Capítulo décimo

En el que tanto Reynevan como los lectores tienen ocasión de conocer mejor a Scharley, lo que tiene lugar tanto gracias a la común jornada como a los disparejos acaecimientos que la acompañan. Al final aparecen tres brujas, totalmente clásicas, totalmente canónicas y totalmente anacrónicas.


Habiéndose sentado cómodamente en un mocho de árbol cubierto de liquen, Scharley contempló las monedas que acababa de derramar sobre la gorra, sacándolas de la bolsa. No escondía su desagrado.

– A tenor de la ropa y sus formas -refunfuñó-, se hubiera dicho que eran pudientes nuevos ricos. Mas en la bolsa, mira tú mismo, muchacho, vaya mugre. ¡Un cubo de basura! Dos écus, unos cuantos sueldos parisinos recortados, catorce grosches, mediogrosches, pfenniges de Magdeburgo, scotus y chelines prusianos, denarios y taleros, más finos que una hostia, no sé qué otra mierda que ni siquiera consigo reconocer, lo más seguro que falsos. Que me lleven los diablos si no vale más este saquete, cosido con hilos de plata y perlas. No obstante, un saquete no es dinero contante y sonante, ¿dónde lo voy a empeñar? Y estas monedas no alcanzan ni siquiera para un mal caballo. Así los coma la lepra, la ropa de esos bellacos también valía más. Tenía que haberlos dejado en pelotas.

– Entonces -advirtió Reynevan bastante agriamente- en vez de mandar a doce en nuestra persecución el señor Von Laasan habría mandado con toda seguridad a cien. Y no por uno, sino por todos los caminos.

– Mas mandó a doce, así que no divaguemos.

Ciertamente, poco más de media hora después de que ambos dejaran Strzegom por la puerta de Jawor, salieron galopando por el camino una docena de jinetes con los colores de Guncelin von Laasan, noble, señor del castillo de Strzegom y señor de hecho de la villa. Scharley, sin embargo, demostrando una vez más su perspicacia, ordenó a Reynevan poco después de salir que se metieran en el bosque y se escondieran en la espesura. Ahora estaban esperando para asegurarse de que los perseguidores no volvían.

Reynevan suspiró y se sentó junto a Scharley.

– El resultado de haber trabado conocimiento contigo -dijo- es que si esta mañana me perseguían tan sólo los Sterz y los esbirros que ellos habían contratado, ahora por la tarde me pisan los talones además Von Laasan y una mesnada de Strzegom. De miedo pensar en lo que vaya a pasar de aquí en adelante.

– Tú fuiste quien pidió ayuda. -El demérito se encogió de hombros-. Y yo al fin y al cabo me había comprometido a cuidarte y protegerte. Ya lo había dicho, mas tú sin embargo no quisiste recordarlo, incrédulo Tomás. ¿Acaso la prueba de la vista no te convenció? ¿O tienes que tocar también la herida?

– Si hubiera venido antes la guardia -dijo Reynevan con enojo- o los compadres de los apaleados, ciertamente, habría habido qué tocar. O estaría colgando a esta hora. Y tú, mi protector y defensor, estarías colgando a mi lado. En la soga de al lado.

Scharley no respondió, tan sólo se encogió otra vez de hombros y separó las manos. Reynevan sonrió pese a su voluntad. Seguía sin confiar en el extraño demérito y seguía sin entender de dónde salía la confianza que tenía en él el canónigo Otto Beess. No sólo seguía sin acercarse a Adela, sino que, al contrario, se alejaba de ella. A la lista de lugares a los que no podía volver se había añadido Strzegom. Sin embargo, Scharley, para qué decir más, le impresionaba un poco. Reynevan, con los ojos del alma, veía ya cómo Wolfher Sterz se arrodillaba y escupía los dientes uno tras otro. Cómo Morold, que en Olesnica había agarrado de los cabellos a Adela, se sentaba y gritaba: «Uaaua-uaaua».

– ¿Dónde aprendiste a luchar así? ¿En el monasterio?

– En el monasterio -confirmó Scharley sereno-. Créeme, muchacho, los monasterios están llenos de profesores. Casi toda persona que está allí sabe hacer algo. Basta con tener ganas de aprenderlo.

– ¿Con los deméritos, en el Carmelo, era parecido?

– Aún mejor, en lo que se refiere a las ciencias, claro. Teníamos mucho tiempo con el que no sabíamos qué hacer. Sobre todo si a uno no le gustaba el hermano Bernabé. El hermano Bernabé, cisterciense, aunque guapo y suave como una moza, moza no era, hecho que a algunos de nosotros nos estorbaba un tanto.

– Ahórrame los detalles, por favor. ¿Y qué hacemos ahora?

– Siguiendo el ejemplo de los hijos de Aymon -Scharley se levantó y se desperezó-, nos vamos a subir los dos a tu bayo Bayard. Y nos dirigiremos hacia el sur, hacia Swidnica. Campo a través.

– ¿Por qué?

– Pese a habernos hecho con tres bolsas, seguimos teniendo carencia de argentum et aurum. En Swidnica hallaré un antidotum contra esto.

– Preguntaba que por qué campo a través.

– A Strzegom llegaste por el camino de Swidnica. Hay muchas posibilidades de que nos encontremos allí cara a cara con los que te están buscando.

– Los he perdido. Estoy seguro…

– Ellos cuentan con esa seguridad -lo cortó el demérito-. De tu relato se puede colegir que quienes te persiguen son profesionales. No es fácil perderlos. En camino, Reynevan. Será mejor que antes de que caiga la noche nos encontremos lo más lejos posible de Strzegom y del señor Von Laasan.

– De acuerdo. Será mejor.


La noche los alcanzó entre los bosques, la oscuridad los sorprendió en los alrededores de cierto poblado, el humo se retorcía allí sobre la paja de los tejados y se desenvolvía por los alrededores, mezclándose con la niebla que subía desde los prados. Al principio tenían intención de pernoctar en el pajar de la más cercana de las chozas, enterrados en el cálido heno, pero los perros los sintieron y comenzaron a ladrar de forma tan rabiosa que renunciaron a sus propósitos. Ya casi a ciegas encontraron al borde del bosque un chozo de pastor medio derruido.


En el bosque había todo el tiempo algo que susurraba, algo que piaba, algo que chillaba y gruñía, de vez en cuando se encendían en las tinieblas los pálidos fanales de unos ojos. Seguramente eran los de alguna marta o algún tejón, pero Reynevan, para más seguridad, echó al fuego el último acónito recogido en el cementerio de Wawolnica y añadió algo de pampajarito que había recogido antes de que se hiciera de noche, murmurando al mismo tiempo un hechizo en voz baja. De que aquél hechizo fuera el adecuado o de que lo recordara bien, no estaba completamente seguro.

Scharley lo miró con curiosidad.

– Sigue hablando -dijo-. Cuéntame, Reinmar.

Reynevan ya le había contado a Scharley todos sus problemas durante la «confesión» en el monasterio carmelita, también allí le había narrado a grandes rasgos sus planes e intenciones. Por entonces el demérito no había dicho nada. Por esa razón todavía lo sorprendió más su reacción ahora, cuando comenzaron a hablar de los detalles.

– No querría -dijo, removiendo el fuego con un palito- que el mismo principio de nuestra agradable amistad se viera empañado por la falta de claridad y la insinceridad. Sinceramente y sin rodeos te diré, Reinmar, que tu plan para lo único que vale es para metérselo a un perro en el culo.

– ¿Qué?

– A un perro en el culo -repitió Scharley, modulando la voz como un predicador-. Para eso sirve el plan que me has presentado hace un instante. Siendo un joven avispado e instruido no puedes no saberlo tú mismo. No puedes tampoco contar con que yo vaya a tomar parte en algo así.

– El canónigo Otto Beess y yo te sacamos de detrás de las rejas. -Reynevan, aunque estaba ardiendo de rabia, controló su voz-. No por amistad, desde luego, sino sólo para que tomaras parte. Siendo un demérito avispado no podías no saberlo, allá en el monasterio. Y sin embargo, es ahora cuando me comunicas que no vas a tomar parte. Así que yo también te lo digo sinceramente y sin rodeos: vuélvete a la prisión de los carmelitas.

– Yo sigo estando en la prisión de los carmelitas. Al menos oficialmente. Mas creo que tú eso no lo entiendes.

– Lo entiendo. -Reynevan recordó de pronto la conversación con el carmelita dispensador de arenques-. Comprendo perfectamente también que necesitas la penitencia, porque tras la penitencia nullum crimen, recuperas la gracia y los privilegios. Mas también entiendo que el canónigo Otto te tiene en su mano. Basta con que anuncie que escapaste de los carmelitas y entonces serás un fugitivo para el resto de tu vida. No podrás regresar a tu orden y a tu bonito monasterio. Por cierto, ¿qué orden es y qué monasterio? ¿Puede saberse?

– No se puede. En esencia, querido Reynevan, has comprendido de qué se trata. Cierto, me dejaron salir de los carmelitas un tanto extraoficialmente, de modo que la penitencia aún continúa. Y es verdad que gracias al canónigo Beess la estoy cumpliendo en libertad, por lo que hay que alabar al canónigo, puesto que yo amo la libertad. ¿Por qué iba el piadoso canónigo a arrebatarme lo que me había dado? Al fin y al cabo estoy cumpliendo con mi compromiso.

Reynevan abrió los labios, pero Scharley lo interrumpió de inmediato, y además con énfasis.

– Tu cuentecillo de amor y crimen, aunque conmovedor, digno ciertamente de un Chrétien de Troyes, a mí no me ha conseguido conmover. No me vas a convencer, muchacho, de que el canónigo Otto Beess te enviara a mí para que te ayudara a liberar de su opresión a doncellas en apuros y como cofrade en una venganza de familia. Yo conozco al canónigo. Es un hombre sabio. Te envió a mí para que te salvara. Y no para que ambos pusiéramos la cabeza bajo el hacha. Así que cumpliré lo que el canónigo espera de mí. Te salvaré de tus perseguidores. Y te llevaré seguro hasta Hungría.

– No me iré de Silesia sin Adela. Y sin vengar a mi hermano. No oculto que me vendría bien ayuda, que contaba con ella. Contigo. Mas si no es así, qué se le va a hacer. Ya me las apañaré solo. Tú, en tu lugar, haz lo que desees. Vete a Hungría, a la Rus, a Palestina, a donde quieras. Alégrate de esa libertad que tanto amas.

– Gracias por la sugerencia -respondió Scharley con voz fría-. Pero no la voy a seguir.

– Ah. ¿Y por qué?

– Porque está claro que tú solo no eres capaz. Perderías la cabeza. Y entonces el canónigo se acordaría de la mía.

– Ja. Entonces, si lo que te importa es tu cabeza, no tienes salida.

Scharley calló largo rato. Reynevan, sin embargo, ya lo iba conociendo y no contaba con que aquello fuera el final.

– En lo que se refiere a tu hermano -habló por fin el hasta no hacía mucho prisionero del Carmelo-, voy a mantenerme en mis trece. Aunque no fuera más que por la razón de que no estás seguro de quién lo matara. ¡No me interrumpas! Una venganza de familia es cosa seria. Y tú, como me has reconocido, no tienes ni testigos ni pruebas. Lo único de que disponemos son suposiciones y posibilidades. ¡Te he pedido que no me interrumpas! Escucha. Cabalgaremos, esperaremos, reuniremos información, conseguiremos pruebas, acumularemos medios. Entonces formaremos una partida. Te ayudaré. Si me escuchas, te prometo que saborearás la venganza como se debe saborear. En frío.

– Mas…

– Aún no he terminado. En lo que se refiere a tu elegida, Adela, tu plan sigue siendo para el culo de un perro, mas en fin, yendo hasta Ziebice no damos mucha vuelta. Y allí se aclararán muchas cosas.

– ¿Qué es lo que quieres decir con esto? ¡Adela me ama!

– ¿Acaso alguien ha dicho lo contrario?


– ¿Scharley?

– Dime.

– ¿Por qué tanto el canónigo como tú os empeñáis en que vaya a Hungría?

– Porque está muy lejos.

– ¿Y por qué no a Bohemia? También está lejos. Y yo conozco Praga, tengo amigos allí…

– ¿Qué te pasa, qué no vas a la iglesia? ¿No escuchas los sermones? Praga y la Bohemia entera es un caldero con pez hirviendo, se puede hacer uno una buena quemadura. Y dentro de algún tiempo puede ponerse todavía más divertido. La insolencia de los husitas ha rebasado todas las fronteras, una herejía tan descarada no la aguantan ni el Papa, ni el Luxemburgués, ni el elector de Sajonia, ni los landgraves de Meissen y Turingia, buff, a toda la Europa le sienta como sal en los ojos el cisma husita. Y a no tardar habrá de lanzarse toda la Europa hacia Bohemia en una cruzada.

– Ya ha habido cruzadas antihusitas -advirtió ácido Reynevan-. Ya se lanzó contra Bohemia toda la Europa. Y los husitas le dieron una buena. De cómo le dieron me contó no hace mucho un testigo.

– ¿Fidedigno?

– Se puede decir que hasta proverbial.

– ¿Y qué más da? Le dieron y de ello extrajo consecuencias. Ahora se preparará mejor. Te repito: el mundo católico no aguantará a los husitas. Es sólo cuestión de tiempo.

– Lo soportan ya desde hace siete años. Porque se ven obligados.

– Los albigenses duraron cien años. ¿Y dónde están ahora? Sólo es una cuestión de tiempo, Reinmar. Bohemia se ahogará en sangre de husita como en sangre de cátaro se ahogó el Languedoc. Y con el método ya probado en el Languedoc, también en Bohemia se los matará a todos por igual, dejando a Dios el reconocer a los inocentes y a los justos. Por eso no vamos a Bohemia, sino a Hungría. Allí como mucho nos pueden amenazar los turcos. Prefiero a los turcos antes que a los cruzados. Los turcos, si se trata de matar, no les llegan a los cruzados ni a los talones.


El bosque estaba silencioso, nada había ya que susurrara ni que piara, los seres o bien se habían asustado por el hechizo o, lo que era más seguro, simplemente se habían aburrido. Para más seguridad, Reynevan arrojó al fuego las últimas hierbas.

– ¿Mañana -preguntó- llegaremos ya, espero, a Swidnica?

– Absolutamente.


El cabalgar campo a través tenía, como resultó, su parte negativa. Cuando por fin se salía a un camino, resultaba muy difícil descubrir de dónde y a dónde se dirigía aquel camino.

Scharley se inclinó sobre las huellas impresas en la arena, las contempló, maldiciendo en voz baja. Reynevan dejó al caballo pastar de las hierbas del margen del camino y miró al cielo.

– El oriente -arriesgó- está por allí. Así que más bien nos convendría esta dirección.

– No peques de agudo -lo cortó Scharley-. Precisamente ando examinando las huellas para saber en qué dirección se desenvuelve el tráfico principal. Y afirmo que tenemos que ir… por allí.

Reynevan suspiró, puesto que Scharley señaló exactamente hacia el mismo lado que él había dicho. Tiró del caballo y anduvo siguiendo al demérito, que marchaba vivaracho en la dirección elegida. Al cabo de un rato llegaron a una encrucijada. Cuatro caminos que tenían exactamente el mismo aspecto conducían a los cuatro puntos cardinales. Scharley gruñó rabioso y se inclinó de nuevo sobre las huellas de cascos. Reynevan suspiró y comenzó a buscar hierbas, puesto que parecía que sin un nudo mágico no iban a poder seguir.

Los arbustos crepitaron, el caballo relinchó y Reynevan dio un salto.

De la espesura salió, subiéndose los pantalones, un viejecillo, clásico representante del folklore local. Uno de esos ancianos vagabundos y pedigüeños que deambulaban a cientos por los caminos, mendigaban en las puertas y portadas, pidiendo limosna en conventos de monjas y comida en ventas y labranzas.

– ¡Alabado sea Jesucristo!

– Por los siglos de los siglos, amén.

El viejo, se entiende, tenía el típico aspecto de viejo. Su avío de campesino estaba cubierto de manchas de diversos colores, las alpargatas y su torcido cayado mostraban reminiscencias de muchos caminos. Por bajo su gastada gorra, cuyos materiales provenían sobre todo de liebres y gatos, despuntaba una nariz roja y una barba desgreñada. El viejo llevaba al hombro un hato que alcanzaba el suelo y colgada al cuello, atada con una cuerda, una perolilla de cinc.

– Que sus resguarden San Wenceslao y San Vicente, la santa Petronella y la santa Eduvigis, patrona…

– ¿Adonde van estos caminos? -interrumpió Scharley la letanía-. Abuelo, ¿cuál es el que va a Swidnica?

– ¿Eeeeh? -El viejo se puso la mano en la oreja-. ¿Cómo decís?

– ¡Adonde llevan los caminos!

– Aaa… los caminos… aja… ¡Lo sé! Aqueste va a Olesnica… Y aqueste a Swiebodzice… Y aqueste… La reputa… M'olvidao…

– No importa. -Scharley movió la mano-. Ya sé todo. Si aquél va a Swiebodzice, en la dirección contraria está Stanowice, en el camino a Strzegom. Por su parte, hacia Swidnica y Jaworowa Góra debe de conducir este camino de aquí. ¡Salud, abuelo!

– Que sus resguarden San Wenceslao…

– Y si acaso -esta vez lo interrumpió Reynevan-, si acaso alguien preguntara por nosotros… Vos no habéis visto nada. ¿Entendido?

– Cómo no habría de entenderlo. Que sus resguarde Santa…

– Y para que recordéis bien lo que se os ha pedido -Scharley rebuscó en su bolso-, aquí tenéis, abuelo, una moneda.

– ¡Alabado sea el Criador! ¡Gracias! ¡Que sus resguarden…!

– Y a vos también.

– Mira. -Scharley se dio la vuelta apenas llevaban un trecho-. Mira Reinmar, cómo se alegra, cómo toca y huele con alegría la moneda, regocijándose de su tamaño y peso. Ciertamente, una vista tal es la verdadera recompensa del dadivoso.

Reynevan no contestó, estaba ocupado observando una bandada de pájaros que de pronto se había elevado por encima del bosque.

– Ciertamente -siguió hablando Scharley con aspecto serio, andando junto al caballo-, no se debe ser indiferente y falto de espíritu con respecto a la necesidad humana. Nunca debe uno dar la espalda a los indigentes. Sobre todo porque el indigente puede darle a uno con el cayado un trompazo por detrás de la cabeza. ¿Me estás escuchando, Reinmar?

– No. Miro a esos pájaros.

– ¿Qué pájaros? ¡Ay, su puta madre! ¡Al bosque! ¡Al bosque, presto!

Scharley le asestó al caballo un fuerte golpe en las ancas, mientras él mismo se echó a correr a tal paso que el animal, que del susto se había puesto al galope, no lo alcanzó hasta llegar a la línea de árboles. En el bosque Reynevan saltó de la silla, metió al rocín en la espesura, luego se unió al demérito, que observaba el camino desde los arbustos. Durante un instante no pasó nada, todo estaba silencioso y tranquilo, de tal modo que Reynevan estaba ya a punto de empezar a burlarse de Scharley y de su exagerada precaución. No le dio tiempo.

Cuatro jinetes salieron al camino, rodearon al viejecillo entre el ruido de los cascos y el relincho de los caballos.

– No son los de Strzegom -murmuró Scharley-. Así que deben de ser… ¿Reinmar?

– Sí -confirmó éste con voz seca-. Son ellos.

Kirieleisón se inclinó en la silla, preguntó algo en voz alta al viejo, Stork von Gorgowitz lo empujó con el caballo. El viejo agitó la cabeza, juntó las manos, sin duda deseándoles que los ayudara la santa Petronella.

– Kunz Aulock -Scharley, para sorpresa de Reynevan, los conocía-, llamado Kirieleisón. Un pedazo de rufián, aunque caballero de conocida familia. Stork de Gorgowitz y Sybko de Kobelau, bravucones de cuidado. Y ése de la gorra de marta es Walter de Barby. El obispo lo maldijo por el ataque a la labranza de Ocice, que pertenece a las dominicas de Raciborz. No mencionaste, Reinmar, que tales celebridades andan tras tus pasos.

El viejo cayó de rodillas, con las manos aún unidas, rogando, gritando y dándose en el pecho. Kirieleisón se inclinó y le dio con el asta de su chuzo, también hicieron uso de sus palos Stork y los otros, ante lo cual se montó un rifirrafe en el que todos se estorbaban a todos y los caballos comenzaron a asustarse y a tirar. Stork y el de la maldición saltaron de sus monturas y comenzaron a darle al viejecillo con los puños y cuando cayó, principiaron con las patadas. El viejo gemía y gritaba que daba pena.

Reynevan lanzó una maldición, dio con el puño en la tierra. Scharley lo miró de reojo.

– No, Reinmar -dijo con voz fría-. No se puede hacer nada. Éstos no son las muñecas francesas de Strzegom. Éstos son cuatro endurecidos rufianes y matadores armados hasta los dientes. Éste es Kunz Aulock, del que creo que ni siquiera yo sería capaz de dar cuenta enfrentándonos el uno al otro. Así que olvídate de cualquier idea estúpida y de cualquier esperanza. Estaremos aquí agazapados como el ratón bajo la escoba.

– Y vamos a contemplar cómo matan a un completo inocente.

– Cierto -le repuso al cabo el demérito, sin bajar la vista-. Puesto que si he de elegir, más preciada me es mi vida. Y yo, Dios sea loado, le debo dinero a algunas personas. No sería muy ético el privarles de la posibilidad de recuperar la deuda a causa de un riesgo estúpido. Al fin y al cabo en vano hablamos. Ya ha acabado todo. Se han aburrido.

Ciertamente, De Barby y Stork le atizaron al viejo unas cuantas patadas de despedida, le escupieron, se subieron al caballo y al cabo los cuatro galopaban, repiqueteando y alzando polvo, en dirección a Jaworowa Góra y Swidnica.

– No nos ha delatado -suspiró Reynevan-. Lo golpearon y lo patearon y no nos ha delatado. Pese a tus burlas, nos ha salvado la limosna dada a un pobre. La misericordia y la generosidad…

– Si Kirieleisón, en vez de tirar del palo, le hubiera dado un scotus, el abuelo nos habría delatado en un santiamén -comentó Scharley con voz gélida-. Vamos. Por desgracia, otra vez cruzando los más incultos campos. Por lo que recuerdo, alguien aquí se vanagloriaba no ha mucho de haber perdido a los perseguidores y haber borrado las huellas.

– ¿Y no sería lo justo -Reyneval dejó pasar el sarcasmo, miró cómo el viejo buscaba la gorra a cuatro patas-, no sería lo justo agradecérselo? ¿Darle algo de propina? Dispones de algunos grosches producto de un robo, Scharley. Muestra algo más de misericordia.

– No puedo. -En los ojos de botella del demérito se encendió una chispa de burla-. Y precisamente de misericordia se trata. Le di al viejo una moneda falsa. Si intenta gastar una, tan sólo le darán de palos. Si lo atrapan con algunas más, lo colgarán. Así que misericordiosamente le ahorraré tal destino. Al bosque, Reinmar, al bosque. No perdamos tiempo.


Cayó una lluvia corta y cálida, y cuando terminó, el húmedo bosque comenzó a sumirse en la niebla. Los pájaros no cantaban. Reinaba el silencio. Como en la iglesia.

– Ese silencio de tumba tuyo -habló por fin Scharley, que iba andando junto al caballo- parece señalar algo. Desaprobación, quizá. Déjame que adivine… ¿Se trata del viejecillo?

– Cierto, de él. Tu proceder no fue correcto. Poco ético, para hablar delicadamente.

– Ja. Alguien que acostumbra a joder mujeres ajenas comienza a hablar de moralidad.

– No compares, haz el favor, son cosas que no son comparables.

– Eso te parece a ti, que no se pueden comparar. Aparte de ello, mi en tu opinión incorrecto proceder fue dictado únicamente por mi preocupación por ti.

– Ciertamente, es difícil entenderlo.

– Te lo aclararé cuando haya ocasión. -Scharley se contuvo-. Por ahora, sin embargo, propondría concentrarse en cosas un tanto más importantes. No tengo ni pajolera idea de dónde estamos. Me he perdido en esta puñetera niebla.

Reynevan se dio la vuelta, miró al cielo. De hecho, el pálido brillo del sol, que hacía un momento era visible a través de la niebla y que les estaba mostrando la dirección, ahora había desaparecido por completo. El denso vaho de la niebla colgaba tan bajo que desaparecían en él hasta las puntas de los árboles más altos. Junto a la tierra, la niebla anegaba los lugares de tal modo que los juncos y los arbustos parecían surgir de un océano de leche.

– En vez de quebrarte los sesos con la suerte de pobres viejos -habló de nuevo el demérito- y emocionarte con dilemas morales, debieras utilizar tus talentos para encontrar el camino.

– ¿Cómo?

– Ahórrame el gesto de cordero degollado. Sabes de sobra de qué estoy hablando.

Reynevan también consideraba que iban a ser necesarios los nudos, sin embargo no se bajó del caballo, vaciló. Estaba molesto con el demérito y quería que se diera cuenta. El caballo bufó, ronqueó, meneó la cabeza, pateó con el casco delantero, el eco de sus pasos se perdió sordo en la espesura cubierta de niebla.

– Percibo humo -afirmó de pronto Scharley-. Por aquí, en algún lugar, hay un fuego. Leñadores o carboneros. Les preguntaremos el camino. Y tus nudos mágicos los dejaremos para mejor ocasión. Tus demostraciones también.

Se movió a paso vivo. Reynevan apenas pudo ir tras él, el caballo seguía remoloneando, se negaba a moverse, bufaba intranquilo, aplastaba con sus cascos champiñones y rúsulas. El suelo, cubierto con una gruesa alfombra de hojas podridas, comenzó de pronto a hundirse, sin saber cómo se encontraron en un profundo barranco. Las paredes del barranco estaba cubiertas de árboles torcidos, inclinados, cubiertos de musgo, sus raíces al aire, liberadas por la tierra caída, tenían el aspecto de monstruosos tentáculos. Reynevan sintió un escalofrío en la espalda, se encogió en la silla. El caballo bufó.

Escuchó una maldición de Scharley por delante de él, en la niebla.

El demérito estaba en un lugar en el que el barranco se dividía en dos direcciones.

– Por aquí -dijo al cabo, con convencimiento, iniciando la marcha.

El barranco se volvía a dividir, se encontraban en un laberinto de cañadas, mientras que el olor del humo, le parecía a Reynevan, llegaba desde todos lados a la vez. Scharley, sin embargo, siguió avanzando derecho y seguro, acelerando el paso sin miedo, hasta comenzó a silbar. Y dejó de hacerlo tan pronto como había empezado.

Reynevan entendió por qué. En el mismo momento en que bajo los cascos del caballo hubo un crujido de huesos.

El caballo relinchó como un loco, Reynevan bajó de un salto, agarró las riendas con las dos manos, justo a tiempo; el bayo, relinchando por el pánico, lo miró con ojos llenos de miedo, retrocedió, pisando con sus pesados cascos, destrozando cráneos, pelvis y tibias. Los pies de Reynevan se enredaron entre las destrozadas costillas de una caja torácica humana, la destrozó a base de rabiosos pisotones. Temblaba de asco. Y de miedo.

– La Muerte Negra -dijo Scharley junto a él-. La peste de mil trescientos ochenta. Entonces morían aldeas enteras, la gente huía a los bosques, mas allí también los alcanzaba la epidemia. A los difuntos se los enterraba en los barrancos, como aquí. Luego alguna fiera desenterraría los cuerpos y desparramaría los huesos…

– Volvamos… -carraspeó Reynevan-. Volvamos lo más deprisa posible. No me gusta este sitio. No me gusta esta niebla. Ni el olor de este humo.

– Miedoso eres como moza -se burló Scharley-. Los muertos…

No terminó. Se escuchó un pitido, un silbido y unas risas, tales que hasta cayeron de rodillas. Por encima del barranco, arrastrando consigo chispas y trenzas de humo, pasó volando una calavera. Antes de que se recuperasen, pasó volando otra, silbando aún más horriblemente.

– Volvamos -dijo Scharley con voz sorda-. Lo más deprisa posible. No me gusta este sitio.

Reynevan estaba completamente seguro de que volvían por sus propias huellas, por el mismo camino por el que habían llegado. Y sin embargo, al cabo se dieron de bruces con la vertical pared del barranco. Scharley, sin decir palabra, se dio la vuelta, dobló por un segundo barranco. A los pocos pasos también allí los detuvo una pared vertical, cubierta de una maraña de raíces.

– Voto al diablo -dijo Scharley, dándose la vuelta-. No entiendo…

– Y yo -gimió Reynevan- me temo que sí…

– No hay salida -bramó el demérito, cuando de nuevo se toparon con un callejón cerrado-. Hemos de volver y atravesar el cementerio. Deprisa, Reinmar. Una, dos.

– Espera. -Reynevan se inclinó, miró, buscando hierbas-. Hay otra forma…

– ¿Ahora? -lo interrumpió Scharley en alta voz-. ¿Sólo ahora? ¡Ahora no hay tiempo!

Sobre el bosque pasó volando con un silbido otra cometa de calavera y Reynevan estuvo al punto de acuerdo con el demérito. Pasaron por el osario. El caballo relinchó, tiró de la testa, se asustó. El olor del humo era cada vez más fuerte. Ya se podía percibir el perfume de las hierbas que había en él. Y algo más, algo inaprensible, nauseabundo. Atemorizador.

Y luego vieron la hoguera.

La hoguera ardía junto a un árbol caído, entre sus enormes raíces. Sobre el fuego había un caldero negro de hollín y que vomitaba nubes de vapor. A su lado había un montón de calaveras. Sobre las calaveras estaba tendido un gato negro. En una posición perezosa, típica de gato. Reynevan y Scharley se quedaron de pie como paralizados. Hasta el caballo dejó de relinchar.

Junto al fuego estaban sentadas tres mujeres. A dos las escondían el humo y el vapor que salían del caldero. La tercera, que estaba a la izquierda, parecía bastante mayor. Ciertamente, sus oscuros cabellos estaban atravesados por el gris, pero su rostro, quemado por el sol y el aire, engañaba mucho. La mujer podía lo mismo tener cuarenta que ochenta años. Estaba sentada en una posición desmayada, agitando y retorciendo la cabeza innaturalmente.

– ¡Bienvenido! -dijo con voz chirriante, después de lo cual emitió un largo y potente eructo-. ¡Bienvenido, Thane of Glamis!

– Deja de decir tonterías, Jagna -dijo la otra mujer, la que estaba sentada en el centro-. Joder, te has emborrachado nuevamente.

Un golpe de viento dispersó un tanto el humo y el vapor, ahora pudieron contemplar la escena con mayor detalle.

La mujer sentada en el medio era alta y de fuerte constitución, de bajo un negro sombrero le caía sobre los hombros un cabello ondulado de color rojo fuego. Tenía unos pómulos salientes y muy coloreados, labios hermosos y ojos muy claros. Alrededor del cuello tenía enrollado un pañuelo de sucio color verde. Las medias estaban tejidas del mismo material: la mujer estaba sentada en una posición bastante cómoda y tenía la falda bastante hacia arriba, lo que permitía admirar no sólo sus medias y muslos sino bastantes otras cosas en verdad dignas de admiración.

La tercera, sentada a su derecha, era la más joven, apenas una muchacha. Tenía unos ojos brillantes, con grandes ojeras y un rostro delgado, casi de zorro, de cutis pálido y no muy sano. Sus claros cabellos estaban adornados por una corona de verbena y trébol.

– Vaya, vaya -dijo la pelirroja, rascándose el muslo bajo una media verde-. No había qué echar a la sartén y mira, la comida sola ha venido.

La de tez oscura llamada Jagna eructó, el gato negro maulló. Los ojos febriles de la mozuela de la corona ardieron con un fuego maligno.

– Os pedimos disculpas por la desazón. -Scharley hizo una reverencia. Estaba pálido, pero no se controlaba mal-. Rogamos a vuesas nobles mercedes que nos perdonéis. No os molestamos más. Ninguna impertinencia. Nosotros, sólo por casualidad. Sin comerlo ni beberlo. Y ya nos vamos. Ya no estamos aquí. Si vuesas mercedes permiten…

La pelirroja tomó una calavera del montón, la alzó muy alta, gritó muy alto un hechizo. A Reynevan le pareció que reconocía en él palabras del caldeo y el arameo. La calavera movió la mandíbula, salió disparada hacia arriba y con un silbido voló por encima de las copas de los pinos.

– Comida -repitió la pelirroja sin emoción-. Y encima que habla. Podremos platicar un poco antes de la comida.

Scharley blasfemó en voz baja. La mujer se pasó sugestivamente la lengua por los labios y clavó la vista en él. No se podía vacilar más. Reynevan respiró profundamente.

Se tocó con una mano la coronilla. Dobló la pierna derecha por la rodilla, la alzó y la cruzó con la izquierda por detrás, con la mano izquierda aferró la punta de la bota. Aunque no había hecho esto antes más que dos veces, le salió extraordinariamente bien. Bastó un instante de concentración y murmurar el hechizo.

Scharley volvió a blasfemar. Jagna eructó. Los ojos de la pelirroja se abrieron.

Y Reynevan, como estaba, en aquella pose, poco a poco se elevó sobre el suelo. No muy alto, tres o cuatro palmos. Y apenas unos instantes. Pero fue suficiente.

La pelirroja levantó una damajuana de barro, bebió de ella un largo trago, luego otro. A las muchachas no les ofreció, a Jagna, que extendió la mano con ansia, le impidió coger el recipiente, manteniéndolo lejos del alcance de sus dedos de largas uñas. No apartó los ojos de Reynevan, y las pupilas de sus claros ojos eran como dos puntitos negros.

– Vaya, vaya -dijo-. Quién se lo iba a esperar. Magos, verdaderos magos, del gremio de primera, Toledo. Aquí, en mi casa, en la casa de una humilde bruja. Qué honor. Acercaos, acercaos. ¡Sin recelos! ¿No os habréis tomado en serio mis burlillas acerca de la comida y el canibalismo? ¿Eh? ¿No lo habréis creído?

– No, por supuesto que no -afirmó Scharley solícito, tan solícito que estaba claro que mentía. La pelirroja bufó.

– Así que -preguntó-, ¿qué es lo que los señores hechiceros buscan en aqueste mi pobre rincón? ¿Qué desean? O no será…

Se detuvo, sonrió.

– ¿O no será que los señores hechiceros se hayan descaminado comúnmente? ¿Que hayan confundido el camino? ¿Desdeñando la magia con masculino orgullo? ¿Y que ahora ese mismo orgullo no les permita reconocerlo, especialmente ante unas mujeres?

Scharley había recuperado su apostura.

– La agudeza de vuesa merced corre pareja con su belleza -hizo una reverencia cortesana.

– Mirailo, mirailo, hermanillas -relucieron los dientes de la bruja-, vaya un cortesano caballero que nos hemos topado, de qué forma más amena sabe hacer cumplidos. Sabe cómo agradar a una mujer, se diría que un trovador. O que un obispo. Ciertamente, es una pena que tan poco… Porque mozas y mujeres a menudo arrostran los peligros del bosque y del cementerio, mi fama alcanza bien lejos, pocas hay que tan bien sepan pinchar las tripas, tan gallardamente, con tanta seguridad y tan poco dolor como yo. Mas los hombres… En fin, acuden por estos lares muy escasamente… escasamente. Y es una pena… una pena…

Jagna rió con fuerza, la rapaza sorbió la nariz. Scharley se cubrió de rubor, pero más bien de gana que de embarazo. Reynevan, por su parte, también se había recuperado. Ya había conseguido columbrar lo necesario entre el vapor del bullente caldero, así como ver los hatos de yerbas colgados, tanto secos como frescos.

– La agudeza y la belleza de vuesas mercedes corren parejas con su modestia. -Se estiró, con cierta altivez, pero consciente de que se hacía de notar-. Porque estoy seguro de que muchos huéspedes acuden aquí, y no sólo a causa de los servicios medicinales. Pues veo fresnillo blanco y allí, ¿no es acaso «triguillo de espinas», es decir estramonio, datura? Y allí albarrana, allí de nuevo altamisa, la hierba de los augurios. Y aquí, mira, beleño negro, herba Apollinañs, y pie de grifo, helleborus, ambos provocan visiones proféticas. Así que hay demanda de augurios y profecías, ¿me equivoco?

Jagna eructó. La rapaza lo atravesó con la mirada. La pelirroja se sonrió enigmáticamente.

– No yerras, compadre buen conocedor de yerbas -dijo ésta por fin-. Grande es la demanda de augurios y profecías. Se acerca un tiempo de cambios y mudanzas, muchos quieren saber qué es lo que habrá de traer tal tiempo. Y vosotros también lo queréis. Enterarse de lo que os deparará la fortuna. ¿Me equivoco?

La pelirroja echó al caldero las hierbas y removió. La profecía, sin embargo, iba a hacerla la rapaza de rostro de zorro y ojos ardientes de fiebre. Poco después de haber bebido el elixir, sus ojos se embotaron, la seca piel de sus mejillas se puso en tensión, el labio inferior dejó los dientes al descubierto.

Columna veli aurei -dijo de pronto con no demasiada claridad-. La columna del velo de oro. Nacida en Genazzano, en Roma termina su vida. En seis años. El lugar vacío lo ocupará la loba. En domingo Oculi. En seis años.

El silencio, tan sólo turbado por el chasquido del fuego y el ronroneo del gato, reinó durante tanto tiempo que Reynevan dudó. Sin razón.

– Antes de que pasen dos días -dijo la muchacha, estirando un tembloroso dedo en su dirección-. Antes de que pasen dos días devendrá él famoso poeta. Famoso ante todos su nombre será.

Scharley se agitó un poco al ahogar la risa, se tranquilizó al punto ante la mirada furiosa de la pelirroja.

– Se acerca el vagabundo. -La adivina suspiró algunas veces con fuerza-. Se acerca el Viator, el Vagabundo, desde la parte del sol. Vendrá el cambio. Alguno de los nuestros se va, a nosotros vendrá el Vagabundo. El Vagabundo dice: ego sum qui sum. No preguntes al Vagabundo por su nombre, es un secreto. Porque hay algo que acertará esto: de aquello que come salió lo que se usa y del fuerte saldrá lo dulce.

El león muerto, las abejas y la miel, pensó Reynevan, la adivinanza que Sansón les puso a los filisteos. Sansón y la miel… ¿Qué significa esto? ¿Qué simboliza? ¿Quién es el tal Vagabundo?

– Te llama tu hermano. -La voz suave de la médium lo electrizó-. Tu hermano te llama: ve y vuelve. Ve, salta por encima de la montaña. No pierdas tiempo.

Se volvió todo oídos.

– Dice Isaías: reunidos, presos en la mazmorra, encerrados en la cárcel. El amuleto… y la rata… El amuleto y la rata. Yin y Yang, Keter y Malkut. Sol, serpiente y pez. Se abren, se abre la puerta del infierno, en ese momento se derrumba la torre, la turris fulgurata se viene abajo, la torre herida por el rayo. La Narrenturm se deshace en polvo, entierra al loco bajo sus escombros.

Narrenturm, repitió para sí Reynevan. ¡La Torre de los Locos! ¡Dios mío!

Adsumus, adsumus, adsumus! -gritó de pronto la muchacha, estirándose con fuerza-. ¡Estamos! ¡De la saeta que vuela por el día, sagitta volante in die, guárdate, guárdate! ¡Guárdate del miedo de la noche, guárdate de los seres que habitan en la noche, guárdate del demonio que destruye al sur! Y que grita: Adsumus! ¡Guárdate del Treparriscos! ¡Teme a los pájaros nocturnos, teme a los mudos murciélagos!

Aprovechando la distracción de la pelirroja, Jagna se acercó con cuidado a la damajuana, bebió unos grandes tragos. Tosió y carraspeó.

– Guardaos también -gritó- del bosque de Birnam.

La pelirroja la hizo callar de un codazo.

– Mas los hombres -la adivinadora lanzó un fuerte suspiro- arderán, se quemarán en el paso de fuego. Por error. A causa de un parecido en el nombre.

Reynevan se inclinó hacia ella.

– ¿Quién mató…? -preguntó en voz baja-. ¿Quién tiene la culpa de la muerte de mi hermano?

La pelirroja siseó con rabia, advirtiendo, lo amenazó con el puño. Reynevan sabía que estaba haciendo lo que no se debía hacer, que se arriesgaba a interrumpir el trance sin retorno posible. Pero repitió la pregunta. Obtuvo respuesta de inmediato.

– La culpa la tiene el mentiroso. -La voz de la muchacha cambió de tono a otro más bajo y ronco-. El mentiroso o el que dice la verdad. Dice la verdad. Miente o dice la verdad. Y esto dependiendo de qué opinión tenga de ello. Chamuscado, requemado, abrasado. No abrasado, porque muerto. Muerto enterrado. En poco tiempo desenterrado. Antes de que pasen tres años. Expulsado de la tumba. Buried at Lutterworth, remains taken up and cast out… Navega, navega por un río de cenizas de huesos quemados… De Avon en el Severn, de Severn al mar, del mar al océano… Huid, huid, salvad la vida. Quedan tan pocos de los nuestros.

– Un caballo -introdujo de pronto Scharley sin vergüenza alguna-. Para huir necesito un caballo. Me gustaría…

Reynevan lo hizo callar con un gesto. La muchacha lo miró con ojos ciegos. Él dudó de que fuera a contestar. Se equivocaba.

– Un bayo… -bufó-. Un bayo será.

– Y yo todavía querría… -intentó Reynevan, pero se detuvo, viendo que ya era el final. Los ojos de la muchacha se cerraron, la cabeza le cayó sin fuerza. La pelirroja la sujetó, la depositó delicadamente en el suelo.

– No os retendré más -dijo al caho-. Id por el barranco, doblando sólo a la izquierda, siempre a la izquierda. Encontraréis un bosque de robles, luego una pradera, en ella una cruz de piedra. Frente a la cruz comienza un sendero. Os llevará hasta el camino a Swidnica.

– Gracias, hermana.

– Cuidaos. Quedan tan pocos de los nuestros.

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