Capítulo noveno

En el que aparece Scharley.


El prior del monasterio de los carmelitas de Strzegom era delgado como un esqueleto; su complexión, su seco cutis, su barba desmañadamente afeitada y su larga nariz lo hacían parecido a una garza desplumada. Cuando miró a Reynevan, entrecerró los ojos, cuando volvió a leer la carta de Otto Beess, alzó el papel hasta una distancia de dos pulgadas de la nariz. Las manos huesudas y grises le temblaban constantemente, la boca se torcía cada dos por tres a causa del dolor. Sin embargo, el prior no era viejo. Se trataba de una enfermedad que Reynevan conocía y había visto, una enfermedad que carcomía como la lepra, sólo que invisible, desde el interior. Una enfermedad contra la que eran inútiles todos los medicamentos y hierbas, contra la que sólo la magia más potente producía resultados. Aunque, ¿qué más daba el que produjera resultados? Incluso si alguien sabía cómo curar, no iba a curar a nadie, porque los tiempos eran tales que el enfermo recién sanado podía llegar a denunciar al médico.

El prior lo arrancó de sus pensamientos con un carraspeo.

– ¿Y no más que para tal cosa, mozuelo -alzó la carta del canónigo de Wroclaw-, anduviste esperando mi regreso? ¿Cuatro días enteros? ¿Sabiendo que el padre guardián quedaba como plenipotenciario en tanto el tiempo de mi ausencia?

Reynevan se limitó a asentir con la cabeza. Referirse a la exigencia de entregar la carta al propio prior en persona era algo tan evidente que no merecía ser mencionado. Y si se trataba de los cuatro días transcurridos en la aldea junto a Strzegom, tampoco valía la pena hablar de ello, pues habían pasado sin saber cómo. A la manera de sueños. Desde la tragedia de Balbinów, Reynevan se sentía todavía como en sueños. Embotado, confuso y apenas medio consciente.

– Estuviste esperando -afirmó el hecho el prior- para darme la carta en propia mano. ¿Y sabes qué, mozuelo? Que muy bien que esperaras.

Reynevan no contestó nada tampoco. El prior volvió a la carta, acercándosela casi hasta la misma nariz.

– Sí… -dijo por fin, alargando las palabras, alzando la vista y guiñando los ojos-. Sabía que habría de llegar el día en que el venerable canónigo me recordara mi deuda. Y se acordara del pago. Con un interés de usurero. El cual, hablando claro, la Iglesia prohibe cobrar. Pues bien lo dice el Evangelio de Lucas: prestad sin esperar a nada. ¿Crees sin paliativos en lo que manda creer la Santa Madre Iglesia, mozuelo?

– Sí, reverendo padre.

– Ésa es una virtud digna de alabanza. Sobre todo en los tiempos que corren. ¿Sabes dónde estás? ¿Sabes qué es este lugar? ¿Aparte de monasterio?

»No lo sabes -supuso el prior a partir de su silencio-. O finges hábilmente que no lo sabes. Esto es una casa de deméritos. Seguro que tampoco sabes lo que sea una casa de deméritos o finges no saberlo con la misma habilidad. Te lo diré: es una cárcel.

El prior guardó silencio, juntó las manos, miró a su interlocutor. Reynevan, se entiende, hacía ya mucho que había adivinado de lo que se trataba, pero no quería revelarlo. No quería quitarle al carmelita el placer que era evidente que le producía el conducir la conversación de aquella manera.

– ¿Sabes -continuó el monje al cabo- qué es lo que se permite pedirme en esta carta su excelencia el canónigo?

– No, reverendo padre.

– Ese desconocimiento te disculpa en cierto modo. Pero puesto que yo sé, a mí no me puede disculpar nada. Por eso, si rechazo su petición, mi acción será disculpada. ¿Qué dices a eso? ¿Acaso mi lógica no es digna de un Aristóteles?

Reynevan no contestó. El prior guardó silencio. Durante mucho tiempo. Luego prendió la carta del canónigo al fuego de una vela, le dio la vuelta de tal modo que las llamas estallaron y la tiró al suelo. Reynevan vio cómo el papel se retorcía, se ennegrecía y se desintegraba. Ahí, convirtiéndose en cenizas, está mi esperanza. Tardía, al fin y al cabo, sin sentido, vana. Puede que sea mejor así. Que suceda lo que haya de suceder.

El prior se levantó.

– Ve al hermano dispensador -dijo corto y seco-. Que te dé de comer y de beber. Luego te metes en nuestra iglesia. Allí encontrarás a quien tienes que encontrar. Se darán las órdenes precisas, podréis abandonar el monasterio sin obstáculos. El canónigo Beess en su carta remarcó que ambos os disponéis a comenzar un viaje a tierras lejanas. Por mi parte añado que está bien que sean lejanas. Se cometería un terrible error si fueran demasiado cercanas. Y se volviera demasiado pronto.

– Os lo agradezco, excelencia.

– No agradezcas. Si acaso a alguno de vosotros os asaltara el pensamiento de pedirme que os bendiga para el camino antes de iros, olvidadlo.


La pitanza en el monasterio de los carmelitas de Strzegom era, ciertamente, propia de una cárcel. Reynevan, sin embargo, estaba demasiado decaído y apático como para degustar nada. Y además, para qué hablar, se encontraba demasiado hambriento como para hacerle ascos al arenque salado, a unas gachas sin grasa y a una cerveza que sólo se diferenciaba del agua por el color, y esto no mucho. ¿O es que estaban precisamente en tiempo de ayuno? No lo recordaba.

Así que comió con viveza y aplicación, cosa que el viejo dispensador contempló con evidente gusto, sin duda acostumbrado a encontrarse con mucho menor entusiasmo por parte de sus huéspedes. Apenas Reynevan había dado cuenta de un arenque, el sonriente monje le regaló con otro sacado directamente del barril. Reynevan decidió aprovechar aquel acto de amistad.

– Vuestro monasterio es una verdadera fortaleza -habló con la boca llena-. Y no es de asombrarse, puesto que sé para lo que sirve. Mas guardia armada no tenéis. De los que aquí andan penitenciando, ¿no huyó ninguno nunca?

– Ay, hijo, hijo. -El dispensador meneó la cabeza ante su inocente estupidez-. ¿Huir? ¿Y para qué? No olvides quién penitencia aquí. A cada uno dellos algún día se le acabará la penitencia. Y aunque ciertamente ninguno dellos penitencia aquí pro nihilo, el fin de la penitencia borra la culpa. Nullum crimen, todo vuelve a la norma. ¿Y un huido? Estaría poniendo el punto final a sus días.

– Entiendo.

– Eso está bien, porque no me está permitido hablar acerca dello. ¿Más gachas?

– Con gusto. Y los tales penitentes, por curiosidad, ¿por qué cosa penitencian? ¿Por qué pecados?

– No me está permitido hablar dello.

– No de personas concretas pregunto. Sólo así, en general.

El dispensador tosió y miró a su alrededor temeroso, sin duda, de los testigos, puesto que en una casa de deméritos hasta las sartenes y las ristras de ajos colgadas de las paredes de la cocina podían tener oídos.

– Ay -dijo en voz baja, limpiándose en el hábito las manos manchadas de grasa de los arenques-. Por diversas cosas penitencian, hijo, por diversas. Más que nada curas pecaminosos. Y monjes. A los que los votos se les hicieron demasiado pesados. Tú mismo te lo imaginas: voto de obediencia, de humildad, de pobreza… También de abstinencia y moderación… Como se dicen, plus bibere, quam orare. También, por desgracia, del voto de pureza…

Femina -adivinó Reynevan- instrumentum diaboli?

– Si sólo fueran féminas… -suspiró el dispensador, alzando los ojos-. Ah, ah… Una inmensidad de pecado, una inmensidad… No se puede negar… Mas hay aquí asuntos más serios… Ay, más serios… Pero hablar de ello no me está permitido. ¿Has terminado de comer, hijo?

– Terminé. Gracias. Estaba muy rico.

– Pasa por aquí cuantas veces quieras.


El interior de la iglesia estaba extraordinariamente oscuro, el brillo de las velas y la luz de las delgadas ventanas alcanzaba sólo al mismo altar, al tabernáculo, al crucifijo y al tríptico que representaba una Depositio Christi. El resto del presbiterio, toda la nave, los emporios de madera y la sillería estaban hundidos en una turbia semioscuridad. Puede que sea a propósito, se le ocurrió a Reynevan, puede que sea para que durante las oraciones los deméritos no se vean el rostro los unos a los otros, para que no intenten adivinar los pecados y errores de los otros. Y compararlos con los propios.

– Estoy aquí.

Una voz sonora y profunda, que le llegó de una parte cubierta entre la sillería, en ella se apreciaban, era difícil librarse de aquella impresión, la gravedad y la dignidad. Pero con toda seguridad esto era obra del eco, resonando contra los artesonados del techo que se columpiaban entre las paredes de piedra. Reynevan se acercó.

La parte superior de un confesionario que exhalaba un débil olor a incienso y a aceite de lino la coronaba una imagen de la santa Ana con María en una rodilla y Jesús en la otra. Reynevan veía la imagen porque había un candil encendido. Como sólo iluminaba la imagen, el candil sumía los alrededores en unas tinieblas todavía más negras, por ello Reynevan sólo percibía los contornos del hombre que estaba dentro del confesionario.

– Así que a ti -dijo el hombre, despertando un nuevo eco- he de agradecer la oportunidad de recuperar mi libertad de movimientos, ¿no? Gracias entonces. Aunque me da a mí que más bien debiera agradecérselo a cierto canónigo de Wroclaw, ¿no es verdad? Y a los acontecimientos que tuvieron lugar… Venga, di, para que las cosas lleven su orden. Para que yo pueda estar seguro del todo de que hablo con la persona adecuada. Y de que esto no es un sueño.

– Dieciocho de julio, año dieciocho.

– ¿Dónde?

– Wroclaw. Ciudad Nueva…

– Por supuesto -confirmó al cabo el hombre-. Por supuesto que en Wroclaw. ¿Dónde podría ser, si no allí? Vale. Acércate. Y adopta la posición adecuada.

– ¿Qué?

– Arrodíllate.

– Me han matado a un hermano -dijo Reynevan, sin moverse del sitio-. A mí mismo me amenaza la muerte. Me persiguen, tengo que huir. Y antes tengo que resolver algunos asuntos. Y algunas cuentas pendientes. El padre Otto me aseguró que tú podrías ayudarme. Precisamente tú, quienquiera que seas. Pero no tengo intenciones de arrodillarme ante ti… ¿Cómo he de llamarte? ¿Padre? ¿Hermano?

– Llámame como quieras. Incluso tío. Me es completamente igual.

– No estoy para risas. Te dije, me mataron a un hermano. El prior dice que podemos irnos de aquí. Vayámonos entonces, dejemos este triste lugar, pongámonos en camino. Y en el camino te contaré lo que sea preciso. Y tan sólo lo que sea preciso.

– Te pedí -el eco de la voz del hombre resonó con aun mayor gravedad- que te arrodillaras.

– Y yo te dije: no pienso confesarme.

– Seas quien seas -dijo el hombre-, tienes dos caminos para elegir. Uno hacia mí, de rodillas. El otro por la puerta del monasterio. Sin mí, ha de entenderse. No soy un mercenario, muchacho, ni un esbirro a sueldo para solucionar tus asuntillos y venganzas. Soy yo, métetelo en la cabeza, quien decide qué es preciso saber y de qué forma. Al fin y al cabo, el problema está en la confianza mutua. Tú no confias en mí, así que, ¿cómo voy a confiar yo en ti?

– El que salgas de la cárcel me lo puedes agradecer a mí, precisamente -le respondió con descaro-. Y al padre Otto. Métete esto en la cabeza y no intentes hacerte el importante. Y poner condiciones. Porque no soy yo, sino tú, el que tiene que elegir. O vienes conmigo o te sigues pudriendo aquí. La decisión…

El hombre lo interrumpió golpeando sonoramente con los nudillos en la madera del confesionario.

– Has de saber -dijo al cabo- que las decisiones difíciles no son una novedad para mí. Pecas de orgullo al suponer que ello me da miedo. Esta mañana ni siquiera sabía de tu existencia; esta tarde, si fuera necesario, podría olvidarme de que existes. Te lo repito por última vez: o una confesión como muestra de confianza o adiós. Date prisa con tu elección, no queda mucho tiempo para la sexta. Y aquí se observa con rigor la liturgia de las horas.

Reynevan apretó los puños, luchando con unas terribles ganas de darse la vuelta y salir, salir al sol, al aire fresco, al verde y al espacio. Por fin, se contuvo. La razón venció.

– Ni siquiera sé -consiguió decir, mientras se arrodillaba sobre la pulida madera- si eres sacerdote.

– Eso no importa -en la voz del hombre del confesionario resonaba algo que parecía burla-. A mí sólo me interesa la confesión. No esperes la absolución.

– Ni siquiera sé cómo llamarte.

– Tengo muchos nombres -le llegó desde el otro lado de la rejilla, bajito, pero muy claro-. El mundo me conoce por diferentes nombres. Ahora que tengo la oportunidad de volver al mundo… habrá que elegir alguno… ¿Wilibald von Hirsau? Quizás, humm… ¿Benignus de Aix? ¿Pawel de Tinz? ¿Cornelius van Heemskerck? O puede… puede… ¿Maestro Scharley? ¿Qué te parece, muchacho, maestro Scharley? Va, venga, no pongas esa cara. Simplemente Scharley. ¿Te parece?

– Sí. Vayamos al grano. Scharley.


Apenas los imponentes portones dignos de una fortaleza del monasterio carmelita de Strzegom se cerraron tras ellos con estruendo, apenas ambos se alejaron de los mendigos y pedigüeños aposentados junto a la entrada, apenas estuvieron a la sombra de los álamos del camino, Scharley dejó estupefacto a Reynevan total y completamente.

El hasta hacia poco demérito y prisionero, todavía un minuto antes sumido en un silencio fascinante, enigmático, amargo y lleno de dignidad, rompió de pronto en una risa homérica, dio saltos de cabra, se tiró de espaldas sobre la hierba y se arrastró por ella como un gusano, gritando y riéndose alternativamente. Por fin, ante los ojos del asombrado Reynevan, su reciente confesor dio una voltereta, se levantó e hizo en dirección a la puerta un gesto enormemente obsceno con el brazo doblado. Y apoyó este gesto con una larga letanía de insultos e injurias extraordinariamente indecentes. Algunos iban dirigidos al prior en persona, otros al castillo de Strzegom, otros a la orden de los carmelitas como un todo y algunos eran de carácter general.

– No juzgaba -Reynevan tranquilizó al caballo, que se había asustado por la actuación- que hubiera sido tan terrible para ti.

– No juzguéis y no seréis juzgados. -Scharley se limpió la ropa-. Eso en primer lugar. En segundo, abstente piadosamente de hacer cualquier comentario. Por lo menos de momento. En tercero, apresurémonos a ir a la ciudad.

– ¿A la ciudad? ¿Y para qué? Pensaba…

– No pienses.

Reynevan se encogió de hombros, espoleó al caballo por el camino. Fingió volver la cabeza, pero no pudo evitar el observar disimuladamente al hombre que iba andando junto al caballo.

Scharley no era muy alto, incluso un poquito más bajo que Reynevan, pero este detalle carecía de importancia porque el hasta hacía poco demérito era ancho de hombros, de robusta constitución y seguramente fuerte, lo que se podía concluir por los recios y musculosos antebrazos que le salían de unos guantes demasiado pequeños. Scharley no había estado dispuesto a dejar el carmelo vestido con hábito, y la ropa que le habían dado era un tanto rara.

El rostro del demérito poseía unos rasgos bastante toscos, por no decir bastos. Eran sin embargo unos rasgos vivos, que cambiaban sin tregua, que adoptaban toda la gama de expresiones. Una nariz torcida y virilmente grande portaba signos de haber sido quebrada alguna vez, la punta de la barbilla llevaba huellas de una cicatriz aún visible. Los ojos de Scharley, verdes como el cristal de las botellas, eran muy extraños. Cuando se los miraba, la mano se aseguraba maquinalmente de que el monedero estaba en su sitio y los anillos en sus dedos. El pensamiento se iba con desasosiego a las mujeres e hijas que se habían dejado en casa, y la fe en la virtud femenina quedaba reducida a la ingenuidad que de por sí era. De pronto se perdía toda esperanza de recuperar el dinero prestado, la aparición de cinco ases en la baraja dejaba de asombrar, el sello auténtico al pie de un documento comenzaba a tener un aspecto de inmunda falsedad y se comenzaba a oír un sospechoso ruido en los pulmones del caballo comprado a peso de oro. Esto era lo que se sentía cuando se miraba a los ojos de color verde botella de Scharley. En su mirada había decididamente mucho más de Hermes que de Apolo.

Pasaron junto a una gran superficie de huertos en los arrabales, luego junto a la capilla y el hospital de San Nicolás. Reynevan sabía que el hospicio lo regentaban los sanjuanistas, sabía también que la orden tenía una bailía en Strzegom. Al punto recordó al duque Kantner y su orden de dirigirse a Mala Olesnica. Y comenzó a preocuparse. Pues podía ser que se relacionase aquella vía con los sanjuanistas, por lo que aquel camino por el que iba no era el camino de un lobo perseguido. Dudaba que el canónigo Otto Beess alabara su elección. En aquel momento Scharley dio señal por vez primera de su agudeza. O también de su rara habilidad para leer el pensamiento.

– No hay motivo para preocuparse -dijo vivaracho y alegre-. Strzegom tiene más de dos mil habitantes, desapareceremos entre ellos como un pedo en una tormenta de nieve. Aparte de ello, estás bajo mi protección. Al fin y al cabo me he comprometido a ello.

– Todo el tiempo -respondió Reynevan al cabo del largo rato que necesitó para salir de su asombro-. Todo el tiempo me estoy preguntando cuánto significa para ti ese compromiso.

Scharley sonrió, mostrando sus blancos dientes a las recogedoras de lino que marchaban en dirección contraria. Eran éstas gallardas rapazas con camisas sobradamente desabrochadas que dejaban contemplar mucho de sus sudorosos y polvorientos encantos. Las rapazas eran más de una docena, pero Scharley les sonrió a todas una tras otra, con lo que Reynevan perdió la esperanza de escuchar una respuesta.

– La pregunta era de naturaleza filosófica -lo asombró el demérito, apartando la vista del redondo culito de la última de las recogedoras que subía y bajaba bajo la falda bañada en sudor-. A tales no acostumbro a contestar estando sobrio. Mas te lo prometo: te contestaré antes de que se ponga el sol.

– No sé si lo aguantaré. Igual estallo antes, de curiosidad.

Scharley no respondió, en vez de ello apresuró el paso de tal modo que Reynevan tuvo que obligar al caballo a un ligero trote. De este modo se encontraron rápidamente junto a la puerta de Swidnica. Al otro lado de ella, detrás de una banda de sucios peregrinos mascando a la sombra y de pordioseros cubiertos de pulgas, estaba ya Strzegom con sus calles estrechas, embarradas y apestosas llenas de gente.

Adondequiera que les dirigiera aquel camino y con el objetivo que fuera que lo estuvieran recorriendo, lo cierto era que Scharley lo conocía, puesto que los conducía seguro y sin vacilación. Atravesaron una callecilla en la que chasqueaban tantos telares que de seguro que era la calle de los Tejedores o de los Pañeros. Al poco se encontraron en una placita sobre la que se alzaba la torre de una iglesia. Por la placita -se podía ver y oler- no hacía mucho que había pasado una manada de vacas.

– Mira -dijo Scharley deteniéndose-. Una iglesia, una taberna, un burdel y en el medio, entre ellos, un montón de mierda. He aquí una parábola de la vida humana.

– Y decías -Reynevan hasta sonrió- que no filosofabas estando sobrio.

– Después de tan largo periodo de abstinencia -Scharley dirigió inequívocamente sus pasos hacia un callejón, en dirección a un puesto lleno de barriletes y jarras- hasta el mismo olor de una buena cerveza sirve para embriagarme. ¡Eh, buen hombre! ¡Rubia de Strzegom, por favor! ¡Del sótano! Si no te importa pagar, muchacho, puesto que yo, como dicen las Escrituras, argentum et aurum non est mihi.

Reynevan bufó, pero echó sobre la tabla unos cuantos halleres.

– ¿Me voy a enterar por fin de qué asunto fue el que te trajo hasta aquí?

– Te enterarás. Mas sólo cuando haya bebido por lo menos tres de estos asuntos.

– ¿Y luego? -Reynevan frunció el ceño-. ¿A la recién mencionada mancebía?

– No lo excluyo. -Scharley alzó la jarra-. No lo excluyo, muchacho.

– ¿Y qué más? ¿Tres días de libaciones para celebrar la libertad recuperada?

Scharley no respondió, pues estaba bebiendo. Sin embargo, antes de que levantara la jarra, le lanzó una mirada con los ojos fruncidos y aquel fruncimiento podía significar cualquier cosa.

– En verdad fue un error -comentó Reynevan serio, con la mirada clavada en la nuez del demérito, que se movía según iba tragando-. Puede que fuera un error del canónigo. O puede que mío, por haberle hecho caso. Por haberme juntado contigo.

Scharley bebía sin hacerle caso.

– Por suerte -siguió Reynevan-, se puede acabar fácilmente con todo esto. Y poner punto final.

Scharley retiró la jarra de los labios, suspiró, se lamió la espuma del labio superior.

– Quieres decirme algo -adivinó-. Habla, pues.

– Nosotros dos -dijo Reynevan frío- simplemente no tenemos nada que ver el uno con el otro.

El demérito hizo un gesto para que le sirvieran otra cerveza, por un momento aparentó no estar interesado más que en la jarra.

– Ciertamente, somos un poco diferentes -reconoció, y dio un trago-. Yo, por ejemplo, no acostumbro a joder hembras ajenas. Si buscamos bien, seguro que encontramos todavía una o dos diferencias más. Eso es normal. Nos crearon a imagen y semejanza, pero el Creador se cuidó de que tuviéramos características individuales. Y alabado sea por ello.

Reynevan agitó las manos, cada vez más enfadado.

– Estoy pensando -estalle)- si no despedirme en nombre del Creador. Aquí, ahora mismo. Para que nos fuéramos cada uno por su lado. Porque la verdad es que no sé en qué me puedes venir bien. Temo que en nada.

Scharley lo miró por encima de la jarra.

– ¿Venir bien? -repitió)-. ¿En qué? Fácil es saberlo. Grita: «¡Ayuda, Scharley!» y la ayuda te será dada.

Reynevan se encogió de hombros y se dio la vuelta con intención de irse. Chocó con alguien. Ese alguien golpeó con tanta fuerza a su caballo que el caballo reculó, lo empujó a un lado y cayó sobre el estiércol.

– ¿Cómo andas con esa pinta, belitre? ¿Adonde vas con ese jamelgo? ¡Esto es una villa y no tu puta aldegüela!

El que lo había empujado e insultado era uno de tres jóvenes hombres de ricos vestidos, a la moda y con elegancia. Los tres eran extraordinariamente parecidos: cada uno llevaba un fez de fantasía sobre unos cabellos peinados con plancha y unos jubones guateados, con unos calados tan densos que sus mangas parecían enormes orugas. Iban vestidos también con unos modernos y ajustados pantalones parisinos llamados miparti, que llevaban las perneras en colores contrastados. Cada uno de ellos portaba un bastón torneado con pomo.

– Jesús, María y todos los santos -dijo el galán, haciendo un molinete con el bastón-. ¡Qué villanos andurrean por esta Silesia, qué salvajes incultos! ¿No habrá quien les enseñe algo de cultura?

– Habremos de tomarnos nosotros mismos ese trabajo -dijo el otro, con idéntico acento galo-. Y conducirlos a Europa.

– Cierto -lo siguió el tercer chulillo, vestido con miparti de color celeste y rojo-. Para principiar, como introducción, le vamos a ondular la piel a la europea a este paleto. ¡Venga, señores, a los palos! ¡Y que nadie haga el vago!

– ¡Hola! -gritó el propietario del puesto de cerveza-. ¡Nada de peleas, señores mercaderes! ¡Que llamo a la guardia!

– Cierra el pico, borrico silesio, o te damos a ti también.

Reynevan intentó levantarse, pero no lo consiguió. Un palo le acertó en el hombro, el segundo le asestó un fuerte golpe en la espalda, el tercero se dirigió a las nalgas. Decidió que no había por qué esperar a más golpes.

– ¡Ayuda! -gritó-. ¡Scharley! ¡Ayuda!

Scharley, que estaba contemplado el incidente con mediano interés, soltó su jarra y se acercó sin apresuramiento.

– Muy divertido.

Los galanes lo miraron y, como a una orden, estallaron en risas. Ciertamente, Reynevan tenía que reconocer que, con sus ropajes rabicortos y bizarros, el demérito no tenía precisamente un aspecto imponente.

– Cristo Jesús -bufó el primer galán, al parecer bastante piadoso-. ¡Pero qué graciosas figuras se encuentra uno en este confín del mundo!

– Éste debe de ser el tonto del pueblo -valoró el segundo-. Se ve por lo raro de sus ropas.

– No es el hábito el que hace al monje -le respondió frío Scharley-. Idos de aquí, si hacéis el favor. Y deprisa.

– ¿Qué?

– Aléjense los señores, por favor -repitió Scharley-. Es decir, idos bien lejos. No tiene que ser a París. Basta con la otra punta del pueblo.

– ¿Qué…?

– Sean tan amables los señores de irse de aquí -repitió Scharley despacio, con paciencia y claridad, como si hablara con niños-. Y de dedicarse a lo que sea que suelan dedicarse. A la sodomía, por ejemplo. Porque en caso contrario los señores serán golpeados y ello concienzudamente. Y antes de que ninguno de los señores alcance a decir credo in Deum patrem omnipotentem.

El primer chulillo meneó el bastón. Scharley evitó el golpe hábilmente, agarró el palo y lo giró, el chulillo dio una voltereta y cayó sobre el barro. Con el bastón, que le había quedado en la mano, el demérito atizó un golpe en la cabeza al otro galán, mandándolo contra el mostrador del cervecero y con un palo rápido como el rayo le dio en la mano al tercero. En aquel momento se levantó el primero y se lanzó contra Scharley, bramando como un bisonte herido. El demérito, sin visible esfuerzo, detuvo la carga con un golpe que hizo doblarse al galán por la mitad. Al mismo tiempo, Scharley lo golpeó con fuerza con el codo en los ríñones y una vez caído le dio una patada en la oreja, se diría que sin ganas. Pero el golpeado se retorció como un gusano y ya no se levantó.

Los dos restantes se miraron el uno al otro y como a una orden sacaron los puñales. Scharley los amenazó con un dedo.

– No lo aconsejo -dijo-. ¡Los cuchillos cortan!

Los chulillos no obedecieron su recomendación.

A Reynevan le parecía que observaba el incidente con atención. Sin embargo, debió de haber algo que no advirtiera, porque no comprendió cómo había pasado lo que pasó. Al contrario que los galanes, que se lanzaban a por él agitando los brazos como molinos, Scharley parecía estar casi inmóvil. Sin embargo, los movimientos que realizó cuando lo alcanzaron eran tan rápidos que escapaban a la vista. Uno de los chulillos cayó de rodillas, inclinó la cabeza casi hasta el suelo y uno tras otro fue escupiendo los dientes en el barro. El otro se sentó y gritó.; Abriendo la boca todo lo que podía, gritaba y lloraba, agudo, modulado, incansable, exactamente como un bebé hambriento. Seguía teniendo su puñal en la mano, pero el cuchillo de su amigo estaba clavado en su muslo, profundamente, hasta la empuñadura dorada.

Scharley miró al cielo, extendió las manos como si quisiera decir «¿no lo había advertido?». Se quitó su ridículo y ajustado jubón. Se j acercó al que escupía los dientes. Con habilidad lo agarró del codo, lo j hizo incorporarse, lo agarró de la manga y con unas cuantas patadas muy precisas sacó al galán de su jubón guateado. Después de lo cual se lo puso él mismo.

– No es el hábito el que hace al monje -dijo, lento y con deleite-, sino la humana dignidad. Pero sólo un hombre bien vestido se siente verdaderamente digno.

Luego se inclinó y le arrancó al chulillo la bolsa de dinero que llevaba cosida al cinturón.

– Rica ciudad, la de Strzegom -dijo-. Rica ciudad. El dinero, vedlo vosotros mismos, está tirado por las calles.

– En vuestro lugar… -dijo, con voz un tanto temblorosa, el propietario del puesto de cerveza-. En vuestro lugar yo huiría, señor. Éstos son ricos mercaderes, huéspedes del poderoso señor Guncelin von Laasan. Bien está lo que les ha pasado, por las riñas que de continuo provocan… Mas mejor es que huyáis, porque don Guncelin…

– … gobierna la villa -terminó Scharley, quitándole el saquete al último de los galanes-. Gracias por la cerveza, buen hombre. Vamos, Reinmar.

Se fueron. El galán del cuchillo en el muslo los despidió con su chillido desesperado, incansable, de bebé.

– ¡Uaa-uaa! ¡Uaa-uaa! ¡Uaa-uaa! ¡Uaa-uaa!

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