Capítulo decimoprimero

En el que las raras profecías comienzan a cumplirse de formas no menos raras, y Scharley se encuentra con una antigua conocida. Y revela nuevos y hasta ahora ocultos talentos.


Al otro lado del robledal, junto al cruce del camino con el sendero, se elevaba entre altas hierbas una pétrea cruz penitencial, uno de los muchos recuerdos de un crimen que había en Silesia. A juzgar por las señales de erosión y de vandalismo, un crimen antiguo, muy antiguo, puede que más antiguo que el poblado cuyos restos se veían no lejos de allí, en forma de colinas y hondonadas densamente cubiertas de hierba.

– Una penitencia muy tardía -comentó Scharley desde detrás de Reynevan-. Que duró generaciones. Hasta hereditaria, diría yo. El tallar una cruz así lleva la tira de tiempo, así que al final la suele instalar ya el hijo, por lo general, dándole vueltas en la cabeza a quién sería el individuo al que el difunto se cargara y qué fue lo que le movió a éste a arrepentirse en su vejez. ¿Verdad, Reinmar? ¿Qué piensas?

– Yo no pienso.

– ¿Sigues estando enfadado conmigo?

– No lo estoy.

– Ja, entonces vayamos. Nuestras nuevas amistades no mintieron. La trocha frente a la cruz, aunque con toda seguridad recuerda los tiempos de Bolek el Bravo, nos llevará sin duda alguna hasta el camino de Swidnica.

Reynevan espoleó al caballo. Seguía callado, pero esto no estorbaba a Scharley.

– Reconozco que me has impresionado, Reinmar de Bielau. Con las brujas, quiero decir. Echar al fuego un puñado de yerbajos, balbucear chorradas y hechizos, trenzar ramos puede hacerlo, seamos sinceros, cualquier charlatán y cualquier vieja curandera. Pero tu levitación, vaya, no es moco de pavo. Reconócelo, ¿dónde estudiaste en Praga, en la Universidad Carolingia o con los hechiceros bohemios?

– Lo uno -Reynevan sonrió al recordar- no quita lo otro.

– Entiendo. ¿Y todos allí levitaban durante las lecciones?

Sin esperar respuesta, el demérito corrigió su posición sobre las ancas del caballo.

– Sin embargo, no puedo evitar asombrarme -continuó- de que estés huyendo, escondiéndote de tus perseguidores de forma más propia de una liebre que de un mago. Los magos, incluso si han de huir, lo hacen con mayor clase. Medea, por ejemplo, huyó de Corinto en una carroza de la que tiraba un dragón. Atlantes volaba en un hipogrifo. Morgana creaba espejismos. Viviana… No recuerdo lo que hacía Viviana.

Reynevan no dijo nada. Y tampoco él se acordaba.

– No tienes que responder -retomó Scharley con un tono aún mayor de burla en su voz-. Comprendo. Demasiado poco conocimiento y experiencia, no eres más que un simple estudiante de las ciencias ocultas, un simple aprendiz de brujo. Un pollito sin plumas de la magia del que sin embargo surgirá alguna vez un águila blanca, un Merlín, Alberich o Mauris. Y entonces, pobres de…

Se detuvo al ver en el camino lo mismo que Reynevan.

– Nuestras amigas las brujas -susurró- no mintieron, ciertamente. No te muevas.

En mitad de la trocha, con la cabeza baja y mordisqueando hierba, había un caballo. Un gallardo animal de monta, un ligero palefrois de finas cuartillas. De capa de color marrón oscuro, con cola y crines aún más oscuras.

– No te muevas -repitió Scharley, descabalgando con cuidado-. Puede que no se repita una ocasión así.

– Ese caballo -dijo Reynevan con énfasis- es propiedad de alguien. Pertenece a alguien.

– Cierto. A mí. Si no lo espantas. Así que no lo espantes.

A la vista del demérito, que se acercaba despacito, el caballo alzó mucho la cabeza, meneó las crines, lanzó un agudo relincho, sin asustarse sin embargo, permitió que le agarrara de la brida que llevaba. Scharley le acarició los ollares.

– Es propiedad de otra persona -repitió Reynevan-. De otra, Scharley. Habrá que devolvérselo a su propietario.

– Señor, señor… -murmuró bajito Scharley-. Eh, eh… ¿De quién es este caballo? ¿Dónde está el propietario? ¿Ves, Reinmar? Nadie ha dicho nada. Y por tanto res nullis cedit occupanti

– Scharley…

– Vale, vale, tranquilízate, no tortures a tu delicada conciencia. Devolveremos el caballo a su legítimo propietario. Con la condición de que lo encontremos. De lo cual, ojalá, espero que nos guarden los dioses.

Su deseo evidentemente no llegó a sus destinatarios o no fue escuchado, porque la trocha se llenó de pronto de hombres que llegaron a pie y jadeando y señalaban con el dedo al caballo…

– ¿A vosotros se os ha escapado el bayo? -sonrió Scharley con buenos modos-. ¿Lo estáis buscando? Pues tenéis suerte. Galopaba hacia el norte con todas sus fuerzas. Apenas alcancé a detenerlo.

Uno de los recién llegados, un hombre grande y con barbas, lo contempló con sospecha. A juzgar por sus ropas destrozadas y su desastrosa apariencia era, como el resto, un aldeano. Y como el resto, iba armado con un grueso palo.

– Sujetáraislo -dijo, arrancándole a Scharley las riendas-, sus se agradece. Y agora versus con Dios.

Los otros se acercaron, rodeándoles en un prieto círculo perfumado por los asfixiantes e insoportables hedores típicos de la agricultura. No eran siervos, sino pobres de aldea: pecheros, renteros y pastores a cuenta ajena. Discutir con ellos acerca del hallazgo no tenía sentido, Scharley lo comprendió al punto. Sin decir palabra se abrió paso por entre la gente. Reynevan lo siguió.

– Eh. -Un pastor rechoncho y que olía muy mal agarró de pronto al demérito de la manga-. ¡Compadre Gamrat! ¿Y así los sortais? ¿Sin preguntar quién carajo son? ¿Y no serán por un casual los huidos? ¿Los dos que buscan los de Strzegom? ¿Y que por prenderlos dan dineros? ¿No serán éstos?

Los aldeanos murmuraron. El compadre Gamrat se acercó, lúgubre como la mañana de Todos los Santos, apoyándose en una vara de fresno.

– Igual lo son -bufó con enfado-. Igual no lo son…

– No lo son, no lo son -aseguró Scharley con una sonrisa-. ¿No lo sabéis? A aquéllos ya los atraparon. Y pagaron la recompensa.

– Me paece que mentís.

– Suelta la manga, paisano.

– Y si no, ¿qué?

El demérito lo miró por un instante a los ojos. Luego, con un brusco tirón, le hizo perder el equilibrio y dando una media vuelta lo golpeó en la espinilla, justo bajo la rodilla. El pastor cayó con fuerza y Scharley, de un corto golpe desde arriba, le rompió la nariz. El hombre se agarró el rostro, la sangre brotaba abundante entre sus dedos, llenando de manchas escarlatas la parte delantera de su jubón.

Antes de que los aldeanos pudieran reaccionar, Scharley le arrancó la vara al compadre Gamrat y lo golpeó con ella en la sien. El compadre Gamrat puso los ojos en blanco y cayó en brazos del mozo que estaba a su lado, al tiempo que el demérito golpeaba también a éste. Giró como un abejorro, atizando con el bastón a diestro y siniestro.

– ¡Huye, Reinmar! -gritó-. ¡Pies en polvorosa!

Reynevan espoleó al caballo, dividió a la multitud, pero no acertó a huir. Los aldeanos saltaron como perros, por los dos costados, colgándose de las riendas. Él golpeó como un loco con los puños, pero lo arrancaron de la silla. Golpeó cuanto pudo y dio patadas como una muía, pero también llovieron los golpes sobre él. Oía los gritos rabiosos de Scharley y el seco crujido de los cráneos sobre los que caían los golpes de la vara de fresno.

Lo arrojaron al suelo, lo sujetaron allí y lo aplastaron. La situación era desesperada. Aquello con lo que intentaba luchar no era ya una banda de campesinos, sino un monstruoso ser de muchas cabezas, una hidra de cien pies y cien puños, resbaladiza por la suciedad, que apestaba a estiércol, orina y leche cortada.

Por encima del griterío de la turba y del zumbido de la sangre en sus oídos escuchó de pronto gritos de guerra, el galopar y el relinchar de caballos, y el suelo tembló bajo los cascos. Chasquearon los chuzos, se escucharon gritos de dolor y el monstruo de muchas manos que lo asfixiaba se deshizo en los elementos que lo componían. Los hasta un momento antes agresivos aldeanos conocían ahora en su propio pellejo lo que era la agresión. Los jinetes que cabalgaban por la trocha los rodeaban con sus caballos y los apaleaban sin piedad, con tanta fuerza que las zamarras volaban hechas pedazos. Quien pudo huyó al bosque, pero ninguno de ellos se escapó sin probarlo.

Al cabo se hizo algo el silencio. Los jinetes tranquilizaron a sus caballos, que rebufaban, trotaron por el campo de batalla, buscando a quien dar de palos todavía. Se trataba de una banda bastante pintoresca, gentes con las que había que contar y no se debía bromear, se veía a primer golpe de vista, tanto por la ropa y los atalajes como por sus jetas, las cuales clasificarlas como de proscritas y bandidescas no hubiera causado problema alguno ni siquiera a un fisonomista poco avezado.

Reynevan se levantó. Y se encontró frente a frente con el morro de una yegua de color manzana sobre la que, flanqueada por dos jinetes, iba una robusta, redonda y simpática mujer vestida con un jubón de hombre y con una boina sobre unos cabellos rubio claro. De bajo un haz de plumas de abejaruco que adornaban la boina lo miraban unos ojos avellanados, duros, penetrantes e inteligentes.

Scharley, el cual parecía no haber sufrido mayores lesiones, estaba de pie a un lado y tiró los restos de la vara de fresno.

– Por las ánimas benditas -dijo-. No creo a mis ojos. Y sin embargo no es esto espejismo, no es ilusión. Su merced Dzierzka von Skalka en persona. Bien dice el refrán: el mundo es un pañizuelo…

La yegua color manzana agitó la cabeza, tintinearon los anillos de la boquilla. La mujer la palmeó el cuello, guardaba silencio, contemplando al demérito con una mirada penetrante de sus ojos avellanados.

– Desmejorado estás -dijo por fin-. Y un tanto se te encanecieron los cabellos, Scharley. Hola. Y ahora, vayámonos.

– Estás desmejorado, Scharley.

Estaban sentados a una mesa en un blanco y amplio cuarto lateral de la posada. Una ventana daba al jardín, a torcidos perales, arbustos de endrinas y colmenas rodeadas de abejas. Por la otra ventana se veía un cercado donde habían conducido a los caballos y formado una manada. Entre más de cien rocines predominaban los pesados dextrarii silesios, corceles para jinetes armados de pesada armadura. Había también castellanos, sementales de sangre española, había caballos granpolacos para lanceros, había también caballos de trabajo y de tiro. Entre el bureo de los cascos y de los relinchos, se oían de vez en cuando los gritos y maldiciones del palafrenero, los caballerizos y la escolta de las jetas proscritas.

– Estás desmejorado -repitió la mujer de ojos avellanados-. Y algo como nieve te ha cubierto la testa.

– Qué le vamos a hacer -respondió Scharley con una sonrisa-. Tacitisque senescimus anni Aunque a vos, Dzierzka von Skalka, parece que los años os incrementan la belleza y el encanto.

– No me martirices. Y no me titules, que harás que me sienta un vejestorio. Y ya no soy Von Skalka. Cuando la diñó Von Skalka retomé mi apellido de doncella. Dzierzka de Wirsing.

– Cierto, cierto. -Scharley movió la cabeza-. Así que Zbylut von Skalka, el Señor lo tenga en su gloria, se despidió del mundo. ¿Qué tiempo hace de ello, Dzierzka?

– Para los Inocentes hará dos años.

– Cierto, cierto. Yo por mi parte, en ese tiempo…

– Lo sé -lo cortó ella, lanzó una mirada penetrante a Reynevan-. Aún no me has presentado a tu compañía.

– Soy… -Reynevan dudó por un instante, decidiendo por fin que Lanzarote de la Carreta podría ser, con respecto a Dzierzka de Wirsing, tan poco educado como peligroso-. Soy Reinmar de Bielau.

La mujer guardó un instante de silencio, atravesándolo con la mirada.

– Ciertamente -concedió con énfasis al fin-. El mundo es un pañizuelo… ¿Queréis comer biermousse? Aquí tienen uno excelente. Cuantas veces me detengo aquí, lo como. ¿Queréis probarlo?

– Por supuesto. -Los ojos de Scharley brillaron-. Por supuesto. Gracias, Dzierzka.

Dzierzka de Wirsing dio una palmada, al punto aparecieron los servidores y se pusieron a trajinar. La tratante de caballos debía de ser allí una persona conocida y apreciada, pensó Reinmar, con toda seguridad debía de haberse hospedado con su manada más de una vez, más de un gulden debía de haber dejado en aquella posada no lejos del camino de Swidnica, junto a una aldea cuyo nombre no recordaba. Y que no tenía tiempo de recordar puesto que acababan de servir la comida. Durante un rato Scharley y él sorbieron la sopa, pescaron cuadradlos de queso blanco y trabajaron arduo con las cucharas de madera de tilo, deprisa pero con ritmo, para evitar entrechocarse en el cazuelo. Dzierzka se mantuvo en un silencio lleno de tacto, los miraba, acariciando su jarra llena de fría cerveza.

Reynevan respiró hondo. No había comido nada caliente desde la comida con el canónigo Otto en Strzelin. Scharley, por su parte, clavó los ojos tan significativamente en la jarra de Dzierzka que al poco le trajeron también a él una jarra derramando espuma.

– ¿Adonde os lleva el Señor, Scharley? -habló por fin la mujer-. ¿Y por qué andas dándote de palos con unos pecheros por los bosques?

– Vamos en peregrinación a Bardo -mintió con descaro el demérito-. A Santa María de Bardo, a rezar por la intención de que se arregle el mundo. Y nos atacaron sin dar razón alguna. Ciertamente está el mundo lleno de indignidad y por los caminos y los bosques más fácil es encontrarse picaros que priores. Los tales plebeyos nos atacaron, repito, sin motivo, llevados de una pulsión pecaminosa de hacer el mal. Mas nosotros perdonamos a nuestros deudores…

– A los campesinos -Dzierzka interrumpió su torrente de palabras- los contraté yo para que nos ayudaran a buscar al alazán que había huido. Que gente son de mala condición, lo concedo. Mas luego chamullearon algo de unos huidos y no sé qué de unas recompensas…

– Fantasías de cabezas huecas y blandos sesos -suspiró el demérito-. Quién será capaz de adivinar…

– Anduviste encerrado en la penitencia monacal, ¿verdad?

– Verdad.

– ¿Y qué?

– Y nada. -El rostro de Scharley ni tembló-. Un aburrimiento. Cada día igual que el anterior. En círculo. Matutinum, laudes, prima, tercia, luego Barnabás, sexta, nona, luego Barnabás, víspera, collationes, completas, Barnabás…

– Deja de dar esquinazo. -Dzierzka lo interrumpió de nuevo-. Bien sabes de qué hablo, di pues: ¿fugástete? ¿Te persiguen? ¿Precio han puesto a tu cabeza?

– ¡Dios nos guarde! -Scharley adoptó un gesto como de indignado por la suposición-. Me dejaron libre. Nadie me persigue, nadie me acosa. Soy un hombre libre.

– Cómo pude olvidarlo -respondió ella con énfasis-. Mas en fin, sea, habré de creerlo. Y si lo creo… entonces la consecuencia de ello está clara.

Scharley alzó las vejas por encima de la cuchara que estaba lamiendo, mostrando su curiosidad. Reynevan se removió intranquilo en el banco. Como resultó, con razón.

– La consecuencia de ello está clara -repitió, mirándolo, Dzierzka de Wirsing-. Entonces es el joven señor Reinmar de Bielau quien es objeto de persecución y acoso. Que no lo acertara al punto, rapaz, es cosa de que en tales menesteres pocas veces yerras si apuestas por Scharley. Ay, ay, encontró el zapato su horma…

Se levantó de pronto, se acercó a la ventana.

– ¡Eh, tú! -gritó-. ¡Sí, tú! ¡Arrapiezo de mierda! ¡Metepatas con escrófulas! ¡Polla torcida! ¡Si aporreas otra vez al caballo, mandaré que te arrastren por la plaza!

Volvió a la mesa, unió los brazos por bajo su bamboleante busto.

– Perdonad. Mas de todo he de cuidar yo misma. No más aparto el ojo, ya están liándola, los caganíos éstos. ¿Dónde estábamos? Ah, sí. Que os habéis juntado dos buenas piezas.

– Así que lo sabes.

– Por supuesto. Corren rumores por doquier. Kirieleisón y Walter de Barby rondan por los caminos. Wolfher Sterz cabalga por Silesia junto con seis hombres, busca, pregunta, amenaza… No es menester cargar los hombros, Scharley, y tú te inquietas sin razón, muchacho. Conmigo estáis seguros. Nada me importan los escándalos de amores ni las disputas de familia, los Sterz no me son ni parientes ni amigos. Al contrario que tú, Reinmar Bielau. Puesto que tú y yo, quizá esto te maraville, estamos emparentados. No abras tanto la boca. En fin, yo soy de domo Wirsing, de los Wirsing de Reichwalde. Y los Wirsing de Reichwalde están emparentados a través de los Zedlitz con los Nostitz. Y tu abuela era una Nostitz.

– Eso es cierto. -Reynevan venció su asombro-. En verdad, señora, estáis puesta en parentescos…

– Alguna cosilla sé -lo cortó la mujer-. A tu hermano, Peter, lo conocía bien. Amigo era de Zbylut, el mi esposo. No una sino muchas veces fue huésped nuestro en Skalka. Acostumbraba a montar caballos de las cuadras de Skalka.

– Habláis en tiempo pasado. -Reynevan se entristeció-. Entonces, sabéis ya…

– Lo sé.

El silencio que reinó durante un instante lo quebró Dzierzka de Wirsing.

– Lo lamento sinceramente -dijo, y su serio rostro confirmó su sinceridad-. Lo que acaeció en Balbinów es también para mí una tragedia. Conocía y amaba a tu hermano. Siempre lo valoré por su cordura, su mirada serena, porque nunca hizo de sí un noble creído. Qué más hay que decir que, gracias al ejemplo de Peterlin, mi Zbylut cobró algo de razón. Bajó al suelo la nariz que antes, en gesto de señoritingo, tenía mirando al cielo, y vio cómo tenía los pies. Y principió a criar caballos.

– ¿Así fue?

– Ciertamente. Antes Zbylut de Skalka era un señor, un noble, de una familia de la Pequeña Polonia bien conocida, hasta al parecer parientes lejanos de los mismos Melsztynski. Caballero con escudo propio, de ésos que ya conocéis: en el pecho las armas de Leliwa y bajo la Leliwa, los pantalones remendados. Y he aquí que Peter de Bielau, otro miles mediocris, orgulloso mas pobre, métese en negocios, construye el tinte y el batán y hace venir a maestros de Gante y de Ypres. Sin atañerle lo que digan otros caballeros, gana dinero. ¿Y qué? Al poco es un verdadero noble, poderoso y rico, y los gentilhombres que de él se burlaban inclínanse ahora ante él y babean sonrientes para que les haga la merced de prestarles algunos cuartos…

– Peterlin. -Los ojos de Reynevan lanzaron destellos-. ¿Peterlin prestaba dinero?

– Sé lo que te sospechas. -Dzierzka lo miró con expresión sagaz-. Mas lo dudo. Tu hermano sólo prestaba a gentes por él bien conocidas y de confianza. Por la usura se las puede ver uno con la Iglesia. Peterlin cobraba intereses pequeños, hasta incluso la mitad de lo que cobran los judíos. Mas no es fácil defenderse de una acusación. Y en lo que respecta a tus sospechas… Ja, ciertamente no faltan quienes, por no poder o no querer satisfacer una deuda, prestos están a matar. Mas las gentes a las que tu hermano prestaba no se cuentan entre ellos. Así que ésta es una pista falsa, pariente.

– Sin lugar a dudas. -Reynevan apretó los labios-. No hay porqué multiplicar las sospechas. Yo sé quién y por qué mató a Peterlin. En lo que a ello respecta no albergo duda alguna.

– Estás pues en minoría -dijo la mujer con voz gélida-. Pues la mayoría las tiene.

De nuevo Dzierzka de Wirsing interrumpió el silencio.

– Corren rumores -repitió-. Mas sería gran locura, una estupidez incluso, lanzarse a la venganza y el desquite fundamentándose en tales tontunas. Digo esto para el caso de que por albur no albergarais intención alguna de encaminaros a Nuestra Señora de Bardo sino que tuvierais intenciones y planes bien distintos.

Reynevan hizo como si su atención estuviera completamente absorbida por una mancha de agua en el suelo. Scharley tenía un gesto inocente como el de un niño.

Dzierzka no apartó de ambos sus ojos almendrados.

– En lo tocante a la muerte de Peterlin -siguió al cabo, bajando la voz-, dudas hay. Y bastante serias. Porque habéis de saber que una extraña epidemia se extiende por la Silesia. Una rara peste ha caído sobre patronos y mercaderes, que tampoco respeta a las nobles cabezas. Mueren las personas de enigmática muerte…

– El señor Bart -murmuró Reynevan-. Don Bart de Karczyn…

– El señor Von Bart. -Ella había escuchado el nombre y asintió-. Y anteriormente don Czambor de Heissenstein. Y antes que él dos plateros de Otmuchów, he olvidado los sus nombres. Thomas Gernrode, maestro del gremio de los talabarteros de Nysa. Don Fabián Pfefferkorn de la sociedad mercantil de Niemodlin, mercader de plomo. Y últimamente, no hace ni una semana, Nicolás Neumarkt, mercator de paños de Swidnica. Una verdadera peste…

– Dejadme que lo adivine -habló Scharley-. Ninguno de los mentados murió de viruela. Ni de vejez.

– Lo adivinaste.

– Seguiré adivinando: no llevas una escolta más numerosa de lo habitual por casualidad. No por casualidad está compuesta por bandidos armados hasta los dientes. ¿Adonde te diriges, has dicho?

– No lo he dicho -cortó-. He traído a colación el tal asunto para que comprendierais cuan importante es. Para que comprendierais que lo que está pasando en la Silesia no es culpa, ni aún queriéndolo, de los Sterz. Ni se le puede cargar con ello a Kunz Aulock. Puesto que comenzó mucho antes de que prendieran al joven señor de Bielau en la cama de la señora de Sterz. Merece la pena que lo recordéis. Yo ya no tengo más que decir.

– Demasiado has dicho para no terminar. -Scharley no bajó los ojos-. ¿Quién mata a los mercaderes silesios?

– Si lo supiéramos -los ojos de Dzierzka de Wirsing ardieron con amenaza-, ya no mataría. Mas no temáis, lo sabremos. Vosotros manteneos lejos de esto.

– ¿Os dice algo -introdujo Reynevan- el nombre de Horn? ¿Urban Horn?

– No -respondió, y al punto Reynevan supo que mentía. Scharley lo miró y en sus ojos Reynevan leyó la recomendación de no seguir preguntando.

– Manteneos lejos -repitió Dzierzka-. No es cosa segura. Y vosotros tenéis, de creer los rumores, suficientes apuros propios. Las gentes dicen que los Sterz están harto emperrados en prenderos. Que Kirieleisón y Stork rondan como lobos, que están ya tras la pista. En fin, que don Guncelin von Laasan puso precio a dos picaros…

– Rumores -la interrumpió Scharley-. Habladurías.

– Puede ser. Pese a ello, más de uno ha acabado en el cadalso. Así que aconsejaría mantenerse bien lejos de los caminos reales. Y en vez de ir a Bardo, adonde al parecer os encamináis, aconsejaría también alguna otra villa, más lejana. Por ejemplo, Bratislava. O Esztergom. Buda, en fin.

Scharley hizo una atenta reverencia.

– Valioso consejo -dijo-. Se agradece. Mas la Hungría esta lejos, je… Y yo voy a pie… Sin caballo…

– No mendigues, Scharley. No va contigo… ¡Joder!

Otra vez se levantó, se acercó a la ventana, otra vez lanzó improperios contra alguien que trataba con descuido a los caballos.

– Salgamos -dijo, colocándose el pelo, el busto ondulando-. Como no aguaite yo misma, los hideputas me despeazan a los caballos.

– Bonita manada -apreció Scharley cuando salieron-. Hasta para los establos de Skalka. No pocos dineros te aguardan. Si los vendes.

– No hay de qué preocuparse. -Dzierzka de Wirsing miró a sus rocines con agrado-. Hay demanda de castellanos, itera de animales de trabajo. En tratándose de caballos, los señores caballeros se olvidan de cerrar la bolsa. Sabéis cómo es eso: en la aceifa todos quieren alardear de su caballo propio y su propia mesnada.

– ¿Qué aceifa?

Dzierzka carraspeó, miró a su alrededor. Luego frunció los labios.

– Por las intenciones del arreglo de este mundo.

– Ah -adivinó Scharley-. Los bohemios.

– De ello mejor no hablar en voz alta. -La tratante de caballos. torció los labios aún más-. Al parecer el obispo de Wroclaw se ha echado con ganas sobre los herejes locales. En el camino, de cada villa que pasamos, cargadas estaban las horcas bajo el peso de los ahorcados. Y de cenizas las hogueras.

– Mas nosotros no somos herejes. ¿Qué hemos de temer?

– Cuando se castran caballos -dijo Dzierzka con conocimiento del asunto-, no estorba cuidar los propios güevos.

Scharley no dijo nada. Estaba ocupado en observar a unos cuantos hombres armados que estaban sacando de una choza un carro cubierto con una lona negra de pez. Engancharon dos caballos al carro. Luego, espoleados por un gordo sargento, los hombres sacaron y cargaron bajo la lona un gran cofre cerrado con candado. Por fin, salió de la taberna un individuo alto con una gorra de castor y una capa con cuello de castor.

– ¿Quién es? -se interesó Scharley-. ¿Un inquisidor?

– Cerca has estado -respondió Dzierzka de Wirsing a media voz-. Es el alcabalero. Recauda el impuesto.

– ¿Qué impuesto?

– Especial, de una vez. Para la guerra. Contra los herejes.

– ¿Los bohemios?

– ¿Es que hay otros? -Dzierzka volvió a torcer el morro-. Mas el impuesto lo acordaron los señores en las cortes de Frankfurt. Las fortunas mayores de dos mil gúldenes han de pagar un gulden, las menores, medio. Todo escudero de familia noble ha de dar tres gúldenes, un caballero cinco, un barón diez… Todos los sacerdotes han de dar cinco de cada cien de sus ingresos anuales, los que no tengan ingresos, dos grosches…

Scharley mostró sus blancos dientes en una sonrisa.

– Con toda seguridad habrán declarado falta de ingresos todos los sacerdotes. Con el mencionado obispo vratislaviano a la cabeza. Y sin embargo cuatro fuertes mozos fueron precisos para alzar la cajilla. Por su parte, conté sólo ocho de escolta. Extraña que tan serio peso lo vigile tan poca gente.

– La escolta se cambia -le aclaró Dzierzka-. En todo el recorrido. El caballero al que pertenezca el señorío ha de poner los infantes. Por eso ahora hay tan pocos. Esto es, Scharley, como con el paso de los judíos por el mar Rojo. Los judíos han pasado, los egipcios todavía no han llegado…

– Y el mar ya se ha apartado. -Scharley también conocía el chiste-. Entiendo, en fin, Dzierzka, hay que despedirse. Gracias muchas por todo.

– Luego me lo agradecerás. Porque ahora haré que te preparen un caballejo. Para que no tengas que mortificarte los pies. Y para que tengas alguna posibilidad cuando te alcancen los perseguidores. Ni se te ocurra pensar que lo hago por misericordia y bondad de corazón. Me devolverás el dinero cuando puedas. Cuarenta gúldenes renanos. No pongas esa cara. ¡Es un precio como de hermana! Agradecido debieras estar.

– Y lo estoy. -El demérito sonrió-. Lo estoy, Dzierzka. Muchísimas gracias. Siempre se puede contar contigo. Y para que no se piense que soy un aprovechado, he aquí un regalo para ti.

– Unas bolsitas. -Dzierzka afirmó el hecho con voz gélida-. No son feas. Cosidas con hilo de plata. Y con perlas. Y hasta son bonitas. Aunque falsas. Mas, ¿por qué razón me das tres?

– Porque soy generoso. Y eso no es todo. -Scharley bajó la voz, miró alrededor-. Has de saber, Dzierzka, que el aquí presente Reinmar tiene ciertas… hummm… habilidades. Poco comunes, por no decir… mágicas.

– ¿Eh?

– Scharley exagera. -Reynevan se enfureció-. Soy médico, no mago…

– Justo -le quitó la palabra el demérito-. Si necesitaras algún elixir o filtro… De amor, pongamos… Un afrodisiaco… Algo para la potencia…

– Para la potencia -repitió ella pensativa-. Humm… Podría venir bien…

– Pues mira. ¿No lo dije?

– … para los sementales -terminó Dzierzka de Wirsing-. Yo, para el amor, me basto sola. Y aún me las pinto bien gallardamente sin nigromancias.

– Por favor, dadme recado de escribir -dijo Reynevan al cabo de un momento de silencio-. Escribiré una receta.


El preparado caballejo resultó ser aquel gallardo bayo palefrois, el mismo que habían hallado en la trocha. Reynevan, el cual al principio más bien había dudado de las profecías de las brujas del bosque, ahora se quedó pensativo. Scharley saltó al caballo y galopó por el corral. El demérito mostró un talento más: guiado por mano firme y fuertes rodillas, el bayo trotó como un reloj, alzando las patas bellamente y manteniendo la cabeza alta, mientras que en la elegante y relajada posición de Scharley el mayor conocedor y maestro de la hípica no hubiera hallado nada que criticar. Los mozos de establo y la soldadesca de la escolta aplaudieron. Hasta la bien controlada Dzierzka de Wirsing chasqueó la lengua.

– No sabía que tan buen cabalgador era -murmuró-. Ciertamente, no le faltan talentos.

– Cierto.

– Por tu parte, pariente -se dio la vuelta-, ten cuidado. Persiste la caza de emisarios husitas. Ahora se mira con más atención a forasteros y viajeros y a quienes se mira se los delata al punto. Puesto que quien no delata, él mismo cae bajo sospecha. Y tú no sólo eres forastero y viajero, sino que además tu nombre y apellido se hicieron tan famosos en la Silesia que cada vez más gente tiene los oídos prestos a oír Bielau. Invéntate algo. Llámate… Humm… Para que tu nombre al menos quede y no te equivoques por un casual… Que sea entonces… Reinmar von Hagenau.

– Pero si así se llamó un famoso poeta… -sonrió Reynevan.

– No refunfuñes. Y al cabo, tiempos son éstos difíciles. ¿Quién en tales tiempos podrá recordar el apellido de un poeta?

Scharley terminó su demostración con un galope corto pero muy enérgico, y luego sujetó al caballo de tal forma que hasta saltó la grava. Cabalgó, obligando al bayo a un paso tan bailón que de nuevo le aplaudieron.

– Una bestia gallarda -dijo, palmeando al rocín en el cuello-. Y brava. Una vez más, Dzierzka, gracias. Adiós.

– Adiós. Y que Dios os guarde.

– Hasta la vista.

– Hasta la vista. Ojalá que en mejores tiempos.

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