Capítulo séptimo

En el que Reynevan y sus compañeros llegan a Strzelin en la víspera de la Asunción y, como se ve, exactement a tiempo de una quema. Luego, a los que concierne atienden a las enseñanzas del canónigo de la catedral de Wroclaw. Unos con mayor y otros con menor gana.


Después de pasar la aldea de Hóckricht, cerca de Wiazów, el hasta entonces desierto camino se pobló un tanto. Aparte de carros de los campesinos y galeras de mercaderes, aparecieron también jinetes y caballeros armados, por lo que Reynevan reconoció necesario cubrirse la cabeza con la capucha. Después de Hóckricht el camino que discurría entre pintorescos abedules se vació de nuevo y Reynevan respiró. Un tanto prematuramente.

Belcebú dio muestras de nuevo de gran sabiduría canina. Hasta entonces no había ladrado ni siquiera cuando pasaban junto a ellos los mercenarios, ahora, percibiendo indefectiblemente las intenciones, con un corto pero fuerte ladrido les previno ante unos jinetes armados que surgieron inesperadamente de entre los abedules a ambos lados del camino. Gruñó también amenazadoramente cuando, al verlo, uno de los escuderos que acompañaba a los caballeros tomó una ballesta que llevaba a su espalda.

– ¡Eh, vosotros! ¡Quietos! -gritó uno de los caballeros, joven y pecoso como un huevo de codorniz-. ¡Quietos, digo! ¡En el acto!

El escudero que iba junto al caballero metió un pie en el estribo de su ballesta, la tensó hábilmente y la cargó con una saeta. Urban Horn se acercó con paso lento.

– No te atrevas a disparar el perro, Neudeck. Míralo primero. Y llegarás a la conclusión de que ya lo has visto antes.

– ¡Por las cinco heridas de Cristo! -El pecoso se cubrió los ojos con la mano, para preservarlos del cegador golpeteo de las hojas de abedul arrastradas por el viento-. ¿Horn? ¿Eres tú de verdad?

– No otro. Manda al escudero que desmonte la ballesta.

– Claro, claro. Mas sujeta al perro. Y para colmo estamos de pesquisas. De persecución. Así que me veo obligado a preguntarte: ¿quiénes son ésos que van contigo?

– Aclaremos primero -dijo Urban Horn con voz gélida- cierta cosa: ¿detrás de quién van vuesas mercedes en persecución? Porque si se trata de cuatreros de ganado, por ejemplo, nosotros no entramos en ello. Por muchas razones. Primo: no llevamos ganado. Secundo…

– Vale, vale. -El pecoso, que ya había tenido tiempo de echar un vistazo al rabino y al cura, agitó la mano con desprecio-. Sólo una cosa dime: ¿conoces a todos éstos?

– Los conozco. ¿Suficiente?

– Suficiente.

– Pedimos excusas, reverendo -el otro caballero, que llevaba armas y armadura al completo, se inclinó ligeramente ante el cura Grancisek-, mas no por distraernos os incomodamos. Se cometió un crimen y nosotros hostigamos las huellas del matador. Por orden del señor Von Reideburg, el estarosta de Strzelin. Ésta es su merced el señor Kunad von Neudeck. Yo, por mi parte, soy Eustaquio von Rochów.

– ¿Qué crimen es ése? -preguntó el canónigo-. ¡Por Dios! ¿Han matado a alguien?

– Sí. No lejos de aquí. Al biennacido Albrecht Bart, señor de Karczyn.

Durante algún tiempo reinó el silencio. En el que se oyó por fin la voz de Urban Horn. Y era ésta una voz distinta.

– ¿Cómo? ¿Cómo tuvo lugar?

– De extraña manera tuvo lugar -respondió lento Eustaquio von Rochów, al cabo de unos instantes que aprovechó para contemplarlos con ojos inquisitivos-. En primer lugar: al mismito mediodía. En segundo: en combate. Si no fuera esto imposible, diría que en duelo. Fue un solo hombre, a caballo, armado. Matólo de un estocazo, y muy certero, que precisaba de gran habilidad. En el rostro. Entre la nariz y el ojo.

– ¿Dónde?

– A un cuarto de milla de Strzelin. Volvía don Albrecht de casa de un vecino.

– ¿Solo? ¿Sin gente?

– Así solía cabalgar. No tenía enemigos.

– Dale, Señor, eterno descanso -murmuró el cura Granciszek-. Y permite la luz eterna…

– No tenía enemigos -repitió Horn, interrumpiendo la oración-. Mas, ¿hay sospechosos?

Kunad Neudeck se acercó más al carro, contempló con evidente interés el busto de Dorotea Faber. La cortesana lo recompensó con una hermosa sonrisa. Eustaquio von Rochów también se acercó. Y también enseñó los dientes. Reynevan se alegraba mucho. Porque a él nadie lo miraba.

– Sospechosos -Neudeck apartó la vista- hay algunos. Por los contornos trajinaban ciertos personajes sospechosos. Unos que perseguían a alguien, una venganza de sangre, algo así. Hasta se ha visto por aquí a tunantes tales como Kunz Aulock, Walter de Barby y Stork de Gorgowitz. Corren hablillas de que un mozuelo le desgració la mujer a un caballero y el tal caballero se enojó veramente con el garzón. Y lo anda persiguiendo.

– No se puede dejar aparte -añadió Rochów- que el tal garzón por un casual se diera de bruces con don Albrecht, asustárase y lo matara.

– Si es así -Urban Horn se hurgó un oído-, no será difícil prender a ese, como decís, garzón. Debe de tener más de siete pies de estatura y cuatro de hombros. A alguien así más bien arduo le resultará el disimularse entre la gente corriente.

– Cierto -reconoció sombrío Kunad Neudeck-. Un canijo precisamente don Albrecht no era, no se habría dejado matar por cualquier flacucho… Mas pudiera ser que se usaran encantamientos o brujerías. Dícese que el tal seductor de mujeres ajenas al mismo tiempo es también hechicero.

– ¡María Santísima! -gritó Dorotea Faber, mientras que el cura Felipe se santiguó.

– Y al fin y al cabo -terminó Neudeck-, ya se verá lo que se haya de ver. Porque cuando prendamos a ese garzón, le preguntaremos por los detalles. Ay, que si le preguntaremos… Y reconocerlo en cualquier caso no será difícil. Sabemos que le gusta departir y que monta un caballo rucio. Si os encontrarais a alguien así…

– No dejaremos de denunciarlo -prometió con tranquilidad Urban Horn-. Un mozuelo hablador, un caballo rucio. No se puede pasar por alto. Ni confundirlo con nada. Adiós.

– ¿Saben vuesas mercedes -se interesó el cura Granciszek- si todavía está en Strzelin el canónigo de Wroclaw?

– Ciertamente. Imparte justicia en los dominicos.

– ¿Acaso es su excelencia el notario Lichtenberg?

– No -negó Von Rochów-. Se llama Beess. Otto Beess.

– Otto Beess, el prepósito de San Juan Bautista -murmuró el cura apenas los caballeros del señor estarosta se habían puesto en camino y Dorotea Faber espoleara al valaco-. Un severo varón. Muy severo. Oh, rabino, pocas esperanzas hay de que os conceda audiencia.

– De eso nada -dijo Reynevan, quien hacía unos instantes que irradiaba alegría-. Se os recibirá, rabino Hiram. Os lo prometo.

Todos lo miraron, Reynevan tan sólo sonrió enigmático. Después, muy alegre, saltó del carro y caminó al lado. Se quedó un tanto atrasado y Horn se acercó a él.

– Ahora ves cómo es esto, Reinmar de Bielau -dijo en voz baja-. Cuan presto puede llegar la fama. Por los contornos cabalgan esbirros a soldada, bellacos del tipo de Kirieleisón y Walter de Barby, y se mata a alguien y la primera sospecha recae sobre ti. ¿No adviertes la ironía de la fortuna?

– Advierto -murmuró Reynevan- dos cosas. La primera que sabes quién soy. Seguramente desde el principio.

– Seguramente. ¿Y la segunda?

– Que conocías al muerto. Al mencionado Albrecht Bart de Karczyn. Y me juego la testa a que precisamente vas a Karczyn. O ibas.

– Pero vaya lo astuto que eres -dijo al cabo Horn-. Y qué seguro de ti mismo. Y hasta sé de dónde proviene esa seguridad. No está mal tener conocidos en puestos de importancia, ¿eh? ¿Entre los canónigos de Wroclaw? Al punto se siente mejor uno. Y más seguro. Sin embargo, ilusorios son tales sentimientos, oh, ilusorios.

– Lo sé. -Reynevan afirmó con la cabeza-. No me olvido de la sospecha. De los humores y fluidos.

– Y bien está que no te olvides.


El camino conducía hacia una colina sobre la que había un cadalso en el que colgaban tres ahorcados, todos secos como bacalao. Y bajo ella se extendía ante los viajeros Strzelin, con sus multicolores arrabales, su muralla, el castillo de los tiempos de Bolek el Riguroso, la antigua rotonda del santo Gotardo y las nuevas torres de las iglesias de los conventos.

– Oh -advirtió Dorotea Faber-. Algo pasa. ¿Cae en hoy alguna fiesta?

Ciertamente, en el espacio libre delante de la muralla se había reunido una multitud bastante grande. Se veía una comitiva que procedía de la puerta de la ciudad y que se dirigía hacia allí.

– Una procesión, creo.

– Unos misterios, más bien -afirmó Granciszek-. Puesto que hoy es catorce de agosto, vigilia de la Asunción de la Virgen María. Vamos, vamos, doña Dorotea. Vamos a verlo de cerca.

Dorotea espoleó al valaco. Urban Horn llamó a su dogo y le puso la cadena, sabedor al parecer de que incluso un perro tan inteligente como Belcebú podía perder el control entre tanta gente.

La comitiva que venía de la ciudad se acercó hasta un punto en que se pudo distinguir a algunos clérigos con mantos litúrgicos, algunos dominicos blanquinegros, algunos grises franciscanos, algunos caballeros que llevaban jubones adornados con escudos heráldicos, algunos burgueses con delias que les llegaban casi hasta el suelo. Y una decena de alabarderos con túnicas amarillas y capalinas que brillaban en tonos mates.

– El ejército del obispo -les informó por lo bajo Urban Horn, mostrando por enésima vez lo bien informado que estaba-. Y ese gran caballero, el del bayo, con pabellón ajedrezado, es Enrique von Reideburg, el estarosta de Strzelin.

Los soldados del obispo conducían a tres personas, dos hombres y una mujer. La mujer llevaba una larga camisa blanca, uno de los hombres llevaba en la cabeza una caperuza puntiaguda de colores chillones.

Dorotea Faber hizo restallar las riendas, gritó al valaco y a la multitud de burgueses que no tenían muchas ganas de apartarse. Como iban bajando de la colina, los pasajeros del carro perdieron la visibilidad. Para ver algo hubieran tenido que levantarse y además detener el vehículo. Y al fin y al cabo tampoco se podía seguir, la masa de gente se había hecho demasiado densa.

Al levantarse, Reynevan vio la cabeza y los brazos del trío de los dos, hombres y la mujer. Y los postes que se alzaban por encima y a los que estaban atados. No veía los montones de leña amontonados bajo los postes. Pero sabía que estaban allí.

Escuchó una voz, alta y fuerte, pero ininteligible, ahogada e inte

rrumpida por el murmullo de la masa. Reconoció con esfuerzo las

palabras. :

– Crímenes contra el orden de la sociedad dirigidos… Errores husitarum… Fides haeretica… Blasfemia y sacrilegio… Crimen… En las pesquisas se demostró…

– Parece -dijo Urban Horn, de pie sobre los estribos- que ahora se va ejecutar aquí delante de nuestros ojos un resumen de nuestras disputas del viaje.

– A eso miro. -Reynevan tragó saliva-. ¡Eh, buenas gentes! ¿A quién van a ajusticiar?

– Harajes -explicó, volviéndose, un hombre con pinta de mendigo-. Prendieron unos harajes. Dicen que husos o algo así…

– No husos, sino husonos -lo corrigió un segundo, de la misma pinta y con idéntico acento polaco-. Los van a quemar por sacralegio. Porque les dieron la comunión a unos gansos.

– ¡Ah, inorantes! -comentó desde el otro lado del carro un peregrino con unas conchas cosidas al capote-. ¡No saben nada!

– ¿Y tú sabes?

– Sé… ¡Alabado sea Jesucristo! -El peregrino distinguió la tonsura del cura Granciszek-. Los herejes se llaman husitas, y esto proviene del su profeta Hus y no de los gansos. Ellos dicen, o sea, los husitas, que no hay purgatorio y la comunión la toman en ambas formas, o sea, sub utraque specie. De lo cual también se los llama utraquistas…

– No nos impartas enseñanzas -lo interrumpió Urban Horn-, porque ya estamos enseñados. Aquellos tres, pregunto, ¿por qué causa

los van a quemar?

– Eso no lo sé. Yo soy forastero.


– Ése de allá -se apresuró a aclararles un tejero lugareño, con una camisola manchada de barro-. El del caperucho de penitente es un checo, despachado por los husitas, cura hereje. Desde Tabor, disfrazado, dedicóse a vagabundear, azuzando a las gentes a la revuelta, moviéndolas a quemar iglesias. Reconociéronlo sus propios paisanos, aquéllos que vinieron acá después del diecinueve, cuando huyeron de Praga. Y el otro es Antonio Nelke, maestro de la escuela parroquial, paisano nuestro, amigo del hereje bohemio. Diole a éste amparo y junto con él difundió los escritos husitas.

– ¿Y la mujer?

– Elisabeth Ehrlich. Ése es otro cantar. Sólo por casualidad. A su esposo diole veneno junto con el su amante. El amante se fugó, si no también ahora en la hoguera se hallara.

– Y descubrióse el pastel -dijo un delgado personaje con un gorrillo de fieltro que llevaba pegado al cráneo-. Pues era ya su segundo marido, de la tal Ehrlich, se entiende. Y también al primero lo había despachado con veneno, la bruja.

– Puede que los envenenara o puede que no, a los dos se la lió -se adhirió a la disputa una burguesa gorda vestida con un corto sobretodo-. Dicen las malas lenguas que el anterior se embriagó hasta morirse. Zapatero era el hombre.

– Zapatero o no, lo envenenó, como estrellas hay en el cielo -sentenció el delgado-. Debió haber allí hasta algún hechizo en obra, puesto que la hicieron justicia a ella en el tribunal de los dominicos…

– Si lo envenenó, bien empleado le está.

– ¡Pues claro que sí!

– ¡Silencio! -gritó, estirando el cuello, el preboste Granciszek-. Leen la sentencia ducal y no hay quien oiga nada.

– ¿Y qué habrá que oír? -se burló Urban Horn-. Pues si todo está claro. Ésos de las hogueras son haeretici pessimi et notorii. Y la Iglesia, que se avergüenza de la sangre, cede el castigo de los culpables al brachium saeculare, el brazo secular…

– ¡Silencio, he dicho!

Ecclesia non sitit sanguinem -les llegó desde las hogueras una voz interrumpida por el viento y el murmullo sordo de la multitud-. La Iglesia no desea la sangre y se abochorna de ella… Que la justicia y el castigo la ofrezcan el brachium saeculare, el brazo secular. Réquiem aeternam dona eis…

La multitud bramó con fuerte voz. Algo sucedió delante de las hogueras. Reynevan se levantó, pero demasiado tarde. El verdugo estaba ya junto a la mujer, hizo algo a sus espaldas, como si estuviera colocando la cuerda que llevaba al cuello. La cabeza de la mujer cayó sobre su hombro, blanda como una flor cortada.

– Le ha dado garrote -suspiró el preboste, como si no hubiera visto algo parecido nunca-. Le rompió el cuello. Al profesor también. Ambos deben de haber mostrado remordimientos durante las pesquisas.

– Y haber chotado a alguien. Lo de siempre.

La turba gritaba y aullaba, descontenta con la gracia ofrecida al profesor y a la envenenadora. Los gritos cobraron fuerza cuando una viva llama estalló surgiendo de los montones de ramas, estalló con violencia, abrazando en un abrir y cerrar de ojos todo el montón de leña junto con los postes y las personas a ellos atadas. El fuego crepitó, se alzó muy alto, la multitud, golpeada por el sofoco, retrocedió, lo que provocó que la presión se hiciera aún mayor.

– ¡Chapuzas! -gritó el tejero-. ¡Un trabajo de mierda! ¡Tomaron leña seca, bien seca! ¡Como paja!

– Cierto, una chapuza -valoró el delgaducho del gorrillo de fieltro-. ¡El husita no tuvo ni tiempo de gritar! No saben quemar. En mi tierra, en Franconia, el abad de Fulda, jo, jo, jo, ¡ése sí que sabía! Él mismo cuidaba de la hoguera. Mandaba colocar la leña de tal modo que primero tostaba las piernas hasta las rodillas, luego subía hasta los güevos, y luego…

– ¡Al ladrón! -gritó una mujer perdida en la multitud-. ¡Al ladrón! ¡Coged al ladrón!

En algún lugar por entre la marabunta lloraba un niño, alguien tocaba un salmerio, alguien blasfemaba, alguien se reía, una risa nerviosa y estúpida.

Las hogueras crepitaban, lanzaban fuertes oleadas de calor. El viento soplaba en dirección a los viajeros, transportando el asqueroso, asfixiante y dulzón olor de carne quemada. Reynevan se cubrió la nariz con el guante. El cura Granciszek tosió, Dorotea se atragantó, Urban Horn escupió, torciendo el gesto con rabia. Sin embargo, a todos les sorprendió el rabino Hiram. El judío se inclinó fuera del carro y, tan violenta como abundantemente, vomitó. Vomitó sobre el peregrino, sobre el tejero, sobre la burguesa, sobre el franconiano, así como sobre todos aquéllos que estaban en los alrededores. De inmediato se hizo más sitio.

– Pido perdón… -acertó a balbucear el rabino entre un paroxismo y otro-. Esto no es una demostración política. No es más que un devuelto común y corriente.


El canónigo Otto Beess, prepósito de San Juan Bautista, se sentó cómodamente, arregló su solideo, contempló el clarete que se columpiaba en la copa.

– Pido que por favor -dijo con su voz mordiente- se cuiden de limpiar y rebuscar minuciosamente las cenizas. Todos los huesos, hasta los más pequeños, han de ser recogidos y arrojados al río. Puesto que se han multiplicado los casos de recolección de huesecillos carbonizados. Y de su adoración como reliquias. Por favor, que los estimados concejales se cuiden de ello. Y que los hermanos lo vigilen con atención.

Los concejales de Strzelin, reunidos en la habitación del palacio, hicieron una reverencia en silencio, los dominicos y los hermanos menores inclinaron sus tonsuras. Tanto unos como otros sabían que el canónigo tenía la costumbre de pedir, no de ordenar. Sabían también que la diferencia sólo estaba en la palabra.

– A los hermanos predicadores -continuó Otto Beess- les pido que, de acuerdo con las recomendaciones de la bula ínter cunetas, persigan con atención toda aparición de herejía y diligencias de los emisarios de Tabor. Y que comuniquen hasta las cosas más pequeñas y en apariencia insignificantes que estén relacionadas con tales diligencias. Cuento también en ello con la ayuda del brazo seglar. Ayuda que os pido a vos, noble señor Enrique.

Enrique Reideburg inclinó la cabeza, pero sólo un tanto, después de lo cual enderezó su poderosa figura adornada con una sobrevesta ajedrezada. El estarosta de Strzelin no escondía su orgullo y afectación, ni siquiera intentaba fingir humildad y servilismo. Se veía que toleraba la visitación de la jerarquía eclesiástica porque tenía que hacerlo, pero que estaba esperando a que el canónigo se largara por fin de su terreno.

Otto Beess lo sabía.

– Os pido también, señor estarosta Enrique -añadió-, que redobléis esfuerzos en las pesquisas relacionadas con el asesinato de don Albrecht von Bart, cometido en Karczyn. El capítulo está muy interesado en el descubrimiento de los autores de este crimen. El señor de Bart, pese a cierta rudeza y a sus controvertidas opiniones, era hombre noble, vir rarae dexteritatis, gran bienhechor de los cistercienses de Henryków y Krzesów. Exigimos que a sus matadores se les imponga el merecido castigo. Ciertamente, referímonos a los verdaderos autores. El capítulo no se conforma con echarles la culpa a los pájaros en mano. Puesto que no creemos que el señor de Bart muriera a manos de estos hoy quemados wiclifianos.

– Pudieron tener -gruñó Reideburg- los tales husitas algunos cofrades…

– No lo excluimos. -El canónigo atravesó al caballero con la mirada-. No excluimos nada. Dad, caballero Enrique, más velocidad a las pesquisas. Pedid ayuda, si fuera necesario, al estarosta de Swidnica, don Albrecht von Kolditz. Pedid ayuda a quien queráis. Para que haya por fin resultados.

Enrique Reideburg se inclinó forzadamente. El canónigo le correspondió, pero de manera bastante desmañada.

– Gracias, noble caballero -dijo con una voz que sonaba como la puerta oxidada de un cementerio al abrirse-. No os detendré más tiempo. Gracias os doy también a vosotros, señores concejales y venerables hermanos. No quiero estorbaros en vuestras obligaciones que, como imagino, serán numerosas.

El estarosta, los concejales y los monjes salieron con el susurro provocado por sus chapines y sandalias.

– Los señores clérigos y diáconos -añadió al cabo el canónigo de la catedral de Wroclaw- también, imagino, recuerdan sus obligaciones. Así que, por favor, poneos a ello. De inmediato. El hermano secretario y el padre confesor se quedan. También…

Otto Beess alzó la cabeza y atravesó a Reynevan con la mirada.

– También tú te quedas, muchacho. Tengo cosas que hablar contigo. Mas primero recibiré a los petitorios. Por favor, llamad al preboste de Olawa.

El cura Granciszek, cuando entró, cambió de color, oscilando de forma inexplicable entre la palidez y el rubor. Se arrodilló de inmediato. El canónigo no le ordenó levantarse.

– Tu problema, padre Felipe -comenzó en tono mordiente- es la falta de respeto y de confianza en la autoridad. La individualidad y la opinión propia son ciertamente preciosas, a veces mucho más de reconocer y de alabar que el servilismo torpe y necio. Mas hay asuntos tales en los que la autoridad tiene razón absoluta y es infalible. Como por ejemplo nuestro Papa Martín V en su disputa con los conciliaristas, los seguidores de Gerson y diversos polacos: los wlodkowicos, los wyszanos y laskarzes, lo cuales querrían cuestionar cada decisión del Santo Padre. E interpretarlo según la propia voluntad. ¡Y esto no es así, no es así! Roma locuta, causa finita.

»Por eso también, querido padre Felipe, si la autoridad eclesiástica te dice sobre qué ha de ser tu sermón, tienes que ser obediente. Incluso si tu individualidad protesta y grita, tienes que ser obediente. Porque se trata, con claridad, de un objetivo superior. Superior a ti, por supuesto. Y a toda tu parroquia. Veo que quieres decir algo. Habla entonces.

– Tres cuartos de mis parroquianos -murmuró el cura Granciszek- son gente no especialmente despierta, diría que hasta pro maióri parte illiterati et idiotae. Mas hay aún una cuarta parte. Aquélla que no quiere en mis prédicas escuchar lo que la curia me ordena. Predico, cierto, que los husitas son herejes, homicidas y criminales, Zizka y Korand verdaderos diablos, malhechores, blasfemos y sacrilegos, que los espera la condenación eterna y el eterno sufrimiento. Mas no puedo decir que ellos comen tiernos infantes. Y que las mujeres son allí del común. Y que…

– ¿No has entendido? -lo interrumpió el canónigo con brusquedad-. ¿No has comprendido mis palabras, párroco? Roma locuta! Y para ti, Roma es Wroclaw. Has de predicar lo que se te ha ordenado, clérigo. Sobre mujeres comunes, infantes devorados, monjes cocidos vivos, sobre curas católicos a los que les arrancan la lengua, sobre sodomía. Y si recibes órdenes, predicarás que de comulgar en la copa de los husitas crecen pelos en el paladar y rabo de perro en el trasero. Yo no bromeo en absoluto, he visto la carta correspondiente en la cancillería del obispo.

»A1 fin y al cabo -añadió, mirando con leve compasión al turbado Granciszek-, ¿cómo sabes que no les crecen rabos? ¿Has estado en Praga? ¿En Tabor? ¿En Hradec Králové? ¿Has tomado la comunión sub utraque specie?

– ¡No! -El preboste casi se ahogó en su propio aliento-. ¡Jamás!

– Y bien está. Causa finita. La audiencia también. Diré en Wroclaw que bastó con recordarlo, que ya no habrá problemas contigo. Ahora, para que no tengas la sensación de que tu peregrinación fue en vano, te confesarás con mi confesor. Y harás la penitencia que te imponga. ¡Padre Feliciano!

– ¿Sí, vuesa ilustrísima?

– Que yazca en cruz frente al altar principal de San Gotardo, la noche entera, de las completas a la prima. El resto a tu parescer.

– Dios os guarde…

– Amén. Quedad con salud, preboste.

Otto Beess suspiró, tendió la copa vacía en dirección al clérigo, el cual al punto vertió en ella clarete.

– Hoy ya no quiero más petitorios. Ven, Reinmar.

– Venerable padre… Antes de que… Os pido un favor…

– Dime.

– Me acompañó en el camino y vino junto conmigo un rabino de Brzeg…

Otto Beess dio una orden con un gesto. Al poco el clérigo condujo a Hiram ben Eliazar. El judío hizo una profunda reverencia, barrió el suelo con su gorrillo de zorro. El canónigo lo contempló con atención.

– ¿Qué es lo que desea de mí el portavoz de la aljama de Brzeg? -chirrió su voz-. ¿Con qué asunto ha venido hasta mí?

– ¿El venerable señor cura pregunta que con qué asunto? -El rabino Hiram alzó sus peludas cejas-. ¡Señor de Abraham! ¿Y con qué, me pregunto, asunto puede acudir un judío al venerable señor canónigo? ¿De qué se puede, me pregunto, tratar? Y yo respondo que de la verdad. La verdad del evangelio.

– ¿La verdad del evangelio?

– Y no otra.

– Habla, rabino Hiram. No me hagas esperar.

– Como el venerable señor cura mande, pues ahora mismo hablaré, ¿por qué no habría yo de hablar? Hablaré de tal modo: andurrean por Brzeg, por Olawa, por Grodków y por las aldeas de derredor ciertos personajes que aguijan a pegar a los malvados matadores de Jesús Cristo, a robar las sus casas y a deshonrar a sus mujeres y sus hijas. Los tales aguijadores se sustentan en los venerables señores prelados cual si tales golpeteos, tales robos y tales forzamientos voluntad fueran de los obispos y disposición divina.

– Sigue hablando, amigo Hiram. Pues ves que soy paciente.

– ¿Qué más hablar aquí? Yo, rabino Hiram ben Eliazar de la aljama de Brzeg, pido al venerable señor cura que haga cuidar de los derechos evangélicos. ¡Si ha de golpearse y robarse a los matadores de Jesús Cristo, sea pues! Mas, por nuestro antepasado Moisés, atacad a los verdaderos. A aquéllos que lo crucificaron. O sea, ¡a los romanos!

Otto Beess calló largo rato, mirando al rabino bajo su párpados semicerrados.

– Sí… -dijo por fin-. ¿Sabes, amigo Hiram, que por tales palabras se te podría encerrar? Me refiero, por supuesto, al poder terrenal. La Iglesia es comprensiva, mas el brachium saeculare puede ser duro, en lo referente a la blasfemia. No, no, no digas nada, amigo Hiram. Yo hablaré.

El judío se inclinó. El canónigo no cambió su posición en el sillón, ni tembló siquiera.

– El Santo Padre Martín, quinto de ese nombre, yendo por las huellas de sus santos antecesores, se dignó afirmar que los judíos, pese a todas las apariencias, han sido creados a semejanza de Dios y parte de ellos, aun siendo pequeña, hallará la salvación. Por ello no es de recibo el que se los persiga, reprima, oprima y todas otras humillaciones, entre las que se cuentan el bautismo forzado. No dudarás, creo yo, amigo Hiram, de que la voluntad del Papa es una orden para cada clérigo. ¿O dudas de ello?

– ¿Cómo he yo de dudar? A que lo menos es el décimo Papa que de ello habla, creo… Así que habrá de ser verdad si…

– Si no dudas -lo interrumpió el canónigo, fingiendo no oír la burla-, habrás de entender que el acusar a los clérigos de instigar los ataques a los israelitas es difamación. Añado: una difamación muy grave.

El judío hizo una reverencia en silencio.

– Por supuesto -Otto Beess entrecerró levemente los ojos-, los laicos poco o nada saben de las órdenes papales. Tampoco las Sagradas Escrituras les entran con ligereza. Puesto que son, como hace bien poco alguien me comentara, pro maiori parte üliterati et idiotae.

El rabino Hiram ni siquiera tembló.

– Sin embargo, tu tribu israelita, rabino -siguió el canónigo-, le da pretextos a la plebe con tozudez y porfía. Ora es que provocáis una epidemia de peste, envenenáis un pozo, ora que maltratáis a una inocente moza cristiana, ora que hacéis el pan con sangre de niño. Robáis y desecráis las hostias. Os dedicáis a la más vergonzosa usura, y al moroso que no puede pagar vuestros criminales intereses, arrancaisle vivo pedazos de carne. Y muchos otros horribles procederes realizáis. Tengo entendido.

– ¿Qué hay que hacer, venerable señor cura, pregunto? -preguntó al cabo de un momento lleno de tensión Hiram ben Eliazar-. ¿Qué hacer para que las tales cosas no tengan lugar? Es decir, el envenenamiento de pozos, el maltrato de mozas, el derramamiento de sangre y el desecrado de hostias. ¿Qué, pregunto, es necesario?

Otto Beess guardó silencio largo rato.

– Un día de éstos -dijo por fin-, se anunciará un impuesto especial, único, que afecta a todos. Para la cruzada antihusita. Cada judío habrá de pagar un gulden. La comunidad de Brzeg, aparte de lo que habrá de dar, dará, de propia voluntad… mil gúldenes. Doscientos cincuenta grywnas.

El rabino asintió. No intentó regatear.

– Esos dineros -explicó sin especial énfasis el canónigo- servirán al bien común. Y a un asunto, diría, común. Los herejes checos nos amenazan a todos nosotros. Por supuesto, sobre todo a nosotros, los verdaderos católicos, mas tampoco vosotros, israelitas, tenéis razones para amar a los husitas. De hecho, diría, todo lo contrario. Bastará con recordar marzo del año vigésimo segundo, el sangriento pogromo en el Casco Viejo de Praga. La posterior carnicería de judíos en Chomutov, en Kutna Hora y en Pisek. Así, Hiram, habrá al menos ocasión de unirse a la venganza gracias al donativo.

– La venganza es mía -respondió al cabo de un instante Hiram ben Eliazar-. Así habla el Señor, Adonai. A nadie, dice el Señor, le pagues mal con mal. Y nuestro Señor, como manifiesta el profeta Isaías, es liberal con su perdón.

«Aparte de ello -añadió bajito el rabino, viendo que el canónigo callaba con la mano puesta sobre la frente-, los husitas matan judíos tan sólo desde hace seis años. ¿Qué son seis años comparados con mil?

Otto Beess alzó la cabeza. Sus ojos eran fríos como el acero.

– Mal acabarás, amigo Hiram -chirrió su voz-. Tengo miedo por ti. Ve en paz.

«Ahora -dijo, cuando se cerró la puerta tras el judío-, ha llegado por fin tu turno, Reinmar. Vamos a hablar. No te preocupes por el secretario y el clérigo. Son gente de confianza. Están presentes, pero como si no lo estuvieran.

Reynevan carraspeó, pero el canónigo no le dejó hablar.

– El duque Conrado Kantner llegó a Wroclaw hace cuatro días, para San Lorenzo. Con una comitiva formada por terribles cotillas. El propio duque tampoco pertenece a los discretos. Así que no sólo yo, sino todo Wroclaw sabe ya de los líos extramatrimoniales de Adela, la mujer de Gelfrad de Sterz.

Reynevan carraspeó de nuevo, bajó la cabeza, sin poder sostener aquella mirada taladradora. El canónigo unió los dedos como para rezar.

– Reinmar, Reinmar -dijo con una exaltación algo artificial-. ¿Cómo pudiste? ¿Cómo pudiste infringir así la ley divina y la humana? Pues así se ha dicho: alabado sea el matrimonio y el lecho intactos, pues a los fornicadores y a los adúlteros los juzgará Dios. Yo, por mi parte, añado que a menudo a los maridos engañados les parece demasiado lenta la justicia divina. Y a menudo la ejecutan de su propia mano. Y muy severamente.

Reynevan carraspeó aún con más fuerza y bajó la cabeza aún más.

– Aja -se imaginó Otto Beess-. ¿Ya te persiguen?

– Me persiguen.

– ¿Te pisan los talones?

– Me pisan los talones.

– ¡Necia juventud! -dijo al cabo de un rato de silencio el clérigo-. ¡Habría que en cerrarte en la Narrenturm! ¡En la Torre de los Locos! No desentonarías con los actuales inquilinos.

Reynevan sorbió por la nariz e hizo un gesto del que pensaba que le hacía parecer arrepentido. El canónigo meneó la cabeza, respiró hondo, juntó los dedos.

– No se podía aguantar, ¿eh? -preguntó con pinta de entender-. ¿Soñabas con ella por las noches?

– No se podía -reconoció Reynevan, enrojeciendo-. Soñaba con ella.

– Lo sé, lo sé. -Otto Beess se pasó la lengua por los labios, y los ojos le brillaron de pronto-. Yo sé bien que la fruta prohibida es la más dulce, que se quiere, oh, y cómo, aferrar los pechos desconocidos. Yo sé bien que la miel fluye de los labios de la desconocida y su paladar es fino como el aceite. Mas al cabo, créeme, como enseñan los sabios Proverbios de Salomón: ella será amarga como la absenta y afilada como espada de dos filos, amara quasi absinthium et acuta quasi gladius bíceps. Cuídate, hijo, de no arder por ella como la polilla en la llama. De no dirigirte por ella a la muerte, de no caer en el Abismo. Escucha las palabras sabias de las Escrituras: ve por tu camino lejos de ella, no te acerques a su puerta, longe fac ab viam tuam et ne adpropinques foribus domas eius.

»No te acerques a su puerta -repitió el canónigo, y en su voz, como si la apagara el viento, desapareció la exaltación de predicador-. Pon la oreja, Reinmar Bielau. Anótate bien las palabras de las Escrituras y las mías. Clávalas bien en tu memoria. Escucha mi consejo: mantente lejos de la persona mencionada. No hagas lo que tienes en mente y que leo en tus ojos, hijo. Mantente lejos de ella.

– Sí, venerable padre.

– El asunto acabará por relajarse con el tiempo. A los Sterz se los asustará con la curia y la milicia, el honor mancillado se cubrirá con veinte grywnas, la multa común y corriente de diez grywnas se pagará también al magistrado de Olawa. Todo esto no costará más que el valor de un buen caballo de raza, con la ayuda de tu hermano serás capaz de conseguir ese dinero, y si fuera necesario, yo aportaré algo. Tu tío, el escolástico Enrique, fue mi buen amigo. Y maestro.

– Gracias sean…

– ¡Pero nada podré hacer si te atrapan y te estrangulan! -lo interrumpió con fuerza el canónigo-. ¿Lo entiendes, tonto del haba? Tienes que sacarte de la cabeza de una vez para siempre a la mujer de Gelfrad Sterz, tienes que sacarte de la cabeza el visitarla a ella en secreto, las cartas, los mensajeros, todo. Tienes que desaparecer. Irte. Te sugiero Hungría. De inmediato, sin vacilar. ¿Has entendido?

– Antes quisiera ir a Balbinów, a casa de mi hermano…

– No te lo permito -lo cortó Otto Beess-. Con toda seguridad los que te persiguen lo han previsto. Del mismo modo, al fin y al cabo, que el visitarme a mí. Recuerda: cuando se huye, se huye como un lobo. Jamás por los caminos por los que ya se ha ido antes.

– Pero mi hermano… Peterlin… Si tengo que irme de verdad…

– Yo mismo, a través de mensajeros de confianza, informaré de todo a Peterlin. A ti sin embargo te prohibo ir allí. ¿Has entendido, loco? No te está permitido viajar por los caminos que tus enemigos conocen. No te está permitido aparecer en lugares en los que puedan estar esperando. Y en ningún caso has de ir hasta Ziebice.

Reynevan suspiró sonoramente y Otto Beess sonoramente maldijo.

– No lo sabías -dijo con énfasis-. No sabías que ella está en Ziebice. Y yo, viejo tonto, te lo he revelado. En fin, así ha sido. Mas no tiene importancia. Da igual donde ella esté. En Ziebice, en Roma, en Constantinopla o en Egipto, da igual. No te acercarás a ella.

– No me acercaré.

– Tú mismo no sabes cuánto desearía creerte. Escúchame, Reinmar, y escúchame con atención. Te daré una carta, ahora mismo mandaré al secretario que la escriba. No tengas miedo, la carta estará escrita de tal modo que no la entenderá más que el propio destinatario. Tomarás la carta y te irás como lobo perseguido. Por caminos por los que nunca has ido y por los que no te buscarán, irás hasta Strzegom, al monasterio de los carmelitas. Le darás mi carta al prior de allí, él por su parte te presentará a cierta persona. A éste, cuando os quedéis solos, le dirás: dieciocho de julio, año dieciocho. Él entonces te preguntará: ¿dónde? Has de responder: Wroclaw, Ciudad Nueva. ¿Lo recordarás? Repite.

– Dieciocho de julio, año dieciocho. Wroclaw, Ciudad Nueva. ¿Y para qué todo esto? No entiendo.

– Si las cosas se pusieran en verdad peligrosas -le explicó el canónigo con serenidad-, yo no podré salvarte. A no ser que te cortara el pelo como a un monje y te cerrara con los cistercienses, bajo llave y tras los muros, y esto, imagino, preferirías evitarlo. En cualquier caso no seré capaz de enviarte a Hungría. Éste al que te envío será capaz. Te proporcionará seguridad y, si fuera necesario, te protegerá. Es una persona de naturaleza controvertida, a menudo desagradable en el trato, mas has de soportarlo porque, en ciertas ocasiones, es irreemplazable. Así que recuerda: Strzegom, monasterio de los hermanos de la Orden de Beatissimae Virginis Mariae de Monte Carmeli, a extramuros, junto al camino de la puerta de Swidnica. ¿Lo recordarás?

– Sí, venerable padre.

– Te pondrás en camino sin tardanza. En Strzelin te han visto ya demasiados. Ahora mismo te darán la carta y pies en polvorosa.

Reynevan suspiró. Pues tenía sincero deseo de charlar otra vez con Urban Horn delante de una cerveza. Horn despertaba una gran estima y admiración en Reynevan, en pareja con su perro Belcebú era a sus ojos una figura casi como el caballero Iwain con el León. Reynevan se moría de ganas de hacerle a Horn cierta propuesta que atañía a un asunto de indudable carácter caballeresco: la liberación conjunta de cierta damisela en apuros. Pensó también en despedirse de Dorotea Faber. Mas, en fin, no se trata con ligereza el consejo ni las órdenes de alguien como el canónigo Otto Beess.

– ¿Padre Otto?

– Dime.

– ¿Quién es ese hombre de los carmelitas de Strzegom?

Otto Beess guardó silencio durante un rato.

– Alguien -dijo al cabo- para quien no hay nada imposible.

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