13

En su estudio, se dio una ducha rápida para despejarse. La sensación del chorro de agua caliente sobre su piel le transportaba a ese momento de subidón, al inicio de cada día, que seguía a la superación de la ruleta rusa en la azotea. Un tibio intento de engañar -por una vez invirtiendo los papeles- a su subconsciente recreando una situación sensorial positiva.

Tenía tiempo de sobra, pero se secó deprisa, impaciente. Aún con la toalla alrededor de su cuerpo, preparó la bolsa de deporte.

Como en el carrito de la compra del supermercado, fue de los objetos más pesados a los más ligeros. De la caja de herramientas cogió un martillo, dos gruesas tenazas y una pequeña sierra para madera. Del cajón de la cocina, un estilete de carnicero que estaba en el estudio antes de que él entrase a vivir; posiblemente era propiedad de su predecesor. Del armario donde guardaba los productos de limpieza, el bote de ácido desatascador que ya había utilizado con eficacia un par de veces. De nuevo de la caja de herramientas, un rollo de cinta americana, una cuerda y una cajita con clavos. De la última remesa de la farmacia, tres jeringuillas de cristal, sin usar. Del costurero, unas tijeras y -esto se le ocurrió en el momento de coger las tijeras- una cajita de plástico con doce alfileres y agujas de distintos tamaños. Y, por último, su libreta negra y un bolígrafo.

Repasó la lista de las cosas que iba a necesitar esa noche y que había apuntado en su libreta negra, junto con las ideas de cómo iba a utilizarlas. No había olvidado nada. Cerró la bolsa y miró el reloj. Las 18.40. Faltaba más de una hora para el regreso de Clara, pero quería que le sobrara tiempo, para evitar sorpresas.

Se pasó con generosidad el desodorante por todo el cuerpo y se vistió. Optó por ropa cómoda, que le permitiera la mayor libertad de movimientos posible. Eligió un chándal que no había utilizado nunca. Uno de los tantos regalos malogrados de su madre. Los colores, rojo y amarillo, eran llamativos, exageradamente llamativos. No es que a Cillian le importara demasiado su aspecto, pero pensaba que para todo había un límite: nunca se habría puesto algo así para salir a la calle.

Sin embargo, en ese momento la esencia era más importante que la estética, y ese atuendo cumplía con la necesidad. Además, acabar su vida vestido con ese regalo haría el dolor de su madre un poco más intenso.

Antes de salir, dejó el estudio perfectamente ordenado. Eso era lo que le habían enseñado de pequeño, que cuando uno se iba de casa por mucho tiempo, debía dejarlo todo muy bien recogido. Y esa filosofía le había acompañando desde entonces. Cerró la llave del gas y la del agua. Toda su ropa estaba guardada en una maleta grande. Finalmente cerró la puerta con doble vuelta de llave.

En el vestíbulo, pasó por la garita para comprobar que todo estaba en orden también allí. En el cajón de la mesa sólo había la cajita donde guardaba los objetos «perdidos». Debido a la limpieza que había hecho recientemente, dentro no había más que un par de cartas para el señor Samuelson.

Se llevó las cartas; todo debía quedar impoluto. Su reemplazante lo tendría la mar de fácil para instalarse en el estudio y tomar posesión de la garita.

Llegó a la octava planta a las 18.55. Las herramientas metálicas chocaron con fragor contra el falso mármol cuando Cillian dejó la bolsa en el suelo para abrir la puerta del apartamento. Y cinco segundos después no se sorprendió al oír otra puerta que se abría a su espalda. Ursula le miraba intrigada.

– ¿Has ido al gimnasio?

– ¿Cómo lo has sabido?

– Bonito chándal… sobre todo discreto.

– ¿Algo más?

– Hoy es domingo. No trabajas. ¿Qué haces aquí?

Cillian no le hizo caso. Metió la llave en la cerradura y abrió.

– Oye, te estoy hablando. ¿Estás sordo?

Cillian se giró hacia ella, rabioso.

– ¡Cállate y desaparece de mi vista, niña de los cojones! ¿No tienes nada mejor que hacer que estar todo el día pendiente de lo que hago?

A Ursula le sorprendió el inesperado tono agresivo del portero. Pero volvió a la carga al instante.

– ¿Se puede saber qué haces en el piso de Clara a estas horas?

Estuvo a punto de contestar, pero una sombra que apareció detrás de Ursula le detuvo. El padre de la niña se asomó a la puerta.

– ¿Qué ocurre aquí? -El hombre miró interrogante a su hija y luego al portero.

– Le decía a Ursula que tengo que acabar la fumigación del 8A… Pero la plaga está controlada, no se preocupe. -El hombre seguía mirándole, no parecía satisfecho por la respuesta. Cillian intentó desviar su atención-: Ustedes no han tenido problemas, ¿verdad?

– No, nosotros no. Pero ¿por qué estaba gritando a mi hija? -preguntó el padre, suspicaz.

Cillian puso cara de extrañeza, como si allí no hubiera gritado nadie. Siguió un silencio incómodo. El hombre le miraba. Cillian intentaba sostenerle la mirada sin parecer maleducado.

– Le he pedido que me deje ver cómo fumiga a los insectos, pero él no quiere. -Ursula, en su extraño juego con Cillian, le había echado un oportuno cable-. Dice que es peligroso. Me he puesto un poco pesada y… me ha regañado.

El portero aprovechó la coartada.

– Ya te lo he dicho: es por el veneno, cariño, no por otra cosa. De hecho, yo tengo que llevar una mascarilla.

Silencio de nuevo. Esta vez Cillian y Ursula quedaron a la espera de la reacción del padre, de si su historia había colado. El hombre seguía callado, pero la expresión de suspicacia estaba evolucionando a un semblante de confusión. La respuesta tenía sentido, pero ahí había algo que no encajaba.

Cillian rompió el momento.

– No duden en llamarme si ven algún insecto, por pequeño que sea… Mejor prevenir que curar.

– Descuida -dijo Ursula al tiempo que se metía en su apartamento-, sabemos dónde encontrarte.

La niña desapareció dentro de la casa. El padre, desconcertado aún por esa conversación, seguía mirando al portero. Cillian lo saludó con un movimiento de la cabeza y se metió en el piso de Clara; dejó al hombre solo, con sus dudas.

El portero se quedó apoyado en la puerta hasta que oyó que al otro lado la del 8B se cerraba. Pegó el ojo a la mirilla. El pasillo volvía a estar desierto.

– Espero que esa niña no lo joda todo -se susurró a sí mismo para exorcizar su último temor: la posibilidad de que Ursula se quedara pegada a la mirilla y que, al no verle salir, interceptara a Clara a su llegada. Pero, tras analizar los hechos, pensó que el juego de Ursula iba con él y sólo con él. Esa niña de los cojones no avisaría a Clara porque de ese modo perdería la posibilidad de chantajearle a él más tarde. Se tranquilizó. Su peor enemigo le tenía demasiada manía para delatarle.

El piso estaba en perfecto estado. Limpio, ordenado, aséptico. «Te vas a llevar a una grata sorpresa cuando lo veas.»

Cillian fue directo al dormitorio; esta vez no se quitó los zapatos. Se puso manos a la obra sin rodeos. Sacó la cuerda y las tijeras de costura. Se tumbó en la cama, boca arriba, y abrió los brazos y las piernas para medir los trozos de cuerda que necesitaría para atar los pies y las manos de Clara a las patas de la cama. La chica era unos diez centímetros más baja que él, pero prefirió pecar de largo.

Cortó los cuatro trozos y guardó la cuerda sobrante en la bolsa de deporte. Preparó un nudo corredizo en los extremos de cada tramo de cuerda para facilitar la tarea más adelante, cuando la situación no sería tan tranquila.

Comprobó el nudo con su pie izquierdo. Un extremo de la cuerda en la pata y el otro extremo alrededor de su tobillo. Forcejeó: la cuerda y la pata de la cama aguantarían sin problemas cualquier intento de Clara de liberarse.

Consideró la opción de atarla boca abajo, pero finalmente volvió a su plan original. Quería verle la cara. Quería ver cómo esa sonrisa se borraba para siempre de su rostro.

Cogió la cinta adhesiva y midió la cantidad que necesitaría para taparle la boca de oreja a oreja. En un lado de la cinta, hizo un corte de un centímetro para que fuera fácil arrancar el trozo entero en el momento oportuno.

Faltaban las herramientas. Las sacó una a una de la bolsa y las puso, ordenadamente, debajo de la cama. Desde la más pesada, el martillo, hasta la más ligera, las agujas.

No tenía un plan definido. Sabía para qué servía cada objeto y había apuntado ideas sueltas en su libreta. Una vez Clara estuviera inmovilizada en la cama, improvisaría la tortura.

El frenesí de la situación le empujó a hacer algo inmediatamente. Cogió un alfiler de la cajita y se subió la manga del chándal. Había leído que uno de los puntos más sensibles de la piel era la parte inferior del brazo, a la altura de las axilas. Y quiso comprobarlo. Se clavó el alfiler, con fuerza. La punta penetró su carne, un par de milímetros. Suficiente para que entendiera por qué solían darse pellizcos en ese lugar para reanimar a alguien que se hubiera desmayado.

Al sacar el alfiler, notó que su mano temblaba ligeramente. La causa no era el dolor, sino la idea de repetir esa acción sobre Clara. A nivel conceptual y práctico, aborrecía la violencia. La simple idea de dar un puñetazo a alguien le ponía sumamente nervioso, inseguro, y su organismo reaccionaba en consecuencia. Se le cerraba el estómago, las extremidades le temblaban, y las glándulas del sudor segregaban sin contención.

El gran problema no sería encontrar la fuerza para inmovilizar a Clara, sino superar la repulsión que la tortura le provocaba. Tenía treinta años y nunca, ni siquiera de niño, había pegado a nadie.

El último uso que había dado al ordenador de Alessandro había consistido en buscar información sobre métodos de tortura y suplicios. Y más de una vez había tenido que detener la lectura, horrorizado.

Había escogido los utensilios a partir de la información conseguida.

Extrajo el alfiler clavado en su piel, limpió la sangre de la punta y volvió a guardarlo en la cajita. Imaginó ese dolor repetido doce veces -el número de agujas y alfileres que había en la cajita- y pensó que sería más que suficiente. Casi seguro que no recurriría a los clavos, por doloroso y tremendo que fuese su efecto de contracción sobre los músculos, como le había ocurrido a Jesucristo en la cruz. Había leído que cuando le clavaron el hierro en la muñeca -en la muñeca, no en la mano- el brazo se le contrajo más de tres centímetros, tal como se podía comprobar en las marcas de la Sábana Santa, guardada en la catedral de Turín. Tanto daba si el lienzo era el original o no.

En su libreta negra había guardado un artículo interesantísimo sobre el llamado lienzo sagrado. El articulista estaba seguro de que se trataba de una imitación del siglo XII, pero eso no le llevaba a cuestionar su valor como objeto de culto. Un culto particular, poco divino y macabramente muy científico. El articulista defendía la curiosa tesis de que el imitador medieval, para recrear a la perfección las heridas de Cristo, había torturado y matado a una persona de la misma forma que habían matado y torturado a Jesús. Así, al pobre desgraciado de la Edad Media, le habrían crucificado clavándole dos estacas de hierro en las muñecas y una en los empeines sobrepuestos; le habrían plantado una corona de espinas, clavado una lanza en el costado, y hasta presionado contra la cara una esponja empapada en vinagre.

En fin, ese artículo era sólo el primero de una larga lista de ideas de pequeñas acciones para reproducir con Clara.

Sobre el papel, la función de la sierra era definida y simple. La idea era practicar incisiones perpendiculares al fémur, en los muslos, de unos tres o cuatros centímetros de profundidad. Entre seis y diez incisiones en cada extremidad. La imagen sacada de una web asiática le impresionaba a pesar de que la había visto decenas de veces. Y si Clara no se desmayaba por el dolor, realizaría lo mismo en los brazos. Aunque, según lo que había leído en la web, el dolor era tan intenso que seguramente Clara perdería el conocimiento antes de que hubiera practicado media docena de cortes.

El estilete de carnicero tenía la función de comodín. La mera imagen de ese palo puntiagudo le ponía la piel de gallina. Y esperaba que a Clara le ocurriera lo mismo.

De todos los utensilios que había cogido, lo que más le horrorizaba y asustaba era las tenazas. La idea de aferrar un trozo de carne de la chica -un pezón, por ejemplo- y girarlo… le dejaba sin respiración. Recurriría a esos instrumentos sólo en el caso de que Clara hubiera soportado todo lo demás o la situación requiriera una acción rápida y drástica. Y deseó, más por sí mismo que por ella, que ese momento no llegara.

A partir de sus conocimientos paramédicos, había llegado casualmente a la decisión de dar un nuevo uso al desatascador que aún llenaba la mitad del bote. Recordaba lo dolorosas que eran las vacunas contra el tétanos, y cuando trabajaba de enfermero había aprendido que las inyecciones intramusculares eran más dolorosas cuanto más densa era la solución inyectada y menor la masa muscular. Así, la misma jeringuilla provocaba un dolor distinto si entraba, por ejemplo, en un glúteo, en un bíceps, en la barriga o en el cóccix. Había echado un vistazo a las sustancias que tenía en casa en busca de una mezcla espesa. Y sus ojos se habían posado en ese bote con la calavera negra sobre un fondo naranja que indicaba extremo peligro. De ahí la idea había evolucionado hasta la decisión de inyectar no sólo una sustancia densa sino también corrosiva. En la red no había encontrado ninguna información sobre los efectos de un desatascador inyectado por vía intramuscular, pero no le importaba ser pionero en ese experimento. Estaba seguro de que la reacción estaría a la altura de las expectativas. Le destrozaría los músculos y los huesos; abriría un agujero en su interior. Las tres jeringuillas estaban ya listas, cargadas con su solución de color verde oscuro.

El martillo, con una parte chata para clavar y la otra biforme para extraer los clavos, tenía la función de poner fin a todo. Un golpe seco en la sien y todo habría acabado. La herramienta más pesada, al fin y al cabo, resultaría la más bondadosa.

Miró el reloj. Pasaban unos minutos de las siete de la tarde. Según había anunciado Clara, faltaba menos de una hora para su llegada.

Se tumbó debajo de la cama, junto a los artilugios, y cerró los ojos. Esperó.

No aguantó más de cinco minutos. La impaciencia y los nervios pudieron con él. Tuvo que salir de su escondite y pasear por el dormitorio para descargar la tensión. Tenía el cuerpo cubierto de sudor. Le temblaban las manos. Notaba la boca completamente seca.

«Aguanta, Cillian. ¡No te vengas abajo ahora!»

No se recriminó esa actitud. Asumió que era una reacción normal, fruto del extraordinario momento que estaba viviendo. Lo preocupante habría sido que su subconsciente afrontara con serenidad y control esa situación. Su organismo era consciente del momento trascendental de su existencia.

«Lo estás haciendo bien, Cillian -se dijo-. Todo va bien.»

Para aguantar la presión, necesitaba tener ocupada la mente. Necesitaba distraerse. Y decidió ensayar los movimientos de la ofensiva.

Su estrategia original preveía esperar a Clara escondido debajo de la cama, como siempre, aguardar a que se durmiera y entonces atacarle, pero no con el cloroformo -esta vez necesitaba tenerla bien despierta-, sino con la cinta adhesiva, con la que le taparía la boca. El resto sería puro forcejeo hasta tenerla atada a la cama.

Ése era el plan más seguro, pero había un problema: implicaba esperar no sólo hasta que Clara llegara a casa, sino mientras la chica cenaba, miraba la tele, se iba a la cama y, finalmente, se dormía. Eso con todos los nervios que Cillian habría acumulado durante ese tiempo.

Ensayó entonces otras alternativas. Opciones de agresión por sorpresa en el momento de la llegada.

El salón no ofrecía escondites convincentes. Esperarla detrás de la puerta principal era arriesgado: si Clara abría con fuerza le aplastaría contra la pared y entorpecería su asalto. Además, la cercanía con el pasillo exterior era desaconsejable; tal vez a la chica le daba tiempo a gritar… o quizá un ojo indiscreto pegado a la mirilla del 8B entreveía algo…

No necesitó largas elucubraciones para descartar la hipótesis de esconderse agachado detrás del sofá o en la cocina americana. Clara lo vería desde lejos nada más entrar en el apartamento.

Barajó la opción de las cortinas. Probablemente estaba muy visto, pero cabía la posibilidad de que Clara, al entrar, se quedara tan sorprendida por el perfecto estado del piso que se acercara a examinar las cortinas, limpias como nunca. Y entonces el portero la sorprendería desde cortísima distancia.

Ensayó la acción. Y detectó el inconveniente. Las cortinas eran oscuras y, a pesar de que con la luz encendida algo se entreveía a través de la tela, no le pareció oportuno perder el control de lo que estaba pasando en el salón. Si se escondía detrás de las cortinas, no vería la silueta de Clara, ni sabría dónde se hallaba, hasta que estuviera a un metro de él.

Trasladó entonces el área de ensayos generales al pasillo.

Una opción era esconderse en el baño, esperar a que Clara pasara por el pasillo y, entonces, atacarla por la espalda. Pero si Clara iba directamente al servicio, se encontrarían cara a cara. Y ese escenario comportaba demasiadas variables, imposibles de prever y controlar a priori.

Otra alternativa era esconderse en el cuarto de invitados y, de nuevo, esperar a que Clara pasara por el pasillo, directa a su dormitorio, y sorprenderla por detrás. Por lo que Cillian había comprobado en las noches transcurridas con ella, casi nunca entraba en ese cuarto. Pero ese día era especial. Era muy probable que Clara inspeccionara todo el piso, todo, para ver el resultado después de la fumigación. De nuevo se arriesgaba a encontrársela cara a cara.

Regresó al dormitorio. Inspeccionó ese lugar que conocía a la perfección. El armario, vacío, tenía una amplitud acogedora. Seguramente la chica lo abriría antes de acostarse para comprobar el estado posfumigación. Se la encontraría de frente, pero él tendría ventaja.

De todas las opciones consideradas, ésa era la que más le agradaba. La única pega era que, allí dentro, no se enteraría de nada de lo que pasaba en el piso desde el regreso de Clara hasta que por fin abriera el armario.

Aun así, quiso darle una oportunidad. Se metió dentro del armario y cerró las puertas. Ensayó un ataque. Se abalanzó sobre una Clara imaginaria, empujándola hacia atrás, hacia la cama, sin darle tiempo a reaccionar y tumbándola finalmente donde quería. Fue perfecto.

Escenificó el ficticio ataque un par de veces más y el resultado fue satisfactorio las dos veces. Si Clara abría ese armario -y estaba seguro de que lo haría-, no tendría manera de escapar.

A continuación se dedicó a experimentar el forcejeo sobre el lecho. La bloquearía con una mano y con el cuerpo mientras con la otra procedía a atarla a las patas de la cama. La prioridad era taparle la boca con la cinta. Una vez eliminada cualquier posibilidad de pedir ayuda, el juego estaría decidido y todo podría hacerse con el tiempo necesario.

De pronto se vio reflejado en el espejo y su imagen, estirado en la cama luchando con el aire, le pareció más patética que nunca. Y encima vestido con ese chándal de payaso. Se avergonzó de sí mismo.

Alisó la colcha y meditó la estrategia.

Su mano rota y aún dolorida y el rechazo que a priori le producía la violencia le llevaron a la conclusión de que una forma menos primitiva de inmovilizarla sería amenazarla simplemente con el estilete de carnicero.

– ¡Eso es!

De esa manera, bastaría con enseñarle el metal puntiagudo para cerrarle la boca y obligarla -sin necesidad de recurrir a la fuerza- a tumbarse en la cama y a dejarse atar. Esta idea le gustaba mucho más. Y, de poder escoger, la tortura se limitaría a las tres inyecciones de ácido, cuya puesta en escena era, cuando menos, pulcra y casi aséptica, salvo por los agujeritos que se producían en la piel al perforar con la aguja.

– ¡Eso es! -volvió a decirse, animado y sorprendido de que no se le hubiera ocurrido antes.

Miró el reloj. Las 19.40.

Faltaban pocos minutos. En breve, Clara entraría en el piso.

Debía tomar una decisión. Y escogió el armario, pero dejó una de las dos puertas ligeramente abierta para tener un pequeño pero valioso ángulo de visión de todo el dormitorio.

Los minutos pasaron despacio. Más despacio que en el cuarto de Alessandro durante las sesiones de rehabilitación. Más despacio que en las aburridas conversaciones matutinas con la señora Norman. Más despacio que nunca.

Contó los segundos en su cabeza. Un segundo tras otro; un minuto tras otro. Hasta que dieron las ocho.

Había entrado en el tiempo de riesgo. A partir de ahí, en cualquier momento oiría el sonido de las llaves de Clara adentrándose en la cerradura.

Pero siguió contando y llegaron las 20.03. Las 20.05. Contó los segundos de trescientos a cero, hasta las 20.10. Y nada. Seguía siendo el único inquilino del apartamento 8A.

El armario se convirtió en un espacio agobiante, caluroso, angustiante, insufrible. Empujó una puerta, se lanzó fuera e introdujo una bocanada de aire en sus pulmones. Recordó que debajo de la cama corría más aire.

Se secó la frente empapada de sudor y la notó muy caliente. Clara guardaba un termómetro en el cajón de su mesilla de noche. Sin dejar de prestar atención a cualquier sonido proveniente del salón, introdujo el objeto de cristal debajo de su axila.

Empezó a pasear por el cuarto y, de nuevo, a contar los segundos. Al minuto, comprobó el nivel del mercurio. La línea roja superaba los 38 grados. Tenía fiebre, seguramente provocada por la tensión.

No se preocupó por volver a dejar el termómetro en su sitio. Ya no procedía. Se lo guardó en el bolsillo; pretendía tomarse otra vez la temperatura al cabo de un rato.

En la que debía ser su gran noche, tenía el metatarso roto y fiebre. De pronto, los síntomas colaterales se hicieron manifiestos. Se sentía débil. Los ojos le picaban. La cabeza no le dolía pero la notaba pesada.

– ¡Ven ya, joder!

Se sorprendió a sí mismo soltando un taco. El segundo de la noche después del «niña de los cojones» dirigido a Ursula. Ése no era él. Necesitaba que esa extenuante espera cesara de inmediato. Pero Clara seguía sin regresar.

Cillian se conocía bien. Y se temía. No tardaría en empezar a verlo todo negativo. En desesperarse. En desencadenar un ataque a destiempo de angustia que difícilmente sabría contener.

– ¡¿Dónde coño estás?!

Entonces se le ocurrió que por lo menos podría intentar aclarar esa duda. Cogió el móvil y empezó a escribir un mensaje de texto: «Buenas noches, señorita King. ¿Ya ha regresado? Espero que el piso esté de su agrado. Cillian». Lo envió, sin releerlo, frenético.

Paseó por el dormitorio, por el pasillo, con el móvil en mano, esperando una respuesta. Nada. Las 20.30 y Clara seguía sin regresar a casa y sin contestar a su mensaje.

Volvió a leer lo que había escrito.

– ¡Qué idiota!

Se había equivocado. Primero por haberle mandado un SMS en lugar de llamarla. Y segundo por lo que había escrito. Seguro que Clara no contestaría hasta ver el piso. No tenía mucho sentido que lo hiciera antes.

Las 20.35. Volvió a tomarse la temperatura. Mientras tanto, decidió llamar. Parecería un pesado, pero no era el momento de tener ese tipo de escrúpulos.

Con el termómetro debajo de la axila, paseando sin rumbo por el cuarto de invitados, la llamó. Un tono, dos, tres… al sexto saltó el contestador: «Hola, di blablablá después del bip y te llamaré».

Sonó el pitido. Pero Cillian permaneció callado. Colgó. En su vagabundear se encontró sentado en el borde la bañera.

Las 20.37.

Necesitaba refrescarse la cara. Si Clara hubiese entrado en la casa en ese momento, habría oído el sonido del grifo abierto. Pero se arriesgó. Se frotó el rostro con agua fría. Y después metió la cabeza debajo del chorro de agua. Se acordó entonces de que el termómetro seguía debajo de su axila. 38,3. El agua fría no surtía efecto.

Se secó con la toalla limpia de tintorería que había dejado colgada. Luego la escondió en el cuarto de invitados y la reemplazó por otra. Y regresó al dormitorio.

Esas idas y venidas sin rumbo por el apartamento eran sintomáticas de que las cosas no iban bien. Pero no podía hacer nada al respecto. Se sentó en la cama y se cogió la cabeza, cada vez más cargada, entre las manos.

– Aguanta, Cillian -se susurró sin convicción.

Las 20.43. El móvil seguía sin vibrar, las piernas le flojeaban, el estómago le dolía y los primeros puntitos amarillos habían aparecido en la visión de su ojo derecho.

Cogió una almohada y se deslizó debajo de la cama, al lado de sus herramientas. Apretó la sien sobre el cojín fresco, para aliviar la presión sanguínea en la frente.

Estuvo despierto en todo momento, pero mantuvo los ojos cerrados y permaneció quieto. No miró el reloj para no forzar la vista. Aun así, tenía una idea aproximada de la hora que era porque no podía parar de contar mentalmente los segundos.

Se sometió a un ejercicio de autorrelajación. Con la cabeza contra la almohada, imaginó que se encontraba en un refugio de montaña. Un lugar extremadamente frío y oscuro. Imaginó que una capa de hielo envolvía los dedos de su pie derecho. Subía por el empeine hasta el talón. Llegaba al tobillo y ascendía, despacio, por la pantorrilla, la rodilla, el muslo. Repitió el ejercicio mental con su pierna izquierda. La imaginaria capa de hielo se apoderó progresivamente también de esa extremidad, provocando, en su estado febril, una sensación placentera.

Cuando el hielo le cubría también la pierna izquierda, se concentró en sus caderas. Las nalgas, el cóccix, los genitales. El hielo se apoderaba de su cuerpo, bloqueándolo en una prisión de frío. El vientre, el costado, la espalda. Ascendía por las costillas, una a una, llegaba al esternón, luego a la clavícula derecha y bajaba por el hombro, el codo, el antebrazo, la muñeca, la mano, los dedos.

Y lo mismo con el hombro izquierdo.

Pasó entonces al cuello. Allí era más difícil concentrarse. La capa de frío subía más despacio. Pero llegó a la barbilla, se desvió hacia su oreja derecha, la nuca, la oreja izquierda, y volvió a la cara. Llegó a la boca. Rodeó los labios. Se insinuó por la nariz. Entonces se deslizó por las mejillas y atacó los párpados. Subió por las cejas y llegó por fin a la frente, aportando una frescura placentera. Finalmente, cubrió toda la cabeza.

Había recubierto su cuerpo con una sutil capa de hielo. Se sentía rígido, bloqueado, con la sensación -tal vez engañosa- de que su temperatura corporal estaba bajando.

Le habría gustado poder medir su estado febril. Pero el termómetro estaba en su bolsillo y el hielo le impedía mover los brazos.

A continuación el ejercicio preveía recubrir el cuerpo con una capa de hielo más sólida. Empezó de nuevo por el pie derecho. Al llegar al tobillo se percató de que su bolsillo temblaba. Percibió el temblor a pesar de la capa de nieve congelada.

Dos temblores de un segundo cada uno.

«El móvil.»

Tuvo que hacer esfuerzos para poder mover su brazo congelado. Rompió los cristales imaginarios que recubrían sus párpados.

Miró el display. Un mensaje de Clara: «Estoy en el piso. Sigue lleno de insectos. ¿Qué has hecho?».

El hielo creado por su mente desapareció en un instante. El dolor de la migraña, localizado en su sien derecha, volvió a manifestarse, molesto.

Nervioso, se golpeó la cabeza contra el somier. Releyó el mensaje. No daba crédito.

– ¿Qué está diciendo ésta ahora?

No lo entendía. Sintió frío, pero esta vez no por el hielo, sino por el sudor que le cubría la espalda.

«Estoy en el piso. Sigue lleno de insectos. ¿Qué has hecho?»

No lo entendía. Se le escapaba cualquier explicación.

Confuso, mareado, nervioso, empezó a escribir la respuesta. Sus dedos temblaban. Tuvo que borrar letras indeseadas y volver a teclear las correctas. «No lo entiendo, señorita K.»

Entonces lo oyó. El sonido inconfundible de la llave en la cerradura.

Miró el reloj. Las 22.13.

Por fin, con un retraso superior a las dos horas, Clara regresaba a su apartamento. Irónicamente, después de horas de preparativos y largos minutos de espera en el dormitorio, Cillian sintió que le pillaba desprevenido.

Debajo de la cama, agarró el primer utensilio que encontró a mano. El estilete de carnicero.

Intentó hacerse también con la cinta adhesiva y cortar el trozo necesario para taparle la boca, pero en el frenesí del momento no la encontró. Tenía la mirada clavada en el pasillo.

El sonido de los tacones de Clara golpeando el parquet. Parecía maravillada, feliz.

– ¡Jolín!

Lanzó un grito alegre mientras correteaba por el salón. El sonido de sus tacones se acercaba rápidamente. La chica entró corriendo en el dormitorio. A Cillian sólo le dio tiempo de ver sus piernas aproximándose veloces en su dirección. Otro grito alegre:

– ¡Ha hecho la cama!

Clara se lanzó sobre el lecho y el colchón se aplastó contra el rostro de Cillian. El portero, sorprendido, perdió el estilete, que empezó a rodar por el suelo. No pudo retenerlo.

Arriba, Clara, en la cama, gritó:

– ¡Sábanas perfumadas!

Y por fin se hizo la luz. Cillian volvió a clavar la mirada en el pasillo. El sonido de unos pasos más lentos y pesados. El portero vio aparecer dos mocasines oscuros parcialmente cubiertos por unos vaqueros azul pálido. Clara no había regresado sola.

– Creo que nunca he visto este sitio tan limpio. -La voz sonó diáfana y profunda.

– Vaya curro se ha pegado -comentó la chica maravillada-. Has sido un cabrón al enviarle ese mensaje… Tengo que escribirle para decirle que está todo bien.

– Después.

– ¿Después de qué?

Cillian, abajo, era incapaz de mover ni un músculo. Y esta vez no fue por el hielo imaginario.

El estilete había dejado de rodar por el suelo. Estaba fuera de la cobertura del colchón, probablemente a la vista de Clara y el hombre que había llegado con ella.

– ¡Ahora lo verás!

– Te quiero, Mark.

Su novio. Su novio había vuelto inesperadamente de San Francisco. Cillian recordó la foto que estaba en la mesilla de noche. Puso cara a aquellos mocasines y vaqueros.

El hombre se desvistió en pocos segundos, junto a la cama. Se quitó los zapatos, dejó caer los pantalones al suelo, tiró los calcetines. Al otro lado aterrizaron, lanzados por Clara, unos zapatos de tacón, su falda, su camisa.

– Siento que me veas así -dijo bajito la chica.

– ¡Vaya irritación!

Una camisa negra cayó al suelo.

– Y eso que ahora está mucho mejor. Si llegas a verme hace unos días…

El hombre se echó en la cama.

– No te preocupes, cerraré los ojos… Lo que me interesa es otra cosa.

Clara rió.

– ¡Qué cabrón!

Cillian, debajo de la cama, se pasó la mano por el pelo. No sabía qué hacer. Intentó agarrar otro utensilio.

Arriba, Mark y Clara se adentraron en los preliminares.

Cillian sostenía el martillo en la mano izquierda, y una de las jeringuillas en la maltrecha mano derecha. Pero sabía que en su estado el hombre podría reducirle fácilmente.

– Espera…

– ¿Qué pasa, Mark?

El ruido de un sobre que se rompía. Poco después el envoltorio de un preservativo caía al suelo, al lado de Cillian.

Arriba, Clara y Mark se dejaron ir y se unieron. Apasionados.

– ¡Dios, cómo te echaba de menos, pequeña!

Cillian, impotente, miraba cómo el colchón se acercaba y alejaba de su rostro al ritmo de los suspiros y los jadeos.

Clara, con una voz que no le había oído nunca, gimió:

– Te quiero, te quiero muchísimo.

El colchón se movía cada vez más rápido. Cillian respiraba hondo.

De pronto, le pareció oír como un sonido de cristales que se rompían. Los gemidos y suspiros de arriba le impidieron detectar claramente el ruido.

El líquido se derramó en su pecho. Antes de que pudiera reaccionar, el cloroformo del frasco roto dentro del agujero del colchón empapó su camiseta.

Tuvo que soltar las dos armas y llevarse las manos a la cara para evitar respirar el anestésico.

Arriba, incesantes suspiros y jadeos.

Abajo, Cillian se tapaba la nariz con la mano derecha e intentaba recuperar el cuchillo con la izquierda… Entonces lo notó: su vista se empañaba, su estómago se revolvía. Y no era por la fiebre. Estaba sufriendo los efectos del narcótico.

Las décimas de segundo necesarias para soltar los utensilios y cubrirse la cara habían sido fatales.

En un relámpago de lucidez o de desesperada locura, decidió actuar. Si se quedaba allí abajo, por la mañana le habrían descubierto junto con su arsenal de tortura. Se deslizó por el suelo y se impulsó, hacia la puerta del dormitorio. Su única vía de salida.

Detrás de él, los amantes seguían haciendo el amor cada vez más entregados.

Cillian se arrastró con esfuerzo y con la vista nublada.

– ¿No hueles algo raro? -La voz de Mark resonó a su espalda.

– No pares, no pares -le suplicó Clara, presa de la pasión.

Cillian consiguió reptar hacia el pasillo. Una vez fuera del campo de visión de los dos amantes, se levantó. Pero tuvo que agacharse de inmediato, mareado. Avanzó a cuatro patas hacia el salón. Hacia la puerta. Los brazos le temblaban, cada vez más frágiles.

La puerta estaba a cinco metros, a tres, a uno. Sorteó las maletas que Clara y Mark se habían traído. Se lanzó con las pocas fuerzas que le quedaban sobre el picaporte y lo bajó.

Pero la puerta no se abrió.

Volvió a intentarlo. Una vez, dos veces. Pero la puerta permanecía cerrada. Se levantó y agarró la manivela con las dos manos. Utilizó todo su peso para estirar. Los huesos de su extremidad derecha crujieron y le provocaron dolor. Pero la puerta seguía cerrada.

Inexplicablemente cerrada.

Desesperado, estaba a punto de rendirse. Las fuerzas le abandonaban. La vista ya lo había hecho. Sólo percibía sombras en la oscuridad del apartamento.

No le quedaba otra que enfrentarse a los dos amantes. A pesar de las condiciones en las que se hallaba.

Se tambaleó a ciegas hasta el pasillo. En el dormitorio seguían los jadeos. Deseó que continuaran haciendo el amor, completamente ajenos a lo que sucedía alrededor, y que le diera tiempo de hacerse con el martillo y machacarles la cabeza.

Se apoyó en la pared del pasillo. Avanzó con esfuerzo. Y se dio cuenta de que, por absortos que estuvieran en su faena, nunca lo conseguiría.

Estaba a la altura del baño. Con un esfuerzo tremendo, se arrastró a su interior. Llegó a comprender lo que sufría Alessandro con cada paso.

Entró a ciegas, confuso, ni siquiera sabía si estaba de pie o a cuatro patas. Tuvo la sensación de que se resbalaba y se golpeaba la cabeza contra algo duro.

En el dormitorio, el grito de Clara al alcanzar el orgasmo.

Un silbido en el oído. En su cabeza. Después, silencio. Los sentidos le abandonaron.

Se fue.

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