Capítulo decimoctavo

En el que en la tradición y las costumbres de la caballería penetra -con estruendo- la modernidad y Reynevan, como si quisiera justificar el título del libro, se porta como un loco. Y se le obliga a reconocerlo. Ante la naturaleza toda.


Reynevan tenía motivos para la vergüenza y la rabia, así que cedió ante el pánico. Al ver a los Sterz entrando en Kromolin, lo dominó un insensato y estúpido miedo y ese miedo lo impulsó de forma estúpida e insensata. Su vergüenza fue mayor porque se daba completamente cuenta de ello. En lugar de valorar la situación con serenidad y actuar de acuerdo a un plan racional, reaccionó como una bestia acosada y asustada. Saltó por la ventana de la taberna y puso pies en polvorosa. Entre las chozas y las cabanas, en dirección a los juncos ribereños que le ofrecían, pensaba, un asilo seguro y oscuro.

Lo salvaron la suerte y el resfriado que afectaba desde hacía algunos días a Stefan Rotkirch.

Porque los Sterz habían planeado bien la caza. A Kremolin entraron sólo tres. Los otros tres, es decir, Rotkirch, Dieter Haxt y Buho von Knobelsdorf, habían llegado al pueblo antes y se habían situado inadvertidamente en los lugares por donde era más probable que el perseguido huyera. Reynevan se habría topado por poco con Rotkirch, que estaba apostado detrás de una choza, si no hubiera sido porque éste, que estaba constipado, estornudó. Estornudó con tanta fuerza que su caballo se asustó y golpeó con los cascos en el tablado. Reynevan, aunque el pánico le había congelado el cerebro y casi le había robado el control de sus piernas, se detuvo a tiempo, se dio la vuelta y se arrastró junto a la cabana, junto a los montones de estiércol, a cuatro patas cruzó por debajo de la valla y se escondió detrás de una pila de carrascas. Temblaba de tal modo que le daba la impresión de que las carrascas crujían como si estuvieran agitadas por un huracán.

– ¡Pss, pss, señor!

Junto a la cerca había un muchacho de unos seis años con un gorro de fieltro y una camisa atada con una cuerda que le llegaba hasta la mitad de sus sucias piernecillas.

– ¡Pss! A la quesera, señor… A la quesera… Palla.

Miró en la dirección señalada. A como un tiro de piedra había una construcción de madera, cuadrangular, cubierta con un techo puntiagudo de tejas de madera y elevada sobre cuatro sólidos pilares de casi dos brazas de altura. La quesera parecía más bien un enorme palomar. Y más que nada una trampa sin salida.

– A la quesera -lo apremió el muchacho-. Apriesa… Escondersus allá…

– ¿Allí?

– Digo. Tos nusotros nos escondemus siempre allá.

Reynevan no continuó la discusión, sobre todo porque no muy lejos alguien había silbado y unos fuertes estornudos y el sonido de cascos de caballo anunciaban que se estaba acercando el constipado Rotkirch. Por suerte, Rotkirch, al doblar entre las chozas, entró directamente en un corral con gansos y los gansos se pusieron a graznar taponándolo todo. Reynevan comprendió que ahora o nunca. Inclinándose hacia delante, echó a correr por la margen de las carrascas, llegó hasta la quesera. Y se quedó paralizado. No había escalera y era imposible empinarse por aquellos lijados pilares de roble.

Maldiciendo para sí su estupidez, tenía ya intención de seguir huyendo cuando escuchó un susurro y desde arriba, de un oscuro agujero, cayó, como si fuera una culebra, una soga. Reynevan se enrolló la cuerda en los brazos y pies y en un segundo se encontró arriba, en un espacio oscuro, asfixiante y repleto del olor a queso viejo. Quien le había echado la cuerda y ayudado a subir había sido el goliardo del jubón rojo y la capucha picuda. El mismo que acababa de leer en la taberna el libelo husita.

– Pss -susurró, situando el índice sobre los labios-. Guardad silencio, señor.

– ¿Aquí es…?

– ¿Seguro? Sí. Nosotros siempre nos escondemos aquí.

Puede que Reynevan hubiera intentado determinar por qué en tal caso nadie encontraba regularmente a los que tan regularmente se escondían allí, pero no hubo tiempo. Justo al lado de la quesera pasó Rotkirch. Estornudó y siguió adelante, sin dignar ni siquiera una mirada a la construcción de los pilares.

– Vos -habló el goliardo en la oscuridad- sois Reinmar de Bielau. El hermano de Peter. Asesinado en Balbinów.

– Cierto -confirmó al cabo de un instante Reynevan-. Y tú te has escondido aquí por miedo a la Inquisición.

– Cierto -confirmó al cabo de un instante el goliardo-. Lo que leí en la taberna… Los artículos…

– Sé cuáles son esos artículos. Mas ésos que han llegado no son la Inquisición.

– Nunca se sabe.

– Verdad. Mas daba la impresión de que tenías protectores. Y sin embargo te has escondido.

– ¿Y vos no?


La quesera tenía en las paredes multitud de agujeros que servían para asegurar a los quesos que se estaban secando el paso del aire, pero que permitían mirar en todas direcciones. Reynevan puso el ojo en un agujero que daba a la taberna y al zócalo iluminado por las teas. Pudo ver qué estaba pasando. La distancia no permitía escuchar. Pero no era difícil imaginárselo.


La junta bélica de la taberna continuaba, sólo unos pocos la habían abandonado. De modo que a los Sterz los recibieron en la plaza los perros, aparte de algunos escuderos y muy pocos caballeros de rapiña, entre los que estaban Kuno Wittram y John von Schoenfeld con su cabeza vendada. «Recibieron» era de todos modos palabra excesiva, pues pocos caballeros fueron los que alzaron la cabeza. Wittram y otros dos prestaban toda su atención a un esqueleto de carnero, de cuyas costillas andaban arrebañando los restos de carne y llevándoselos a la boca. Schoenfeld apagaba su sed bebiendo de una jarra con ayuda de una paja que atravesaba el vendaje. Los herreros y los mercaderes se habían ido ya a dormir, las mozas, los monjes, vagabundos y gitanos se habían esfumado por precaución, los criados afectaban estar muy ocupados. El resultado fue tal que Wolfher Sterz tuvo que repetir la pregunta hecha.

– He preguntado -tronó desde la altura de su montura- si habéis visto a un mancebo que responda a la descripción. ¿Ha estado o está aquí? ¿Me va a responder por fin alguien? ¿Eh? ¿O es que, malditos seáis, os habéis quedado sordos?

Kuno Wittram escupió un hueso de carnero directamente a los pies del caballo del Sterz. El otro caballero se limpió los dedos en su sobrevesta, miró a Wolfher e hizo girar significativamente el cinturón con su espada. Schoenfeld, sin alzar la vista, sorbió por su paja.

Rotkirch se acercó, al cabo se les unió Dieter Haxt. Ambos negaron con la cabeza cuando Wolfher y Morold los cuestionaron con la mirada. Wittich maldijo.

– ¿Quién ha visto a alguien como el que he descrito? -repitió Wolfher-. ¿Quién? ¿Tú? ¿No? ¿O puede que tú? Sí, tú, gigantón, ¡a ti te hablo! ¿Lo has visto?

– No -negó Sansón Mieles, que estaba de pie delante de la taberna-. No lo he visto.

– Quien lo viera y me lo señalare -Wolfher se apoyó en el arzón- se ganará un ducado. ¿Eh? Ah, aquí está el ducado, para que no penséis que miento. Basta con señalarme al hombre que busco. Confirmarme que estuvo aquí o que lo está aún. ¡Quien lo haga se ganará un ducado! ¿Eh? ¿Quién quiere ganárselo? ¿Tú? ¿O puede que tú?

Uno de los criados se acercó lentamente, mirando a su alrededor inseguro.

– Yo, señor, he vist… -comenzó. Pero no terminó porque John von Schoenfeld le dio una fuerte patada en el culo. El criado cayó a cuatro patas. Luego se alzó y salió huyendo, cojeando.

Schoenfeld se puso en jarras, miró a Wolfher y murmuró algo ininteligible bajo sus vendajes.

– ¿Eh? -El Sterz se inclinó en la silla-. ¿Qué? ¿Qué ha dicho? ¿Qué era eso?

– No estoy seguro -respondió Sansón sereno-. Mas me parece que algo sobre no sé qué putos judas.

– También a mí me parece -confirmó Kuno Wittram-. ¡Por el barril del santo Willibrord! No nos gustan los judas en Kromolin.

Wolfher enrojeció primero y luego palideció, apretando el asta de su gincho. Wittich acercó al caballo, Morold echó mano a la espada.

– No lo aconsejaría -dijo Notker von Weyrach, que estaba en las puertas de la taberna y tenía a un lado a De Tresckow y al otro a Woldan de Osin, y a la espalda a Rymbaba y Bozywqj de Lossow-. No os aconsejaría comenzar, señores de Sterz. Porque juro por Dios que lo que vosotros comencéis, nosotros lo terminaremos.


– Ellos mataron a mi hermano -jadeó Reynevan, todavía con el ojo en el agujero de la pared de la quesera-. Ellos, los Sterz, encargaron su muerte. Ojala se peleen… Y los caballeros de rapiña los destrocen… Así quedaría vengado Peterlin.

– No contaría con ello.

Se dio la vuelta. Los ojos del goliardo brillaban en la oscuridad. ¿Qué sugiere?, pensó. ¿Con qué no he de contar, con la pelea o con la venganza? ¿O ni una ni otra?


– No busco pleitos -dijo, bajando el tono, Wolfher Sterz-. Y no busco tampoco problemas. De modo que pregunto amablemente. El hombre que persigo mató a mi hermano y deshonró a mi cuñada. Es mi derecho el hacer justicia…

– Oh, señor Sterz. -Markwart von Stolberg meneó la cabeza cuando las risas dejaron de resonar-. A mal sitio habéis venido con los vuestros males. Os aconsejo que vayáis a buscar justicia a otra parte. A un tribunal, por ejemplo.

Weyrach bufó, De Lossow estalló en risas. El Sterz palideció, consciente de que se estaban burlando de él. Morold y Wittich apretaron los dientes de tal modo que casi salían chispas. Wolfher abrió y cerró varias veces la boca, pero antes de que pudiera decir nada entró al galope en el zócalo Jens von Knobelsdorf, llamado Buho.

– Canallas. -Reynevan apretó los dientes-. Y que no haya castigo para éstos… Que Dios no los golpee con su látigo, que no mande contra ellos a ningún ángel…

– ¿Quién sabe? -suspiró el goliardo en una oscuridad que olía a queso-. ¿Quién sabe?

El Buho se acercó a Wolfher, dijo algo muy rápido, con el rostro excitado y rojo, señaló hacia el molino y el puente. No tuvo que hablar mucho. Los hermanos Sterz picaron espuelas y cruzaron el zócalo a todo galope en dirección contraria, entre las chozas, en dirección al vado del río. Detrás de ellos se lanzaron sin darse la vuelta el Buho, Haxt y Rotkirch, quien iba entre estornudos.

– ¡Puente de plata! -Paszko Rymbaba escupió tras ellos.

– ¡Los ratones olieron al gato! -se rió Woldan de Osin.

– O al tigre -lo corrigió serio Markwart von Stolberg. Estaba más cerca y había oído lo que el Buho le había dicho a Wolfher.

– Yo -dijo el goliardo en la oscuridad- no saldría todavía.

Reynevan, que ya casi estaba colgando de la soga, se detuvo.

– A mí ya nada me amenaza -afirmó-. Mas tú has de tener cuidado. Por lo que leíste se quema en la hoguera.

– Hay cosas -el goliardo se acercó de modo que un rayo de luz de luna que se colaba por una rendija le iluminara la cara-, hay cosas que merecen que arriesgue uno la vida. Bien lo sabéis vos mismo, don Reynevan.

– ¿Qué quieres decir con esto?

– Bien sabéis qué.

– Yo te conozco. -Reynevan resopló-. Te he visto ya antes.

– Ciertamente me habéis visto. En casa de vuestro hermano en Powojowice. Mas cuidado con ello, mejor no hablar. La charlatanería es en estos tiempos defecto que trae la perdición. Más de uno se ha cortado la propia garganta por su larga lengua, como suele decir…

– Urban Horn -terminó Reynevan, asombrándose él mismo de su perspicacia.

– Más bajo -susurró el goliardo-. Más bajo con ese nombre, señor.

Los Sterz, ciertamente, se las habían pelado del pueblo con extraño apresuramiento, como si huyeran de un pelotón de tártaros, como si hubieran oído que había peste, galopaban como si el diablo les pisara los talones. Aquella vista compuso bastante la autoestima a Reynevan. Sin embargo, cuando vio de quién huían, cuando distinguió quién estaba entrando en Kromolin, dejó de extrañarse.

A la cabeza de un grupito de caballeros y de ballesteros a caballo iba un hombre con una bien dibujada barbilla y hombros anchos como la puerta de una catedral, vestido con una armadura milanesa hermosa y ricamente dorada. También su caballo, un enorme moro, llevaba armadura: un chamfron, es decir una testera, le protegía la cabeza, mientras que el cuello lo cubría un crinet, es decir, una capizana.

Reynevan se mezcló entre los caballeros de rapiña kromolinianos, que para entonces formaban ya multitud en el zócalo. Nadie excepto Sansón lo advirtió ni le prestó atención. No había ni rastro de Scharley. Los caballeros de rapiña zumbaban como un rebaño de avispas.

A ambos lados del caballero de la armadura milanesa cabalgaban otros dos: un mozo de abundantes cabellos, hermoso como una dama, y un tipo delgado y prieto de mejillas caídas. Ambos iban también completamente armados, ambos montaban alazanes protegidos con bardas.

– Hayn von Czirne -dijo Otto Glaubitz con admiración-. ¿Veis qué milanesa lleva? Que me aspen si no vale lo menos cuarenta marcos.

– El de la izquierda, el joven -bufó Wencel du Hartha-, es Fryczko Nostitz. Y el de la derecha es Vitelozzo Gaetani, un italiano…

Reynevan suspiró leve. Escuchó a su alrededor parecidos suspiros, bufidos y maldiciones en voz baja, lo que atestiguaba que no sólo a él le impresionaba la aparición de uno de los caballeros de rapiña más célebres y peligrosos de Silesia. Hayn von Czirne, señor del castillo de Nimmersatt, gozaba de la peor fama posible y su nombre, como se veía, no sólo causaba espanto entre los mercaderes y gentes de bien, sino también respeto consternado entre sus colegas de profesión.

Entonces Hayn von Czirne detuvo su caballo ante los jefes, desmontó y se acercó, entre el tintineo de las espuelas y los chirridos de su armadura.

– Señor Stolberg -dijo con una profunda voz de bajo-. Señor Barnhelm.

– Señor Czirne.

El caballero de rapiña miró hacia atrás como si quisiera asegurarse de que su comitiva tenía las armas a mano y los ballesteros las ballestas preparadas. Una vez que se asegurara, apoyó la mano izquierda en el puño de la espada y la derecha en la cadera. Abrió las piernas, alzó la cabeza.

– Corta será mi plática -tronó- porque tiempo no tengo para largas chacharas. Alguien asaltó y robó a los valones, los mineros de las minas de Zloty Stok. Y yo ya había advertido que los valones de Zloty Stok están bajo mi protección. Así que os voy a decir algo y me habréis de escuchar con atención: si alguno de vosotros, bellacos, ha tenido parte en el hurto, mejor que lo reconozca ahora, porque como lo atrape, le sacaré la piel a tiras por muy caballero que sea.

Se diría que una nube oscura cubrió el rostro de Markwart Stolberg. Los caballeros kromolinianos susurraron. Fryczko Nostitz y Vitelozzo Gaetani no se movieron, se mantuvieron sobre sus caballos como dos muñecas de hierro. Mas los ballesteros de la comitiva inclinaron las ballestas, prestos para la acción.

– Una sospecha bien fundada del tal acto -continuó Hayn von Czirne- recae sobre Kunz Aulock y Stork de Gorgowitz, de modo que os diré algo que habréis de escuchar con atención: si escondierais a esos bastardos y ladrones en Kromolin, os acordareis de mí.

»De todos es conocido -siguió Czirne sin importarle los crecientes susurros de los caballeros- que los bastardos Aulock y Stork se hallan a sueldo de los Sterz, los hermanos Wolfher y Morold, bastardos y perros igualmente. Con éstos tengo negocios de antiguo, mas ahora la medida se ha colmado. Si resultara ser verdad lo de los valones, os aseguro que les sacaré las tripas a los Sterz. Y ya puestos, a quienes pensamiento tuvieran de esconderlos.

»Y una cosa más, para terminar. Mas ello es algo no menos importante, así que aguzad el oído. Alguien anda en los últimos tiempos dando cuenta de los mercaderes. Cada dos por tres se halla a alguno de estos mercatora tieso y frío. Raro es el asunto y no tengo intenciones de meterme en ello, mas os diré algo: la compañía de los Fúcar de Ausgburgo me paga por mi protección. De modo que si a alguno de los mercatora de los Fúcar le sucediera una aventura poco grata, y se demostrara que alguno de vosotros es responsable, que Dios se apiade de él. ¿Entendido? ¿Lo habéis entendido, mochachos?

Entre los crecientes murmullos de rabia, Hayn von Czirne tomó de pronto la espada, la agitó, silbaba incluso el arma.

– ¡Y si osara alguno -gritó- oponerse a lo que he dicho u opinara que miento, si a alguno no le fuera esto plato de gusto, le reto a que salga aquí, a la plaza! Y acordaremos las cosas con los yerros. ¡Venga! ¡Estoy aguardando! ¡Me cago en la puta, desde Pascua no he matado a nadie!

– No actuáis convenientemente, don Hayn -dijo Markwart von Stolberg-. ¿Es esto digno?

– No afecta lo dicho a vos, don Markwart -Czirne sacó aún más la barbilla-, ni a don Traugott, ni a ninguno de los mayores. Mas conozco mis derechos. Tengo derecho a retar a la mesnada.

– Yo sólo digo que no actuáis con conveniencia. Todos os conocen. A vos y vuestra espada.

– ¿Y entonces qué? -bufó el golfín-. ¿Que para que no se me conozca he de vestirme de doncella como Lanzarote del Lago? Conozco mis derechos. Y ellos también los conocen. Este hatajo de cagones con las patas temblonas.

Los caballeros de rapiña murmuraron. Reynevan vio cómo a Kottwitz, que estaba a su lado, se le iba la sangre del rostro de la rabia. Escuchó cómo le rechinaban los dientes a Wencel du Hartha. Otto Glaubitz apretó el puño de su espada e hizo un movimiento como si quisiera salir, mas Jasko Chromy lo agarró del brazo.

– No lo intentes -murmuró-. Todavía nadie ha salido vivo de bajo su espada.

Hayn von Czirne de nuevo agitó la espada, anduvo, las espuelas le tintineaban.

– ¿Y qué pasa, sacos de pedos? -tronó-. ¿Qué, comemierdas? ¿No sale nadie? ¿Sabéis por lo que os tengo? ¡Os tengo por culos de buey y culos de buey os llamo! ¿Y qué? ¿Lo va a negar alguno? ¿Tendrá alguno bizarría suficiente para acusarme de mentir? ¿Qué, nada? ¡Entonces todos, hasta el último, no sois más que gelipollas, mamones y caganíos! ¡Y una ofensa para la propia orden de caballería!

Los caballeros murmuraron cada vez con mayor fuerza, Hayn sin embargo fingía no darse cuenta.

– Uno solo veo hombre entre vosotros -siguió, señalando con el dedo-, aquél que está allí, Bozywoj de Lossow. Ciertamente no comprendo que está haciendo entre un rebaño de matasietes, asaltacunas y robagatos como el vuestro. De seguro que él mismo ya se ha ido al garete, puff, vergüenza e infamia.

Lossow se enderezó, cruzó los brazos sobre su pecho adornado con el escudo del lince, sostuvo la mirada sin miedo. No se movió, sin embargo, se quedó de pie con el rostro de piedra. Su serenidad puso rabioso a Hayn von Czirne. El ladrón enrojeció, puso los brazos en jarras.

– ¡Follacabras! -gritó-. ¡Verracos capados! ¡Meapollas! ¡Os estoy retando!, ¿me oís, culospompa? ¡Aquí, en esta plaza, ahora, a pie o a caballo! ¡A espada o a hacha, a lo que queráis, elegid vosotros! Venga, ¿quién? ¿Quizá tú, Hugo Kottwitz? ¿O tú, Krossig? ¿Puede que tú, Rymbaba, cacho cabrón?

Paszko Rymbaba se inclinó y agarró la espada, apretando los dientes bajo sus bigotes. Woldan de Osín lo aferró por los hombros y le hizo volver a su sitio.

– No seas loco -le susurró-. ¿No te es grata la vida? Nadie puede con él.

Hayn von Czirne se rió como si lo hubiera escuchado.

– ¿Nadie? ¿Nadie se atreve? ¿No hay ningún valiente? ¡Tal me pensaba! ¡Ah, cagapantalones! ¡Mierdas de perro! ¡Gorrones! ¡Rascabarbas!

– ¡Hijo de una grandísima puta! -gritó de pronto Ekhard von Sulz-. ¡Charlatán! ¡Sacamuelas! ¡Culoabierto! ¡Sal a la plaza!

– En ella estoy -contestó con serenidad Hayn von Czirne-. ¿Con qué vamos a probar?

– Con esto. -Sulz sacó un arcabuz-. Alardeas, Czirne, porque sois maestro en espada y señor del hacha. ¡Mas los tiempos cambian! ¡Ésta es la modernidad! ¡Iguales oportunidades tenemos! ¡Vamos a dispararnos!

Entre el ruido que se elevó de inmediato, Hayn von Czirne se acercó a su caballo, al cabo volvió portando un arcabuz. Ekhard Sulz tenía una pistola común y corriente, un simple tubo sobre un palo, la pieza de Czirna era un arma de mano construida artísticamente, con un cañón prismático sobre un ajuste de roble labrado.

– Que sea entonces con arma de fuego -anunció-. Que entre la modernidad en casa y castillo. Marcad el campo.

No tardaron mucho. Se marcó el campo con ayuda de dos lanzas clavadas en la tierra que estaban a una distancia de diez pasos entre el resplandor de las ardientes teas. Czirne y Sulz se pusieron uno enfrente del otro, cada uno con su arcabuz bajo el brazo y el botafuego ardiendo en la otra mano. Los caballeros de rapiña se hicieron a un lado para salir de la línea de fuego.

– ¡Armas preparadas! -Notker Weyrach, que había tomado la responsabilidad del heraldo, alzó su maza-. ¡Apunten!

Los adversarios se inclinaron, alzando el botafuego a la altura de la mecha.

– ¡Encended!

Durante un momento no pasó nada, reinó el silencio, las mechas chisporroteaban, apestaba la pólvora ardiendo en la cazoleta. Daba la sensación de que iba a ser necesario detener el duelo para cargar de nuevo las armas. Notker Weyrach ya se estaba disponiendo para dar una señal cuando de pronto el arcabuz de Sulz estalló con un tremendo estampido, brilló el fuego, se formaron columnas de humo. Los que estaban más cerca escucharon el silbido de una bala que erraba su objetivo y volaba hacia la letrina. Casi en el mismo momento el arma de Hayn von Szirne escupió humo y fuego. Con mejor resultado. La bala acertó a Ekhard Sulz en la barbilla y le arrancó la cabeza. Del cuello del partidario de la cruzada antihusita surgió un torrente de sangre, la cabeza rebotó contra la pared del establo, cayó, rodó por toda la plaza, por fin descansó en la hierba, mirando con unos ojos muertos a los perros que la estaban olisqueando.

– Joder -se oyó la voz de Paszko Rymbaba en el completo silencio-. Esto ya no se puede coser.


Reynevan había minusvalorado a Sansón Mieles.

No había tenido tiempo todavía de ensillar el caballo cuando sintió una mirada en su nuca. Se dio la vuelta, miró y se quedó como una estatua de sal, la silla sujeta con las dos manos. Lanzó una maldición, después de lo cual le puso la silla al caballo en los lomos.

– No me acuses -dijo, sin darse la vuelta y fingiendo estar absorto en las cinchas-. Tengo que ir detrás de ellos. Quería evitar la despedida. O mejor dicho, las discusiones de despedida, que no aportarían nada más que ruido innecesario y pérdida de tiempo, pensé que sería mejor…

Sansón Mieles, apoyado en el marco de la puerta, cruzó las manos sobre el pecho y guardó silencio, pero su mirada era harto significativa.

– Tengo que ir detrás de ellos -estalló Reynevan al cabo de un instante de tensa vacilación-. No puedo hacer otra cosa. Entiéndeme. Es una ocasión irrepetible para mí. La Providencia…

– La persona de Hayn von Czirne -sonrió Sansón- me provoca múltiples asociaciones mentales. Ninguna de ellas, sin embargo, la llamaría yo providencial. Mas en fin, te entiendo. Aunque no diré que me haya sido fácil.

– Hayn Czirne es enemigo de los Sterz. Enemigo de Kunz Aulock. El enemigo de mis enemigos es, pues, mi aliado natural. Gracias a él puedo tener alguna posibilidad de vengar a mi hermano. No resoples, Sansón. No es lugar ni momento para otra disputa que termine con la conclusión de que la venganza es cosa estéril y sin sentido. Los asesinos de mi hermano no sólo siguen andando tranquilamente sobre la tierra, sino que me pisan los talones continuamente, me amenazan, persiguen a la mujer que amo. No, Sansón. No huiré a Hungría, dejándolos aquí en el orgullo y la gloria. Tengo la ocasión, tengo un aliado, he encontrado al enemigo de mi enemigo. Czirne dijo que iba a sacarles las tripas a los Sterz y a Aulock. Puede que esto sea estéril, puede que sea mezquino, indigno, puede ser insensato. Pero quiero ayudarle y estar cuando ese momento llegue. Quiero ver cómo los abre en canal.

Sansón Mieles guardó silencio. Reynevan, por no sé sabe qué vez, no pudo dejar de asombrarse de cómo en sus necios ojos y en su aspecto de completo idiota podía dibujarse una reflexión y una inteligente solicitud tan grande. Y unas acusaciones mudas, pero extraordinariamente visibles.

– Scharley… -tartamudeó, al tiempo que tensaba las cinchas-.

Scharley, cierto, me ha ayudado, ha hecho mucho por mí. Mas tú mismo lo has oído, has sido testigo… Más de una vez. Cuantas veces le mencioné la venganza sobre los Sterz, la rechazó. Burlándose además y tratándome como a un mozalbete estúpido. Niega categóricamente su ayuda para mi venganza, incluso, tú mismo lo oíste, se mofa y se ríe de Adela, ¡intenta disuadirme todo el tiempo de ir a Ziebice!

El caballo relinchó y pataleó, como si se le hubiera pegado el nerviosismo. Reynevan respiró hondo, se tranquilizó.

– Dile, Sansón, que no le guardo rencor. Al contrario, joder, le estoy agradecido, me doy cuenta de cuánto ha hecho por mí. Mas creo que ésta es precisamente la mejor forma de agradecérselo, yéndome. Él mismo lo dijo: soy su mayor riesgo. Para vosotros dos…

Se calló.

– Me gustaría que vinieras conmigo. Pero no te lo propongo. Sería feo e indigno por mi parte. Lo que planeo hacer es arriesgado. Estarás más seguro con Scharley.

Sansón Mieles se mantuvo callado largo rato.

– No pienso disuadirte de lo que planeas -dijo por fin-. No te voy a distraer con, como has dicho tan bien, ruido y pérdida de tiempo. Incluso me guardo mi opinión acerca de la insensatez o no de la empresa. No quiero tampoco empeorar el asunto añadiéndote además remordimientos de conciencia. Sé consciente, sin embargo, Reinmar, de que al irte destruyes mis esperanzas de regresar a mi propio mundo y a mi propia forma.

Reynevan guardó un largo silencio.

– Sansón -dijo por fin-. Responde. Sinceramente, si puedes. Eres de verdad… Acaso eres… Lo que dijiste sobre ti mismo… ¿Quién eres?

Ego sum, qui sum -lo interrumpió Sansón con voz amable-. Soy quien soy. Ahorrémonos las confesiones de despedida. Nada dan, nada justifican y nada cambian.

– Scharley es persona de mundo y de inventiva -dijo rápido Reynevan-. En Hungría, verás, en poco tiempo conseguirá contactarte con alguien que…

– Vete ya. Vete, Reinmar.


Todo el valle estaba inundado por la niebla. Por suerte yacía baja, junto al suelo, gracias a lo cual no parecía que fuera a extraviarse, al menos de momento. Se veía por dónde discurría el camino. La senda estaba clara y visiblemente marcada por una línea de sauces torcidos, perales silvestres y arbustos de escaramujo que sobresalían de la blanca bruma. Aparte de ello, a lo lejos, en la oscuridad, parpadeaba mostrándole el camino una borrosa lucecita bailarina: la lámpara del grupo de Hayn von Czirne.

Hacía mucho frío. Cuando Reynevan cruzó el puente sobre el Jadkowa y entró en la niebla le dio la sensación de que se sumergía en agua helada. Al fin y al cabo, pensó, estamos ya en septiembre.

Los bancos de niebla que se extendían a su alrededor producían en suma una visibilidad bastante buena a los lados, al reflejar la luz. Sin embargo, Reynevan cabalgaba en la más absoluta oscuridad, apenas veía las orejas del caballo. La mayor oscuridad reinaba, paradójicamente, en el propio camino, a la sombra de los árboles y densos arbustos. Estos últimos tenían a menudo unas siluetas tan sugestivamente demoniacas que al joven le asaltaban a trechos unos escalofríos que le hacían tirar inconscientemente de las riendas, asustando al ya de por sí aterrorizado alazán. Seguía cabalgando mientras se reía para sus adentros de su miedo. ¿Cómo se podía, diablos, temer a unos arbustos?

De pronto dos arbustos le cortaron el camino, un tercero le arrancó las riendas. Y un cuarto le apretó algo contra el pecho que sólo podía ser la punta de una lanza.

Alrededor se oía el golpeteo de cascos de caballos, se extendió un olor a sudor humano y animal. Un pedernal chisporroteó, se vieron unas chispas, se encendieran unas linternas. Reynevan entrecerró los ojos y se inclinó en la silla porque le pusieron una linterna casi en la cara.

– Demasiado guapo para espía -dijo Hayn von Czirne-. Demasiado joven para asesino a sueldo. Mas las apariencias pueden engañar.

– Soy…

Se calló y se encogió en la silla porque le pusieron algo duro en la espalda.

– De momento soy yo quien decide quién eres -afirmó Czirne con voz fría-. Y lo que eres. No eres, por ejemplo, un cadáver acribillado por flechas que yace en una tumba. De momento y gracias a mi decisión, precisamente. Mas calla ahora, porque estoy pensando.

– Ah, qué hay que pensar aquí -dijo Vitelozzo Gaetani, el italiano. Hablaba fluidamente alemán, pero lo traicionaba su acento cantarín-. Un cuchillo en el pescuezo y se acabó. Y vamonos, que hace frío y se quiere comer.

Por detrás se oyeron cascos, relincharon caballos.

– Está solo -dijo Fryczko von Nostitz, al que por su parte lo traicionaba su voz joven y gentil-. Nadie va tras él.

– Las apariencias pueden engañar -repitió Czirne.

De los ollares de su caballo surgía un vapor blanco. Se acercó más, mucho más, de tal modo que chocaron sus estribos. Estaban al alcance de la mano. Reynevan, con aterrada claridad, se dio cuenta de por qué. Czirne incitaba. Provocaba.

– Y yo digo -repitió el italiano en la oscuridad- cuchillo al pescuezo.

– Cuchillo, cuchillo. -Czirne se enderezó-. Para vosotros todo es fácil. Y luego a mí me aguija mi confesor y me amonesta que gran pecado es matar sin razón, ha de tenerse al menos razón de peso para matar. En cada confesión me aguija, razón, razón, no se ha de matar sin razón, de seguro que la cosa se termina en que le parto la crisma al cura, porque al cabo, la impaciencia también es razón, ¿no? Mas mientras tanto, que sea como dice el confesor.

«Venga, hermano -se volvió hacia Reynevan-, di quién eres. Veamos si hay razón o habremos de inventárnosla.

– Me llamo Reinmar de Bielau -comenzó Reynevan. Y como nadie lo interrumpió, continuó-. Mi hermano, Peter de Bielau, ha sido asesinado. El asesinato lo encargaron los hermanos Sterz y lo ejecutaron Kunz Aulock y su partida. De modo que no tengo motivos para quererlos. Escuché en Kromolin que tampoco vos sois amigo dellos. Así que he seguido vuestros pasos para contaros que los Sterz estuvieron en el pueblo, que huyeron al saber de vosotros. Fueron hacia el sur, a través del vado del río. Os digo todo esto movido por odio a los Sterz. Yo solo no sería capaz de vengarme. Por ello albergo la esperanza de que sea vuestra compaña. Nada más deseo. Si acaso he errado… perdonadme y permitidme volver al camino.

Aspiró hondo, cansado de su oración pronunciada a toda velocidad. Los caballos de los caballeros de rapiña relincharon, sus avíos tintinearon, las linternas extrajeron de la oscuridad monstruosas y dinámicas sombras.

– Von Bielau -bufó Fryczko Nostitz-. Diablos, si resulta que somos parientes.

Vitelozzo Gaetani maldijo en italiano.

– En marcha -ordenó de pronto Hayn von Czirne-. Tú, señor de Bielau, junto a mí. Muy cerca de mí.

Ni siquiera me ha mandado registrar, pensó Reynevan, al tiempo que comenzaba a marchar. No ha examinado si tengo un arma oculta. Y me ordena ir a su lado. Se trata de otra prueba. Y de otra provocación.

Una linterna se balanceaba colgada de un sauce del camino, un truco para engañar a quien les persiguiera, para hacerle creer que el grupo estaba lejos por delante de él. Czirne cogió la linterna, la alzó, iluminó otra vez a Reynevan.

– Un rostro honrado -comentó-. Una mirada sincera, honrada. Resulta que las apariencias no engañan y la verdad se manifiesta. Enemigo de los Sterz, ¿verdad?

– Verdad, señor Czirne.

– ¿Reinmar de Bielau, verdad?

– Verdad.

– Todo está claro. Venga, cogedlo, desarmadlo, atadlo. Una soga al cuello. ¡Venga!

– Señor Czirne… -consiguió decir Reynevan, apretado como estaba por unos potentes brazos-. Qué… Qué es…

– Hay un significavit del obispo contra ti, mozalbete -le declaró Czirne desmañadamente-. Y recompensa por ti, vivo. Te busca, ves, la Inquisición. Hechizos o herejía, a mí me da igual. Mas irás en cadenas a Swidnica, a los dominicos.

– Dejadme ir… -Reynevan gimió, porque la cuerda le mordía dolorosamente las muñecas-. Por favor, señor Czirne… Sois, al fin, caballero… Y yo tengo… tengo que buscar… ¡a la mujer que amo!

– Como todos nosotros.

– ¡Y odiáis a mis enemigos! ¡A los Sterz y a Aulock!

– Cierto -reconoció el raubritter-. Odio a esos hideputas. Mas yo, mozalbete, no soy ningún salvaje. Soy un europeo. No me dejo llevar por simpatías u odios cuando se trata de negocios.

– Mas… Señor Czirne…

– A los caballos, señores.

– Señor Czirne… Yo…

– ¡Señor Nostitz! -lo interrumpió brusco Hayn-. Al parecer es pariente vuestro. Haga vuesa merced que se calle.

Le dio un golpe con el puño a Reynevan en la oreja tan fuerte que los ojos le hicieron chiribitas y su cabeza casi tocó el cuello del caballo.

Así que no dijo nada más.


El cielo al oriente se aclaró como presagio del alba. Hizo todavía más frío. Reynevan, que estaba atado, tiritaba, temblaba, en parte por el frío y en parte por el miedo. Nostitz hubo de llamarlo al orden varias veces por el método de tirar de la cuerda.

– ¿Qué hacemos con él? -preguntó de pronto Vitelozzo Gaetani-. ¿Vamos a arrastrarlo por todas las montañas? ¿O vamos a debilitar la partida mandándole con escolta a Swidnica?

– No sé aún. -En la voz de Hayn von Czirne se percibía un tono de impaciencia-. Estoy pensando.

– ¿Acaso es la recompensa tan valiosa? -no renunció el italiano-. ¿Y dan mucho menos por llevarlo muerto?

– No se trata de la recompensa -ladró Czirne-, sino de trabar buena relación con el Santo Oficio. ¡Y además basta de hablar! Ya he dicho que estoy pensando.

Salieron a un camino real, Reynevan lo reconoció por el cambio de ruido y de ritmo de los cascos de los caballos. Sospechaba que era el camino que conducía a Frankenstein, la villa más grande de los alrededores. Sin embargo, ya había perdido la orientación y no estaba en situación de adivinar si iban hacia la villa o se alejaban de ella. El hecho de que dijeran querer entregarlo en Swidnica apuntaba hacia lo último, sin embargo la dirección que marcaban las estrellas podía sugerir que se dirigían precisamente hacia Frankenstein, para pernoctar, por ejemplo. Venciendo el deseo de insultarse a sí mismo y de recordarse su propia estupidez, comenzó a pensar febrilmente, componiendo planes y modos de escapar.

– ¡Hoooo! -gritó alguien por delante-. ¡Hoooo!

El brillo de una linterna extrajo de las sombras los cuadrangulares contornos de unos carros y las siluetas de unos jinetes.

– Está -dijo Czirne en voz baja-. ¡Puntual! Y donde habíamos acordado. Me gusta la gente así. Mas las apariencias pueden engañar. Armas a punto. Señor Gaetani, quedaos atrás y estad atento. Señor Nostitz, tened cuidado de vuestro pariente. Los otros conmigo. ¡Hoooo! ¡Suerte!

La linterna del que venía enfrente bailó al ritmo de los pasos del caballo. Se acercaron tres jinetes. Uno iba envuelto en un pesado manto que era tan amplio que cubría también las ancas del caballo. Iba asistido por dos ballesteros, idénticos a los de Czirna, vestidos con casco, gola metálica y brigantina.

– ¿Don Hayn von Czirne?

– ¿Don Hanusz Throst?

– Me gustan las gentes puntuales y de palabra -aspiró los mocos el hombre del manto-. Veo que nuestros amigos comunes no exageraron al dar buena opinión de vos y recomendaros. Contento estoy de veros y me alegro de vuestra colaboración. ¿Podemos irnos, imagino?

– Mi colaboración -respondió Von Czirne- cuesta cien gúldenes. Nuestros comunes amigos no pueden no haberos informado de ello.

– Mas por supuesto no por adelantado -bufó el hombre del manto-. No creo que juzguéis, señor, que voy a entrar en ello. Soy mercader, hombre de negocios. Y en los negocios es así que primero se hace el servicio y luego llega el pago. Vuestro servicio: escoltarme sano y salvo por el Przelecz Srebrne hasta Broumovo. Lo hacéis, se os pagará. Cien gúldenes, hasta el último talero.

– Más vale que así sea -dijo Hayn von Czirne con énfasis-. De verdad que más vale, señor Throst. ¿Y qué es lo que lleváis en los carros, si se puede preguntar?

– Mercancías -respondió con serenidad Throst-. Cuáles, es cosa mía. Y de quienes las pagan.

– Cierto. -Czirne asintió con la cabeza-. A mí al fin y al cabo no me importa. A mí me basta con saber que la mercancía no es peor que aquélla con la que mercadeaban últimamente otros. Fabián Pfefferkorn. Y Nicolás Neumarkt. Por no decir otros nombres.

– Puede que sea mejor que calléis. Demasiado hablamos. Y hora es de ponerse en camino. ¿Por qué pararse en una encrucijada y tentar al negro?

– Razón tenéis. -Czirne volvió el caballo-. No hay por qué estar aquí. Haced la señal, que se pongan los carros en marcha. Y en lo referente al negro, nada habéis de temer. El tal negro que últimamente recorre la Silesia tiene costumbre de atacar desde el cielo. Al mismo mediodía. Ciertamente, como dicen lo curas, daemonium meridianum, demonio que destruye a mediodía. Y acá, en derredor, nomás que tinieblas hay.

El mercader espoleó al caballo, se igualó al moro del caballero de rapiña.

– Si estuviera en el lugar del demonio -dijo al cabo-, cambiaría de costumbres, porque demasiado famosas ya y previsibles se han vuelto. Y el mismo salmo menciona la oscuridad también. ¿No recordáis? Negotio perambulans in tenebris…

– Si hubiera sabido -en la voz lúgubre de Czirne se percibía una nota de sorna- que tal miedo tenéis, habría subido mi paga. A ciento cincuenta gúldenes lo menos.

– Los pagaré -afirmó Throst tan bajito que Reynevan apenas lo escuché)-. Ciento cincuenta gúldenes en mano, señor Czirne. Cuando lleguemos sanos y salvos a nuestro destino. Porque cierto es que tengo miedo. Un alquimista de Raciborz me ha hecho el horóscopo, ha leído en las tripas de un pollo… Salió que la muerte me ronda…

– ¿Creéis en tales cosas?

– Hasta no ha mucho no creía.

– ¿Y ahora?

– Y ahora -dijo el mercader con voz decidida- me marcho de Silesia. A buen entendedor, pocas palabras. No quiero terminar como Pfefferkorn y Neumarkt. Me voy a Bohemia, allá no me alcanzará ningún demonio.

– Ciertamente. -Hayn von Czirne asintió-. Allá no. Hasta los demonios temen a los husitas.

– Me voy a Bohemia -repitió Throst-. Y vuestra tarea es conseguir que llegue allá sano y salvo.

Czirne no respondió. Los carros traquetearon, los ejes y los cubos chirriaban al pasar los baches.

Salieron del bosque a un terreno abierto. Allí hacía más frío todavía, la niebla se hizo todavía más densa. Escucharon el ruido del agua al saltar por las piedras.

– El Weza -señaló Czirne-. El río Weza. De aquí al puerto hay menos de una milla. ¡Hooo! ¡Aprisa, aprisa!

Bajo el alma y las pinazas de las ruedas golpearon y chirriaron las piedras del margen, enseguida el agua chapoteaba y espumeaba bajo los pies de los caballos. El río no era muy profundo, pero la corriente era fuerte.

Hayn von Czirne se detuvo de pronto en mitad del vado, se quedo inmóvil en la silla. Vitelozzo Gaetani hizo girar al caballo.

– ¿Qué pasa?

– Silencio. Ni una palabra.

Los vieron antes de escucharlos. Y lo que vieron fueron las blancas gotas del agua salpicando, formando espuma bajo los cascos de los caballos que cargaban hacia ellos siguiendo el curso del río. Sólo después distinguieron las siluetas de los jinetes, vieron las capas que se alzaban en forma de monstruosas alas.

– ¡A las armas! -gritó Czirne, alzando la espada-. ¡A las armas! ¡Las ballestas!

Los golpeó un viento, violento, salvaje, poderoso, un tifón que les azotaba el rostro. Y luego les llegó un grito enloquecido.

Adsumus! Adsuuumuuuus!

Chasquearon las cuerdas de las ballestas, cantaron las flechas. Alguien gritó. Y al momento los caballos se lanzaron contra ellos entre salpicaduras de agua, se lanzaron como un huracán, agitando las espadas, haciéndoles caer y aplastándolos. Se formó un lío, la noche fue quebrada por los gritos, aullidos, golpes y tintineos del acero, los relinchos y bufidos de los caballos. Fryczko Nostitz cayó al río junto con su caballo, que no paraba de tirar coces. Junto a él cayó con un chapoteo un escudero abierto de arriba abajo. Uno de los ballesteros gritó, su grito se transformó en un gorgoteo.

Adsuuumuuus!

Hanusz Throst intentó escapar, se dio la vuelta en la silla, gritó al ver junto a él el morro de un caballo y detrás una silueta negra con una capucha. Fue la última cosa que vio en la tierra. Una fina y afilada espada le asestó en el rostro, entre el ojo y la nariz, se clavó en el cráneo con un chufido. El mercader se puso en tensión, agitó las manos y cayó sobre las piedras.

Adsumus! -gritó con triunfo el jinete negro-. In nomine Tuo!

Los negros jinetes espolearon a sus caballos y se perdieron en la oscuridad. Con una excepción. Hayn von Czirne se lanzó a perseguirlos, saltó de su montura, atrapó a uno, ambos cayeron al río, ambos se alzaron al unísono, silbaron sus espadas y se cruzaron con un tintineo. Luchaban rabiosamente, de pie hasta la rodilla en la espumosa agua del río, saltaban chispas de sus hojas.

El caballero negro se tropezó. Czirne, perro viejo, no pudo dejar pasar la ocasión. Atacó en media vuelta, a la cabeza, su pesada espada de Passau rajó la capucha y destrozó la celada, que cayó al suelo. Czirne vio ante sí un rostro anegado en sangre, blanco como un cadáver, un rostro monstruosamente deformado, supo de pronto que jamás iba a olvidar aquel rostro. El herido gritó y atacó, sin intención de caer aunque debiera haber caído. Czirne maldijo, agarró la espada con las dos manos y asestó otro tajo, con un fuerte giro de las caderas, un golpe plano al cuello. La negra sangre salpicó de nuevo, la cabeza le cayó sobre los hombros, se balanceó, sujeta seguramente sólo por un pedacito de carne. El caballero sin cabeza siguió adelante, agitando la espada y manchando de sangre todo a su alrededor.

Uno de los ballesteros aulló de terror, otros dos se lanzaron a una huida llena de pánico. Hayn von Czirne no retrocedió. Lanzó una blasfemia terrible e increíblemente impía, se afirmó en sus piernas y dio un nuevo tajo, cortando esta vez la cabeza del todo y arrancando casi el hombro entero. El caballero negro cayó sobre la escasa agua de la orilla, se agitó, se revolvió, pataleando en convulsiones. Pasó mucho tiempo hasta que se quedó inmóvil.

Hayn von Czirne se quitó de encima el cadáver de un ballestero con brigantina que, arrastrado por la corriente, se había topado con su rodilla. Jadeaba.

– ¿Qué era eso? -preguntó por fin-. Por Lucifer, ¿qué era eso?

– Jesús, ten piedad… -murmuró Fryczko Nostitz, que estaba a su lado-. Jesús, ten piedad…

El río Weza murmuraba cantarín sobre las rocas.


Reynevan, por su parte, se había lanzado a la huida y le salió aquélla como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa sino galopar atado. Y galopaba él como es debido, las muñecas atadas enganchadas al arzón, el rostro sumergido en la crin, apretando con todas sus fuerzas los lados del caballo con las piernas. Galopaba a una velocidad tal que la tierra temblaba y el aire le aullaba en los oídos. El caballo, un animal maravilloso, parecía comprender lo que pasaba, y extendía el cuello y daba de sí lo que podía, demostrando que durante los últimos cinco o seis años no se había comido su cebada en vano. Las herraduras golpeaban contra el duro suelo, chasqueaban los matorrales y las altas hierbas pisoteados en su loco galope, las ramas se quebraban. Una pena que Dzierzka de Wirsing no vea esto, pensó Reynevan, aunque en realidad era consciente de que sus habilidades de jinete en aquel instante se limitaban más bien a mantenerse de alguna manera sobre la silla. Pero, pensó al momento, esto ya es mucho.

Lo pensó, posiblemente, un poco demasiado pronto, porque el caballo se había decidido precisamente a saltar por encima de un tronco caído. Y lo saltó con bastante donosura, sólo que detrás del tronco había una curva. El cambio le afectó a la estabilidad, Reynevan salió volando y cayó entre las bardanas, que por suerte eran tan grandes y densas que fueron capaces de amortiguar siquiera en parte el ímpetu del golpe. Mas el impacto contra el suelo le extrajo todo el aire de los pulmones e hizo que se encogiera gimiendo.

No le dio tiempo ya a estirarse. Vitelozzo Gaetani, que lo iba persiguiendo, saltó de la silla junto a él.

– ¿Querías huir? -dijo con voz ronca-. ¿De mí? ¡Mocoso de mierda!

Tenía intención de darle una patada, pero no pudo. Apareció Scharley como de debajo de la tierra, lo golpeó en el pecho y le regaló su querida patada en la espinilla. Sin embargo, el italiano no cayó, sólo se tambaleó, sacó la espada de la vaina y lanzó un tajo desde arriba. El demérito escapó ágilmente del alcance de la hoja, desnudó su propia arma, un sable curvado. Hizo un molinete, golpeó en cruz, el sable se movía en sus manos como un rayo y silbaba como una cobra.

Gaetani no se dejó asustar por la muestra de habilidad del espadachín, dando un aullido salvaje saltó sobre Scharley con la espada en ristre. Cruzaron acero. Tres veces. A la cuarta el italiano no fue capaz de parar un tajo del sable, que era más rápido. Recibió un corte en la mejilla, se llenó de sangre. Puede que hubiera sido poco, puede que hubiera querido seguir luchando, mas Scharley no le dio oportunidad. Saltó, lo golpeó con el pomo entre los ojos. Gaetani rodó por entre las bardanas. Sólo gritó cuando ya había caído.

Figlio di puttana!

– Eso dicen. -Scharley limpió la espada con una hoja-. Mas qué hacer, madre no hay más que una.

– No quiero aguar la fiesta -dijo Sansón Mieles, surgiendo de la oscuridad con tres caballos, entre ellos el bayo sudoroso y jadeante de Reynevan-. ¿Pero no será mejor irnos? ¿Y puede que hasta al galope?


La envoltura láctea se quebró, la niebla se alzó, deshaciéndose en el resplandor del sol que atravesaba las nubes. El mundo sumergido en el chiaroscuro de unas largas sombras se iluminó de pronto, brilló, estalló en colores. Exactamente igual que las pinturas del Giotto. Eso si, naturalmente, alguien hubiera visto los frescos del Giotto.

Brillaron las tejas rojas de las torres del cercano Frankenstein.

– Y ahora -dijo, contemplando la escena, Sansón Mieles-, ahora vamos a Ziebice.

– A Ziebice. -Reynevan se restregó las manos-. Vamos a Ziebice. Amigos… ¿Cómo podré agradecéroslo?

– Ya lo pensaremos -prometió Scharley-. De momento… Baja del caballo.

Reynevan obedeció. Sabía lo que se podía esperar. No se equivocaba.

– Reynevan de Bielau -dijo Scharley con una voz donosa y ceremonial-. Repite después de mí: ¡soy un idiota!

– Soy un idiota…

– ¡Más fuerte!

– ¡Soy un idiota! -fueron informadas las criaturas de Dios que poblaban los alrededores y que se estaban despertando precisamente en aquel instante: ratones de campo, sapos, ranas de zarzal, musarañas, faisanes, escribanos y cucos, en fin, hasta el papamoscas gris, el piquituerto común y la salamandra manchada.

– Soy un idiota -repitió Reynevan siguiendo a Scharley-. ¡Un idiota patentado, un tonto, un cretino, estúpido y loco, digno de ser encerrado en la Narrenturm! Cualquier cosa que pienso resulta ser la cima de la estupidez, cualquier cosa que hago sobrepasa tal cima. Juro solemnemente que voy a mejorarme.

»Por suerte para mí -se extendió por la húmeda pradera aquella letanía mañanera-, tengo amigos completamente inmerecidos, tengo amigos que no acostumbran a abandonarle a uno en la necesidad. Tengo amigos con los que siempre puedo contar. Puesto que la amistad…

El sol se alzó más arriba e inundó con su dorado resplandor el campo.

– ¡La amistad es cosa grande y bella!

Загрузка...