Capítulo primero

En el que el lector tiene ocasión de conocer a Reinmar de Bielau, llamado Reynevan, y esto, de inmediato de varias de sus mejores partes, incluyendo en ello su diestra conocencia del ars amandi, de los arcanos del arte de la monta a caballo y del Antiguo Testamento, si bien no necesariamente en tal orden. En el capítulo se habla también de Borgoña, tomada ella tanto en sentido literal como figurado.


A través de la ventana abierta de la pequeña habitación, sobre un fondo oscurecido todavía por la pasada tormenta, se veían tres torres. La más cercana, la del ayuntamiento; la siguiente, la de la iglesia de San Juan Evangelista, esbelta, resplandeciendo al sol, nuevecita con sus tejas rojas; detrás de ella, el donjón del castillo del duque. Alrededor de la torre de la iglesia revoloteaban veloces las golondrinas, a las que habían espantado hacía poco el sonido de las campanas. Las campanas no sonaban ya desde hacía unos instantes, pero el aire cargado de ozono parecía seguir vibrando con su sonido.

Hacía poco que las campanas habían sonado también en las torres de las iglesias de Santa María y del Corpus Christi. Sin embargo, no se veían aquellas torres desde la ventanilla de la camareta situada en el sotecho de la edificación de madera que, como un nido de golondrina, estaba pegada al complejo del hospicio y monasterio de los agustinos.

Era la hora sexta. Los monjes comenzaron con su Deus in adjutorium. Reinmar de Bielau, llamado por sus amigos Reynevan, besó la sudorosa clavícula de Adela von Sterz, se liberó de su abrazo y se tumbó junto a ella, jadeando, sobre una sábana cálida de amor.

Del otro lado de la pared, de la dirección de la calle del Monasterio, les llegaban gritos, el traqueteo de los carros, el sordo golpeteo de barriles vacíos, el musical tintineo de las vajillas de cinc y cobre. Era miércoles, día de mercado, algo que, como de costumbre, arrastraba a Olesnica a muchos mercaderes y mercadores.


Memento, salutis auctor

quod nostri quondam corporis,

ex illibata virgine

nascendo, formam sumpseris.

Maria mater gratiae,

mater misericordiae,

tu nos ab hoste protege,

et hora mortis suscipe…


Ya cantan el himno, pensó Reynevan, abrazando a Adela con un perezoso movimiento. Adela, procedente de la lejana Borgoña, era la mujer del caballero Gelfrad von Sterz. Ya suena el himno. Es increíble cuan rápido pasan los instantes de felicidad. Se querría que duraran eternamente y sin embargo desaparecen como un sueño pasajero…

– Reynevan… Mon amour… Mi muchacho divino… -Adela interrumpió ávida y anhelante sus reflexiones soñolientas. También ella era consciente del paso del tiempo, pero a todas luces no pensaba en perderlo en cavilaciones filosóficas.

Adela estaba completa, total y absolutamente desnuda.

En fin, cada país tiene sus costumbres, pensó Reynevan, es interesante conocer el mundo y sus gentes. Las silesias y las alemanas, por ejemplo, cuando se llega a algo, nunca permiten que se les levante la camisa más arriba del ombligo. Las polacas y las checas se la levantan ellas mismas y con ganas, por encima de los pechos, pero por nada del mundo se las quitarían del todo. Las borgoñonas por el contrario, ¡oh! Éstas al momento se quitan todo, su sangre caliente no soporta ver ni un trapillo sobre la piel durante las faenas amorosas. Ah, qué alegría conocer el mundo. Hermosa debe de ser Borgoña. Hermoso debe de ser su paisaje. Altas montañas… Colinas empinadas… Valles…

– Ah, aaaah, mon amour -jadeó Adela von Sterz, entregando todo su paisaje borgoñés a las manos de Reynevan.

Reynevan, dicho entre nosotros, tenía veintitrés años y del mundo había conocido más bien poco. Conocía a unas pocas checas, todavía menos silesias y alemanas, una polaca, una gitana y, si se trataba de otras nacionalidades, sólo una vez una húngara le había dado calabazas. Sus experiencias amorosas, aunque con buen comienzo, no se podían considerar impresionantes en ningún caso. De hecho, y hablando sinceramente, resultaban bastante míseras tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo. Mas en cualquier caso, llenaban de orgullo y vanidad al mancebo. Reynevan, como todo jovenzuelo bullente de testosterona, se tenía a sí mismo por gran seductor y experto en amores, para el que el género femenino carecía de secreto alguno. La verdad era que las once citas que había tenido hasta entonces con Adela von Sterz le habían enseñado a Reynevan más sobre el ars amandi que los tres años que había estudiado en Praga. Sin embargo, Reynevan no se había dado cuenta de que era Adela la que le estaba enseñando, se sentía seguro de que se trataba de su talento innato.


Ad te levavi oculos meos

qui habitas in caelis

ecce sicut oculi servorum

ad manum dominorum suorum.

Sicut oculi ancillae in manibus dominae suae

ita oculi nostri ad Dominum Deum nostrum,

donec misereatur nostri

miserere nostri Domine…


Adela agarró a Reynevan por el cuello y lo atrajo hacia sí. Reynevan, aferró lo que había que aferrar y le hizo el amor. Le hizo el amor con fuerza y pasión y -por si aquello fuera poco- le susurró al oído promesas de amor. Era feliz. Muy feliz.


La felicidad que lo embargaba en aquel momento se la debía Reynevan -indirectamente, ha de entenderse- a un santo del Señor. Esto había sido así:

Sintiendo arrepentimiento por algún pecado conocido sólo por él mismo y su confesor, el caballero silesio Gelfrad von Sterz había hecho la promesa de peregrinar a la tumba del apóstol Santiago. Mas en el camino cambió de planes. Resolvió que Compostela estaba decididamente demasiado lejos y que al fin y al cabo San Gil tampoco era moco de pavo, así que bastaba con una peregrinación a Saint Gilíes. Mas tampoco le fue dado a Gelfrad llegarse hasta Saint Gilíes. No llegó más que hasta Dijon, donde por casualidad conoció a una borgoñona de dieciséis años, la hermosa Adela de Beauvoisin. Adela, que hechizó hasta las orejas a Gelfrad, era huérfana, tenía dos hermanos libertinos y calaveras, los cuales sin parpadear siquiera dieron la hermana en matrimonio al caballero silesio. Aunque para los hermanos Silesia estaba situada allá entre el Tigris y el Eufrates, Sterz era a sus ojos el cuñado ideal, aparte de que no se peleó especialmente por la dote. De esta forma acabó la borgoñona en Heinrichsdorf, aldea cercana a Ziebice, que Gelfrad había recibido como herencia. Y en Ziebice, ya como Adela von Sterz, le cayó en gracia a Reynevan. Y viceversa.

– ¡Aaaaah! -gritaba Adela von Sterz, colocando sus piernas en la espalda de Reynevan-. ¡Aaaaa-aaah!

Jamás se habría llegado a aquel aaaahr, todo se habría limitado a lanzarse miraditas y gestos disimulados, si no hubiera sido por un tercer santo, Jorge precisamente. Pues por San Jorge maldecía y juraba Gelfrad von Sterz, tal y como el resto de los cruzados que se unieron en el año de 1422 a alguna de las muchas cruzadas antihusitas organizadas por el elector de Brandenburgo y el margrave de Meissen. Los cruzados no se apuntaron en aquella ocasión grandes éxitos: entraron en Bohemia y salieron de allí muy deprisa, sin arriesgarse para nada a luchar contra los husitas. Pero aunque lucha no hubo, víctimas sí, y una de ellas resultó ser precisamente Gelfrad, quien se cayó del caballo y se rompió una pierna de forma bastante grave, y ahora, por lo que se desprendía de las cartas enviadas a la familia, estaba curándose en algún lugar de la Pleissenland. Adela, por su parte, que estaba por entonces de Rodríguez, viviendo precisamente en casa de la familia del marido en Bierutów, podía encontrarse sin obstáculo alguno con Reynevan en la camareta del complejo del monasterio de los agustinos de Olesnica, junto a la que Reynevan tenía su laboratorio.


Los monjes de la iglesia del Corpus Christi comenzaron a cantar el segundo de los tres salmos previstos para la sexta. Hay que darse prisa, pensó Reynevan. En el capitulum, como mucho en el Kyñe, ni un segundo después, Adela debe desaparecer del terreno del hospicio. Nadie debe verla aquí.


Benedictus Dominus

qui non dedit nos

in captionem dentibus eorum.

Anima nostra sicut passer erepta est

de laqueo venantium…


Reynevan besó a Adela en el muslo, luego, inspirado por el canto de los monjes, llenó con fuerza los pulmones de aire y se sumergió en las flores de la alheña y el nardo, del azafrán, en el perfume de la caña de azúcar y de la canela, de la mirra y el áloe y de todas las hierbas aromáticas. Adela, en tensión, extendió los brazos y clavó sus dedos en los cabellos de él, espoleando con delicados movimientos su iniciativa bíblica.

– Oh, oooh… Mon amour… Mon magiríen… Mi muchacho divino… Hechicero…


Qui confidunt in Domino, sicut mons Sion

non commovebitur in aeternum,

qui habitat in Hierusalem…


Ya es el tercer salmo, pensó Reynevan. Cuan volátiles son los momentos de felicidad…

Reverteré -murmuró, poniéndose de rodillas-. Date la vuelta, date la vuelta, Sulamita.

Adela se dio la vuelta, se arrodilló y se inclinó, agarrando con fuerza el cabecero de madera de tilo y presentando a Reynevan toda la brillante belleza de su reverso. Afrodita Kallipygos, pensó él, acercándose. Las referencias a la antigüedad junto con la vista erótica provocaron que se acercara a ella un poco como el mencionado San Jorge, cargando con la lanza en ristre contra el dragón de Silena. Se arrodilló detrás de Adela como el rey Salomón tras el trono de cedro del Líbano, con ambas manos aferró las viñas de Engadda.

– A una yegua en el tiro del faraón, amiga mía, te comparo -le susurró, inclinado sobre su cuello, el cual era para él tan hermoso como la torre de David.

Y la comparó. Adela gritó con los dientes apretados. Reynevan deslizó lentamente las manos por sus costados bañados de sudor hacia arriba, subió por la palma y se apoderó de las ramas de sus colgantes frutos. La borgoñona echó la cabeza hacia atrás como una yegua antes de dar el salto sobre un obstáculo.


Quia non relinquet Dominus virgam peccatorum,

super sortem iustorum

ut non extendant iusti

ad iniquitatem manus suas…


Los pechos de Adela saltaban bajo las manos de Reynevan como una pareja de gacelas gemelas. Él depositó una mano sobre su racimo de granadas.

Dúo… ubera tua -jadeó Reynevan- sicut dúo… hinuli capreae gemelli… qui pascuntur… in liliis… Umbüicus tuus cráter… tomatüis nunquam… indigenspoculis… Ventertuus… sicut acervus… tritici valJatus liliis…

– Ah… aaah… aaah… -contrapunteó la borgoñona, que no sabía latín.


Gloria Patri, et Filio et Spiritui Sancto.

Sicut erat in principio, et nunc, et semper

et in saecula saeculorum, amen.

Alleluia!


Los monjes cantaban. Y Reynevan, besando el cuello de Adela von Sterz, fuera de sí, embriagado, corriendo por los montes, saltando por las colinas, saliens in montibus, transiliens colles, era para la amada como un joven ciervo en las montañas de bálsamo. Super montes aromatum.

Las puertas, al ser golpeadas, se abrieron con un chasquido y con tal ímpetu que el pomo se salió de su sitio y voló por la ventana como un meteoro. Adela lanzó un grito agudo y penetrante. Y a la camareta entraron los hermanos Von Sterz. Enseguida se daba uno cuenta de que no se trataba de una visita amistosa.

Reynevan saltó de la cama, separado por ella de los intrusos tomó su ropa e intentó vestirse a toda prisa. Lo consiguió en cierta medida, sobre todo porque el ataque frontal de los hermanos Sterz se dirigió a la cuñada.

– ¡So puta! -bramó Morold von Sterz, arrancando a la desnuda Adela de la cama-. ¡Sucia puta!

– ¡Viciosa inmoral! -le acompañó Wittich, su hermano mayor. Wolfher, por su parte, el hermano mayor después de Gelfrad, no abrió siquiera la boca, la pura rabia le había privado de palabra. Tomó impulso y golpeó a Adela en el rostro. La borgoñona chilló. Wolfher repitió, esta vez por el lado contrario.

– ¡No te atrevas a golpearla, Sterz! -gritó Reynevan, y la voz se le quebró y vaciló a causa de la excitación y de un sentimiento paralizante de impotencia que tenía su origen en el pantalón sólo a medias vestido-. No te atrevas, ¿me oyes?

El grito obtuvo resultado, si bien no del todo el deseado. Wolfher y Wittich, olvidando por un instante a la cuñada infiel, se echaron sobre Reynevan. Una tormenta de puñetazos y patadas cayó sobre el muchacho. Éste se dobló ante los golpes, en lugar de defenderse o protegerse continuó tozudo tirando de los pantalones, como si no fueran pantalones sino alguna armadura mágica capaz de protegerlo y defenderlo de las heridas, la hechizada coraza de un Astolfo o de un Amadís de Gaula. Con el rabillo del ojo distinguió cómo Wittich sacaba un cuchillo. Adela gritó.

– ¡Déjalo! -le gritó Wolfher al hermano-. ¡Aquí no!

Reynevan consiguió ponerse de rodillas. Wittich, rabioso y pálido de cólera, saltó sobre él y le asestó un puñetazo, arrojándolo de nuevo al suelo. Adela lanzó un grito penetrante, el grito se interrumpió cuando Morold la golpeó en el rostro y la arrastró por los cabellos.

– ¡No os atreváis… -balbuceó Reynevan-… a golpearla, bergantes!

– ¡Hideputa! -aulló Wittich-. ¡Espera un segundo!

Saltó, lo golpeó, lo pateó una, dos veces. Wolfher lo detuvo antes de la tercera.

– Aquí no -repitió con serenidad, y era aquélla una serenidad maligna-. A la calle con él. Nos lo llevamos a Bierutów. A la puta también.

– ¡Soy inocente! -chilló Adela von Sterz-. ¡Él me ha hechizado! ¡Me embrujó! ¡Es un hechicero! Le sorcier. Le diab…

Morold interrumpió el discurso, la hizo callar con un golpe.

– ¡Calla, mozcorra! -ladró-. Ya te daremos nosotros razones para gritar. Espera un tanto y verás.

– ¡No os atreváis a tocarla! -gritó Reynevan.

– ¡Y a ti también -añadió Wolfher con su amenazadora calma- te las daremos, gallito! Venga, al patio con ellos.

El camino desde el sotecho conducía por unas escaleras muy empinadas. Los hermanos Von Sterz empujaron a Reynevan escalera abajo, el muchacho cayó sobre la base, arrastrando consigo parte de la balaustrada de madera. Antes de que consiguiera incorporarse lo agarraron de nuevo y lo echaron directamente al patio, sobre la arena decorada con montoncitos humeantes de estiércol de caballo.

– Vaya, vaya, vaya -dijo Niklas Sterz, el más joven de los hermanos, apenas un mocoso, que estaba sujetando a los caballos-. Pero, ¿quién nos ha caído aquí? ¿Si no es Reinmar Bielau?

– El listillo instruido de Bielau -bufó, de pie junto a Reynevan, que estaba retorciéndose en la arena, Jens von Knobelsdorf, llamado el Buho, padrino y pariente de los Sterz-. ¡El listillo charlatán de Bielau!

– ¡El poeta de mierda! -añadió Dieter Haxt, otro de los amigos de la familia-. ¡Un puñetero Abelardo!

– Y para demostrarle que también nosotros hemos leído -dijo Wolfher bajando por las escaleras-, le vamos a hacer a él lo mismo que a Abelardo cuando lo atraparon con Eloísa. Exactamente lo mismo. ¿Qué, Bielau? ¿Te hace gracia ser un capón?

– ¡Que te jodan, Sterz!

– ¿Qué? ¿Qué? -Aunque parecía imposible, Wolfher Sterz palideció aún más-. ¿El gallito todavía se atreve a abrir el pico? ¿Se atreve a piar? ¡Dame el vergajo, Jens!

– ¡No te atrevas a golpearlo! -se le escapó de modo completamente inesperado a Adela, quien ya estaba vestida, aunque no del todo-. ¡No te atrevas! ¡Porque le contaré a todo el mundo quién eres! ¡Que tú mismo intentaste seducirme, me toqueteaste y querías que me entregara a la lujuria! ¡A espaldas de tu hermano! ¡Que me juraste venganza cuando te rechacé! Por eso ahora estás tan… tan…

Le faltaron entonces palabras en alemán, así que toda la tirada se fue al garete. Wolfher tan sólo sonrió.

– ¡Te voy a…! -se burló-. Como si alguien fuera a escuchar a una puta francesa y calentorra. ¡El vergajo, Buho!

De pronto el patio se llenó con el negro del hábito de los agustinos.

– ¿Qué es lo que pasa aquí? -gritó el venerable prior Erasmo Steinkeller, un viejecillo delgado y muy cetrino-. ¿Qué es lo que estáis haciendo, cristianos?

– ¡Largo de aquí! -gritó Wolfher, haciendo restallar el vergajo-. ¡Largo, idiotas rasurados, al breviario, a la oración! ¡No os mezcléis en asuntos de caballeros porque lo lamentaréis, trapos negros!

– Señor -el prior unió unas manos cubiertas de manchas parduzcas-, perdónalo porque no sabe lo que hace. In nomine Patris, et Filii…

– ¡Morold, Wittich! -aulló Wolfher-. ¡Traed el palo! ¡Jens, Dieter, amarrad aquí al bellaco!

– ¿Y no podríamos -frunció el ceño Stefan Rotkirch, otro amigo de la casa que hasta entonces se había mantenido en silencio- arrastrarlo un poquillo con el caballo?

– Podría ser. ¡Pero primero lo voy a azotar!

Alzó la mano para golpearlo con el vergajo, pero el golpe no cayó porque el hermano Inocente le había sujetado el brazo. El hermano Inocente era de buena estatura y porte parecido, lo que se dejaba translucir incluso pese a su humilde postura monacal. Su presa inmovilizó el brazo de Wolfher como si fuera una tenaza de hierro.

El Sterz maldijo en abundancia, se arrancó de la presa y le asestó un golpe al monje. Pero igual podría haber golpeado la torre del homenaje del castillo de Olesnica. El hermano Inocente, al que sus confráteres llamaba «hermano Insolente», ni siquiera tembló. Pero de inmediato se tomó revancha con un golpe que lanzó a Wolfher por medio patio y lo derribó sobre un montón de estiércol.

Reinó el silencio durante un instante. Y luego todos se lanzaron sobre el enorme monje. El Buho, el primero que se acercó, recibió un golpe en los dientes y cayó rodando por la arena. Morold Sterz, con un golpe en la oreja, se echó a un lado con la mirada perdida. Los otros rodearon al agustino como hormigas. La gran figura de hábito negro desapareció por completo bajo los golpes y las patadas. El hermano Insolente, aunque recibiera muchos porrazos, se tomó también su revancha, y ello de forma harto poco cristiana, totalmente en contra de las pacíficas reglas de San Agustín.

El anciano prior perdió los nervios al ver aquello. Enrojeció como una cereza, rugió como un león y se lanzó al caos de la lucha repartiendo a diestro y siniestro fieros golpes con su crucifijo de palisandro.

Pax! -gritaba, mientras golpeaba-. Pax vobiscum! ¡Amad al prójimo! Proximum tuum! Sicut te ipsum! ¡Hijos de puta!

Dieter Haxt lo calló de un puñetazo. El anciano cayó con los pies para arriba, sus sandalias volaron por el aire, dibujando una pintoresca trayectoria sobre el espacio. Los agustinos gritaron, algunos no resistieron y se lanzaron a la lucha. En el patio se formó un barullo de cuidado.

Wolfher Sterz, que había sido expulsado de la barahúnda, tomó su espadín e hizo un molinete: parecía que iba a haber derramamiento de sangre. Pero Reynevan, que ya había conseguido incorporarse, le asestó en la nuca con el mango del vergajo que había recogido del suelo. El Sterz se aferró la cabeza y se dio la vuelta, entonces Reynevan tomó impulso y le cruzó la cara con el palo. Wolfher cayó. Reynevan se lanzó a por el caballo.

– ¡Adela! ¡Aquí! ¡A mí!

Adela ni siquiera se inmutó y la indiferencia que se dibujó en su rostro era asombrosa. Reynevan saltó sobre la silla. El caballo relinchó y bailoteó.

– ¡Adeeelaaa!

Morold, Wittich, Haxt y el Buho ya corrían hacia él. Reynevan hizo dar la vuelta al caballo, lanzó un silbido penetrante y se echó al galope en dirección al portalón.

– ¡Tras él! -gritó Wolfher Sterz-. ¡A los caballos y tras él!

La primera intención de Reynevan fue huir en dirección a la puerta de Santa María y más allá, fuera de la ciudad, hacia los bosques de Spahlitz. Sin embargo, resultó que la calle de la Vaca, en dirección a la puerta, estaba completamente taponada por carros. Para colmo, el caballo ajeno, espoleado y espantado por los gritos, mostró una iniciativa propia excesiva, a resultas de lo cual, antes de que Reynevan se diera cuenta, se encontraba galopando en dirección al mercado, salpicando de barro a los paseantes y dispersándolos. No tuvo que darse la vuelta para saber que le iban pisando los talones. Oía el golpeteo de los cascos, los relinchos de los caballos, los gritos furiosos de los Sterz y los aullidos rabiosos de los peatones atropellados.

Azuzó al caballo dándole con los talones en los flancos. En su galope golpeó a un panadero que llevaba una cesta, panes, bollos y hogazas cayeron como granizo sobre el barro en el que al cabo de un instante los aplastaron los cascos de los Sterz. Reynevan ni siquiera miró hacia atrás, más que lo que iba dejando atrás le interesaba lo que tenía por delante y ante él crecía a ojos vista un carro cargado hasta arriba de ramas secas. El carro tenía atascada casi toda la calleja y en el espacio que no ocupaba se arremolinaba un grupo de crios medio desnudos ocupados en extraer del estiércol algo increíblemente interesante.

– ¡Te tenemos, Bielau! -gritó a sus espaldas Wolfher Sterz, viendo también lo que había en el camino.

El caballo galopaba de tal modo que no había posibilidad de pararlo. Reynevan se aferró a la crin y cerró los ojos. Gracias a ello no vio cómo los niños medio desnudos se esfumaban con la gracia y la rapidez de las ratas. Como no miró hacia atrás, tampoco pudo ver cómo el campesino vestido con una piel de carnero que tiraba del carro, un tanto estupefacto, hacía girar a la vez el eje y el carro. No vio tampoco cómo los Sterz se empotraban contra él. Ni cómo Jens Knobelsdorf volaba de la silla y barría consigo la mitad de las ramas cargadas en el carro.

Reynevan cabalgó por la calle de San Juan, entre el ayuntamiento y la casa del alcalde y entró a toda velocidad en la enorme Plaza Mayor de Olesnica. El problema era que la plaza, aunque enorme, estaba llena de gente. Y estalló el pandemónium. Tomando la dirección hacia la fachada sur de la plaza, hacia la torre rechoncha y cuadrada que se alzaba sobre la puerta de Olawa, Reynevan galopó entre la gente, los caballos, los bueyes, los cerdos, los carros y los puestecillos, dejando tras de sí una estampa como el campo después de una batalla. La gente gritaba, aullaba y maldecía, el ganado bramaba, los puercos chillaban, se desplomaban los mostradores y las banquetas y de ellos caían, como una nevada, los objetos más diversos: cacerolas, cuencos, cubas, hachas, hurgones, nasas de pescador, pieles de oveja, gorros de fieltro, cucharas de madera de tilo, velas de sebo, trapos de líber y gallos de barro con pito. También en forma de lluvia iban cayendo los productos de alimentación: huevos, quesos, horneados, guisantes, alforfón, zanahorias, rábanos, cebollas y hasta cangrejos vivos. Nubes de plumas volaron por el aire, seguidas por los diferentes sonidos emitidos por las más diversas aves. Los Sterz, que seguían pisando los talones a Reynevan, completaron la obra de destrucción.

Asustado por un ganso que le revoloteó junto a los ollares, el caballo de Reynevan se revolvió y se estampó contra un puesto de pescado, destrozando las cajas y derribando los barriles. El pescadero enfadado tomó impulso y golpeó con una manga para el pescado, fallando a Reynevan pero acertando al caballo en las ancas. El caballo relinchó y se lanzó a un lado, volcando un puesto ambulante de hilos y cintas, durante unos segundos bailó en el sitio, chapoteando en una masa plateada y apestosa de albures, bremas y carasios, mezclados con una feria de bobinas de colores. Reynevan no se cayó de milagro. Con el rabillo del ojo vio cómo la mercadera de hilos corría hacia él con una gran hacha, sólo Dios sabía para lo que podría servir en el trato de hiladurías. Escupió unas plumas de ganso que se le habían pegado a los labios, controló el caballo y galopó hacia la calle de las Carnicerías, porque sabía que desde allí la puerta de Olawa estaba a un paso.

– ¡Te voy a cortar los güevos, Bielau! -gritó por detrás Wolfher Stertz-. ¡Te los voy a cortar y te los voy a meter por el gaznate!

– ¡Chúpame el culo!

Ya sólo le perseguían cuatro: los alterados mercaderes de la plaza habían arrancado a Rotkirch del caballo y le estaban atizando.

Reynevan cruzó como una flecha a través de una hilera de cerdos colgados boca abajo. Los carniceros salieron corriendo a toda prisa, pero pese a ello tumbó a uno que llevaba al hombro una enorme pata de buey. El derribado rodó junto con la pata debajo de los cascos del caballo de Wittich, su caballo se asustó y se puso de patas, el caballo de Wolfher le cayó por detrás. Wittich cayó de la silla directamente sobre una mesa de matanza, empotró la nariz en una masa de hígados, pulmones y ríñones, Wolfher le cayó encima. Un pie se le había quedado enganchado en el estribo, antes de liberarse fue derribando una buena parte de los tenderetes de carne y se embadurnó hasta las orejas de barro y sangre de animal.

Reynevan se agachó sobre el cuello del caballo y en el último minuto, consiguiendo pasar así bajo un rótulo de madera que llevaba pintada la cabeza de un cochinillo. A Dieter Haxt, que le rozaba los talones, no le dio tiempo ya a agacharse. La tabla con la silueta del sonriente cerdo lo golpeó en la frente con tanta fuerza que hasta se rompió. Dieter voló de la silla, cayó sobre un montón de desperdicios, espantando a los gatos. Reynevan miró hacia atrás. Ya sólo lo perseguía Niklas.

Salió del callejón de los carniceros a pleno galope y entró en una plaza en la que trabajaban los curtidores. Y cuando justo ante su nariz apareció de pronto un tendedero con pieles húmedas colgadas, detuvo al caballo y lo obligó a saltar. El caballo saltó. Y Reynevan no cayó. De nuevo de milagro.

Niklas no tuvo tanta suerte. Su caballo se negó a saltar sobre el tendedero, lo derribó, se resbaló entre el barro, los pedazos de carne y los restos de grasa. El menor de los Sterz salió disparado por encima de la cabeza del caballo. Con mucha, mucha mala suerte. La barriga y las axilas cayeron justo encima de una hoz que servía a los curtidores para cortar los restos de carne.

Al principio Niklas no comprendió qué era lo que había pasado. Se incorporó, se agarró al caballo, sólo cuando el rocín rebufó y retrocedió se le doblaron las piernas. Todavía sin saber lo que estaba pasando, el menor de los Sterz avanzó por el barro detrás del caballo que retrocedía y relinchaba con pánico. Por fin dejó caer las riendas e intentó levantarse. Se dio cuenta de que algo iba mal y miró hacia su barriga. Y gritó.

Estaba arrodillado en un charco de sangre que crecía rápidamente.

Se acercó Dieter Haxt, detuvo al caballo, bajó de un salto de la silla. Lo mismo hicieron al cabo Wolfher y Wittich Sterz.

Niklas se sentó pesadamente. Miró de nuevo su vientre. Gritó y luego se puso a llorar. Los ojos comenzaba a nublársele. La sangre que brotaba de él se mezclaba con la sangre de los bueyes y cerdos sacrificados allí por la mañana.

– ¡Niklaaas!

Niklas Sterz tosió, se atragantó. Y murió.

– ¡Estás muerto, Reynevan Bielau! -gritó en dirección a la puerta, pálido de rabia, Wolfher Sterz-. ¡Te atraparé, te mataré, te destruiré, te destrozaré junto con toda tu familia de víboras! ¿Me oyes?

Reynevan no lo oía. Entre el golpeteo de los cascos sobre las tablas de madera del puente, Reynevan salía en aquel preciso momento de Olesnica y se lanzaba a toda velocidad hacia la carretera de Wroclaw.

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