9

Era algo excepcional. Que no sintiera la necesidad de introducir una bala, girar el tambor y acercar el cañón de la pistola a su sien, era algo muy excepcional.

Y esa mañana no había habido ni un amago de ruleta rusa, ni una mínima incertidumbre. Esa mañana quería vivir. Su vida merecía ser vivida. Una prueba más de que Clara había ocupado un lugar muy especial en su existencia y que, lo quisiera o no, la chica estaba empujando su vida hacia una dirección nunca experimentada.

Desde que se enganchó al peligroso juego de vida o muerte, había habido distintos momentos que un psicólogo calificaría de «eufóricos». Momentos en los que la energía vital fluía en sus venas como en las venas de los demás mortales. Incluso había llegado a tomar la decisión de «volver a la cama» sin levantarse del colchón donde había pasado la noche. No necesitaba subir a la azotea, asomarse al borde de un puente, balancearse en el andén del metro o bajar hasta la orilla del Illinois. Otras veces había tomado la decisión más importante del día con total discreción, lejos de cualquier teatralidad, en su estudio, en el apartamento de un vecino o dando un simple paseo por la calle. Pero siempre había habido un breve, brevísimo momento de duda.

Sin embargo, esa mañana el momento de duda no fue ni breve ni brevísimo. Esa mañana no había dudado. Esa mañana, por primera vez desde que tenía diecisiete años, no había habido ruleta rusa.

Se dio cuenta de la excepcionalidad del acontecimiento cuando estaba debajo del chorro de la ducha.

Ni el chaval del monopatín que chillaba de dolor en la ambulancia bajo la mirada desconsolada de su madre; ni el llanto de unos padres de un edificio de Brooklyn angustiados porque su retoño había bebido de la botella de lejía dejada inexplicablemente abierta y al alcance del pequeño; ni el desahucio, provocado por él, de una pareja del West Side habían provocado la renuncia a su juego diario.

– Clara merece la pena. -Las palabras salieron de sus labios mientras se frotaba el cuerpo con vigor, emocionado y a la vez asustado por las novedades de su vida.


A las 6.30 estaba en su garita, inquieto y nervioso como sus compañeros del instituto cuando esperaban las notas de los exámenes, algo que a él siempre le había traído sin cuidado. Faltaban aún dos horas para que viera en primera persona la reacción de Clara a sus intervenciones nocturnas. Una espera enervante.

Antes de que bajara ningún vecino, se abrió la chaqueta del uniforme y se levantó la camiseta blanca. La zona que había mojado con la esponja la noche anterior estaba algo inflamada. De momento sólo padecía un ligero pero aguantable prurito. No era gran cosa. Pensó que había sido demasiado prudente con la dosis de desatascador. Pero Clara tendría que aguantar el efecto de las ortigas y del ácido, y en todo caso él podía aumentar la dosis esa misma noche. Además, pensó que en las partes íntimas, en la cara y debajo de las axilas la reacción sería más dolorosa y molesta.

Intentó engañar el tiempo de mil maneras, escuchando la radio, rellenando su libreta negra con todos los detalles que le venían a la cabeza, frotándose la inflamación con la camiseta para comprobar el efecto del roce con la ropa y hasta provocando e incentivando la conversación diaria con la señora Norman.

La anciana salió puntual con su cochecito y las tres perras uniformadas, esta vez cada una con un trajecito de color rosa.

– Buenos días, señora Norman.

– Buenos días, Cillian. ¿Qué tiempo hace hoy?

– Me temo que seguimos con el invierno más frío de los últimos años.

– Y mientras en la tele nos cuentan esa historia del calentamiento global…

La mujer llegó hasta la puerta y esperó a que Cillian la abriera. Pero Cillian le cerró el paso y se agarró a la última frase de la vieja para entablar conversación.

– Nos cuentan muchas mentiras, señora Norman. Muchísimas -dijo en el tono de quien tiene tema para rato-. ¿Se acuerda usted, por ejemplo, del agujero de la capa de ozono de hace unos años?

La señora Norman asintió.

– ¿Dónde está ahora ese agujero?

Se miraron en silencio. No era una pregunta retórica, Cillian esperaba de verdad una respuesta.

– Pues no lo sé, Cillian… ¿no sigue allí? -comentó la anciana, algo extrañada por la inusual elocuencia del portero.

Cillian negó con la cabeza, solemne.

– Desaparecido. Ya no se habla de él. Misterio.

– Bueno, tal vez porque la gente está cansada de oír la misma noticia pero…

– De-sa-pa-re-ci-do -la cortó Cillian. Se le acercó al oído, como para contarle un secreto-. Nunca estuvo allí, señora Norman. Nunca.

En realidad, el agujero de la capa de ozono le importaba un pimiento; no tenía ni idea de si seguía existiendo, si existió, o si llegó a cerrarse en un determinado momento. Simplemente necesitaba desahogar su tensión con verborrea.

– Y todos dejamos de comprar productos en spray… para nada. ¿Verdad que también usted dejó de comprar almidón para planchar?

La anciana lo miraba cada vez más perpleja.

– No sé… no lo recuerdo, Cillian. A mí me plancha la chica…

– ¡Claro que sí! ¡Dejó de comprarlos, como yo, como todos! Quisimos hacer algo bueno por el planeta… pero la verdad es que no servía para nada. Sólo querían distraernos de otros problemas reales.

Cillian se había acalorado ligeramente con su tesis. Había escuchado esa opinión por la radio, a un oyente de un programa nocturno, y ahora estaba repitiéndola palabra por palabra.

– Nos han engañado, a todos.

– Ya… -Las perras, nerviosas por salir, empezaron a ladrar-. ¿Puedes abrirme la puerta, Cillian? No quiero que Aretha haga algo aquí de lo que tenga que avergonzarme.

– Sus perras nunca la avergonzarán -afirmó el portero-. Por no hablar de la gripe porcina que iba a acabar con el mundo, la pandemia del siglo veintiuno…

La anciana lo miraba como si no lo conociera.

– ¡Desaparecida también ésa!

– Muy interesante, Cillian, pero de verdad que tenemos que salir.

– ¿Se acuerda de la que se lió en las escuelas y en los aeropuertos por esa gripe? El alcohol líquido para desinfectarnos las manos, los controles de fiebre, las mascarillas, las absurdas medidas de…

– ¡Cillian! -le interrumpió la señora Norman-. Si no abres la puerta ahora mismo, Aretha se cagará en el vestíbulo.

El portero enmudeció. Le impresionó el tono seco, cortante, autoritario y ese vocabulario tan directo. La señora Norman también estaba sorprendida de sí misma. Cillian miró a la perra; tenía la cola entre las patas y una expresión de pena que le recordó la mirada de Alessandro de la tarde anterior.

– Perdóneme -susurró al tiempo que dejaba pasar al convoy hacia la calle.

Los ánimos se calmaron.

– ¿Seguro que estás bien? -le preguntó la anciana con amabilidad al pasar delante de él.

– Sí, ¿por qué?

– Estás… raro, Cillian. ¿Has tomado mucho café tal vez?

Su nerviosismo era evidente. Y eso no le gustó. No le gustaba reflejar sus sentimientos y emociones.

– Sí, tenía frío y creo que me pasé… -mintió-. Pero ahora me tomaré una tila… -volvió a mentir.

– Eso, tómate una tila, o dos, que siempre van bien. -La anciana le sonrió amable-. Qué pases un buen día, querido.

– Y usted. Esperemos que sea el día en que tengamos buenas noticias de Elvis.

La señora Norman, ya en la calle, se volvió hacia él, seria, sobrecogida por la mención inesperada de su perro desaparecido. Cillian se fue hacia la garita y cortó cualquier eventual intercambio de palabras sobre el animal.

Las siete de la mañana; aún faltaba una eternidad. Pero el toque de atención de la vieja no había caído en saco roto. Debía procurar ocultar su estado de ánimo, y ese objetivo ocupó su mente y le distrajo.

En la garita se obligó a quedarse sentado sin comerse las uñas ni mover sin parar las piernas debajo de la mesa. Permaneció quieto, exteriormente tranquilo, mirando los ascensores, saludando con educación a los vecinos que salían y a los que entraban. Impasible, como salido del manual del arte de la guerra, a pesar de que en su cabeza se amontonaban mil pensamientos confusos y su instinto animal le pedía gritar y saltar.

Ni Ursula consiguió sacarlo de su aparente parsimonia. La niña salió del ascensor, precedida por su padre y su atontado hermano, a la hora usual. Sostenía un donut medio mordisqueado.

– Ayer, en el supermercado, se habían acabado los pastelillos de chocolate -le dijo, sin preocuparle la presencia de su padre-. Pero no te preocupes, hoy volverán a tener.

– Que pases un buen día, Ursula… Esperemos que hoy esos gamberros te dejen en paz.

Ursula sonrió por la amenaza de Cillian. Esperó a que su padre saliera a la calle y entonces escupió el bocado que tenía en la boca sobre la mesa de la garita.

– Así no pierdes práctica.


Llegaron las 8.30 sin tener noticias de la vecina del 8A. Cillian había renunciado a su café y su rosquilla habituales. No quería ir hasta la esquina y correr el riesgo de perderse la salida de Clara.

La señora Norman regresó con sus chicas. Miró a Cillian con cierta curiosidad mezclada con precaución.

– Espero que hayan disfrutado del paseo -dijo el portero sin levantar la mirada, siempre sentado en su garita.

Estaba claro que no iba a volver a empezar con la capa de ozono y la gripe porcina, y eso tranquilizó a la anciana: había vuelto a ser el Cillian de siempre.

– Te veo mucho mejor, querido. La tila hace milagros. Que tengas un buen día, Cillian. ¡Saludad, chicas! -La mujer le sonrió, le saludó con la mano y desapareció en un ascensor.

Las 8.40 y sin noticias de la pelirroja. Los nervios podían con él, pero permaneció quieto, inexpresivo, con la mirada clavada en la señal luminosa de los ascensores. A pesar del desasosiego, se sentía feliz. Ese retraso, ese cambio en la rutina habitual de Clara, era efecto de su intervención. No tenía ninguna duda.

Las 8.42. Nada. Intentó fantasear sobre lo que podía haber ocurrido. Imaginó que la chica se había encontrado fatal al despertarse. Alarmada había llamado a un médico. Tal vez otra llamada asustada, de impotencia y desesperación, a su novio, a su madre o a su hermana, que vivía en Boston. La imagen de su joven cuerpo cubierto de escoriaciones tenía que haber sido una visión horrible. Seguro que había tenido uno de los peores despertares de su vida. Tan atenta a su piel, debía de estar horrorizada.

Las puertas del ascensor se abrieron y Clara salió al vestíbulo. Guapa y sonriente como siempre. Cillian se quedó boquiabierto. Y esta vez fue incapaz de ocultar sus emociones.

– Buenos días, Cillian. ¿Te encuentras bien?

Tardó en contestar. Intentó ocultar su pasmo detrás de una sonrisa de circunstancias, pero tuvo la sensación de que no lo conseguía. Esa visión tan luminosa había sido un jarro de agua fría.

– ¿Qué-qué-qué tal se encuentra usted, señorita Clara?

– Muy bien, gracias.

No pudo reprimirse: Salió de la garita y se acercó a ella para verle la piel de cerca. Se lanzó:

– ¿Seguro? No tiene muy buen aspecto.

No era cierto. Se estaba aventurando para ver cómo reaccionaba. Comprobó que se había maquillado más de lo habitual. Las mejillas, la frente, la nariz, hasta el cuello estaban recubiertos por una sutil pero eficaz capa de maquillaje.

Clara sonrió.

– ¡Tú sí que sabes cómo animar a una chica! -Y acto seguido, sorprendiéndole por la confianza, se abrió un poco el escote de la camisa y le enseñó una zona debajo del cuello no cubierta por el maquillaje. La piel estaba irritada; la reacción era más intensa que en la barriga de Cillian.

– Me he despertado así. La cara, el cuerpo, todo… He tenido que pasar una eternidad delante del espejo… ¡y tú me desmontas en cinco segundos!

No parecía demasiado preocupada. Cualquiera habría dicho que el poco tacto de Cillian la divertía. Y eso aún lo deprimió más.

– No… no tiene buena pinta -dijo poniendo cara de preocupación-. ¿Qué le ha ocurrido?

– Ni idea. Y, en confianza, el cuello no es lo peor.

Cillian se acercó a la zona irritada.

– Debería hacérselo mirar, podría ser algo grave. -Hizo una mueca de repugnancia. La inflamación era desagradable y Cillian no lo ocultaba.

– Tú no tienes novia, ¿verdad?

La pregunta le cogió desprevenido.

– ¿Por qué lo pregunta?

– Un consejo sincero, Cillian. Un consejo de amiga. Nunca seas tan bruto con tus comentarios… Las chicas necesitamos que nos mimen en todo momento. Por lo menos las chicas como yo.

No había voluntad de reprimenda en las palabras de Clara. Tampoco parecían delatar una actitud machista de la joven. Sonaba de verdad a consejo amistoso.

– Si la he ofendido, le pido disculpas… -respondió rápido el portero-. Es que, francamente, esa inflamación me ha preocupado. Se lo digo como amigo.

– Pues entonces te agradezco tu interés. Pero no te preocupes, será una alergia a algo que he comido. Nada más. Es que tengo la piel muy sensible.

«Como vuelvas a sonreír -pensó Cillian-, esta noche vierto el bote entero de desatascador en tu loción vaginal.»

– Una alergia no produce algo así -protestó Cillian.

Clara no sonrió.

– Eso lo dirá el médico. -Sacó del bolso unas gafas de sol y se las puso-. ¿Qué tal así?

Cillian contestó con una mueca de aprobación poco convencida.

– Genial -suspiró la chica.

Mientras Clara se abrochaba la camisa, Cillian reconoció un sujetador y una camiseta interior que había tenido entre sus manos enguantadas la noche anterior. Volvió a animarse. Clara percibió la mirada descarada del hombre sobre su escote.

– Está claro que no tienes novia.

– Hoy va con un poco de retraso, ¿no?

– Por culpa de la sesión de maquillaje… aunque, visto lo visto, me la podría haber ahorrado -replicó Clara con sorna-. Perdona un momento. -Marcó un número al móvil-. Soy yo. ¿Todo bien?

Cillian aprovechó su distracción para estudiarla a fondo. En general había elegido ropa ancha. Pantalón oscuro de una tela que Cillian no sabría definir pero que parecía suave al tacto. Una camisa blanca sin cuello bajo una rebeca de cachemira negra. Notó que caminaba algo más rígida que normalmente. Tuvo la impresión, sin llegar a la certeza, de que se movía con las piernas un poco más separadas.

Clara seguía al teléfono.

– Ahora mejor, sí… de verdad. Por supuesto que sigue en pie. Pero parece que mi intento de autorrestauración no ha ido muy bien. -Le guiñó el ojo a Cillian-. Sí, los primeros comentarios del día no han sido muy halagadores… pero seguro que con tu ayuda lo arreglamos. -Clara hizo un amago inconsciente de sentarse en el banco que había delante de la garita pero cambió de opinión en el último momento y volvió a pasear por el vestíbulo-. No, envíamelo por e-mail. Lo leo en la BlackBerry y te digo algo inmediatamente.

Un taxi se detuvo enfrente de la puerta de cristal de la calle. La chica no iba a coger el metro como siempre.

– Hasta mañana -le susurró la pelirroja a Cillian, sin cortar su conversación de trabajo-. Ya, pero ¿John qué dice? Si él no está de acuerdo, no tiene sentido tirar adelante esa propuesta. ¿No crees?

Cillian aguzó la vista para captar cualquier mínima mueca de dolor o molestia cuando la chica se sentara en el vehículo. Pero lo único que sus ojos detectaron fue la sonrisa de Clara mientras indicaba la dirección al taxista.

– ¡Que se vaya al infierno! -exclamó en voz alta al tiempo que golpeaba la pared con un violento puñetazo. Necesitaba liberar su frustración y su mano pagó las consecuencias.

La mañana no había comenzado bien. El hecho de que se fuera en taxi tal vez se explicaba por una visita urgente al médico, pero Cillian esa mañana esperaba una reacción muy distinta. Analizara como analizase los últimos acontecimientos, no podía darse por satisfecho. A sus ojos, Clara seguía siendo, la indiscutible ganadora. Y él, el irremediable perdedor.


A mediodía, en la pausa para el almuerzo, Cillian descubrió que su alias, Aurelia Rodríguez, había recibido un mensaje. En el día menos pensado, Clara por fin se dignaba contestar.

«Querida Aurelia, siento el retraso de mi respuesta pero he estado muy liada con el trabajo.» Cillian, mientras leía, imaginaba la voz de Clara, su tono sereno y animado, como siempre. «Sé cómo te sientes, créeme, lo sé perfectamente porque lo he vivido. El sentimiento de culpa es algo muy normal cuando se nos va un ser querido. Pero no tienes nada, absolutamente nada que reprocharte. Estoy segura de que tu abuela te sentía cerca.» Seguían pocas líneas más: «Espero que pronto te pongas mejor, porque mientras tu abuela viva en tu recuerdo, estará contigo. Un abrazo, Clara».

Releyó el mensaje un par de veces. Clara había liquidado el asunto en pocas líneas. Y no sólo le venía a decir que las supuestas palabras de Aurelia ni de lejos le habían hecho revivir el drama de la muerte de su abuela, sino también que no la siguiese molestando con sus problemas. El tono era cordial, pero el mensaje no daba posibilidad de respuesta: «Estoy segura de que tu abuela te sentía cerca». Una forma amable de decir que el profundo malestar de Aurelia, su dolor desgarrador, su sufrimiento lacerante no tenían razón de ser. Y la justificación «he estado muy liada con el trabajo» dejaba claro que Aurelia no era una de sus prioridades ni lo sería en el futuro.

Toda la estrategia que había montado alrededor de la carta de la abuela había sido una ingenuidad. Sólo entonces lo vio claro. Se enfadó consigo mismo por no haberlo comprendido antes. Esa maldita pelirroja le había ofuscado el juicio. Le impedía ver las cosas con perspectiva. A él, que solía tenerlo todo muy controlado.

El día seguía mal, como su mano, que a pesar de la pomada y las vendas no paraba de hincharse y de dolerle.

– ¡Joder! -exclamó, pero esta vez no hubo puñetazos.

Trató de animarse pensando en los cartuchos que aún le quedaban en la recámara en su ataque estructurado en cuarenta y ocho horas. Intentó imaginar lo que estaba ocurriendo en el interior de los albaricoques escondidos en el apartamento 8A; si el encargado de la tienda no le había engañado, dentro de pocas horas, las larvas se convertirían en centenares de pequeños insectos voladores. Imaginó el apartamento lleno de bichos correteando de un lado a otro, sorteando a los tres ratones, que mordisqueaban todos los cables y defecaban en cada esquina. Imaginó más ácido desatascador en las cremas y pomadas de Clara. Recordó todas las prendas del armario que había frotado con ortigas. Y el día le pareció menos negro.

Para completar su labor de autoanimación, decidió satisfacer un antojo acuciante. Necesitaba darse un gusto, por pequeño que fuese. Cogió su ropa sucia y se fue al cuarto de las lavadoras. A esa hora solía estar vacío. Llenó el tambor de una máquina con su colada, pero su atención estaba en las otras tres lavadoras en funcionamiento.

Se cercioró de que no llegaba nadie por el pasillo y detuvo la función de lavado de una máquina que estaba llena de ropa blanca. Rápido, metió un trapo rojo que había cogido de casa. Cerró la puerta y volvió a poner en marcha la lavadora.

Era una rabieta. Una gamberrada infantil e impulsiva. Algo arriesgado, contrario a su forma de proceder pausada y precavida. Pero lo necesitaba.

Volvió a concentrarse en su colada. Puso el detergente y observó cómo la ropa se empapaba de agua y daba vueltas al otro lado de la puerta. Un sobrecito de plástico plateado se pegó al vidrio. El preservativo. Había vuelto a quedarse en el bolsillo del pantalón. Sacudió la cabeza: «¡Siempre me olvido!».


Por la tarde el tiempo pasó más rápido de lo que se temía. Los vecinos regresaron, llegó el equipo de limpieza, fue a visitar a Alessandro, rechazó la grappa del signor Giovanni y a las 20.30 estaba en el piso de Clara con todas sus cosas a punto, y de buen ánimo. La mano seguía hinchada pero ya no le dolía.


A las 23.45 Clara volvía a caer en un sueño profundo bajo la presión del algodón empapado en el cloroformo casero.

Al portero le esperaba otra larga noche de trabajo y no quiso estar solo. Levantó el cuerpo inerte de Clara y la depositó en el sofá del salón.

Curiosamente, esa noche se había dormido sin la previa conversación telefónica con su novio. Cillian comprobó el móvil de la chica y constató que los dos amantes habían intercambiado numerosas llamadas a lo largo del día, probablemente a causa de la irritación en la piel; después de muchos diálogos durante la mañana y la tarde, no quedaban argumentos para la despedida nocturna. Le sorprendió darse cuenta de que sentía algo parecido a los celos. Se sintió excluido, apartado de aquellas confidencias que solían compartir a tres bandas.

– ¿De qué habéis hablado? ¿De cómo te fue la visita al médico y de qué más?

Le levantó el camisón para dejarle al descubierto el vientre. Su piel olía a medicamento. A un intenso aroma químico.

Entre la ropa que Clara había abandonado a los pies de la cama no encontró el sujetador. Dedujo que la chica se había desprendido de él en algún momento del día. «¿Te molestaba, Clara?»

Fue a por la cajita de los insectos. El tufo a queso podrido había impregnado el cartón. Cillian le dio la vuelta de golpe y derramó el contenido en la barriga desnuda de la chica. Las cucarachas, al contacto con su piel, se disiparon, rápidas, en todas direcciones. La mayoría, por el sofá y por el suelo. Pero cinco o seis se quedaron correteando por el cuerpo de la chica. Un par, muy veloces, acabaron debajo de su espalda. Sólo una -la que Cillian pronto eligió como su preferida- fue en dirección contraria a las demás: subió por el cuello y llegó hasta la cara de Clara. Bordeó, frenética, los labios, inspeccionó con sus antenas las fosas nasales, pasó sobre los párpados cerrados y se perdió en el pelo color cobre.

En pocos segundos todos los bichos se habían repartido por el piso, unos más lejos, otros más cerca.

– Voy a hacer trampa, Clara.

Con la ayuda de la caja vacía, Cillian capturó a su cucaracha preferida, que se había quedado enredada en el cabello de la chica. La colocó sobre el ombligo de Clara y guió con sus manos la huida hacia abajo. El soldadito, asustado, acabó ocultándose debajo de las braguitas.

«Fin del recreo», dijo Cillian para sí.

Se levantó y fue a la habitación de invitados a por la caja de los ratones. Soltó a cada uno en una habitación distinta. El primero, en el dormitorio de Clara. El segundo, en la cocina americana. El último, en el salón, debajo del sofá. Los tres animalitos reaccionaron del mismo modo. Buscaron el escondite más cercano y desaparecieron de la vista.

A continuación Cillian inspeccionó el contenido del bolso de Clara. Descubrió una bolsa de una farmacia. Dentro, un tubito de pomada contra las quemaduras. Seguramente ésa era la razón por la que Clara, al llegar a casa, no había ido al baño a ponerse sus cremas habituales.

– No importa -susurró Cillian; con una jeringuilla introdujo tres gotas de desatascador en la nueva pomada-. Hay remedio para todo.

Sentado en el borde de la bañera, procedió entonces a rectificar las dosis de ácido en el champú, el gel y las cremas que había en el baño. Estaba inyectando la nueva medida en la crema exfoliante cuando de repente se mareó. Se sintió débil, empezó a sudar. Se miró en el espejo y se vio pálido y cansado. Cayó en la cuenta de que llevaba más de treinta y seis horas sin dormir. El cansancio se manifestó de golpe, cuando estaba terminando las actividades del día y la descarga de adrenalina perdía su efecto.

Fue a la cocina a beber un vaso de agua con azúcar. Solía llevarse la comida de casa para que Clara no echara nada a faltar. Pero la pelirroja no se daría cuenta de que había gastado cuatro cucharadas de azúcar.

El efecto fue rápido. Se sintió mejor al instante. Pero necesitaba descansar. Se desvistió en el salón, se sentó en el sofá y puso la cabeza de Clara sobre sus rodillas.

Quince minutos antes de la una de la mañana, los dos estaban dormidos como dos amantes sorprendidos por el sueño delante de la tele encendida.

A su alrededor, un correteo incesante de animalitos.


El sonido del reloj de pulsera le sobresaltó. Dobló instintivamente el torso hacia delante y se encontró en un lugar y en una posición inusuales. Clara, dormida sobre sus rodillas, rodó sobre sí misma. Consiguió agarrarla en el último momento, antes de que se cayera al suelo.

Asustado aún por el abrupto despertar, apartó a Clara con delicadeza y se levantó. Clara se removió y emitió un murmullo. Pero no se despertó. Se hizo un ovillo y escondió el rostro en los almohadones.

Cillian se quedó cerca de ella hasta que estuvo seguro de que la chica había regresado a un estado de sueño profundo. Su corazón seguía palpitando acelerado dentro de su caja torácica.

Miró alrededor. En la penumbra del salón, iluminado sólo por la luz del televisor aún encendido, adivinó algunos insectos alados alrededor del ficus. El encargado de la tienda de animales era un entrometido pero no le había engañado.

Mientras se iba vistiendo, dio un rápido paseo por el piso. Las cucarachas se habían adueñado del apartamento pero parecían moverse menos frenéticas y veloces. Por lo visto la bañera era su lugar preferido: no paraban de entrar y salir del agujero del desagüe. No vio a ninguno de los tres ratoncitos.

Entró en el dormitorio y se agachó para mirar debajo de la cama y del armario, pero los ratones tampoco andaban por allí.

– ¿Dónde diablos os habéis metido?

Tuvo que vencer la tentación de abrir el armario. No quería quitar fuerza al posible impacto de un centenar de moscas saliendo disparadas en el momento en que Clara, medio dormida, lo abriera. Apoyó la oreja contra la puerta de madera pero no percibió ningún sonido.

Devolvió a Clara a la cama y recogió todas sus cosas, que, por el repentino malestar de la noche anterior, habían quedado repartidas por la casa. Abandonó el piso a las cuatro de la madrugada, en silencio.

Caminaba por el pasillo de la octava planta, hacia los ascensores, cuando lo oyó. Un golpecito en el profundo silencio del edificio. Algo había chocado contra la puerta del 8B, al otro lado. Volvió sobre sus pasos, despacio. Sin entrar en el campo visual de la mirilla, vio que el ojo de Ursula se asomaba al otro lado: observaba la puerta del 8A.

Esa niña no cejaba en esa guerra personal que libraba contra él. Para ella era un juego, y lo que más molestaba a Cillian era que no se diera cuenta del peligro que ese juego comportaba.

Miró la hora. Las 4.03. Ursula no se creía que Cillian hubiera dejado de visitar a Clara. Le conocía bien: intuyendo la maniobra del portero, había adelantado también ella su tiempo de vigilancia.

«Ya me ocuparé de ti más adelante», dijo Cillian para sus adentros. Y de nuevo tuvo que reprimir el instinto de saltar delante de la mirilla y darle un susto de muerte.

A las 4.05, entró en el ascensor y se detuvo delante del panel de botones. Dos opciones. Arriba o abajo. Y esta vez sí hubo ese momento de duda. Brevemente, pero dudó.

«Razones para volver a la cama.» En un plato de la balanza imaginaria colocó los ratones, las cucarachas, las moscas, el desatascador, los esfuerzos de Alessandro, la piel irritada de Clara.

«Razones para saltar.» En el otro plato, el ojo de Ursula en la mirilla de la puerta del 8B, el perfil de Aurelia Rodríguez en Facebook, la sonrisa de Clara hablando con el taxista.

Y apretó el botón del sótano. «Clara merece la pena.»

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