aquella mujer, accedían sin rechistar a cualquier petición.

Después de tres horas de intenso trabajo, la mujer les recompensó con una cerveza extranjera y tuvo el detalle de tomar una con ellos en la cocina de diseño italiano. La hora extra de los dos transportistas y la ayuda de un voluntario le había salido baratísima, pero a ellos el gesto les pareció increíblemente agradecido: la diosa bajaba a la tierra con los comunes mortales y compartía zumo de lúpulo con ellos. Los tres hombres, botella en mano, la escuchaban fascinados, mirándola de arriba abajo, mientras ella comentaba lo bonito que había quedado el piso.

Cillian se percató de que había malinterpretado la actitud de la vecina el día anterior. Era así con todos. Se comportaba así con todos. Cada ilusión que se había creado quedaba desmontada tras el análisis racional de los hechos. La estudió admirado. Una maestra del coqueteo. Sin hacer nada explícito, sin decir nada que pudiera tener una interpretación ambigua, conseguía que cada uno de los tres hombres allí presentes tuviese la sensación de que la diosa estaba ligando con él. Cillian observó cómo se tocaba el pelo, cómo sonreía ante cualquier ocurrencia de alguno de ellos, cómo los miraba fijamente a los ojos el tiempo suficiente para que el tío en cuestión creyese que había una conexión especial entre ellos pero, al mismo tiempo, lo suficientemente corto para que no pudiera estar seguro.

Cillian miró el reloj. La vecina estaba explicando, con detalles de lugares y fechas, que había comprado la mayoría de los adornos y muebles durante sus frecuentes viajes a Europa. Era una enamorada de Europa, en particular del área mediterránea, España, Francia, Italia y Grecia, pero también de Austria, los países de la antigua Yugoslavia, Holanda…

– Es muy interesante, de verdad, pero tenéis que disculparme. -La voz de Cillian sonó fuerte y tajante; era la única manera de conseguir introducirse en ese monólogo desbordado de la atractiva mujer. La vecina lo miró un tanto sorprendida-. Lo siento mucho pero tengo que marcharme.

– Hombre, Cillian, quédate un poco más -dijo ella con una sonrisa seductora y un guiño de complicidad, como si le pidiera que no la dejara sola con esos dos energúmenos-. Ningún trabajo es tan importante como para rechazar una cerveza con una dama, ¿no te parece?

Cillian interpretó el intento de la mujer como un acto de fuerza, una demostración de que tenía el control. Entonces el común mortal desafió a la diosa.

– Mi trabajo no puede esperar -dijo bajando la mirada-. Muchas gracias por la cerveza, ha sido muy amable.

La mujer, sin duda sorprendida, encajó la respuesta sin perder la compostura.

– Tú sabrás…

Cillian supo entonces que de repente la mujer había perdido cualquier interés en él; vista la derrota, se embarcó en otra batalla que estaba segura de ganar y retomó su monólogo dirigiéndose exclusivamente a los dos transportistas. Empezó a contar que su hobby preferido la había llevado a descubrir que en España, Francia e Italia podías encontrar objetos preciosos, cargados de historia, en los sitios menos pensados. Así, en Siena había adquirido un portal antiguo, del siglo XVI, que ella había reconvertido en un espléndido y original cabezal. Y fue una elección difícil, porque en la tienda de la ciudad toscana había decenas de portales amontonados sin cuidado uno encima del otro.

– Lástima que sólo tenga una cama -dijo con una sonrisa.

Cillian se dirigía a la puerta de la cocina, pero, antes de salir se volvió hacia la mujer.

– De todas formas, me permito sugerirle que la próxima vez las tenga unos minutos en el congelador. -La vecina dejó de sonreír, esta vez molesta. Cillian dejó su botella medio llena en la encimera-. No está fría… La verdad, esto no hay quien se lo beba.

De pronto los dos transportistas volvieron a ser ellos mismos: machos brutos y básicos.

– Es cierto -dijo uno de ellos mientras el otro imitaba al portero y dejaba también él su botella.

La vecina, por una vez, se encontró sin palabras.


Los chicos de la limpieza ya se habían adueñado del edificio. Cillian se cruzó con ellos cuando subía a casa de los Lorenzo.

A las 19.10 empezó la sesión de fisioterapia con Alessandro. Cerró la puerta del dormitorio y se puso manos a la obra. Alessandro le miraba atento mientras Cillian le destapaba, le ponía unos calcetines y le ayudaba a levantarse. Le dejó de pie, balanceándose inseguro, junto a la cama.

– Vamos -le animó Cillian acercándose a la ventana-. La pierna derecha. -Alessandro no se movió-. La pierna derecha, Alessandro -repitió Cillian, pero el pie no reaccionaba-. No me digas que te estás quedando sordo porque eso sería el colmo -le provocó.

Alessandro seguía sin moverse. Se miraron. El chico clavó su mirada en los ojos del portero.

– ¿No piensas moverte hasta que te cuente para qué quería tu ordenador?

Alessandro levantó el labio superior, la mueca que más se acercaba a una sonrisa y que en el código entre los dos significaba «sí».

– Te estás volviendo más cotilla que tu madre -sentenció Cillian-. ¿Sabes cómo funciona Facebook? -Alessandro cerró los ojos-. ¿Cómo es posible que no lo sepas? Es una red social, un sitio donde se supone que todo el mundo cuelga su foto y sus datos y después busca a ex novias, a viejos amigos del pasado, a compañeros de escuela… ¿Lo entiendes?

Alessandro levantó el labio superior y emitió un sonido gutural, ininteligible.

– Bien, al menos tu cerebro sigue funcionando. Ahora, por favor, mueve esa bendita pierna.

Alessandro empujó despacio el pie derecho.

– Muy bien -dijo Cillian, que, para motivarle, abrió ligeramente la ventana de guillotina, subiéndola y bajándola por las guías de metal-. Desde hoy soy oficialmente una amiga del pasado de Clara. Me llamo María Aurelia. He regresado a México y vamos a compartir muchas cosas. Ahora la izquierda.

La izquierda le costaba mucho. Alessandro apretó los dientes en un gesto de intenso dolor. Emitió un gemido y arrastró el pie no más de dos centímetros. Había hecho un esfuerzo enorme. Su rostro permaneció congelado en una máscara de dolor.

– Perdona, estaba distraído y no te he visto. ¿Puedes repetirlo? -bromeó Cillian.

Alessandro no se movió.

– Venga, Ale, inténtalo.

Alessandro seguía sin moverse.

– ¿Qué quieres que te cuente? No hay más -se excusó Cillian.

Pero Alessandro no se movería hasta que Cillian continuara con su confesión.

– Oye, que la rehabilitación te sirve a ti, no a mí -protestó Cillian.

Pero los dos sabían que eso no era cierto. El portero estaba allí también por su propio interés.

– No voy a hacer nada del otro mundo. Simplemente le escribiré un mensaje largo y muy personal. Lo normal después de quince años sin verse, ¿no crees? A ver si a una vieja amiga como Aurelia le cuenta cosas que me ayuden a conocerla mejor.

Alessandro movió hacia delante el pie derecho. Cillian continuó hablando de su relación con la vecina del 8A.

– La tengo en la cabeza cada segundo del día. No se me quita. Ella y su maldita sonrisa. Ahora la izquierda.

Con esfuerzo y entrega, Alessandro consiguió mover el pie. Fue más bien un movimiento hacia el exterior, no avanzó, pero Cillian lo dio por bueno.

– No pararé hasta borrar de su cara esa maldita sonrisa, Ale. Y lo lograré como tú lograrás llegar hasta aquí.

Alessandro movió de nuevo el derecho. Desde que habían empezado la sesión no habían avanzado más de medio metro, pero ya estaba cansado.

– La cuestión es no tener prisa. Para darle donde más le duele, tengo que llegar a conocerla a fondo.

Sin que Cillian tuviera que pedírselo, Alessandro avanzó algún centímetro el pie izquierdo.

– No estarás cansado, ¿verdad?

El chico emitió su sonido gutural y levantó el labio superior, pero esta vez la mueca no pareció en absoluto una sonrisa. Cillian fingió no haberlo entendido.

– Adelante, un paso más.

Alessandro movió el cuello hacia la cama para indicar que volviera a acostarle. Se tambaleaba, las fuerzas le fallaban.

– Un paso más, Alessandro.

El chico emitió un desesperado quejido, estaba a punto de caerse al suelo. Su impotencia ante la insistencia de Cillian le hacía hervir la sangre. Pero el portero, ajeno a su ruego, seguía tranquilamente apoyado en la pared, junto a la ventana.

– ¿Te has meado en el pañal y quieres que llame a tu madre? ¿Es eso lo que quieres decirme?

Alessandro estaba desesperado. Sus ojos rebosaban rabia hacia Cillian.

– ¿Quieres llorar? Por mí no te reprimas.

Las piernas de Alessandro empezaron a temblar. Y, a su pesar, comenzó a llorar, y eso aún parecía darle más rabia.

– Ojalá Clara fuera de lágrima fácil como tú. No sabes cómo me gustaría que llorara tanto como ha reído en su vida.

Alessandro no podía más, en un arrebato de rabia, consiguió dar tres pasos seguidos: derecha, izquierda y derecha. Cillian se calló de inmediato. Acto seguido, Alessandro se desplomó. Se golpeó la cabeza contra el respaldo de una silla y acabó con la cara pegada al suelo. Se quedó rígido en el suelo, incapaz de mover un solo músculo.

– ¡Sabía que eras un farsante -le soltó Cillian mientras se acercaba para levantarle. Alessandro tenía la nariz roja y el labio le sangraba-. ¡Sabía que podías caminar!

Se había quedado sin fuerzas, un cuerpo inerte que no ofrecía ninguna resistencia más allá de su peso.

Cillian le tumbó en la cama, le quitó los calcetines y le cubrió con la sábana. Alessandro jadeaba. Entonces Cillian se acercó a su cara, tensa aún en una expresión de dolor.

– Nunca habías ido tan lejos, chaval. La ventana cada vez está más cerca.

Le secó la sangre que le manaba del labio. Alessandro seguía mirándole con odio.

– Bueno, ¿qué? -dijo Cillian-. Tú decides: ojos cerrados y salgo por esa puerta y te prometo que no me verás nunca más; sonrisa y te dejo descansar media hora y empezamos de nuevo.

Alessandro apretó los dientes, emitió un gruñido y levantó el labio superior, convencido. A pesar de su estado, continuaba siendo un digno practicante del parkour. «Todo podía ser superado, sin detenerse delante de ningún obstáculo.» En el último mes, el espíritu de superación y la lucha por seguir siempre adelante habían vuelto a formar parte de su esencia, y todo gracias a Cillian. El cuerpo le obligaba permanecer en cama, pero su fuerza de voluntad le empujaba hacia la ventana. De todos modos, en su caso se había producido un importante cambio de matiz en el lema de la filosofía del parkour: del «ser y durar», Alessandro había evolucionado al «ser para poder no durar».

Cillian volvió a la carga.

– Te quedan veintinueve minutos.


Regresó a su estudio a las 20.15. Aprovechó para darse una ducha rápida y pasarse el desodorante por todo el cuerpo.

Entró con su llave. Seguramente Ursula le estaba espiando detrás de la puerta del 8B, pero no le importó. Hasta la fecha la niña había respetado el pacto de silencio. Como hacía siempre, se quitó los zapatos para no dejar huellas.

Colocó la foto de Clara y de sus compañeras en el álbum, en el sitio donde la había encontrado. Luego fue a la cocina. Volvió a fijarse en un detalle que siempre le había intrigado: en la nevera, junto a unos cuantos imanes, había una foto recortada de una revista de la actriz Courtney Cox en bañador. Ese detalle, probablemente insignificante, había llegado a turbarle, sobre todo porque se encontraba en un apartamento en el que no había fotos, con excepción de la de Clara y su novio que estaba sobre la mesilla de noche. En vano había dedicado tiempo y neuronas para llegar a comprender por qué esa actriz tenía ese privilegio en esa casa. Y su incapacidad para contestar le provocaba inquietud.

Procuró no pensar en la actriz y se agachó debajo del fregadero para desmontar el tubo. El reloj de Clara estaba donde lo había dejado: envuelto en un trapo que obstruía el flujo del agua. Era un reloj antiguo, con la caja muy pequeña y dorada, y una correa de cuero claro. Las horas estaban señalizadas con números romanos dorados sobre un fondo blanco. El tiempo transcurrido en el interior del tubo había provocado daños evidentes. La humedad se había filtrado dentro de la caja. Cillian comprobó que el mecanismo había dejado de funcionar.

Montó otra vez el tubo y comprobó que el agua colaba correctamente. A continuación remató la faena: dejó el reloj en el fregadero y vertió encima el ácido desatascador. Observó cómo la correa se deshacía poco a poco mientras las partes metálicas de la cajita se oscurecían.

Lo tuvo en remojo en el ácido durante unos diez minutos, tiempo más que suficiente para que el daño fuera total. Lo enjuagó entonces debajo de un chorro de agua y dejó lo que quedaba del delicado mecanismo en la encimera, junto con un Post-it con una nota.

A las 21.30 Cillian se escondía debajo de la cama y la puerta de la entrada se abría. Oyó el sonido de los tacones de Clara contra el suelo del salón.

– Bienvenida a casa, Clara -susurró.

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