7

El regreso tuvo una connotación inesperadamente espectacular. No vio las luces intermitentes hasta que dobló la esquina con Park Avenue: dos enormes camiones de bomberos estaban estacionados delante de su edificio. Además, frente a la puerta de entrada se había congregado un círculo de curiosos.

Entró en el vestíbulo cargado con sus bolsas. El suelo estaba manchado por las huellas de las botas de los bomberos que corrían arriba y abajo. No pudo evitar pensar que le tocaría limpiar ese desastre, pues los chicos de la limpieza se iban a las ocho de la tarde pasara lo que pasase. Tropezó con el tubo de una manguera que bajaba de la escalera, atravesaba el vestíbulo y salía a la calle.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Cillian al primer bombero con el que se cruzó.

– Quinta planta -fue la lacónica respuesta-. Tendrá que subir por la escalera. Los ascensores están bloqueados por seguridad.

Sólo tenía que seguir el tubo de la manguera. Subió cada tramo de escalera volando, animado por la curiosidad, hasta que llegó sin aliento al pasillo del quinto piso. Allí el suelo estaba mojado y aún más sucio que abajo. «Mañana va a ser un día de fregona», se dijo. Los vecinos habían salido de los apartamentos y comentaban animadamente la situación.

El corrillo más grande y escandaloso se encontraba a la altura del 5B.

La puerta estaba abierta, y los bomberos no paraban de entrar y salir.

– ¡Cillian, aquí!

Por supuesto, la señora Norman se hallaba entre los curiosos apostados en la primera fila. Llevaba a una de las perras en brazos.

– Aretha y Celine están en casa… no quería que se mojaran las patas y se resfriaran.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Cillian en cuanto llegó hasta ella.

Habían arrancado la puerta del marco, probablemente con una palanca, y habían dejado visibles desperfectos en la madera barnizada. El tubo de la manguera salía del apartamento.

– El lavavajillas -sentenció la señora Norman; sus ojos chispeaban ante la intrigante ruptura de su monotonía-. Una fuga, y no había nadie en casa. Cuando la señora Sheridan, del 5D, se dio cuenta, el agua ya salía por debajo de la puerta de entrada… Y así está la casa. Una ruina, Cillian, una ruina.

El portero se asomó al umbral. El parquet de roble macizo triple capa y la alfombra persa del salón estaban completamente sumergidos bajo varios centímetros de agua. Tres bomberos trasteaban en la cocina, mientras un cuarto vigilaba la ruidosa bomba a la que estaba enchufada la manguera que llegaba hasta la calle.

– Es que menuda imprudencia… -continuó la anciana-. Yo nunca salgo de casa cuando un trasto está en funcionamiento… porque después pasan estas cosas…

De pronto la perra de la señora Norman empezó a ladrar como una loca.

– ¡Qué te pasa, Barbara! -la regañó la dueña-. ¡Calla ya!

Pero la perra no paraba. Sus ladridos eran cada vez más agudos e histéricos. Removía las patas en el intento de librarse del abrazo de la dueña y lanzarse a por Cillian.

– Pero ¿qué te ocurre, chica? Me estás arañando… -La mujer ya no estaba molesta sino preocupada por la inexplicable reacción de su perra.

Cillian intuyó que el objetivo del can se hallaba en una de sus bolsas de plástico.

– Es que llevo un par de hamburguesas -se justificó.

– Pues qué raro, la carne no es precisamente lo que más le gusta.

La perra pasó del ladrido enloquecido al gruñir y al rechinar de dientes, agresiva.

– Pero ¿qué te ocurre, Barbie? Es sólo carne… Enséñasela, Cillian, por favor.

Los demás vecinos miraban curiosos a la escandalosa perra, a la señora Norman y al portero. Hasta los bomberos, desde el interior, hicieron una pausa para ver qué ocurría. Barbara parecía a punto de tener una ataque al corazón. Arañó con las patas la mano de la anciana, que luchaba por retenerla en sus brazos.

– Cillian, por favor, no se la va a comer. Sólo quiero que vea que es una hamburguesa.

– Tengo una idea mejor. -Cillian salió del apuro entrando en el piso y alejándose de la perra desequilibrada y la pesada de la dueña.

– Por favor -le detuvo el que parecía el jefe de los bomberos-. Ya os he dicho que os quedéis fuera.

– Soy el portero -protestó Cillian-. Tal vez pueda ayudarles en algo.

– Ah, el portero… Sí, sí, puedes ayudarnos… pero ojo que te vas a mojar los zapatos.

Cillian sacudió la cabeza, no le importaba. Se adentró en el apartamento siniestrado para alejarse del ruidoso perro y vivir de cerca la inundación. El jefe le acompañó hacia la cocina.

– Es que esos cotillas no paran de meter la nariz y entorpecer el trabajo de mis chicos.

– A la señora le va a dar un ataque cuando vea esto… -comentó Cillian, poniendo cara de circunstancias-. ¿Ya la han avisado?

– Sí, la llamó la vieja del perro. Hemos tenido que derribar la puerta porque no te encontramos y nadie sabía dónde guardas las llaves…

– Estaba en el médico.

El bombero, un hombre corpulento, de mediana edad, le guiñó el ojo y señaló las bolsas.

– Y de paso has ido de compras, ¿eh?

No contestó, estaba admirado por la catástrofe que le rodeaba. A todo eso había que añadir la bienaventurada coincidencia de que el lavavajillas se había roto durante su ausencia, lo que había provocado el destrozo no planeado de la puerta. No poseía información de primera mano al respecto, pero estaba seguro de que también ésa era una pieza costosa. Otra vez tuvo la sensación de que por fin las cosas le estaban saliendo bien.

El agua había llegado hasta todos los rincones de la casa. Había manchado las largas cortinas de Duralee del salón. A buen seguro se había infiltrado en las fisuras de las patas de madera de los muebles: la mesa de Despres, el piano austríaco… Cillian hizo un rápido inventario de los daños y una sonrisa interior le alegró el alma.

– ¿El agua ha llegado también al dormitorio?

– Ha llegado a todas partes.

Cillian añadió entonces a su inventario personal el famoso cabezal europeo y las cortinas, siempre de Duralee, de la habitación. Un éxito rotundo. Sólo le faltaba comprobar una cosa.

Los bomberos habían extraído el lavavajillas hasta el centro de la cocina. Cillian quiso cerciorarse de que su trabajo había sido impecable.

– ¿Una avería?

– No, la máquina va perfectamente. -comentó un bombero joven y alto-. Por lo que nos han dicho, hicieron obras aquí y… creo que los albañiles o la dueña enchufaron mal el tubo del desagüe.

Ninguna sospecha.

– Vaya putada.

– Vaya putada -repitió el bombero.

– Y encima el parquet estaba recién puesto.

– Ya, pero eso lo cubre el seguro.

Cillian, arqueó las cejas en una involuntaria mueca de decepción que pasó desapercibida al bombero.

– ¿En serio? ¿Incluso si ha sido fruto de una imprudencia? -preguntó Cillian, perplejo-. Nunca se debe dejar funcionando una máquina que trabaja con agua cuando no hay nadie en casa…

– No sé… -El bombero dudó-. La putada es que de todas formas tendrá que sufrir otra obra, con todo lo que conlleva… quitar los muebles, levantar el suelo, reponer el parquet, pintar de nuevo la pared… Una putada total.

«¡La pared también!», pensó Cillian, añadiendo, feliz, un desperfecto más a su listado mental, pero lo que salió de sus labios fue:

– ¡Qué pena!

– En fin -le cortó el bombero-, hemos tenido que desaguar por la escalera porque las ventanas del piso dan al patio interior. -Cillian asintió-. Sería conveniente que pusieras un cartel abajo indicando que los ascensores están fuera de servicio porque el agua ha llegado hasta allí y podría provocar un cortocircuito.

Cillian volvió a asentir pero no se movió. El bombero entonces reiteró su petición.

– Sería conveniente que lo hicieras ahora.

– ¿Ahora? -No le gustaba la idea. Faltaba la guinda final. Quería esperar el regreso de la propietaria del apartamento, ver su cara, vivir en primera persona su desesperación delante de ese desastre. Para eso hacía lo que hacía; no quería perderse su momento.

Bajó, molesto, por la escalera. Al mirar la manguera que transportaba el agua hacia fuera, se dio cuenta de que, si los ascensores estaban fuera de servicio, la vecina del 5B tendría que subir andando. No había manera de que se le escapara. El enfado se le pasó de inmediato.

En la garita, cogió un par de papeles del cajón y preparó diligentemente los carteles que le habían solicitado. Los pegó con celo al lado de los dos ascensores, bien visibles.

A continuación se quedó esperando la llegada de la mujer. Ensayó su posible aproximación. Desde un genérico y compungido «Lo siento mucho», hasta un teatral «Una catástrofe total», que la dejara sin respiración aun antes de subir por la escalera.

El que llegó de la calle fue el vecino cascarrabias del 10B.

– ¿Se puede saber dónde estabas?

Cillian resopló.

– No me encontraba bien, y fui al médico.

– ¿Al médico? ¡Pues qué oportuno! Curiosamente, nunca estás cuando se te necesita… y quién sabe cuántas veces te escaqueas sin que nos demos cuenta.

– Avisé al administrador con antelación.

– No parece que estés muy mal.

– Es que ya he tomado el medicamento que me han recetado.

Se miraron fijamente a los ojos. Una mirada que dejaba oficialmente claro que las hipocresías entre ellos se habían acabado. El vecino del 10B sabía que Cillian le estaba mintiendo y Cillian sabía que el vecino lo sabía y le transmitía que no le importaba.

– ¿Necesita ayuda para subir la escalera? -La expresión de Cillian no dejaba adivinar si en la pregunta había ofrecimiento o cachondeo-. Son diez plantas…

– Vas a durar dos telediarios aquí, ya lo verás -dijo, fanfarrón, el hombre, que esta vez no perdió los estribos, mientras enfilaba la escalera.

Y a las 19.16 por fin llegó ella. Llevaba un gorro gris y unos guantes a juego de Alexander Wang. Un abrigo de lana oscuro de Carolina Herrera. Las mismas botas largas de Yves Saint Laurent pero sobre unos leggins blancos. Cillian se fijó en que los botones del abrigo estaban cojos.

– Respire muy hondo, señora, porque lo va a necesitar… Arriba es un desastre total -dijo Cillian poniendo cara de total aflicción.

– Dios mío. -La mujer se llevó las manos a la cabeza.

– Venga, la acompaño. Tenemos que subir por la escalera; los ascensores están fuera de servicio por el agua… pero no se preocupe ahora por eso, imagino que su seguro cubrirá los daños a la comunidad.

La mujer le miró aturdida.

Subieron las escaleras a paso rápido, ella iba delante y Cillian la seguía a poca distancia sin parar de hablar.

– Bueno, lo importante es que los del seguro no se pongan pesados con que ha sido una imprudencia por su parte… En ese caso, no sé si se asumirían los costes totales…

Llegaron a la primera planta.

– Tal como están las cosas, con la crisis, se las inventan todas para no pagar. También porque no tienen fondos…

Segunda planta.

– Ahora, aparte de lo que ha pasado en su piso, hay que esperar que no se produzcan filtraciones al piso de abajo… Ya sabemos cómo son los vecinos de este edificio…

Tercera planta.

– Debería denunciar a los albañiles por haber enchufado mal el trasto… Aunque, por otro lado, no es muy sano meterse con esa gente… todos se conocen… y de todas formas tendrá que volver a hacer obras.

Cuarta planta.

– El cabezal de su dormitorio… ¿le costó muy caro?

La mujer se detuvo de improviso. Se giró hacia Cillian con los ojos desorbitados, suplicándole con la mirada que parara con esa tortura.

– ¿El cabezal? -preguntó con un hilo de voz. Se cubrió el rostro con las dos manos-. Dios mío.

Cillian le puso una mano en el hombro.

– Vamos, señora, son cosas que pasan. Afortunadamente no ha ocurrido ninguna tragedia. Sólo son trastos…, bonitos pero trastos. Nadie ha resultado herido.

Con eso Cillian pretendía decirle que era una tonta por llorar por su casa: la vida era mucho más que muebles y alfombras. No estuvo seguro de que su mensaje fuera interpretado correctamente. La vecina del 5B permaneció aún unos segundos con el rostro oculto detrás de sus manos. Después se recuperó. Se secó las lágrimas con un pañuelo de Ralph Lauren.

– ¿Hay gente en el pasillo?

– Todos los vecinos del edificio, me temo… -respondió Cillian-. Ya sabe que aquí el cotilleo es el deporte nacional.

Ante la admiración del portero, la mujer del 5B sacó su neceser del bolso y se retocó el maquillaje. En un abrir y cerrar de ojos consiguió recuperar su encanto y dignidad.

– ¿Qué tal?

– Impresionante -confesó Cillian, sincero-. Pero… si me lo permite… -Le señaló el abrigo.

La mujer se lo abrochó entonces correctamente y le dedicó una tibia sonrisa. Su rostro reflejaba el dolor que estaba viviendo, pero de una forma ahora extremadamente digna, incluso plástica. Como último detalle, sacó del bolso las maxigafas oscuras de Chanel y ocultó tras ellas sus enrojecidos ojos.

Llegaron a la quinta planta. Al verla, todos los corrillos callaron al unísono. La mujer avanzó entre la gente, aguantando las miradas. Cillian, detrás de ella, intentaba imaginar qué pasaba por la cabeza de la vecina del 5B, que, por primera vez desde que él trabajaba allí, era motivo de pena en lugar de envidia, admiración o excitación.

A pocos metros de la meta, la adelantó para poder vivir en directo su expresión. Y no le defraudó. No fue una reacción escandalosa, ni rabiosa ni histriónica. Fue un dolor íntimo, vivido hacia dentro. Pero puro e intenso dolor.

La mujer desapareció en el interior de su piso. Los tacones de sus botas, con la Y colgando de un lateral, crearon agujeros en la alfombra mojada mientras el jefe de bomberos se le acercaba para explicarle la situación.

Cillian permaneció en el umbral. Era suficiente. Más que suficiente. Se quedó con los vecinos para comentar los posibles daños que el descuido de la mujer del 5B podía haber creado en los espacios comunes. Se inventó que en un trabajo anterior, en Brooklyn, había pasado algo parecido y que al final los vecinos tuvieron que cargar con los costes de los desperfectos porque quien los provocó los consiguió birlar junto con el seguro. Abandonó la quinta planta acompañado por el bullicio de los propietarios, que comentaban, preocupados, sus palabras.

El apartamento del 5B quedó completamente desaguado a las 20.30. Los bomberos se retiraron tan rápido como habían llegado, y un técnico de la compañía de ascensores se acercó a comprobar que no hubiera riesgo de cortocircuitos.

– Tardaré alrededor de una hora -le comentó al portero antes de bajar por uno de los dos huecos.

Ese imprevisto podía provocar un cambio importante en los planes a corto plazo de Cillian. En media hora, Clara podría volver a casa en cualquier momento. Y ese hombre pequeñito, que estaba trasteando allí abajo, le decía de que la cosa iba para largo.

– ¿Es necesario que me quede con usted?

– ¡Hombre! -gritó el técnico desde abajo-. Sería conveniente. Voy a necesitar ayuda.

Así pues, se quedó. Atendía al instante cualquier petición del hombrecito, y le presionaba dentro de lo posible para que agilizara la tarea.

– Mejor comprobar todo con calma -advertía el hombre-. Vale más prevenir que curar. Si se quema algo, después el daño será mucho mayor.

– Ya, pero ha sido poca agua. Desde mi ignorancia en la materia, no creo que dos gotas puedan fastidiar el mecanismo de un ascensor… digo yo -protestó Cillian.

– Usted lo ha dicho: desde su ignorancia. La gente se sube a un ascensor sin tener ni idea de lo delicados y complejos que son estos bichos.

Cillian resopló. El hombre llevaba veinte minutos allí y aún estaba en el primer hueco.

– ¿Sería tan amable de traerme un vaso de agua?

– Si acaba pronto, le invito a una cerveza.

– Ya me gustaría. Pero aún me queda un servicio. Es lo que tiene vivir en una ciudad con edificios tan altos… -rió el hombrecito-, nunca me falta trabajo porque los ascensores son tan necesarios como el aire. Además, como la gente se apoltrona cada vez más y no hace deporte, el simple parón de un ascensor puede inmovilizar a una comunidad entera de ve…

Le dejó hablar solo mientras iba a su estudio a por un refresco. Aprovechó entonces para preparar la mochila. Introdujo diligentemente ropa limpia, las cajas con los bichos, el bote del desatascador que ya había utilizado con el reloj de Clara, las ortigas, su cena y el frasco con el cloroformo reforzado. De tener oportunidad, estaría preparado para aprovecharla.

A las 21.10 el técnico bajó al segundo hueco.

– Esto va a ser más rápido.

Cillian no entendió por qué el control de un ascensor requería menos tiempo que el control del otro, pues se trataba de aparatos idénticos, pero no le importó. Ojalá acabara a tiempo para que pudiera colocarse en el piso de Clara.

– Mire, por ejemplo, los niños de hoy. Cuando usted y yo éramos críos, pasábamos los días con un bate de béisbol en la mano o lanzando la pelota a una canasta. Pero los de ahora no, qué va. -Hablaba como una cotorra y no necesitaba que Cillian le contestara. Era un monólogo incesante-. Que si la PlayStation, que si la Wii, que si el Xbox… Y la comida también tiene parte de culpa. Aquí, en la costa Este, siempre nos hemos defendido de la obesidad mórbida que hay en otros estados del país… pero, escúcheme, las cosas están cambiando, y para mal…

A las 21.30 las últimas esperanzas de Cillian murieron: mientras, agachado, pasaba una llave inglesa al técnico, la puerta de cristal se abrió, el aire gélido del invierno enfrió la nuca acalorada del portero, y Clara entró en el vestíbulo. Un día casi perfecto acababa de manera imperfecta. Esa noche dormiría solo. Precisamente esa noche, con todas las sorpresas e iniciativas que tenía preparadas en su mochila.

Intentó ocultar su decepción.

– Está de suerte -comentó cuando la pelirroja llegó a su altura-. Uno de los ascensores ya funciona.

– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

Cillian la puso al día, enfatizando el riesgo de que los costes de los desperfectos pudieran recaer sobre la comunidad de vecinos.

– Al menos eso es lo que han comentado los propietarios.

Pero Clara, acorde a su naturaleza bondadosa, no vio las cosas tan negativas.

– Seguro que no tendremos problemas, ya lo verás. La del 5B es aquella señora tan guapa y elegante, ¿verdad?

– Sí, esa esnob.

– No la conozco, pero parece buena gente. Ya verás como hará lo posible por arreglar de buenas maneras lo que ha pasado. -Hasta se preocupó por ella-: Lo tiene que estar pasando muy mal.

«Eso espero», pensó Cillian mientras intentaba averiguar su estado de ánimo. Si la carta de Aurelia había provocado tristeza en ella, lo estaba ocultando bien. Pero tampoco había pruebas fehacientes de que, detrás de su sonrisa exterior, Clara se sintiera realmente feliz.

– ¿Se encuentra bien?

A Clara le sorprendió la pregunta.

– Sí. ¿Por qué?

– No sé, parece más seria.

– Eso es porque no estás acostumbrado a verme por la tarde -contestó Clara, serena-. El cansancio puede conmigo.

Cillian, en realidad, estaba más que acostumbrado a verla por la tarde. A verla por la noche, a verla de madrugada, a verla a cualquier hora del día. Pero no podía contestarle eso y no replicó.

Clara le ofreció una de sus infinitas sonrisas y desapareció en el interior del ascensor. Cillian la saludó con la mano. Se quedó con la duda en cuanto a su estado de ánimo. Por lo que había visto, Clara no entraba en ninguno de los tipos de tristeza que tenía catalogados. Pero tampoco rebosaba felicidad como tantas otras veces.

– Tampoco aquí veo ningún problema serio -gritó el técnico-. Ya podemos poner en funcionamiento también éste.

– ¿Está seguro? -preguntó Cillian. Ahora que Clara había regresado a casa, no tenía prisa. Perdido el objetivo primario, quedaban los secundarios. Pensó que si los dos ascensores se ponían en marcha inmediatamente, la percepción de los efectos dañinos de la inundación del 5B no tendría un gran impacto en la comunidad de vecinos-. ¿Seguro que no hay ningún riesgo? Si yo fuera usted, no asumiría tan importante responsabilidad… ¿No sería oportuno esperar hasta mañana?

El técnico lo tenía claro.

– Pero yo no soy usted. No hay agua abajo. Los cables están bien. Todo está perfecto.

– ¿Seguro?

A las 21.50, con gran pesar de Cillian, los dos ascensores funcionaban regularmente, y el técnico, tras hacerle firmar un recibo, se despidió, listo para ir a solucionar otra emergencia al otro lado del parque.

– Es lo bonito de trabajar en una ciudad con edificios altos. -sonrío-. Los ascensores son…

– Ya me lo ha dicho -le cortó Cillian.

Cillian se quedó solo. Nunca había visto el vestíbulo tan sucio. Decidió, no por escrúpulos del deber sino por distraerse, adelantar las faenas del día siguiente, y, fregona y cubo en mano, borró los rastros de los bomberos y del agua. En el vestíbulo, en la escalera y en el rellano de la quinta planta. Descubrió que habían recolocado la puerta del 5B. Se pasó la mano por la ropa y por el pelo y llamó al timbre con la intención de consolar a su manera a la inquilina. Le preguntaría si estaba bien, si podía hacer algo, si los daños eran en efecto tan graves. Pero, evidentemente, la mujer, incapaz de pasar la noche en ese lugar, se había marchado.

De existir el destino, estaba escrito que Cillian pasaría esa noche en soledad.


A las 23.30 Cillian estaba en su estudio, sin demasiada hambre y atónito ante la pantalla del ordenador: tampoco por la tarde Clara había contestado al mensaje de dolor de Aurelia. Y lo que más le sorprendía era que Clara había entrado en su perfil y contestado a mensajes muy triviales, incluso había colgado un vídeo de una fiesta en la que se la veía muy divertida. No lo entendía. ¿Cómo era posible que hiciera oídos sordos a una confesión tan desgarradora?

No comió nada, pero no desperdició su cena. Quiso asegurarse de que por lo menos los tres ratones, que habían pasado toda la tarde en una caja pequeña, no la palmaran durante la noche. Los recolocó en una caja más grande, con un poco de agua y la mitad de su cena, a base de queso y jamón. Al contrario de lo que esperaba, vio que los roedores olisqueaban nerviosos el trozo de emmental y acto seguido lo abandonaban en el centro de la caja, intacto, y se abalanzaban sobre la carne de cerdo. Empezó el más grande y los dos más pequeños lo siguieron. Primero hincaron los dientes a lo largo del borde de la loncha, y sólo cuando el perímetro estaba totalmente mordisqueado, avanzaron hacia al centro.

La otra mitad de la cena fue para los insectos. Seguramente las cucarachas no serían tan exquisitas. Dentro de esa cajita había cincuenta unidades (al menos por esa cantidad había pagado dos dólares y sesenta céntimos). Abrió un poquito la tapa, lo suficiente para que uno de los bichos saltara fuera y correteara velocísimo por todo el estudio. Intentó perseguirlo y atraparlo vivo, pero el animal era increíblemente escurridizo. Después de muchos intentos, no le quedó más remedio que sacrificarlo. Un pisotón, con el zapato, en medio del salón. Ahora para el 8A sólo contaba con cuarenta y nueve soldaditos, pero, si eran tan rápidos como el bicho fallecido, se daba por satisfecho. Con un movimiento resuelto, abrió la cajita, tiró al interior el queso y el jamón, y volvió a cerrar; no dio opción de fuga a ningún otro preso. Los soldaditos tenían su cena.

Aprovechó, curioso, para controlar el contenido de las cajitas de las moscas. Abrió la primera lo suficiente para dejar a la vista sólo un sutil hilo de luz. No era necesario. Allí no había movimiento. Sólo un albaricoque deshuesado cuyo interior era una masa gelatinosa blanca. Las larvas.

Colocó las dos cajitas de las moscas de la fruta cerca de los tubos de la calefacción, el lugar más calido de la habitación, tal como le había sugerido el encargado pesado de la tienda.

El temor de pasar una noche insomne resultó infundado. Miró su reloj de pulsera a las 23.56 y fue la última vez que tuvo conciencia de la hora. Entró en un sueño profundo sin darse cuenta. Su cuerpo lo necesitaba.

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