Capítulo octavo

En el cual al principio todo está muy bien. Y luego no mucho.


Reynevan estaba contento y feliz. Lo embargaba la alegría y todo a su alrededor parecía hermoso. Hermoso era el valle del alto Olawa, que se extendía en arcos sobre las verdes colinas. Hermoso era el fornido rocín bayo, regalo del canónigo Otto Beess, que trotaba por el camino que corría paralelo al río. De maravilla cantaban los tordos, aún mejor lo hacían las alondras en los campos. Zumbaban poéticamente las abejas, los abejorros y las moscas. El céfiro que soplaba desde la colina traía un olor embriagador, ora a jazmín, ora a cerezos. Y a veces a mierda, pues se veían por los alrededores asentamientos humanos.

Reynevan estaba contento y feliz. Tenía motivos.

Pese a que lo intentó, no consiguió ni encontrar a sus antiguos compañeros de viaje ni despedirse de ellos. Lo lamentaba. Sobre todo le decepcionó mucho la enigmática desaparición de Urban Horn. Pero precisamente el recuerdo de Horn lo movía a actuar.

Aparte del rocín bayo con una mancha blanca en la cabeza, el canónigo Otto le había dado para el camino un bolsón, y éste mucho más pesado que el saquete que le había regalado una semana antes Conrado Kantner. Sopesando el bolsón en la mano, supuso, por el peso, que en su interior había no menos de treinta grosches praguenses. Reynevan se convenció una vez más de la superioridad del estamento del clero sobre el de la caballería.

Aquel bolsón cambió su suerte.

En una de las tabernas de Strzelin que visitó en busca de Horn, encontró precisamente al factótum del canónigo, el padre Felician, que extraía con gula de una sartén una salchicha frita en gruesas lonchas y regaba la grasienta comida con la pesada cerveza local. Reynevan supo al punto lo que debía hacer. Y ni siquiera tuvo que esforzarse demasiado. El curilla, al ver el bolsón, se relamió, y Reynevan se lo alargó sin sombra de pena. Y sin contar cuánto dinero había de verdad en él. Está claro que al instante consiguió todas las informaciones que le eran necesarias. El padre Felician le contó todo, bueno, hasta estaba dispuesto a revelar como premio algunos secretos escuchados durante las confesiones, lo que Reynevan sin embargo rechazó cortesmente, puesto que los nombres de los penitentes no le decían nada y sus pecados y pecadillos no le interesaban en absoluto.

Salió de Strzelin por la mañana. Casi sin un ducado en el bolsillo. Pero contento y feliz.

Al menos no estaba yendo adonde le había ordenado ir el canónigo. No iba por el camino real, hacia el oeste, a través de Debowa Góra y la falda sur del Radun, hacia Swidnica y Strzegom. Oponiéndose a la prohibición categórica, Reynevan volvió las espaldas a las montañas de Radun y Sleza, cabalgó hacia el sur, corriente arriba del Olawa, por el camino que llevaba a Henryków y Ziebice.

Se incorporó en la silla de montar, capturando con su olfato otro delicioso perfume transportado por el viento. Los pajarillos cantaban, el sol calentaba. Ah, qué hermoso era el mundo entero. Reynevan tenía ganas de gritar de alegría.

La hermosa Adela, la mujer de Gelfrad, le había revelado el padre Felician a cambio de un bolsón que pesaba como unos treinta grosches, aunque sus cuñados los Sterz creían tenerla encerrada en el convento de las monjas cistercienses de Ligota, había podido escapar y perder a sus perseguidores. Había huido a Ziebice, donde se había escondido en el convento de las clarisas. Cierto, narró el curilla, lamiendo la sartén, cierto que el duque Juan de Ziebice, al enterarse, había prohibido con rigor a las monjas entregar a la mujer de su vasallo. La puso bajo arresto domiciliario hasta en cuanto no se aclarara el asunto del supuesto adulterio. Pero, y aquí el padre Felician lanzó un eructo cervecero y generoso, aunque el pecado está llamado a su castigo, la mujer está segura en Ziebice, no la amenaza de parte de los Sterz justicia por propia mano ni daño alguno. El duque Juan, aquí el padre Felician se sopló los mocos, se lo advirtió a Apeczko Sterz con énfasis, hasta le amenazó con el dedo durante su encuentro. No, no conseguirán ya los Sterz hacer algo malo a la cuñada. No está en su poder.

Reynevan azuzó al bayo a través de una pradera amarilla de verbascos y violeta de altramuces. Tenía ganas de reír y gritar de alegría. Adela, su Adela, les había dado una lección a los Sterz, los había hecho quedar como necios e idiotas, los había dejado por tontos. Pensaban que la habían acorralado en Ligota, y ella, pluff. ¡Se escapó! Ah, cómo se habían enrabietado de seguro Wittich, cómo se habría enfadado y vomitado blasfemias, impotente, Morold, cómo la sangre no habría casi ahogado a Wolfher. Y Adela, en un santiamén, en una yegua rucia, con su trenza balanceándose…

Espera, reflexionó. Adela no lleva trenza.

Tengo que controlarme, se reconvino, al tiempo que espoleaba al caballo. Nicoletta, la amazona de la trenza rubia como la paja, no significa nada para mí. Cierto, me salvó, distrajo a mis perseguidores, se lo agradeceré en cuanto haya ocasión. Hasta me pondré de rodillas. Mas amo a Adela y sólo a Adela, Adela es señora de mi corazón y mis pensamientos, pienso sólo en Adela, en absoluto me embelesa esa trenza rubia, ni esa mirada celeste bajo el sombrero de marta, ni esos labios de frambuesa, ni esos muslos bien formados que abrazaban los flancos de la yegua rucia…

Amo a Adela. A Adela, de la que me separan nada más que tres millas. Si pusiera el caballo a galopar, estaría a las puertas de Ziebice antes de que fuera mediodía.

Tranquilo, tranquilo. Sin apresuramiento. Con la cabeza fría. Primero, aprovechando la ocasión de que está por el camino, tengo que visitar a mi hermano. Cuando libere a Adela del ducal arresto en Ziebice, escaparemos ambos a Bohemia o a Hungría. Puede que no vea nunca más a Peterlin. Tengo que despedirme de él, aclarárselo. Pedirle su bendición fraterna.

El canónigo Otto lo prohibió. El canónigo Otto ordenó que huyera como un lobo, que no fuera nunca por las sendas gastadas. El canónigo Otto le advirtió que los perseguidores podían estar acechando por los alrededores de la casa de Peterlin…

Pero también para ello Reynevan tenía una solución.

En el Olawa desembocaba un riachuelo, un arroyo casi escondido entre los cribosos, apenas visible bajo el baldaquino de los alisos. Conocía el camino. Un camino que no conducía hasta Balbinów, donde vivía Peterlin, sino hasta Powojowice, donde trabajaba.

La primera señal de que ya estaba cerca de Powojowice la dio al cabo de un tiempo el propio riachuelo junto a cuya orilla cabalgaba Reynevan. La corriente comenzó a apestar, al principio levemente, luego más, luego de un modo insoportable. Al mismo tiempo el agua cambió de color, y esto radicalmente, a un rojo sucio. Reynevan salió del bosque y ya de lejos reconoció las causas: unos enormes secaderos de madera en los que colgaban piezas de lino teñidas y hatos de tela. Predominaba el color rojo -que ya había sido anunciado por la producción diaria que coloreaba el riachuelo-, pero también había telas celestes, azul oscuro y verdes.

Reynevan conocía aquellos colores, ahora más relacionados con Pedro von Bielau que las tintas de su escudo familiar. Al fin y al cabo él mismo tenía también su pequeña parte en aquellos colores, puesto que había ayudado al hermano a encontrar los colorantes. El rojo profundo y vivo de las telas y linos de Peterlin procedían de una secreta mezcla de quermes, lengua viperina y granza. Todas las tonalidades de celeste las obtenía Peterlin por la mezcla de zumo de boletos y glastos, los cuales -uno de los pocos en toda Silesia- cultivaba él mismo. Los glastos mezclados con azafrán y croco daban un verde de intensidad maravillosa.

El viento soplaba en su dirección, trayéndole un hedor que hacía que le lloraran los ojos y se le retorcieran los pelos de la nariz. Los componentes de los colorantes, blanqueadores, lejías, ácidos, potasios, arcillas, cenizas y grasas eran suficientemente apestosos, tampoco olía poco mal el suero podrido en el que -según la receta flamenca- se humedecía la tela de lino en la fase final del proceso de blanqueado. Todo aquello, sin embargo, no llegaba ni a los talones al hedor de la materia básica usada en Powojowice: orina humana sedimentada. La orina, que yacía en enormes vasijas alrededor de dos semanas, era luego usada en abundancia en el batán, para el enfurtido de la tela. El resultado era tal que el batán powojowisano y sus alrededores apestaban a meados como la perra suerte, y con vientos favorables el hedor llegaba hasta el monasterio de los cistercienses en Henryków.

Reynevan cabalgaba por la orilla del riachuelo rojizo y apestoso como una letrina. Escuchaba ya el batán -un rumor incesante de ruedas motrices, el golpeteo y el chirrido de las dentadas transmisiones, sobre todo ello enseguida se añadió un pesado estampido que hacía temblar el suelo: el golpeteo de las mazas que aporreaban el paño en los majaderos. El batán de Peterlin era un batán moderno. Aparte de algunos puestos dotados de mazas tradicionales, poseía también martinetes movidos por el agua, los cuales enfurtían más rápidamente, mejor y con mayor homogeneidad. Y con mucho mayor estruendo.

Abajo, junto al riachuelo, más allá de otros secaderos e hileras de piscinas para teñir, vio la fábrica, las cabanas y los tejados del batán. Había allí, como de costumbre, unos veinte carros de las más diversas formas y tamaños. Reynevan sabía que los carros pertenecían tanto a los suministradores -Peterlin importaba de Polonia buena parte de su potasio- como a los tejedores, que le traían el fieltro crudo para enfurtirlo. El renombre de Powojowice era tal que acudían tejedores de todos los alrededores, de Niemcza, Ziebice, Strzelin, Grodków y hasta de Frankenstein. Vio a los maestros tejedores, que trajinaban alrededor del batán y vigilaban los trabajos, escuchó sus gritos que se alzaban por encima del golpeteo de las máquinas. Como de costumbre, se estaban peleando con los bataneros sobre la forma de colocar y remover el fieltro crudo en los majaderos. Distinguió entre ellos a algunos monjes con sus hábitos blancos, con sus negros escapularios, tampoco era una novedad, el monasterio cisterciense de Henryków producía una apreciable cantidad de lino y era cliente estable de Peterlin.

A quien Reynevan no veía, sin embargo, era al propio Peterlin. Su hermano, que era muy visible en Pojowowice, puesto que solía andar recorriendo todo el terreno. A caballo, para distinguirse. Pedro von Bielau era, al fin y al cabo, un caballero.

Lo que era más extraño, no se veía tampoco por ningún lado la delgada y alta figura de Nicodemus Verbruggen, un flamenco procedente de Gante, gran maestro en batanes y tintes.

Recordando a tiempo las advertencias del canónigo, Reynevan entró entre los edificios a escondidas, detrás de los carros de los clientes que iban llegando. Se puso la capucha hasta la nariz, se encogió en la silla. Sin llamar la atención de nadie, se acercó a la casa de Peterlin.

El edificio, por lo común bullicioso y lleno de gente, parecía estar completamente vacío. Nadie reaccionó a sus gritos, nadie se interesó por el chasquido de la puerta. No había ni un alma ni en el largo zaguán ni en la escribanía. Entró en la casa.

En el suelo, junto al hogar de la chimenea estaba sentado el maestro Nicodemus Verbruggen, gris, con el pelo corto como un campesino, pero vestido como un señor. El fuego de la chimenea crepitaba. El flamenco rompía hojas de papel y las echaba al fuego. Tenía en las rodillas apenas unas resmas, mientras que en el fuego ennegrecían y se retorcían ya un buen montón.

– ¡Señor Verbruggen!

Jezus Christus… -El flamenco alzó la cabeza, echó al fuego otro papel-. Jezus Christus, don Reinmar… Qué desgracia, señor… Qué terrible desgracia…

– ¿Cuál es esa desgracia, señor maestro? ¿Dónde está mi hermano? ¿Qué es lo que quemáis aquí?

– Mandara mynheer Peter. Dijera que si algo pasara, haber de sacarlo del escondrijo, quemar, presto. Así dijera él: «Si algo pasara, Dios no lo quiera, quemar presto. Y el batán debe trabajar». Así hablara mynheer Peter. En het woord is vlees geworden…

– Señor Verbruggen… -Reynevan sintió cómo una terrible premonición le ponía carne de gallina-. ¡Hablad, señor Verbruggen! ¿Qué documentos son ésos? ¿Y qué palabra se hizo carne?

El flamenco encogió la cabeza entre los hombros, echó al hogar la última hoja. Reynevan saltó, quemándose la mano la sacó del fuego, la apagó agitándola. En parte.

– ¡Hablad!

– Mataron -dijo con voz sorda Nicodemus Verbruggen. Reynevan vio las lágrimas que caían en meandros por las marcadas arrugas de sus mejillas-. No vive el buen mynheerPeter. Matáronlo. Asesináronlo. Don Reinmar… Qué desgracia, Jezus Christus, qué desgracia…

Sonó un portazo. El flamenco miró a su alrededor y comprendió que nadie había escuchado sus últimas palabras.

El rostro de Peterlin estaba blanco. Y poroso. Como el queso. En la comisura de los labios, pese a haber sido lavado, todavía había rastros de sangre coagulada.

El mayor de los Bielau yacía en unas andas colocadas en mitad del cuarto, entre doce velas ardientes. Le habían puesto sobre los ojos dos ducados de oro húngaros, bajo la cabeza había ramas de pino, cuyo aroma, mezclado con el olor de la cera fundida, llenaba la habitación de un nauseabundo y repugnante olor a muerte y cementerio.

Las andas estaban cubiertas con un paño rojo. Teñido con el quermes de su propio tinte, pensó con desesperación Reynevan, sintiendo cómo se le venían las lágrimas a los ojos.

– ¿Cómo…? -extrajo del nudo que era su garganta-. ¿Cómo… pudo pasar… esto?

Griselda de Der, mujer de Peterlin, lo miró. Tenía el rostro rojizo e hinchado por el llanto, apretaba contra su falda a sus dos llorosos hijos, Tomás y Sybille. Pero su mirada no era amistosa, sino más bien de enfado. Tampoco lo miraban con demasiado afecto el suegro y el cuñado de Peterlin, el viejo Walpot Der y su rudo hijo Christian.

Nadie, ni Griselda ni los Der, se dignó responder a su pregunta. Pero Reynevan no pensaba resignarse.

– ¿Qué ha pasado? ¿Me lo va a decir alguien por fin?

– Alguien lo mató -balbuceó el vecino de Peterlin, Gunther von Bischofsheim.

– Dios -añadió el párroco de Wawolnica, Reynevan no se acordaba de su nombre-. Dios los castigará por ello.

– Claváronle la espada -dijo, con la voz ronca, Matías Wirt, un arrendatario de los alrededores-. Volvió el caballo solo. Justo al mediodía.

– Justo al mediodía -repitió, uniendo sus manos, el cura wawolniciano-. Ab incursu et daemone meridiano libera nos, Domine…

– Volvió el caballo -repitió Wirt, quien había perdido el hilo a causa de la oración- con la silla y la gualdrapa bañadas en sangre. Buscáramoslo entonces y lo encontramos. En el bosque, cabe Balbinów… Al mismito camino. Debía de venir de Powojowice, don Peter. El suelo, allá, pleno estaba de güellas de cascos. A lo visto le saltaron muchos encima…

– ¿Quiénes?

– Nadie sabe -se encogió de hombros Matías Wirt-. Bandidos, seguro…

– ¿Bandidos? ¿Y los bandidos no se llevaron al caballo? No puede ser.

– ¿Y quién sabe lo que puede ser y lo que no? -se encogió de hombros Von Bischofsheim-. Los criados del señor Der y los míos propios rebuscan por los bosques, igual prenden a alguien. Y también al estarosta hicimos avisar. Acudirán los hombres del estarosta, abrirán las pesquisas, buscando cui bono. Es decir, quién tuviera motivo para darle muerte y hubiera provecho de ello.

– ¿No habrá sido -habló con voz venenosa Walpot von Der- algún usurero en resarcimiento por una usura no pagada? ¿O puede que algún compadre del tinte, gozoso de librarse de la competencia? ¿O algún cliente, al que le burlaran tres miserables grosches? Sí, así es, así se termina cuando se olvida el nacimiento y compadrea uno con la bellaquería. Si se juega a ser mercader. Si con alguien bebes vino, su mismo camino. ¡Tate, tate! Dite a un caballero como esposa, hija, y agora eres viuda de un…

Se calló de pronto y Reynevan comprendió que era a causa de su mirada. La desesperación y la rabia luchaban con fiereza en su interior, unas veces una ganaba, otras la otra. Con un último esfuerzo de voluntad consiguió controlarse, pero le temblaban las manos. La voz también.

– ¿No se vio acaso por los alrededores a cuatro jinetes? -extrajo de sí-. ¿Armados? Uno alto, con bigotes, vestido con una brigantina… Uno pequeño, con granos en la jeta…

– Se vieron -dijo inesperadamente el párroco-. Ayer, en Wawolnica, cabe la iglesia. Justito cuando doblaban al Ángelus… Oh, qué bizarro aspecto los bellacos tenían. Cuatro. Verdaderamente, los Jinetes del Apocalipsis.

– ¡Lo supe! -gritó Griselda con una voz ronca y gastada del llanto, clavando en Reynevan una mirada digna de un basilisco-. ¡Lo supe nomás te viera, granuja! ¡Fue por ti! ¡Por tus pecados y malas obras!

– Otro Von Bielau. -Walpot Der hizo énfasis en el título-. También noble. Éste, para variar, de sanguijuelas y lavativas.

– ¡Granuja, sinvergüenza! -gritó Griselda cada vez más fuerte-. ¡Quien fuera que matara al padre de estos niños, por tus huellas venía! ¡La desgracia es culpa tuya! ¡A tu hermano no trajiste sino vergüenza y embarazo! ¿Qué buscas aquí? ¿Te huele acaso ya la herencia, cuervo? ¡Vete de aquí! ¡Vete de mi casa!

Reynevan contuvo a duras penas el temblor de sus manos. Pero no alzó la voz. Ardía por dentro de rabia y furia, lo ahogaba el deseo de gritarles a los Der a la cara lo que pensaba de toda su familia, que podían jugar a ser señores sólo gracias al dinero que ganaba el batán de Peterlin. Pero se contuvo. Peterlin ya no vivía. Yacía allí muerto, con ducados húngaros en los ojos, en el salón de su propia casa, entre velas ardientes, sobre unas andas, sobre un paño rojo. Peterlin no vivía. Era indigno, repugnante, pelearse y reñir delante de su cuerpo, el solo pensamiento lo repelía. Además, Reynevan tenía miedo de que en cuanto abriera la boca se fuera a echar a llorar.

Salió sin decir palabra.

El luto y la aflicción flotaban en toda la casa de Balbinów. Todo estaba vacío y silencioso, los criados se habían escondido en algún lugar, sabedores de que era mejor no ponerse a mano de los doloridos amos sumidos en su pena. Ni siquiera los perros ladraban. De hecho, no se veía a ningún perro. Excepto…

Se limpió los ojos aún llenos de lágrimas. El dogo sentado entre el establo y los baños no era un fantasma. No tenía ninguna intención de desaparecer.

Con fuerte paso, Reynevan atravesó el patio, entró en el edificio por el lado de los tinglados. Pasó a lo largo del corredor de las vacas -el edificio era al mismo tiempo vaqueriza y cochiquera-, llegó al cobertizo de los caballos. En un rincón de aquel cobertizo donde por lo general solía estar el caballo de Peterlin, hurgando con un puñal en el barro de la pared, estaba, arrodillado entre la paja limpia de grano, Urban Horn.

– Lo que estás buscando no está aquí -dijo Reynevan, asombrado él mismo de su serenidad. Horn, curiosamente, no parecía estar sorprendido en absoluto. Lo miró a los ojos sin levantarse.

– Lo que buscas estaba oculto en otro escondrijo. Pero ya no existe. Se quemó.

– ¿Cierto?

– Cierto.

Reynevan sacó de su bolsillo el fragmento de papel requemado, lo arrojó con torpeza sobre el suelo. Horn seguía sin levantarse.

– ¿Quién mató a Peterlin? -Reynevan dio un paso-. ¿Kunz Aulock y su banda por orden de los Sterz? ¿Y mataron también al señor Bart von Karczyn? ¿Qué tienes tú que ver con esto, Horn? ¿Por qué estás aquí, en Balbinów, sólo medio día después de la muerte de mi hermano? ¿Por qué conoces su escondrijo? ¿Por qué buscas en él los documentos que se quemaron en Powojowice? ¿Y qué documentos eran ésos?

– Huye de aquí, Reinmar -dijo Urban Horn, alargando las palabras-. Huye de aquí, si quieres seguir viviendo. No esperes siquiera al entierro de tu hermano.

– Primero me responderás a mis preguntas. Comienza por lo más importante: ¿qué es lo que te une con el asesinato? ¿Qué te une con Kunz Aulock? ¡Y no se te ocurra mentir!

– No tengo intención ni de mentir, ni de responder. Para tu bien, al fin y al cabo. Puede que esto te sorprenda, pero ésta es precisamente la verdad.

– Te obligaré a que me respondas. -Reynevan dio un paso y tomó el puñal-. Te obligaré, Horn. Si hace falta, por la fuerza.

El que Horn acababa de silbar sólo lo atestiguaba el fruncimiento de sus labios, porque no se escuchó sonido alguno. Al menos para Reynevan. Puesto que al instante algo lo golpeó con terrible fuerza en el pecho. Cayó al suelo. Asfixiado por el peso, abrió los ojos y se encontró con el morro lleno de ristras de dientes del dogo Belcebú junto a su cara. La saliva del perro le goteaba sobre el rostro, el hedor le provocaba náuseas. Unos ladridos feroces y roncos lo paralizaron de miedo. Urban Horn apareció en su campo visual, sujetando bajo su axila el papel requemado.

– No me puedes obligar a nada, muchacho. -Horn se colocó su chapirón en la cabeza-. Pero escucharás sin embargo lo que te diré de buena voluntad. Bueno, hasta por amistad. Belcebú, no te muevas.

Belcebú no se movió. Aunque estaba claro que tenía muchas ganas.

– Por amistad -repitió Horn- te aconsejo entonces, Reinmar: huye. Desaparece. Haz caso al consejo del canónigo Beess. Porque me juego el cuello a que te aconsejó, te dio instrucciones, de cómo salir de este lío en el que te has metido. No se desprecian, muchacho, las instrucciones y órdenes de personas como el canónigo Beess. Belcebú, no te muevas.

«Siento infinitamente lo de tu hermano -dijo Urban Horn-. No sabes siquiera cuánto. Adiós. Y cuídate.

Cuando Reynevan abrió los ojos, que había tenido cerrados bajo el morro de Belcebú que casi le tocaba la cara, en el establo ya no quedaba nadie. Ni el perro, ni Horn.


Encorvado sobre la tumba de su hermano, Reynevan se encogió y tembló de miedo. Vertió a su alrededor sal mezclada con cenizas de avellano y con voz temblorosa repitió el encantamiento. Creyendo cada vez menos en su eficacia.


Wirfe saltze, wirfe saltze

Non timebis a timore nocturno

Ni a la pestilencia, ni al huésped de las tinieblas

Ni al demonio,

Wirfe saltze, wirfe saltze


Los monstruos acechaban y metían jaleo en la oscuridad. Aunque era consciente del riesgo y del tiempo perdido, Reynevan esperó al entierro del hermano. No consintió, pese a los esfuerzos de la cuñada y de su familia, que le impidieran velar el cadáver, tomó parte en las exequias, asistió a la misa. Estuvo allí cuando, en presencia de la sollozante Griselda, el párroco y una pequeña comitiva, enterraron a Peterlin en el cementerio que había a espaldas de la antiquísima iglesia de Wawolnica. Sólo entonces se marchó. Es decir, fingió marcharse.

Cuando cayó la noche, Reynevan se apresuró a ir al cementerio. Desplegó sobre la nueva tumba su instrumental de hechicería, que consiguió completar, curiosamente, sin demasiados problemas. La parte más antigua de la necrópolis wawolnicíana se hallaba pegada a una cueva regada por el río, el suelo estaba un tanto más bajo allí, lo que le permitió sin mayores problemas llegarse hasta las tumbas más antiguas. Así que en el arsenal mágico de Reynevan había hasta un clavo de féretro y un dedo de cadáver.

Sin embargo, no ayudó ni el dedo de muerto, ni el tojo, la salvia y el crisantemo que había arrancado junto a la tapia del cementerio, ni el hechizo murmurado junto al ideograma grabado en la tumba con el torcido clavo de féretro. El espíritu de Peterlin, en contra de lo que aseguraban los libros mágicos, no se alzó de la tumba en forma etérea. No habló. No hizo señales.

Si tuviera aquí mis libros, pensó Reynevan, desesperado y cansado de los numerosos intentos. Si tuviera el Lemegeton o el Necronomicon… Un cristal de venecia… Algo de mandragora… Si tuviera acceso a mi alambique y pudiera destilar un elixir… Si pudiera…

Pero por desgracia, los grimorios, el cristal, la mandragora y el alambique estaban lejos, en Olesnica, en el monasterio de los agustinos. O, lo que era más probable, en manos de la Inquisición.

Una tormenta venía acercándose con rapidez desde el horizonte. El retumbar de los truenos que acompañaba a los relámpagos en el cielo cobraba cada vez mayor fuerza. El viento se detuvo por completo, el aire se volvió muerto y pesado como un sudario. Debía de ser casi la medianoche.

Y entonces comenzó.

Otro rayo iluminó la iglesia. Reynevan contempló con aprensión cómo todo el campanario estaba completamente cubierto de seres parecidos a arañas, que se arrastraban hacia arriba y hacia abajo. Ante sus ojos algunas cruces del cementerio se agitaron y se inclinaron a un lado, una de las tumbas más lejanas se removió con fuerza. De la oscuridad de la cueva le llegó el crujido de lápidas que se rompían, luego se escuchó un ruidoso chasquido. Y luego aullidos.

Cuando derramó sal a su alrededor, las manos se le agitaban como si tuviera un ataque de fiebre y los labios apenas se dejaron obligar a balbucear la fórmula de un hechizo.

El mayor movimiento se concentraba hacia la cueva, en la parte más antigua y cubierta de alisos del cementerio. Por suerte, Reynevan no veía lo que estaba pasando allí, ni siquiera los rayos eran capaces de extraer de las tinieblas algo más que unas formas y siluetas imprecisas. El oído, sin embargo, recibía poderosas sensaciones: los personajes que se arremolinaban por entre las viejas tumbas pateaban, gritaban, aullaban, silbaban, maldecían, y además palmeaban y chasqueaban los dientes.


Wirfe saltze, wirfe saltze…


Una mujer se reía con voz aguda y espasmódica. Una voz de barítono parodiaba con malignidad la liturgia de la misa, lo que era acompañado por las locas carcajadas de los demás. Alguien tocaba un tambor.

Un esqueleto surgió de las tinieblas. Anduvo un poco de acá para allá, por fin se sentó en una tumba, de tal modo que se sujetaba el cráneo con sus dos manos huesudas, caído. Junto a él se sentó al cabo de un rato un ser peludo de largos pies. El ser éste se rascaba los pies con saña, jadeando y suspirando. El pensativo esqueleto no le prestaba atención.

Una seta con pies de araña pasó por allí, detrás de ella vino andando como un pato algo que parecía verdaderamente un pelícano, pero que en lugar de plumas tenía escamas y un pico lleno de agudos colmillos.

De la tumba vecina saltó una enorme rana.

Y había allí también algo. Algo que, Reynevan podría haberlo jurado, lo observaba constantemente sin perderlo de vista. Algo que estaba del todo oculto en la oscuridad, invisible incluso ante el brillo de los relámpagos. Mas una atenta mirada le permitió advertir unos ojos brillantes como fuegos fatuos. Y largos dientes.

Wirfe saltze. -Disipó ante sí la última sal que le quedaba-. Wirfe saltze…

De pronto atrajo su vista una mancha clara que se movía con lentitud. La siguió, esperando el próximo relámpago. Cuando brilló, contempló para su asombro a una muchacha vestida con un manto blanco, que arrancaba unas enormes y profusas ortigas de cementerio y las metía en una cesta. La muchacha también lo vio. Al cabo de un instante de vacilación, dejó la cesta en el suelo. No prestó la mínima atención ni al extraño esqueleto ni al ser peludo, que se rascaba entre los dedos de sus grandes pies.

– ¿Por placer? -preguntó la muchacha-. ¿O por necesidad?

– Eeeh… Por necesidad… -Reynevan controló su miedo, comprendió lo que estaba preguntando-. Un hermano… Un hermano me mataron. Está aquí enterrado…

– Aja. -Se retiró los cabellos de la frente-. Y yo, como ves, recojo ortigas.

– Para tejer una camisa. -Él respiró al cabo, adivinando-. ¿Para unos hermanos transformados en cisne por un hechizo?

Ella guardó silencio largo rato.

– Qué raro eres -dijo al fin-. Las ortigas son para tela, cierto. Para una camisa. Mas no para mis hermanos. No tengo hermanos. Y si los tuviera no les dejaría jamás que se pusieran esa camisa.

Rió con ganas al ver su gesto.

– ¿Y para qué andas platicando, Elisa? -habló la cosa dentada, invisible en la oscuridad-. ¿No es regar el mar? Al alba lloverá, deshará esa sal suya. Entonces se le roerá la cabeza.

– Eso no está bien -dijo, sin alzar la calavera, el extraño esqueleto-. Eso no está bien.

– Por supuesto que no -estuvo de acuerdo con él la muchacha que había sido llamada Elisa-. Pues si es Toledo. Uno de los nuestros. Y quedamos tan pocos de nosotros ya.

– Quería hablar con un difunto -anunció, como surgiendo de bajo la tierra, un enano con unos dientes superiores enormes. Era rechoncho como una calabaza, la desnuda barriga brillaba por debajo de un chaleco destrozado y demasiado pequeño para él-. Quería hablar con un difunto -repitió-. Con un hermano, que descansa enterrado aquí. Quería respuestas a las preguntas. Mas no las obtuvo.

– Entonces hay que ayudarle -dijo Elisa.

– Por supuesto -dijo el esqueleto.

– Claro, croa, croa -dijo la rana.

Brillaba el relámpago, retumbaba el trueno. Se alzó el viento, susurraba en las ramas, hacía girar el polvo y las hojas secas a su alrededor. Elisa cruzó sin vacilar la sal del suelo, le dio un fuerte empujón a Reynevan en el pecho. Éste cayó sobre la tumba, se golpeó la espalda con la cruz. Ante sus ojos relampagueó un brillo, luego se oscureció y por fin volvió a brillar, aunque esta vez era un relámpago. La tierra temblaba bajo su espalda. Y se removía.

A su alrededor se retorcían las sombras, bailaban las siluetas, dos círculos giraban alternativamente alrededor de la tumba de Peterlin.

– ¡Barbelo, Hécate, Holda!

Magna Mater!

– ¡Eia!

El suelo bajo él se bamboleó y se inclinó con tanta pendiente que Reynevan se sujetó frenéticamente con ambas manos para no resbalar y caer. Las piernas buscaron sujeción en vano. Sin embargo, no cayó. Cánticos y sonidos le taladraban los oídos. Los ojos le estallaban en chispas.


Veni, veni, venias,

Ne me mori, ne me mori, facias!

Hyrca! Hyrca! Nazaza!

Trillirivos! Trillirivos! Trillirivos!


Adsumus, dice Parsifal, arrodillándose sobre el Grial. Adsumus, repite Moisés, doblado bajo el peso de las tablas de piedra que está bajando del monte Sinaí. Adsumus, dice Jesús, cayendo bajo la cruz. Adsumus, repiten a coro los caballeros reunidos a la mesa. Adsumus! Adsumus! Aquí estamos, Señor, reunidos en tu nombre.

El eco atraviesa el castillo como un trueno, como el sonido de una batalla lejana, como el golpe del ariete sobre la puerta de la fortaleza. Y desaparece poco a poco entre los oscuros corredores.

Se acerca el Viator, el Vagabundo, dice la joven muchacha del rostro de zorro y los ojos hundidos, adornada con una corona de verbena y trébol. Alguien se va, alguien viene. Apage! Flumen immundissimum, draco maleficus… No preguntes su nombre, es un secreto. De aquello que devora sale aquello que se alimenta, y del fuerte sale el dulce. ¿Y quién es culpable? Aquél que la verdad la habla.

Serán reunidos, apresados en una mazmorra; serán en cerrados en una prisión y al cabo de muchos años serán castigados. Guárdate del Treparnscos, guárdate del murciélago, guárdate del demonio que arrasa el sur, y guárdate de aquello que anda en la oscuridad. Amor, dice Hans Mein Igel, el amor salvará tu vida. Lo lamentas, pregunta la muchacha que huele a menta y ácoro. ¿Lo lamentas? La muchacha está desnuda, desnuda con la desnudez de la inocencia, nuditas virtualis. Apenas se la ve en la oscuridad. Pero está tan cerca que se siente su calor.

Un sol, una serpiente y un pez. Serpiente, pez, sol metidos en un triángulo. Se derrumba la Narrenturm, cae en ruinas la turris fulgurata, la torre herida por el rayo. El pobre loco cae de ella, vuela hacia abajo, hacia el abismo. Yo soy ese loco, le pasa a Reynevan por la cabeza, loco y trastornado, yo soy quien está cayendo, hundiéndose en el precipicio, en el fondo.

Un hombre, envuelto en llamas, corriendo y gritando por una nieve nueva. Una iglesia ardiendo.

Agitó la cabeza para expulsar la visión. Y entonces, a la luz de otro relámpago, vio a Peterlin.

El fantasma, inmóvil como una estatua, brilló de pronto con una luz innatural. Reynevan vio que la luz, como si fueran los rayos de sol a través de las paredes agujereadas de una choza, surgía por las múltiples heridas en el pecho, el cuello y la barriga.

– Dios, Peterlin… -gimió-. Qué horrible… ¡Pagarán por ello, te lo juro! Te vengaré… Te vengaré, hermano… Lo juro…

La aparición realizó un brusco gesto. A todas luces negando, prohibiendo. Sí, aquel era Peterlin, nadie aparte de padre gesticulaba así cuando negaba algo o prohibía algo, cuando castigaba al pequeño Reynevan por sus travesuras o locos pensamientos.

– Peterlin… Hermano…

El mismo gesto, todavía más brusco, más violento, más apremiante. Sin dejar lugar a dudas. La mano señalaba hacia el sur.

– Vete -habló la aparición con la voz de Elisa, la de las ortigas-. Huye, pequeño. Lejos. Lo más lejos posible. Al otro lado de los bosques. Antes de que te trague la mazmorra de la Narrenturm. Huye, corre a través de las montañas, salta sobre las colinas, saliens in montibus, transiliens colles.

La tierra se agitó rabiosa. Y todo terminó. Se hundió en la oscuridad.


La lluvia lo despertó al alba. Yacía sobre la tumba del hermano, de espaldas, inmóvil y entumecido, las gotas le caían sobre el rostro.


– Permíteme, mozuelo -dijo Otto Beess, canónigo de San Juan Bautista, prepósito del capítulo de Wroclaw-. Permite que recapitule en pocas palabras lo que me acabas de contar y que ha provocado que haya dejado de creer a mis propios oídos. Así que Conrado, obispo de Wroclaw, teniendo la ocasión de darles para el pelo a los Sterz, que lo odian con pasión y a los que él odia, no va a hacer nada. Teniendo pruebas casi irrefutables de que los Sterz están mezclados en una venganza de familia y en un asesinato, el obispo Konrad no va a actuar de forma alguna. ¿No es así?

– Exactamente así -repuso Guibert Bancz, secretario del obispo de Wroclaw, un joven clérigo de hermosos rasgos, limpio cutis y suaves ojos de terciopelo-. Así se ha decidido. Ninguna acción en contra de la familia de los Sterz. Ni siquiera una amonestación. Ni una audiencia. Decidiólo el obispo en presencia de su excelencia el sufragáneo Tylman. Y con la aquiescencia del caballero al que le fueron confiadas las pesquisas. El que llegó hoy por la mañana a Wroclaw.

– El caballero -repitió el canónigo, con la vista fija en un cuadro que mostraba el martirio de San Bartolomé, la única decoración de las severas paredes de la habitación, aparte de las estanterías sobre las que había un candelabro y un crucifijo-. El caballero que llegó hoy por la mañana a Wroclaw.

Guibert Bancz tragó saliva. La situación, para qué decir otra cosa, no era para él precisamente cómoda. Nunca lo era. Y nada apuntaba a que fuera a cambiar.

– Precisamente. -Otto Beess tamborileó con los dedos en la mesa, parecería que concentrado únicamente en el santo atormentado por los armenios-. Precisamente. ¿Quién es ese caballero, hijo? ¿Nombre? ¿Familia? ¿Escudo?

– Ejem. -El clérigo carraspeó-. No se mencionó ni su nombre ni su familia… Y no llevaba escudo, iba vestido todo de negro. Mas yo ya le vi algotra vez en casa del obispo.

– ¿Qué aspecto tenía entonces? No te hagas de rogar.

– No era viejo. Alto, delgado… Los cabellos negros hasta los hombros. Nariz larga, como un pico… Tandem mirada casi… de pájaro… Inquisitivo… In summa, no se puede decir que sea guapo… Pero sí masculino…

Guibert Bancz se interrumpió de improviso. El canónigo no volvió la cabeza, ni siquiera dejó de tamborilear con los dedos. Conocía los ocultos gustos eróticos del clérigo. Y el que los conociera le permitía hacer de él su informante.

– Sigue hablando.

– El tal caballero recién llegado, el cual, hablando en plata, no mostró en presencia del obispo ni humildad ni siquiera embarazo, dio relación de las pesquisas acerca de las muertes de los señores Bart de Karczyn y Peter von Bielau. Y la tal relación fue tal que su excelencia el sufragáneo no aguantó en cierto momento y comenzó a reírse…

Otto Beess alzó las cejas sin decir palabra.

– Dijo el tal caballero que culpables son los judíos, puesto que en las cercanías del lugar de ambos crímenes podía olerse el foetor judaicus, el verdadero hedor de los judíos… Como de todos es sabido, para librarse de ese tufo beben los hebreos sangre cristiana. El crimen, continuó el caballero, sin importarle que el venerable Tylman casi estallaba de la risa, lleva pues toda las trazas de ser un crimen ritual y los culpables han de ser buscados en las aljamas más cercanas, sobre todo en la de Brzeg. puesto que al rabino de Brzeg se lo vio en los alrededores de Strzelin, y además en compañía del joven Reinmar de Bielau… Lo que ya sabe vuestra excelencia…

– Lo sé. Sigue hablando.

– Ante tal dictum el venerable sufragáneo Tylman declaró que eso era un cuento, que ambas personas murieron a causa de espada. Que el señor Albrecht von Bart fortachón era y espadachín consumado. Que ningún rabino de Brzeg o de cualquiera otro lugar podría con el señor de Bart ni siquiera si se hubieran pegado por el Talmud. Y volvió a reírse hasta que se le saltaron las lágrimas.

– ¿Y el caballero?

– Dijo que si no habían sido los judíos los que habían matado a los dos buenos señores Bart y Pedro de Bielau, entonces lo habría hecho el diablo. Lo que en suma era lo mismo.

– ¿Y qué dijo a ello el obispo Conrado?

– Su señoría -respondió el clérigo- atravesó con la mirada al venerable Tylman, enfadado, como se veía a todas luces, de su regocijo. Y habló al punto. Muy severo, serio y oficial, me ordenó escribirlo…

– Congeló las pesquisas -lo adelantó el canónigo, pronunciando muy lentamente las palabras-. Simplemente congeló las pesquisas.

– Como si hubierais estado delante. Y el venerable sufragáneo Tylman se quedó sentado y no dijo ni palabra, mas el gesto lo tenía extraño. El obispo Conrado se dio cuenta y dijo, con furia, que la razón estaba de su parte, que la historia lo corroboraría y que esto era ad maiorem Dei gloriam.

– ¿Así dijo?

– Con estas palabras. Por eso no vayáis con este asunto al obispo, venerable padre. No arreglaréis las cosas. Y aparte de ello…

– ¿Aparte de ello qué?

– Dijo al obispo el tal caballero que él exigía ser informado si alguien, en lo tocante a los dos crímenes, invocara, realizara peticiones o pidiera que continuaran las pesquisas.

– Él exige -repitió Otto Beess-. ¿Y que dijo a esto el obispo?

– Asintió con la cabeza.

– Asintió con la cabeza -repitió el canónigo, asintiendo a su vez con la cabeza-. Vaya, vaya. Conrado, un Piasta de Olesnica, asintió con la cabeza.

– Lo hizo, venerable padre.

Otto Beess miró de nuevo el cuadro, al martirizado Bartolomé, del que los armenios arrancaban largas tiras de piel con ayuda de enormes tenazas. Si había que creer La leyenda áurea de Jacob da Vorágine, pensó, en el lugar del martirio se alzó un maravilloso olor a rosas. Seguro. Las torturas apestan. En los lugares de tortura hay hedor, tufo, fetidez. En todos los lugares de tortura y ejecución. También en el Gólgota. Allí también, me juego la cabeza, no hubo rosas. Hubo, qué acertado, foetor judaicus.

– Por favor, muchacho. Toma.

El clérigo, como de costumbre, primero tomó la bolsa, luego retiró la mano bruscamente, como si lo que el canónigo le ofreciera fuera un escorpión.

– Venerable padre… -balbucee)-. Yo no… No por un puñado de oro… Sino por…

– Toma, hijo, toma -lo interrumpió el canónico con una sonrisa protectora-. Te he dicho ya en otras ocasiones que un informador ha de tener su recompensa. Cuídate sobre todo de aquéllos que informan gratis. Por la idea. Por el miedo. Por el odio y la envidia. Ya te lo he dicho antes: más que por la traición, a Judas se lo desprecia porque traicionó barato.


La tarde era soleada y cálida, una agradable variación después de algunos días de lluvia. Brillaba al sol la torre de la iglesia de María Magdalena, brillaban los tejados de las casas. Guibert Bancz se estiró. Se había quedado helado en casa del canónigo. La habitación era oscura, las paredes exudaban frío.

Aparte de la sede en la casa capitular de la Isla de la Catedral, el prepósito Otto Beess tenía otra casa en Wroclaw, en la calle de los Zapateros, no lejos de la plaza del mercado, allí solía recibir a aquéllos cuyas visitas no debían ser conocidas, entre ellos, por supuesto, a Guibert Bancz. Así que Guibert Bancz se propuso aprovechar la ocasión. No le apetecía volver a la Isla, era poco probable que el obispo lo necesitara antes de las vísperas. Y desde la calle de los Zapateros no había más que un paso hasta cierta taberna conocida del clérigo en el Mercado de los Pollos. En aquella taberna se podía gastar algo del dinero recibido del canónigo. Guibert Bancz creía a pie firme que librándose del dinero se libraba del pecado.

Mordisqueando una rosquilla que compró en un puesto callejero, se metió en un oscuro callejón con la intención de acortar el camino. Reinaba el silencio y no había nadie, tanto que sus pies espantaron a las ratas asombradas de la aparición del ser humano.

Escuchó el susurro de unas plumas y un aleteo. Se dio la vuelta y vio un enorme treparriscos que se apoyaba desmañadamente en un friso sobre una ventana tapiada. Dejó caer la rosquilla, retrocedió bruscamente, dio un salto atrás.

Ante sus ojos el pájaro se deslizó pared abajo, sujetándose con las garras. Pareció disolverse. Creció. Y cambió su forma. Bancz quiso gritar, pero no acertó a extraer ni un sonido de su encogida garganta.

Allí donde hacía un momento había habido un treparriscos, ahora estaba el caballero conocido del clérigo. Alto, delgado, de cabello moreno, vestido de negro, con penetrante mirada de pájaro.

Bancz abrió de nuevo la boca y de nuevo no consiguió extraer de ella nada excepto un chirrido. El caballero Treparriscos se acercó con ligereza. Cuando estuvo muy cerca sonrió, encogió los labios, enviando al clérigo un beso muy erótico. Antes de que el clérigo comprendiera lo que estaba pasando, captó con el ojo el brillo de un filo, recibió un pinchazo en el vientre, la sangre fluyó por el muslo. Recibió un segundo pinchazo, en el costado, el puñal crujió contra las costillas. Su espalda se dio contra el muro, la tercera punzada casi lo clavó a la pared.

Ahora hubiera podido por fin gritar y lo hubiera hecho, pero no pudo. El treparriscos se acercó y, de un largo tajo, le cortó la garganta.


Unos mendigos hallaron el cadáver que yacía en un charco negro. Antes de que apareciera la guardia de la villa acudieron también los mercaderes y comerciantes del Mercado de los Pollos.

El espanto flotaba sobre el lugar del crimen. Un espanto horroroso, que aplastaba, que revolvía las tripas. Un espanto terrible.

Tan terrible, que hasta el momento en que llegó la guardia, nadie se atrevió a robar la bolsa de dinero que le asomaba al muerto de la boca rajada y hecha más grande con el cuchillo.


Gloria in excelsis Deo -entonó el canónigo Otto Beess, bajando las manos unidas e inclinando la cabeza ante el altar-. Et in térra pax hominibus bonae uoluntatis…

Los diáconos estaban de pie a ambos costados, se unieron al cántico con voz contenida. Otto Beess, prepósito del capítulo de Wroclaw, continuaba celebrando la misa. Continuaba de forma mecánica, rutinaria. Con los pensamientos en otro lugar.


Laudamus te, benedicimus te, adoramus te,

glorificamus te, gradas agimus tibi…


Habían matado al clérigo Guibert Bancz. A pleno día, en el centro de Wroclaw. Y el obispo Conrado, que congeló las pesquisas sobre el asesinato de Peterlin von Bielau, también con toda seguridad congelará las investigaciones sobre el asunto de su secretario. No sé que está pasando. Mas hay que cuidar de la propia seguridad. Nunca, en ningún caso, dar pretexto ni ocasión. Ni dejarse sorprender.

El cántico se elevaba hasta los altos techos de la catedral de Wroclaw.


Agnus Dei, Filius Patris, qui tollis peccata mundi, miserere nobis; qui tollis peccata mundi, suscipe deprecationem nostram…


Otto Beess se arrodilló ante el altar.

Espero, pensó, mientras hacía la señal de la cruz, espero que Reynevan tuviera tiempo… Que esté ya en lugar seguro. Lo espero de verdad…

Miserere nobis…

La misa continuaba.


Cuatro jinetes galopaban por la carretera, junto a una cruz de piedra, una de las muchas que en Silesia servían de recordatorio de crimen y arrepentimiento. El viento arreciaba, la lluvia golpeaba, el barro salpicaba bajo los cascos. Kunz Aulock, llamado Kirieleisón, maldijo, limpiándose el agua del rostro con un guante mojado. Stork de Gorgowitz lo imitó debajo de su capucha, por la que todavía fluía el agua con más fuerza. Walter de Barby y Sybko de Kobelau ya no tenían ganas ni de maldecir. Al galope, pensaban, cuanto antes bajo algún techo, a alguna posada, al calor, lugar seco y cerveza caliente.

El barro salpicó desde sus cascos manchando a una figura que ya de por sí estaba suficientemente manchada, encogida junto a la cruz y cubierta con una capa. Ninguno de los jinetes prestó atención a la figura.

Tampoco Reynevan alzó siquiera la cabeza.

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