Capítulo decimotercero

En el que, tras dejar el monasterio benedictino, Scharley instruye a Reynevan en los principios de su filosofía existencial, que se resume en la tesis -simplificada- de que basta con tener los pantalones bajados y un instante de descuido para que alguien te dé por el culo. Al poco la vida confirma esta máxima en toda su extensión y con todo detalle. De la desgracia le salva a Scharley alguien a quien el lector ya conoce, o mejor dicho, piensa que conoce.


El exorcismo en los benedictinos -aunque en suma coronado por el éxito- reforzó aún más la falta de aprecio de Reynevan por Scharley, una falta de aprecio surgida, por así decirlo, a primera vista, y que había ganado peso después del incidente con el anciano pedigüeño. Reynevan ya había llegado a entender que dependía del demérito y que sin él estaba perdido. Sobre todo, la operación liberadora de su amada Adela no tenía ninguna posibilidad de llegar a buen puerto en solitario. Entendiendo lo que se quisiera y dependiendo lo que se dependiera, el caso es que el desagrado existía, lo exasperaba y le hacía enfadarse como una uña rota, como un diente quebrado, como una astilla bajo la uña. Y la actitud y la conversación de Scharley no hacían más que acrecentarlo.

La pelea -o mejor dicho, la disputa- comenzó la tarde después de haber dejado el monasterio, a una distancia escasa, por lo que dijo el demérito, de Swidnica. Paradójicamente, Reynevan mencionó los picarescos exorcismos de Scharley y se los recriminó mientras estaban consumiendo las dádivas que habían conseguido gracias a dicha picaresca. En el momento de la partida, los agradecidos benedictinos les dieron un grueso paquete que contenía, como se vio luego, pan de centeno, una docena de manzanas, algunos huevos duros, un hato de salchichas ahumadas al enebro y una gruesa morcilla de sangre de Polonia.

En un lugar donde un paredón en parte destrozado embalsaba y desviaba el río, en un llano seco al borde del bosque, los viajeros se sentaron y comieron, contemplando cómo el sol bajaba cada vez más hacia las copas de los pinos. Y disputando. Reynevan se exaltó un tanto excesivamente alabando las normas éticas y reprendiendo la picaresca. Scharley lo puso de inmediato en su lugar.

– No acepto -anunció, al tiempo que escupía la cascara de un huevo mal pelado- lecciones de moralidad de alguien que acostumbra a joder mujeres ajenas.

– ¿Cuántas veces me harás repetirte -se enfadó Reynevan- que no es lo mismo? ¿Que no se puede comparar?

– Se puede, Reinmar, se puede.

– Me gustaría verlo.

Scharley apoyó el pan sobre la barriga y cortó otra rebanada.

– Nos separa -comenzó al cabo, con la boca llena-, como es fácil de apreciar, la experiencia y el conocimiento de la vida. Por eso, lo que tú haces instintivamente, llevado sólo por una tendencia sencilla y hasta infantil de satisfacer tus impulsos, yo lo llevo a cabo de modo consciente y planificado. Mas en la base yace lo mismo. La convicción, completamente acertada por otra parte, de que lo que cuenta es mi bien y mi satisfacción, mientras que a todo lo demás, en tanto en cuanto no afecte a mis intereses ni a mi bien, lo puede partir un rayo, puesto que qué me puede importar a mí si no me sirve. No me interrumpas. Los encantos de tu amada Adela eran para ti como un caramelo para un niño. Para poder lamer y chupar, te olvidaste de todo, no contaba más que tu propio y exclusivo placer. No, no intentes venirme aquí con amores, citar a Petrarca y a Wolfram von Eschenbach. El amor también es placer, y además, uno de los más egoístas que conozco.

– No quiero oír esto.

In summa -continuó impertérrito Scharley-, nuestros programas existenciales no se diferencian en nada, puesto que se apoyan en el siguiente principium: todo lo que hago me tiene que servir a mí. Mi propio bien, mi propia dicha, comodidad y felicidad son lo único importante, el resto que se lo lleve el diablo. Lo que nos diferencia, sin embargo…

– ¿Hay diferencia entonces?

– … es la capacidad de pensar con perspectiva. Yo, pese a la tentación constante, me abstengo en la medida de lo posible de joder mujeres ajenas, puesto que mi capacidad de pensar con perspectiva me dice que no sólo no me traerá provecho, sino que lo contrario: me meterá en problemas. A los pobres como al viejecillo de anteayer no los malcrío con regalos no por causa de la avaricia, sino porque tal generosidad no da nada, sino que hasta perjudica… Las perras se pierden y se gana uno fama de tonto y de primo. Y como que de primos y de tontos infinitus est numerus, yo saco lo que se puede. Y sin hacerles rebaja a los benedictinos. Ni a otras órdenes. ¿Entendido?

– Lo que entiendo -Reynevan dio un mordisco a la manzana- es por qué estabas en la trena.

– No has entendido nada. Pero no es tiempo de enseñanzas, largo es el camino hasta Hungría.

– ¿Y voy a llegar allí? ¿Entero?

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Pues que te escucho y te escucho y cada vez más me voy sintiendo como un primo. El cual puede resultar en cualquier momento ofrecido como víctima en el altar de tu propia comodidad. Como parte de ese resto que se puede llevar el diablo.

– Mira, mira -se alegró Scharley-, así que vas haciendo progresos. Comienzas a razonar razonablemente. Dejando a un lado el sarcasmo inmotivado, comienzas ya a entender la regla básica de la vida: la regla de la confianza limitada. Que te enseña que el mundo está constantemente acechando, que nunca deja pasar ocasión de causarte humillación, dolor o perjuicio. Que sólo está esperando que te bajes los pantalones para darte por culo.

Reynevan bufó.

– De lo cual -no se dejó arredrar el demérito- se extraen dos conclusiones. Primo: no confies nunca en nadie y nunca creas en intenciones honradas. Secundo: si tú mismo has causado a alguien dolor o perjuicio, no te lamentes. Simplemente fuiste más rápido, actuaste preventivamente…

– ¡Cállate!

– ¿Qué significa cállate? Digo la verdad más absoluta y reconozco el derecho de la libertad de palabra. La libertad…

– ¡Que te calles, joder! He oído algo. Alguien anda por aquí…

– ¡Seguro que un lobizonülo! -Scharley estalló en risas-. ¡Un horrible hombre lobo, terror de los alrededores!

Cuando habían dejado el monasterio, los atentos monjes les habían advertido y pedido que tuvieran cuidado. En los alrededores, dijeron, especialmente durante los periodos de luna llena, andurreaba desde hacía algún tiempo un peligroso lykanthropos, o sea hombre lobo, o sea lobizón, o sea un hombre transformado por una fuerza demoniaca en un monstruo parecido a un lobo. Las advertencias divirtieron extraordinariamente a Scharley, quien durante unas cuantas buenas leguas se había reído hasta reventar y se había burlado de los supersticiosos monjes. Reynevan tampoco creía demasiado en hombres lobo o lobizones, pero no se reía.

– Escucho -dijo, poniendo la oreja- los pasos de alguien. Alguien se está acercando, sin duda alguna.

Un arrendajo chilló alarmado entre los arbustos. Los caballos relincharon. Las ramas crepitaron. Scharley se hizo sombra a los ojos con la mano, el sol poniente cegaba con su brillo.

– Que el diablo… -murmuró por lo bajo-. Esto es lo que nos faltaba, ciertamente. Mira quién nos está dando la bienvenida.

– Podría… -tartamudeó Reynevan-. Es…

– El gigante de los benedictinos -Scharley le confirmó su sospecha-. El coloso monacal, el Beowulf comedor de miel. El rebañador de perolas de bíblico nombre. ¿Cómo era? ¿Goliat?

– Sansón.

– Sansón, cierto. No le prestes atención.

– ¿Qué hace aquí?

– No le prestes atención. Puede que se vaya. Por su camino, cualquiera que éste sea.

No daba la sensación, sin embargo, de que Sansón tuviera intención de irse. Antes al contrario, parecía como si hubiera puesto punto final a su camino, se había sentado en un tronco que estaba a tres pasos. Y así sentado, volvía hacia ellos su apretada y obtusa faz. Sin embargo, tenía la faz limpia, mucho más limpia que la última vez que lo vieran, también habían desaparecido los mocos secos de debajo de su nariz. También el hábito que llevaba era nuevo y pulcro. Pese a ello, el gigante seguía difundiendo un leve aroma a miel.

– En fin -Reynevan carraspeó-, la cortesía obliga…

– Lo sabía -lo cortó Scharley y suspiró-. Sabía que lo ibas a decir. ¡Eh, tú! ¡Sansón! ¡Matador de filisteos! ¿Tienes hambre?

«¿Tienes hambre? -Scharley, sin esperar a su reacción, agitó en dirección al coloso un pedazo de morcilla, exactamente como si estuviera azuzando a un perro o un gato-. ¡Eh! ¿Me entiendes? ¡Eh, aquí, eh, aquí! ¡Michi-michi! ¡Ñam, ñam! ¿Quieres comer?

– Gracias -dijo de pronto el gigante, con voz inesperadamente clara y consciente-. Pero no lo necesito. No tengo hambre.

– Raro es este asunto -murmuró Scharley, inclinándose sobre la oreja de Reynevan-. ¿De dónde ha salido? ¿Vino detrás de nosotros? Pero si al parecer anda siempre con el hermano Deodato, nuestro reciente enfermo… Estamos a más de una milla del monasterio, para llegar aquí tiene que haberse puesto en marcha nada más irnos. Y andar a buen paso. ¿Con qué objetivo?

– Pregúntaselo.

– Se lo preguntaré. Cuando llegue el momento. Por ahora, para mayor seguridad, hablemos en latín.

Bene.


El sol fue bajando cada vez más sobre el oscuro bosque, las grullas que volaban hacia el sur se chillaron unas a otras su llamada, las ranas comenzaron su ruidoso concierto en los pantanales junto al río. Y en un claro seco al borde del bosque, como si fuera el aula de una universidad, se escucharon las palabras de Virgilio.

Reynevan, por no se sabe qué vez ya, aunque ciertamente por primera vez en latín, contaba su reciente historia y describía sus peripecias. Scharley escuchaba, o fingía escuchar. El coloso monacal, Sansón, contemplaba con mirada torva no se sabe qué cosa, y su obtusa fisonomía seguía sin mostrar emoción de importancia.

La historia de Reynevan era, ha de entenderse, tan sólo introducción para algo más relevante: un nuevo intento de engatusar a Scharley en una acción ofensiva contra los Sterz. Cosa clara, no sirvió de nada. Tampoco cuando Reynevan comenzó a tentar al demérito con la perspectiva de ganancias monetarias, sin tener por otro lado ni idea de dónde habría de sacar aquellos dineros. El problema tenía sin embargo un carácter puramente académico, ya que Scharley rechazó la oferta. Comenzó así una disputa en la que ambos oponentes usaron con liberalidad de citas de los clásicos, desde Tácito hasta el Eclesiastés.

Vanitas vanitatum, Reinmar! ¡Todo es vanidad y nada más que vanidad! ¡No seas tan loco, la cólera habita en el pecho de los tontos! Recuerda: melior est canis vivus leone mortuo, más vale perro vivo que león muerto.

– ¿Lo qué?

– Si no abandonas tus estúpidos planes de venganza, estarás muerto, porque esos planes representan para ti la muerte segura. Y a mí, incluso si no me matan, me meterán de nuevo en la cárcel. Mas esta vez no con los carmelitas y no temporalmente, sino en la mazmorra, ad carcerem perpetuum. O, lo que creen ser una merced, largos años in pace en un monasterio. ¿Sabes tú, Reinmar, qué es in pace? Es un enterramiento en vida. En el sótano, en una celda estrecha y tan baja que no se puede nada más que estar sentado, y según van creciendo los excrementos hay que ir encogiéndose cada vez más para no golpearse en la oscuridad con el techo. Se te ha salido un tornillo si piensas que voy a arriesgarme a algo así por tu causa. Una causa necia, por no decir apestosa.

– ¿Qué es lo que te apesta tanto? -preguntó Reinevan con enojo-. ¿La trágica muerte de mi hermano?

– Las circunstancias que la acompañaron.

Reynevan se mordió la lengua y giró la cabeza. Por un instante miró a Sansón el gigante, sentado sobre su tronco. Tiene un aspecto algo distinto, pensó. Todavía tiene, cierto, el físico de un cretino, pero algo en él ha cambiado. ¿El qué?

– En las circunstancias de la muerte de Peterlin -siguió- no hay nada oscuro. Lo mató Kirieleisón. Kunz Aulock et suos cómplices. Ex subordinatione y por el dinero de los Sterz. Se debiera colgar a los Sterz de…

– ¿No oíste -lo interrumpió Scharley- lo que dijo Dzierzka, tu pariente?

– Lo oí. Pero no le di valor alguno.

Scharley sacó una garrafa de entre los avíos y le quitó el corcho, un olor a aguardiente se extendió por el aire. La garrafa, fuera de toda duda, no estaba entre los regalos de despedida de los benedictinos. Reynevan no tenía ni idea de cuándo y de qué forma el demérito había llegado a su posesión. Pero se sospechaba lo peor.

– Eso es un tremendo error. -Scharley dio un trago a la garrafa, se la alargó a Reynevan-. Es un error no hacer caso a Dzierzka, ella, por lo general, sabe de qué habla. Las circunstancias de la muerte de tu hermano, muchacho, no están claras. Con toda seguridad, no hasta el punto de embarcarse en una sangrienta venganza. No tienes ninguna prueba de que los Sterz sean los culpables. Tándem, tampoco tienes pruebas de que la culpa sea de Kirieleisón. Bah, in hoc casu faltan hasta los motivos y las razones.

– ¿Pero qué…? -Reynevan se atragantó con el licor-. ¿Pero qué cono dices? A Aulock y a su banda los vieron en los alrededores de Balbinów.

– Como prueba es non sufficit.

– Tenían motivo.

– ¿Cuál? He escuchado atentamente tu relato, Reinmar. A Kirieleisón lo contrataron los Sterz, la familia política de tu amada. Para atraparte vivo. Solamente vivo. Lo sucedido en la taberna de Brzeg lo prueba sin posibilidad de duda. Kunz Aulock, Stork y De Barby son profesionales, sólo hacen aquello para lo que les pagan. Les pagaron por ti, no por tu hermano. ¿Por qué tenían que dejar en el camino un muerto? Un cadáver dejado así, a su paso, es un problema para un profesional: es una amenaza de persecución, justicia, venganza… No, Reinmar. En todo ello no hay ni pizca de lógica.

– ¿Entonces quién, según tú, mató a Peterlin? ¿Quién? Cui bono?

– Precisamente. Merece la pena, de verdad la merece, el reflexionar acerca de ello. Tienes que contarme más acerca de tu hermano. Durante el viaje a Hungría, se entiende. Pasando por Swidnica, Frankenstein, Nysa y Opava.

– Te has olvidado de Ziebice.

– Cierto. Mas tú no te has olvidado. Y no te olvidarás, me temo. Siento curiosidad por saber cuándo se va a dar cuenta.

– ¿Quién? ¿Qué?

– Sansón Mieles, el de los benedictinos. En el tronco en el que está sentado hay un nido de avispas.

El gigante se alzó bruscamente. Y se volvió a sentar otra vez, al darse cuenta de que había caído en una trampa.

– Lo sospechaba. -Scharley mostró los dientes-. Entiendes latín, hermano.

Ante la mirada infinitamente asombrada de Reynevan, el gigante les respondió con una sonrisa.

Mea culpa -respondió, con un acento que engañaría al mismísimo Cicerón-. Mas al cabo no es pecado. Y si lo fuera, ¿quién sine peccato est?

– Yo no tendría por virtud -Scharley separó mucho los labios- el escuchar conversaciones ajenas fingiendo no entender la lengua.

– Razón hay en ello. -Sansón hizo una leve inclinación de cabeza-. Y ya he reconocido que era mi culpa. Y para no acrecentar mis culpas, me apresuro a advertir que el pasar a la lengua de los francos tampoco os habrá de asegurar la discreción. Sé francés.

– Ah. -La voz de Scharley era fría como el hielo-. Est-ce vraí? ¿De verdad?

– Ciertamente. On le dit, et c'est la venté.

Durante un tiempo reinó el silencio. Por fin, Scharley carraspeó con fuerza.

– La lengua de los ingleses -arriesgó- también, no dudo, la hablas igual de bien.

Ywis -le respondió sin tartamudear el gigante-. Herkneth, this is the point, to speken short and plain. That ye han said is right enough. Namore ofthis, basta. Porque incluso si hablara con todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, sería aquí como un címbalo tronante. En vez de alardear de elocuencia, vayamos al grano, porque el tiempo apremia. No os he seguido por diversión, sino llevado de una apurada necesidad.

– ¿Cierto? ¿Y en qué reside, si se puede saber, la tal dirá necessitas?

– Miradme atentamente y respondedme con la mano en el corazón: ¿os gustaría tener este aspecto?

– No nos gustaría -respondió Scharley con una desarmante sinceridad-. Sin embargo, compadre, traes tus pretensiones a parte equivocada. Tu aspecto se lo debes directamente a tu padre y tu madre. E indirectamente al Creador, aunque parezca que haya mucho en contra de esta tesis.

– Mi aspecto -Sansón pasó por alto la burla- os lo debo a vosotros. A vuestros exorcismos idiotas. La habéis liado, muchachos, y además, bien buena. Es hora de mirar a la verdad a los ojos y comenzar a meditar en qué forma vais a remediar lo que habéis engendrado. Y se debería pensar en recompensar a quien le habéis causado problemas.

– No tengo ni idea de lo que estás hablando -afirmó Scharley-. Hablas, amigo, muchas de las lenguas de los hombres y de los ángeles, mas todas incomprensibles. Repito: no tengo ni idea de lo que quieres. Te lo juro por aquéllo que me es más sagrado, es decir, por mi vieja polla. Je jure ga sur mes couilles.

– Tanta elocuencia, tanta labia -comentó el gigante-. Y no tiene ni pizca de cerebro. ¿De verdad no entiendes lo que sucedió a causa de vuestros putos hechizos?

– Yo… -Reynevan se atragantó-. Yo lo entiendo… Durante los exorcismos… algo salió.

– He aquí -el coloso lo miró- cómo triunfan la juventud y los estudios universitarios, a tenor de los coloquialismos, seguramente Praga. Sí, sí, jovencito. Los encantamientos y los hechizos pueden tener consecuencias colaterales. Dicen las Escrituras: la oración del humilde atraviesa las nubes. Las ha atravesado.

– Nuestros exorcismos… -susurró Reynevan-. Lo sentí. Sentí un repentino fluir de Fuerza. Mas acaso sea posible… sea posible…

Ceñes.

– No seas crío, Reinmar, no te dejes embaucar -dijo Scharley tranquilamente-. No dejes que te engañe. Se está burlando de nosotros. Finge. Se hace como si fuera un diablo invocado casualmente por la fuerza de nuestros exorcismos. Un demonio llamado del trasmundo y aprisionado en la envoltura corporal de Sansón Comemieles, idiota monacal. Finge ser el inclús que nuestros hechizos liberaran de la joya, el djinn liberado de su lámpara. ¿Qué más me he olvidado de mencionar, recién llegado? ¿Qué eres? ¿Quién eres? ¿El rey Arturo volviendo de Avalón? ¿Ogier, el danés? ¿Barbarroja llegando de Kyffhausen? ¿El Judío Errante?

– ¿Por qué te has parado? -Sansón cruzó sus poderosos antebrazos sobre el pecho-. Al fin y al cabo tú, en tu inmensa sabiduría, sabes quién soy.

Certes. -Scharley se tomó la revancha en cuestión de acentos-. Lo sé. Mas tú fuiste, hermano, quien vino a nuestro vivaque y no al revés. Por eso tú eres quien ha de presentarse. Sin esperar a que te desenmascaren.

– Scharley. -Reynevan, muy serio, se entrometió-. Creo que dice la verdad. Lo invocamos con nuestros exorcismos. ¿Por qué no admites lo que es evidente? ¿Por qué no ves lo que está a la vista? ¿Por qué…?

– Porque -lo interrumpió el demérito-, al contrario que tú, no soy un ingenuo. Y sé perfectamente quién es él, cómo acabó en los benedictinos y lo que quiere de nosotros.

– ¿Entonces quién soy? -sonrió el gigante con una sonrisa que en absoluto era estúpida-. Revélamelo. Deprisa. Antes de que estalle de curiosidad.

– Eres un prófugo, Sansón el Mieles. Un fugitivo. A tenor de los coloquialismos, con toda seguridad, un cura desertor. Te escondiste en el monasterio para escapar de la persecución, fingiendo ser un idiota, en lo que, con perdón, bastante te ayudó tu apariencia. Idiota evidentemente no eres, al punto te diste cuenta de quiénes éramos… o más bien de quién era yo. No pusiste tu oreja en vano. Querías huir a Hungría, sabías que en solitario sería difícil. Nuestra compañía, compañía de gentes hábiles y con mundo, es para ti un regalo del Cielo. Deseas unirte a nosotros. ¿Me equivoco?

– Sí, y mucho además. Y de hecho, en cada detalle. Excepto en uno: efectivamente me di cuenta enseguida de quién eras.

– Aja. -Scharley también se levantó-. Así que yo me equivoco y tú dices la verdad. En fin, sigamos, demuéstralo. Eres un ser sobrenatural, habitante del trasmundo, desde donde sin quererlo te trajimos con los exorcismos. Así que demuéstranos tu poder. Que tiemble la tierra. Que retumbe el trueno y brillen los relámpagos. Haz que el sol que se acaba de poner vuelva a salir. Que las ranas del pantano, en vez de croar, canten a coro el Lauda Sion Salvatorem.

– No puedo hacerlo. E incluso si pudiera, ¿me creerías?

– No -reconoció Scharley-. No soy crédulo por naturaleza. Y además dicen las Escrituras: no creáis a cualquier espíritu. Puesto que muchos falsos profetas ha habido sobre la faz de la tierra. En pocas palabras, un mentiroso le dijo a otro: ¡que me mientes!

– No me gusta -respondió el gigante con voz serena y delicada- que me llamen mentiroso.

– ¿Oh, de verdad? -El demérito bajó los brazos, se inclinó un tanto hacia delante-. ¿Y qué vas a hacer entonces? A mí, por ejemplo, no me gusta que nadie me mienta a la cara. Hasta tal punto, que alguna vez hube de romperle las narices al mentiroso.

– No lo intentes.

Aunque Scharley era más de una cabeza más bajo que Sansón, Reynevan no tuvo dudas de lo que iba a pasar. Lo sabía ya. Una patada en la espinilla, justo bajo la rodilla, al caer de rodillas le golpea desde arriba en la nariz, el hueso estalla con un crujido, la sangre riega sus ropas. Reynevan estaba tan seguro de aquel escenario, que su sorpresa no tuvo límites.

Si Scharley era rápido como una cobra, el gran Sansón era como una pitón que se movía con una agilidad asombrosa. Con una rapidísima contrapatada paró la patada, hábilmente bloqueó con el antebrazo los golpes de los puños. Y retrocedió. Scharley retrocedió también, le brillaban los dientes bajo el labio superior. Reynevan, sin saber él mismo por qué lo hacía, se interpuso entre ellos.

– ¡Paz! -extendió los brazos-. Pax! ¡Señores! ¿No os da vergüenza? ¡Comportaos como personas civilizadas!

– Peleas… -Scharley enderezó la figura-. Peleas como un dominico. Mas esto tan sólo confirma mi teoría. Y siguen sin gustarme los mentirosos.

– Puede -apuntó Reynevan- que diga la verdad, Scharley.

– ¿La verdad?

– La verdad. Ya ha habido antes casos así. Existen seres paralelos, invisibles… Seres astrales… Se puede comunicar con ellos, ha habido también… humm… casos de visitas.

– ¿Qué estás delirando, oh, esperanza de las casadas?

– No deliro. ¡Lo enseñaban en Praga! Se menciona en el Zokar, escribe acerca de ello Rábano Mauro en su De Universo. También Duns Scoto demuestra la existencia de un mundo espiritual paralelo. Según Duns Scoto, la materia prima puede existir sin forma física. El cuerpo humano sin espíritu no es más que la forma corporeitatis, forma imperfecta, que…

– Déjalo, Reinmar -lo interrumpió Scharley con un gesto de impaciencia-. Frena tu fervor. Pierdes a tu público. Por lo menos a uno. Parto pues, para, antes del sueño, aliviar mi vejiga entre los matojos. Será ésta, dicho sea de paso, actividad mil veces más provechosa que aquélla en la que estamos perdiendo el tiempo aquí.

– Se ha ido a aliviar -comentó el gigante al cabo-. Duns Scoto se estará revolviendo en su tumba, del mismo modo que Rábano Mauro y Moisés de León junto con el resto de los cabalistas. Si tales autoridades no lo convencen, ¿qué posibilidades tengo yo?

– Pocas -reconoció Reynevan-. Porque ciertamente tampoco has conseguido despejar mis dudas. Y no mucho haces por ello. ¿Quién eres? ¿De dónde has venido?

– Quien yo sea -respondió el coloso con serenidad-, no lo comprenderías. Ni de dónde vengo. Por su parte, el cómo me he encontrado precisamente aquí no lo comprendo yo mismo. Como dice el poeta: no sé cómo he llegado hasta estas tierras.


Io non so ben ridir com'i' v'intrai,

Tant'era pien di sonno a quel punto

Che la verace via abbandonai.


– Para ser un visitante de otro mundo -Reynevan controló su asombro-, no conoces mal las lenguas de los hombres. Y la poesía de Dante.

– Soy… -dijo Sansón al cabo de un instante de silencio-. Soy un vagabundo, Reinmar. Y los vagabundos saben mucho. Esto se llama: la sabiduría de los caminos recorridos, de los lugares visitados. No te puedo decir más. A cambio te diré quién es culpable de la muerte de tu hermano.

– ¿Qué? ¿Qué es lo que sabes? ¡Habla!

– No ahora, tengo que reflexionar otra vez sobre ello. Escuché tu relato. Y tengo ciertas sospechas.

– ¡Habla, por Dios!

– El secreto de la muerte de tu hermano está oculto en el documento quemado, aquél que sacaste del fuego. Intenta recordar qué había allí, fragmentos de frases, palabras, letras, cualquier cosa. Descifra el documento y yo te señalaré al culpable. Tómate esto como un servicio.

– ¿Y por qué me prestas este servicio? ¿Y qué esperas a cambio?

– Que me lo recompenses. Influyendo en Scharley.

– ¿De qué forma?

– Para deshacer lo que pasó, para poder volver a mi propia forma y a mi propio mundo, hay que repetir, tan preciso como sea posible, todo el exorcismo. Todo el proceder…

Lo interrumpió un salvaje aullido de lobo que surgió de la broza. Y el grito desesperado del demérito.

Ambos echaron a correr de inmediato, Sansón, pese a su tamaño, no se dejaba adelantar. Cayeron en la oscuridad de la espesura, orientándose por los gritos y el crujido de las ramas rotas. Y luego lo vieron.

Scharley estaba luchando con un monstruo.

Enorme, humanoide, pero cubierto por una espesa pelambrera negra, el engendro debía de haber atacado inesperadamente por detrás, agarrando a Scharley en la presa horrible de unas garras peludas y afiladas. Como tenía el cuello doblado de tal forma que la barbilla se le clavaba en el pecho, el demérito no gritaba ya, sólo gemía, intentando alejar la cabeza del alcance de unas mandíbulas dentadas y babeantes. Luchaba, pero sin resultado: el monstruo lo sujetaba con un abrazo como de mantis religiosa, inmovilizándole del todo un brazo y limitando mucho el movimiento del otro. Peso a ello, Scharley se retorció como un hurón y golpeó a ciegas con el codo en el morro de lobo, intentó pisarle, darle patadas, pero todos estos intentos los impedían los pantalones que llevaba bajados por debajo de las rodillas.

Reynevan se quedó como un poste, paralizado de terror e indecisión. Sin embargo, Sansón se lanzó a la lucha sin dudarlo.

El gigante, como se vio de nuevo, sabía moverse con la rapidez de una pitón y la gracia de un tigre. En tres saltos se plantó junto a los luchadores, con precisión pero también con fuerza lo golpeó al monstruo con el puño directamente en sus morros de lobo, agarró al asombrado engendro por sus orejas peludas, lo apartó de Scharley, lo hizo girar, le asestó una patada que lo lanzó contra el tronco de un pino, en el que el monstruo estrelló la testa con un sordo estampido de tal modo que hasta llovieron las agujas. El cráneo de un ser humano habría estallado como un huevo con un golpe tal, mas el lobizón se incorporó de inmediato, aulló y se lanzó hacia Sansón. No atacó, como se podía esperar, con las garras y las mandíbulas, sino que regó al gigante con una lluvia de rapidísimos golpes y patadas que hasta escapaban a la vista. Sansón paró y rechazó todos, con una rapidez y una agilidad increíbles para alguien de su estatura.

– Pelea… -jadeó Scharley, al que Reynevan estaba intentando levantar-. Pelea… como un dominico.

Habiendo rechazado una serie de golpes y hallando el momento oportuno, Sansón pasó al contraataque. El lobizón aulló, un golpe le había alcanzado directamente en la nariz, se tambaleó a causa de una patada en la rodilla, de un trompazo en el pecho voló hacia el tronco del pino. Hubo un sordo estampido, pero también esta vez el cráneo resistió. El monstruo bramó y avanzó, inclinando la testa, embistió como si fuera un toro, con intención de derribar al gigante del propio impulso. El intento no tuvo éxito, Sansón ni tembló ante la acometida, abrazó al lobizón, estuvieron un instante tal y como Teseo y el Minotauro, jadeando, empujándose y hollando la hojarasca con sus pies. Por fin, Sansón pudo más. Derribó al monstruo y lo aporreó con el puño, y su puño era como un ariete. Hubo un estampido sordo, porque el pino seguía todavía allí donde estaba. Ahora Sansón no dio tiempo al monstruo para que atacara. Saltó sobre él, lanzando unos cuantos puñetazos precisos y potentes, después de los cuales el lobizón cayó a cuatro patas. Pero Sansón ya se encontraba detrás de él. Las nalgas del ser, peladas y rojas, constituían un blanco ideal, no se las podía fallar, y las botas de Sansón eran pesadas. El lobizón, pateado, aulló y voló, estrellándose ya por cuarta vez contra el tronco del desgraciado pino. Sansón sólo le permitió incorporarse hasta que de nuevo las nalgas se pusieron a tiro. Y le volvió a dar una patada, dotando a su golpe de aún mayor impulso. El lobizón rodó por la pendiente, cayó con un chufido al río, salió de él como un ciervo, chapoteó por el pantano, atravesó unas matas con un chasquido y se perdió en el bosque. Sólo aulló una vez, desde lejos. Más bien patéticamente.

Scharley se levantó. Estaba pálido. Le temblaban las manos y las piernas. Pero se dominó con rapidez. Comenzó a maldecir por lo bajini, tocándose y masajeándose el cuello.

Sansón se le acercó.

– ¿Estás entero? -preguntó-. ¿Intacto?

– A traición me acometió ese hideputa -se defendió el demérito-. Por detrás me salió… Las costillas me las ha afectado un tanto… Mas así y todo habría podido con él. Si no hubiera sido por estos pantalones… habría podido…

Reflexionó ante la significativa mirada de los otros.

– Mal me iba -reconoció-. A poco no me quebró el cuello… Gracias por la ayuda, compadre. Salvaste mi vida. Pude, por qué no decirlo, haber perdido la vida.

– La vida igual no la hubieras perdido -lo interrumpió Sansón-, mas el culo, entero no lo habrías sacado. Por aquí se conoce a este licántropo, toda la región lo conoce. Ya como hombre tenía gusto por las perversiones, en figura de lobo también se le quedaron. Ahora acecha a los que se bajan los pantalones y descubren sus partes débiles. Acostumbra, el cabrón, a venir por detrás, privar de movimiento… Y luego… Entiendes, creo…

Scharley entendió sin duda, porque se estremeció visiblemente. Y luego sonrió y le tendió la diestra al gigante.


La luna llena brillaba con hermosura, el riachuelo que corría por el fondo de la cañada relucía bajo su luz como el mercurio en el alambique de un alquimista. El fuego ardía con fuerza, lanzaba ascuas, crepitaban los leños y las ramas.

Scharley no emitió ni una burla, ni una palabra de desaprobación. Se limitó a agitar la cabeza y a dar un par de suspiros con los que algunas veces expresó sus reservas en torno a la empresa. Mas no negó su participación. Reynevan tomó parte en ella con entusiasmo. Y optimismo. Prematuro.

A petición del extraño gigante repitieron todo el ritual de exorcismos de los benedictinos, puesto que según Sansón no se podía excluir que de este modo se consiguiera una nueva transformación, es decir, que él volviera a su ser y el idiota monacal de nuevo a su enorme cuerpo. Así que repitieron el exorcismo, intentando no olvidar nada. Ni citas del evangelio, ni de la oración de San Miguel Arcángel, ni del Picatrix, traducido por el sabio rey de Castilla y de León. Ni de Isidoro de Sevilla, ni de Cesar de Heisterbach. Ni de Rábano Mauro, ni de Michail Psellos.

No se olvidaron de repetir las invocaciones, a Acharon, Ehey y

Homus, y las de Phalego, Ogo, Pophiel y el terrible Semaphor. Intenta

ron todo, sin ahorrar el «jobsa, hopsa», ni el «hax, pax, max» ni el «hau-hau-hau». Reynevan, con tremendo esfuerzo, recordó también y repitió las sentencias arábigas -o pseudoarábigas- arrancadas de

Averroes, Avicena y Abu Bekr Mohamed ibn Zacariah al-Razi, conoci

do en el mundo occidental como Razes.

Todo para nada.

No se podía sentir ningún temblor ni movimiento de Fuerza. No

pasó nada ni nada sucedió, a no ser los graznidos de los pájaros del bosque y los relinchos de los caballos, espantados por los gritos de los exorcistas. El extraño seguía siendo Sansón, gigante de los benedictinos. Incluso si se aceptaba que, en lo relativo a los mundos invisibles, a los cosmos y seres paralelos, no se hubieran equivocado Duns Scoto, Rábano Mauro ni Moisés de León junto con el resto de los cabalistas, no se pudo llegar a parecida transformación. Curiosamente, el menos desilusionado parecía ser el propio interesado.

– Se confirma la tesis -dijo- de que en los hechizos de magia la importancia de las palabras y en general de los sonidos es escasa. Lo decisivo es la predisposición espiritual, la determinación, el esfuerzo de voluntad. Me parece que…

Se detuvo como esperando una pregunta o un comentario. No lo hubo.

– No tengo otra salida -terminó- que seguir con vosotros. Os tendré que acompañar. Esperando que se repita otra vez lo que alguno de vosotros, o ambos, consiguió por casualidad en la capilla del monasterio.

Reynevan miró con desasosiego a Scharley, pero el demérito guardaba silencio. Estuvo callado largo tiempo, colocándose el vendaje de hojas de zaragatona que Reynevan le había puesto alrededor de su arañado y magullado cuello.

– En fin -dijo al cabo-, te debo algo. Dejando a un lado las dudas que, compadre, no has conseguido limpiar del todo, si quieres acompañarnos en nuestra jornada, no me opondré. Quién seas me importa un pito. Pero has sabido demostrar que en el camino más serás de utilidad que no un estorbo.

El gigante se inclinó en silencio.

– Debiéramos pues poder viajar bien y alegremente en compañía -siguió el demérito-. Naturalmente, si quisieras abstenerte en la ostentación exagerada de glosar en público tu proveniencia extraterrestre. De hecho debieras, perdona la sinceridad, abstenerte de glosar absolutamente nada. Puesto que tus expresiones colisionan de forma bastante embarazosa con tu apariencia.

El coloso volvió a inclinarse.

– Quién de verdad seas, repito, en suma me es igual, no espero confesiones ni confidencias ni las exijo. Mas me gustaría saber cómo llamarte.

– Por qué preguntas por mi nombre: es un secreto -citó Reynevan por lo bajo, recordando a las tres brujas del bosque y su profecía.

– Ciertamente -sonrió el gigante-. Nomen meum, quod est mirabile… Una coincidencia curiosa y con toda seguridad nada casual. Al fin y al cabo es el Libro de los Jueces. Las palabras de la respuesta que obtuvo a sus preguntas Manoch… padre de Sansón. Así que quedémonos con Sansón, es un nombre como cualquier otro. Y el apellido, en fin, el apellido puedo debérselo a tu propia inventiva y fantasía, Scharley… Aunque reconozco que me dan arcadas sólo de pensar en la miel… Cuando me acuerdo del despertar, allí, en la capilla, con la pegajosa cazuela en las manos… Mas lo acepto. Sansón Mieles, para serviros.

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