Capítulo quinto

En el que Reynevan primero conoce en su propio pellejo cómo se siente un lobo perseguido en una selva inextricable. Luego se encuentra a Nicoletta la Rubia. Y luego navega a favor de la corriente.


Detrás del bosque, en el cruce, había una cruz de penitencia. Uno de los numerosos recordatorios de un crimen que había por toda Silesia. Y de remordimientos tardíos.

La cruz tenía los brazos terminados en forma de hojas de trébol. En su base más ancha en la parte de abajo habían esculpido un hacha, la herramienta con ayuda de la cual el penitente había mandado al otro mundo a su prójimo. O a unos cuantos prójimos.

Reynevan miró la cruz con atención. Y lanzó una maldición bastante fea.

Era exactamente aquella cruz ante la que hacía más de tres horas se había despedido de Zawisza.

La culpable era la niebla, que se enredaba desde al alba como si fuera humo por los bosques y campos, culpable era la llovizna, que golpeteaba en los ojos y que cuando se detuvo, dejó que la niebla se reforzara aún más. Culpable era el propio Reynevan, su cansancio y su falta de sueño, su escasa concentración, producida por el incesante pensar en Adela de Sterz y en los planes para su liberación. Y al fin y al cabo, ¿quién sabe? Puede que de verdad los culpables fueran los innumerables espíritus de los bosques silesios, los mamunes, geniecillos, lesowiki, trasgos, kobolds, duendes, irrlichter y otros, especializados en hacer que uno se equivoque. ¿Los parientes y amigos de su conocido de la noche anterior, Hans Main Igel, pero menos simpáticos y menos amables?

Buscar culpables, sin embargo no tenía sentido y Reynevan lo sabía muy bien. Había que evaluar la situación racionalmente, tomar una decisión y actuar acorde con ella. Bajó del caballo, se apoyó en la cruz penitencial y comenzó a pensar con intensidad.

En lugar de, al cabo de tres horas de cabalgata, estar en algún lugar a mitad de camino de Bierutów, se había dedicado toda la mañana a ir en círculo y seguía en el mismo lugar del que había salido, es decir, a una distancia de Brzeg no mayor de una milla.

¿Y no será, pensó, que sea la fortuna quien me dirige? ¿Me da instrucciones? ¿No podría aprovechar y, dado que estoy cerca, allegarme a la ciudad, al hospicio del Santo Espíritu donde tengo amistades, y pedir allí ayuda? ¿O mejor no perder el tiempo y, de acuerdo con mi primer plan, ir directamente hasta Bierutów, hasta Ligota? ¿A por Adela?

Al cabo de un tiempo de reflexión concluyó que debía evitar la ciudad. Sus buenos y hasta amigables contactos con los monjes de Brzeg eran de todos conocidos, así que también de los Sterz. Además, a través de Brzeg conducía el camino hasta la bailia de los sanjuanistas de Mala Olesnica, el lugar al que le quería enviar el duque Conrado Kantner. Dejando a un lado las intenciones del duque, que eran al fin y al cabo buenas, dejando a un lado también el hecho de que Reynevan no tenía en absoluto ganas de pasar unos cuantos años haciendo penitencia con los sanjuanistas, alguien del cortejo de Kantner podía hablar demasiado o dejarse comprar y entonces era muy posible que los Sterz acecharan ya en las lindes de Brzeg.

Así que a por Adela, pensó, voy a por Adela. A rescatar a Adela. Como Tristán a Isolda, como Lancelot a Ginebra, como Gareth a Lioness, como Guinglain a Esmeralda, como Palmerín a Polinarda, como Medoro a Angélica. En una palabra, con un poco de estupidez y un poco de riesgo, por qué no decirlo, loco, directamente en las fauces del lobo. Pero en primer lugar, puede que este paso les sorprenda, puede que esto no se lo esperen. En segundo lugar, Adela está hundida en la necesidad, espera y con toda seguridad añora, no puedo permitir que espere.

Su rostro resplandeció y, junto con él, como si lo hubiera tocado la vara de Merlín, comenzó a resplandecer el cielo. Seguía estando nublado y húmedo, pero se sentía el sol, ya algo allá en las alturas brillaba un poquito y el omnipresente gris comenzaba a tomar color. Los pájaros que hasta entonces habían guardado un sombrío silencio comenzaron ya a cantar tímidamente hasta que se lanzaron a pleno pulmón. Las gotas en las telas de araña brillaban como plata. Los caminos que iban desde el cruce, hundidos en la neblina, tenían el aspecto de un paisaje de cuento de hadas.

Y también hay formas de no caer en un hechizo que haga perderse. Enfadado consigo mismo por haber sido demasiado confiado y no haber pensado en ello antes, Reynevan empujó con el pie las hierbas que crecían a los pies de la cruz, se fue hacia el borde del camino. Rápido y sin problemas encontró lo que buscaba. Hojas de comino silvestre, eufrasias salpicadas de floréenlas rosadas, euforbio. Quitó las hojas de los tallos, las puso juntas. Pasó un momento hasta que se acordó de qué dedos y de qué forma tenía que torcer, cómo entrelazarlos, cómo realizar el nodus, el nudo. Y cuál era el hechizo:


Una, dos, tres,

Wolfsmüch, Kümmel, Zahntrost

Binde zu samene

Semitae eorum incurvatae sunt

Y que el camino sea recto.


Uno de los caminos del cruce se hizo al cabo de un momento más claro, más simpático, más acogedor. Lo que era más curioso todavía, si no hubiera sido por el nudo, Reynevan jamás habría pensado que precisamente aquel camino era el verdadero. Mas Reynevan sabía que los nudos no mienten.


Llevaba como unos tres padrenuestros cabalgando cuando escuchó unos ladridos de perro y unos graznidos fuertes y excitados de ganso. Al poco tiempo le llegó un agradable olor a humo. El humo de un ahumadero en el que, fuera de toda duda, colgaba algo extraordinariamente apetitoso. Puede que jamón. Puede que tocino. O puede que medio ganso. Reynevan absorbió el olor con tanta fuerza que se olvidó del resto del mundo y, sin saber siquiera cómo y cuándo, se encontró al otro lado de la tapia, en el patio de una posada.

Un perro le ladró, pero más bien por obligación, un ganso, estirando el cuello, chilló por encima de los atalajes del caballo. Al olor del ahumado se unió el aroma del pan cocido, que se alzaba incluso por encima del hedor de un enorme estercolero que estaba lleno de gansos y patos.

Reynevan se bajó del caballo, ató al rucio a un poste. El mozo de establo que se ocupaba de unos caballos estaba tan ocupado que ni siquiera le prestó atención. La atención de Reynevan, sin embargo, la llamó algo distinto: en uno de los postes de la veranda, sobre unos hilos de diversos colores colocados en bastante desorden, colgaba un amuleto de hechicería, tres ramas atadas en triángulo y cubiertas con un manojo de tréboles y botones de oro marchitos. Reynevan se quedó pensativo, pero no se asombró en exceso. La magia estaba por todas partes, la gente usaba artículos mágicos sin saber siquiera lo que significaban y para lo que servían de verdad. Lo importante era sin embargo el hecho de que el amuleto, que debía proteger del mal, por muy mal hecho que estuviera, podía haber hecho que se equivocara su nudo.

Por eso he llegado aquí, pensó. Voto al infierno. Mas, en fin, ya que acá estoy…

Entró, bajando la cabeza porque el cerco de la puerta era muy bajo.

Las telas en las ventanas apenas dejaban pasar la luz, en el interior reinaba una penumbra aliviada tan sólo por el resplandor del fuego en la chimenea. Sobre el fuego estaba colgado un caldero del que de vez en cuando se desbordaba la espuma, a lo que el fuego respondía con siseos y humaredas que añadían dificultad a la visibilidad. No había muchos clientes, sólo en una de las mesas, en el rincón, estaban sentados cuatro hombres, aldeanos con toda seguridad, era difícil comprobarlo en la oscuridad.

Apenas Reynevan se sentó en el banco, una muchacha con un delantal le puso un cuenco delante. Aunque no tenía más intención que comprar pan y seguir cabalgando, no protestó: los copos de harina en el cuenco exhalaban un maravilloso y delicioso olor a tocino fundido. Puso una moneda sobre la mesa, una de las pocas que Kantner le había dado.

La muchacha se inclinó ligeramente y le tendió una cuchara de madera de tilo. Exhalaba un leve olor a hierbas.

– Has caído como la pera en la mierda -murmuró por lo bajo-. Quédate tranquilo. Ya te han visto. Saltarán sobre ti en cuanto te muevas de la mesa. Así que quédate sentado y ni te menees.

Se fue en dirección al hogar, removió el caldero que salpicaba y borboteaba. Reynevan se quedó sentado, tieso, mirando los pedazos de tocino en los copos. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad. Lo suficiente como para ver que los cuatro hombres a la mesa del rincón portaban demasiadas armas y armaduras como para ser aldeanos. Y que los cuatro lo miraban atentamente.

Maldijo para adentro su estupidez.

La moza volvió.

– Demasiado pocos de los nuestros han quedado en este mundo -murmuró, haciendo como que limpiaba la mesa- para que dejara yo que te prendieran, hijo.

Detuvo la mano y Reynevan vio en su meñique un botón de oro parecido al del amuleto del poste. Llevaba el manojo atado de tal forma que la flor amarilla actuaba como si fuera la joya de un anillo. Reynevan suspiró, tocó instintivamente su propio nudo, su lazo de euforbio, eufrasia y comino que llevaba atado y apretado bajo los lazos del jubón. Los ojos de la muchacha ardieron en la penumbra. Meneó la cabeza.

– Lo vi nomás entraste -susurró-. Y supe que era justo a ti a quien buscaban. Mas no dejaré que te prendan. Pocos quedamos, si no nos ayudamos los unos a los otros, nos extinguiremos. Come, sigue fingiendo.

Comió muy despacio, sentía escalofríos en la espalda al percibir las miradas de los del rincón. La moza agitó la sartén, respondió a gritos a alguien de la otra habitación, echó leña al fuego, volvió. Con una escoba.

– He mandado -murmuró, mientras barría- que lleven a tu caballo al corral, tras la zajurda. Cuando empiece todo, huye por aquella puerta, al fondo, detrás del corral. Ten cuidado cuando cruces el umbral. De esto.

Mientras seguía haciendo como si estuviera limpiando el suelo, alzó con discreción una larga paja e hizo al punto tres nudos.

– No te preocupes por mí -deshizo los escrúpulos de él con un susurro-. Nadie me presta atención nunca.

– ¡Gerda! -gritó el posadero-. ¡Hay que sacar el pan del horno! ¡Muévete, cacho vaga!

La moza se fue. Encorvada, gris, indeterminada. Nadie le prestó atención. Nadie excepto Reynevan, al que ella le lanzó una mirada al irse que quemaba como una tea.

Los cuatro de detrás de la mesa en el rincón se movieron, se levantaron. Se acercaron, haciendo tintinear sus espuelas, con el cuero chirriando, las lorigas crujiendo, las manos apretando los puños de las espadas, las dagas y los puñales. Reynevan maldijo otra vez su estupidez, esta vez desde lo más hondo.

– Don Reinmar Bielau. ¡Eh, mirar, garzones, he aquí lo que de común se da en llamar una buena caza! Rebusca con celo la pieza, extiende la red con miramiento, una pizca de ventura, y velo ahí, no se queda uno sin trofeo. Ciertamente nos ha sonreído hoy la fortuna.

Dos de los esbirros se pusieron a los lados, uno a la derecha, el otro a la izquierda. Un tercero ocupó posición a espaldas de Reynevan. El cuarto, el que había hablado, que llevaba bigotes, vestido con una pesada brigantina de botones, se puso enfrente. Después de lo cual, sin esperar a ser invitado, se sentó.

– ¿No irás a resistirte, a hacer bureo ni tararara alguno? -Era una afirmación más que una pregunta-. ¿Eh? ¿Bielau?

Reynevan no contestó. Mantuvo la cuchara entre la boca y el borde del cuenco, como si no supiera lo que hacer con ella.

– No lo harás -se confirmó a sí mismo el tipo bigotudo de la brigantina-. Puesto que sabes que tal cosa sería una completa necedad. Nosotros no habernos nada contra ti, esto es un negocio de los de a diario. Mas nosotros, quédate con ello, los negocios usuales solemos hacérnoslos livianos. Que principias a montar jarana o a arremolinarte, pues te suavizamos en un amén. Aquí, al borde de esta mesa, te quebramos un brazo. Es método bien probado, luego ya no es menester ni amarrar al paciente. ¿Algo dijiste o me lo figuré?

– Nada he dicho -venció Reynevan la resistencia de sus labios paralizados.

– Y bien hecho. Termina de comer. Hay sus buenas leguas hasta Sterzendorf, no hay por qué viajar hambriento.

– Sobre todo -dijo con retintín el tipo de la derecha, un hombre con loriga y brazales de hierro en los antebrazos- porque en Sterzendorf a fe mía que no te van a dar de comer al punto.

– Mas y si -bufó el de detrás, invisible-, de seguro que no te dan cosa que te guste.

– Si me dejáis ir… Os pagaré… -consiguió decir Reynevan-. Os pagaré más de lo que os dan los Sterz.

– Desairas a unos profesionales -dijo el bigotudo de la brigantina-. Me llamo Kunz Aulock, llamado Kirieleisón. A mí se me compra, mas no se me unta. ¡Traga, traga copos! ¡Glub, glub!

Reynevan comió. Los copos habían perdido su sabor. Kunz Aulock -Kirieleisón- introdujo en el cinturón su maza, que hasta entonces había tenido en la mano, y se estiró los guantes.

– No había que haberse arrimado a mujer ajena -dijo-. No ha mucho -siguió, sin esperar respuesta-, le oí a un señor cura que iba borracho referir no sé qué carta, igual a los hebreos. Era algo así: todo quebrantamiento obtendrá su justa paga, iustam mercedis retributionem. Lo que en cristiano quiere decir que, si se ha cometido algo, han de saberse aceptar los efectos del tal cometimiento y estar resuelto a cargar con ellos. Hay que saber afrontarlos con honor. Oh, por ejemplo, mira a la derecha. Éste es el señor Stork, de Gorgowitz. Estando como tú en amores, no ha mucho acometió en sociedad de algunos camaradas cierto acto con una burguesa de Opole, por el que si le aprehendieran, le pasarían por la tenaza y le quebrarían en el potro. ¿Y qué? Mira y admira cómo don Stork lleva su hado con honor, qué clara tiene la tez y la mirada. Toma de él ejemplo.

– Toma ejemplo -carraspeó don Stork, el cual, hablando entre nosotros, la tez la tenía más bien picada de viruelas y la mirada nublada-. Y levanta. Hora es de ponerse en marcha.

En aquel momento el hogar de la chimenea estalló, y con un estruendo horrible recorrieron la habitación un fuego, una tormenta de chispas, unas nubes de humo y de hollín. El caldero voló como si lo hubieran disparado con un cañón, rebotó por el suelo, salpicó su hirviente contenido. Kirieleisón retrocedió y Reynevan empujó con fuerza la mesa sobre él. Dio una patada en la base del banco y el cuenco con los copos a medio comer fue a golpear directamente a la nariz picada del señor Stork. Y como si fuera una anguila se escurrió hacia la puerta del corral. Uno de los sicarios acertó a agarrarlo por el cuello, pero Reynevan, tras haber estudiado en Praga, había sido ya agarrado por el cuello en casi todas las tascas del Casco Viejo y de Mala Strana. Así que dio un quiebro, golpeó con el codo hasta que algo crujió, se liberó y se lanzó hacia la puerta. Recordando la advertencia, evitó con habilidad el atado de paja que estaba justo al otro lado del umbral.

Se entiende que Kirieleisón, que lo estaba persiguiendo, no sabía nada de la paja mágica, y al otro lado del umbral se cayó cuan largo era, resbalando con ímpetu sobre el estiércol de puerco. De seguido cayó en el lazo Stork de Gorgowitz y sobre él, que se había puesto a maldecir todo lo que sobre el mundo entero hubiere, cayó el tercer esbirro. Reynevan ya estaba sobre la silla del caballo que le había estado esperando, ya lo lanzaba al galope, todo derecho, a través del huerto, a través de cuadros de coles, a través de un seto de grosellas. El viento le silbaba en los oídos, aún escuchó a sus espaldas maldiciones y gruñido de cerdos.

Estaba entre los sauces, junto a un ahumadero abandonado, cuando escuchó por detrás el trápala de los caballos y los gritos de los perseguidores. Así que en vez de rodear el estanque, galopó por encima del fino dique. El corazón se le heló varias veces cuando el dique de tierra se deshizo bajo los cascos. Pero lo consiguió.

Sus perseguidores también se lanzaron por el dique. Pero no tuvieron la misma suerte. El primer caballo no había llegado siquiera a la mitad cuando se deslizó entre relinchos y se hundió hasta la barriga en el fango. Un segundo caballo se agitó, sus cascos deshicieron por fin del todo el dique, resbaló de culo hasta el denso barro. Los jinetes gritaban, maldecían con rabia. Reynevan comprendió que debía aprovechar las circunstancias y el tiempo que le proporcionaban. Picó espuelas a su rucio, echó a galopar subiendo la cuesta, en dirección a unas colinas arboladas detrás de las que esperaba hallar una espesura salvadora.

Aunque era consciente de lo que arriesgaba, obligó a su caballo, que respiraba roncamente, a un forzado galope hacia lo alto. Tampoco dejó descansar al rucio cuando llegó a la cumbre de la colina, de inmediato lo lanzó a través de los crecidos matorrales al borde del camino. Y entonces, de forma completamente inesperada, le cortó el camino un jinete.

Su asustado rucio se puso a dos patas, relinchando como un loco. Reynevan aguantó en la silla.

– No ha estado mal -dijo el jinete. O mejor dicho la amazona, pues era una muchacha.

Bastante alta, con ropa de hombre, un prieto jubón de terciopelo de bajo el que le sobresalían por el cuello los volantes de una camisa blanca como la nieve. Llevaba una gruesa trenza rubia que le caía sobre el hombro surgiendo desde un sombrero de marta, y que adornaba con un manojito de plumas de garza y un broche de oro con un zafiro que debía de valer lo mismo que un buen alazán.

– ¿Quién te persigue? -gritó, controlando con habilidad a su caballo, que bailoteaba inquieto-. ¿La ley? ¡Dilo ya mismo!

– No soy un malhechor…

– ¿Entonces por qué?

– Por amor.

– ¡Ja! Lo pensé al punto. ¿Ves aquella fila de oscuros árboles? Por allí fluye el Stobrawa. Cabalga veloz hacia allí y escóndete en las ciénagas de la orilla izquierda. Y yo los alejaré de ti. Dame tu capa.

– Qué es lo que vos, señora… Cómo…

– ¡Dame la capa, he dicho! Cabalgas bien, pero yo cabalgo mejor. ¡Ah, qué aventura! ¡Ah, cómo voy a poder contarla! ¡Elzbieta y Anka se van a morder los codos de envidia!

– Señora… -musitó Reynevan-. No puedo… ¿Qué pasará si os alcanzan?

– ¿Ellos? ¿A mí? -bufó, frunciendo unos ojos azul turquesa-. ¡Te estás burlando!

Su yegua, por casualidad también rucia, echó atrás una testa llena de gracia, bailoteó de nuevo. Reynevan se vio obligado a reconocer las razones de aquella extraña señora. Aquel noble corcel valía a primera vista bastante más que el broche de oro del sombrero.

– Esto es una locura -dijo, lanzándole su capa-. Mas os lo agradezco. Os resarciré…

Los gritos de los perseguidores se oyeron viniendo desde abajo.

– ¡No pierdas tiempo! -gritó la doncella, cubriéndose la cabeza con la capucha-. ¡Adelante! ¡Al Stobrawa!

– Señora… Vuestro nombre… Decídmelo…

– Nicoletta. Mi Alcasín perseguido en nombre del Amor. ¡Adiós!

Lanzó la yegua al galope y era aquello más vuelo que galope. Bajó por la pendiente como un huracán, envuelta en una nube de humo, se mostró a los perseguidores y siguió por la colina con un galope tan loco que a Reynevan le desaparecieron al instante los remordimientos de conciencia. Comprendió que la amazona rubia no estaba en peligro alguno. Los pesados pencos de Kirieleisón, Stork y del resto, que llevaban encima a unos mozos de doscientas libras, no podían competir con una yegua rucia de pura sangre que para más inri sólo cargaba con una ligera muchacha y una silla ligera. Y de hecho, la doncella no se dejó ni siquiera perseguir con la vista, desapareció tras la colina al instante. Pero los perseguidores la siguieron, con tozudez y sin perdón.

La pueden hacer cansarse con un trote continuo, pensó Reynevan con miedo. A ella y a su yegua. Pero acalló su conciencia, ella tiene su comitiva en los alrededores. En tal caballo, así vestida, está claro que se trata de una muchacha de alta cuna, alguien como ella no viaja sola, pensó, lanzándose al galope hacia la dirección marcada por la doncella.

Y desde luego, pensó, bebiendo el viento en su carrera, no se llama Nicoletta. Se burló de mí, pobre Alcasín.


Oculto entre los pantanos junto al Stobrawa, Reynevan respiró aliviado por fin, qué digo, hasta se sintió orgulloso y altanero, un verdadero Roldan, o un Ogier, llevando al error a las hordas de moros que lo perseguían y burlándose de ellos. Sin embargo, la altanería y el orgullo lo abandonaron cuando le pasó una aventura poco caballeresca, cuando le sucedió algo que, si hemos de creer a los romances, nunca le sucedió ni a Roldan, ni a Ogier, ni a Astolfo, ni a Reinaldo de Montalbán ni a Raúl de Cambrai.

De forma absolutamente común y corriente, su caballo empezó a cojear.

Reynevan se bajó en cuanto sintió el ritmo falso y quebrado del paso de su cabalgadura. Examinó la pata y el casco del rucio, pero no fue capaz de encontrar nada. Y mucho menos de hacer nada. No pudo más que seguir a pie, llevando de las riendas al cojo animal. Estupendo, pensó. De miércoles a viernes, un caballo reventado, el otro cojo. Estupendo. Un buen resultado.

Para colmo, desde lo alto de la orilla derecha del Stobrawa le llegaron unos silbidos, relinchos, maldiciones y gritos pronunciados por la conocida voz de Kunz Aulock, llamado Kirieleisón. Reynevan arrastró al caballo hacia unos matorrales más densos, lo agarró de los ollares para que no relinchara. Los gritos y las maldiciones se perdieron en la lejanía.

Han cogido a la muchacha, pensó, y el corazón le saltó hasta la garganta, tanto del miedo como de los remordimientos de conciencia. La han alcanzado.

No la alcanzaron, no la cogieron, le tranquilizó la razón. La siguieron como mucho hasta su comitiva, donde se dieron cuenta del engaño. Donde Nicoletta se rió de ellos y se burló, segura entre sus caballeros y pajes.

Así que han vuelto, rebuscan, persiguen. Cazadores.


Pasó la noche entre los arbustos, con los dientes castañeteándole, espantando a los mosquitos. Sin cerrar los ojos. O puede que cerrándolos, pero sólo para un momentito. Debió de haberse dormido, debió de haber soñado, porque, ¿de qué otra forma habría podido ver a la muchacha de la taberna, aquella gris, a la que nadie prestaba atención, la del anillo de botón de oro? ¿Cómo si no en sueños pudo haber venido a él?

Han quedado ya tan pocos de nosotros, dijo la muchacha, tan pocos. No te dejes prender, no dejes que te encuentren. ¿Qué es lo que no deja huella? ¿El pájaro en el aire, el pez en el agua?

El pájaro en el aire, el pez en el agua.

Quiso preguntarla quién era, de dónde conocía los nudos, qué cosa -porque no había sido pólvora- había provocado la explosión de la chimenea. Quería preguntarle tantas cosas.

Pero no le dio tiempo. Se despertó.


Se puso en camino aun antes de que llegara el alba. Se orientó por el curso del río. Había andado como una hora, siguiendo el camino un poco más alto, cuando a sus pies se extendió de pronto un valle con un ancho río. Tan ancho como sólo había uno en toda Silesia.

El Oder.


Una pequeña barca navegaba por el Oder, siguiendo la corriente, llena de gracia, deslizándose hábilmente como un somormujo por el borde de unos claros bajíos. Reynevan la miró con ansia.

Así que así de astutos sois, pensó, contemplando cómo el viento hinchaba las velas de la barca y el agua formaba espuma en la proa. ¿Tales cazadores sois? ¿Don Kirieleisón et consortes? ¿Unos tales que creéis que me vais a rastrear, a meter en la red? ¡Esperad tan sólo que os la voy a liar! Me voy a escapar de vuestra trampa con tanta gracia y habilidad que os vais a dar a todos los diablos antes de que encontréis de nuevo mi rastro. Porque vais a tener que buscarlo en Wroclaw.

El pájaro en el cielo, el pez en el agua…

Tiró del caballo en dirección a un muy pisoteado camino que iba hacia el Oder. Para asegurarse, sin embargo, no siguió el camino, sino que se mantuvo entre las praderas y los sauces. El camino, pensaba, marcaba la dirección hacia un embarcadero en el río. Pensó bien.

Ya desde lejos escuchó las voces excitadas de las gentes en el embarcadero, aunque no estaba claro si se estaban peleando o si estaban en medio de unas apasionadas negociaciones de trato o comercio. Sin embargo, resultaba fácil reconocer la lengua en la que hablaban. Estaban hablando en polaco.

Así que antes de que saliera de los matojos y de que viera el embarcadero desde la pendiente, Reynevan supo a quién pertenecían tanto las voces como las pequeñas lanchas, barcas y gabarras que estaban atadas a los postes. Eran wasserpolen, polacos de agua, almadieros y pescadores del Oder, que estaban organizados más en forma de clan que de gremio, una sociedad, una maszopena que, aparte de por la profesión realizada, estaba unida por su idioma y un fuerte sentimiento de diferencia nacional. Los polacos de agua tenían en su poder buena parte de la pesca en Silesia, una porción importante del acarreo de madera y aún mayor del pequeño transporte fluvial en el que competían con éxito con la Hansa. La Hansa no subía por el Oder más que hasta Wroclaw, los polacos de agua llevaban mercancías hasta Raciborz. Corriente abajo navegaban hasta Frankfurt, Lebus y Kostrzyn, incluso -evitando de forma incomprensible el riguroso derecho de mercancías de Frankfurt- más abajo, hasta la misma desembocadura del Warta.

Del embarcadero le llegó un olor a pescado, fango y brea.

Reynevan condujo con dificultad al cojo caballo por la pendiente resbaladiza de barro, se acercó al embarcadero, atravesando por entre chamizos, casuchas y redes puestas a secar. Por la plataforma pateaban y chasqueaban los pies desnudos, la carga y descarga estaba en su apogeo. De una barca se descargaba, a otra se cargaba. Parte de la mercancía, que se componía principalmente de pieles curtidas y barriletes de contenido desconocido, estaba siendo transportada desde el embarcadero a unos carros, un mercader con barba vigilaba la operación. Se llevaba a un toro a una de las barcas. El animal bramaba y pateaba, toda la plataforma temblaba. Los almadieros maldijeron en polaco.

Todo se tranquilizó muy deprisa. Los carros con las pieles y los barriletes se fueron, el toro intentaba abrir con un cuerno la estrecha prisión en que lo habían metido. Los polacos de agua, de acuerdo con su costumbre, se pusieron a discutir. Reynevan sabía polaco lo suficiente como para entender que se trataba de una discusión por nada.

– ¿Alguno de vosotros, si se me permite preguntar, navega corriente abajo, hacia Wroclaw?

Los polacos de agua interrumpieron su disputa y lanzaron a Reynevan una mirada no especialmente amable. Uno escupió al agua.

– Y si es así -bufó-, ¿qué? ¿Señorito hidalgo?

– Mi caballo se ha quedado cojo. Y tengo que ir a Wroclaw.

El polaco bufó con rabia, carraspeó, escupió otra vez.

– Bueno. -Reynevan no renuncié)-. ¿Entonces qué?

– No llevo alemanes.

– No soy alemán. Soy silesio.

– ¿Sí?

– Sí.

– Entonces di esto: soczewica, kolo, miele, mlyn.

Soczewica, kolo, miele, mlyn. Y tú di esto: stol zpowylamywanymi nogami.

Stol z powy… myla… waly… Sube.

Reynevan no dejó que se lo repitieran dos veces, pero el almadiero enfrió su acaloramiento.

– ¡Espera! ¿Adonde? En primer lugar, yo no voy más que hasta Olawa. En segundo lugar, esto cuesta cinco scotus. Y cinco más por el caballo.

– Si no los tienes -se entrometió con sonrisa de zorro otro wasser-polaco al ver que Reynevan revolvía en su bolsa con un gesto turbado-, yo te compro el caballo. Te doy cinco… no, venga, seis scotus. Doce grosches. Tendrás lo justo para el viaje. Y en no teniendo el caballo, no tendrás que pagar por él. Una ganancia limpia.

– Este caballo -advirtió Reynevan- vale por lo menos cinco marcos.

– Este caballo -lo contradijo el polaco con frescura- no vale una mierda. Porque no vas a llegar con él allí adonde tanta prisa tienes. ¿Así que qué va a ser? ¿Lo vendes?

– Si añadís tres scotus más por la silla y las riendas.

– Un scotus.

– Dos.

– Trato hecho.

Dinero y caballo cambiaron de propietario. Reynevan palmoteo al rucio en el cuello para despedirse, acarició su crin y se sorbió la nariz al decirle adiós a su amigo y compañero de desgracias. Luego se agarró a la cuerda y saltó a cubierta. El barquero quitó la soga del poste. La barca tembló, navegó con lentitud por la corriente. El toro bramó, los pescados apestaban. En la plataforma, los polacos de agua contemplaban la pata del rucio y se peleaban por nada.

La barca navegó corriente abajo. Hacia Olawa. El agua gris del Oder chapoteaba y lanzaba espuma sobre la borda.


– ¿Señor?

– ¿Qué? -Reynevan se incorporó, se restregó los ojos-. ¿Qué pasa, señor barquero?

– Olawa está ante nosotros.

Desde la desembocadura del Stobrawa en el Oder hasta Olawa hay algo menos de cinco millas. Esta distancia, recorrida a favor de la corriente, la puede vencer una barca en un tiempo no mayor que diez horas. Con la condición de que se navegue sin grandes detenciones y no haya, excepto la navegación, otras tareas.

El wasserpolaco, barquero de la barca, tenía tareas sin medida. Tampoco Reynevan podía quejarse de falta de paradas por el camino. Hablando en general, no tenía motivo alguno para quejarse. Aunque en lugar de diez horas había pasado en la barca día y medio y dos noches, estaba bastante seguro, viajaba con comodidad, se permitía un descanso, dormía como es debido y comía hasta hartarse. Hasta conversaba un poco.

El polaco de agua -aunque no le había dicho su nombre a Reynevan y tampoco de él lo había requerido- era en suma una persona completamente simpática y agradable en el trato. Aunque poco hablador, por no decir taciturno, no era en absoluto ceñudo y destemplado. Aunque sencillo, tampoco era tonto. La barca cruzaba entre meandros y bajíos, deteniéndose ora en un embarcadero a la orilla izquierda, ora en uno a la derecha. La tripulación de cuatro personas remoloneaba que daba gusto, el patrón maldecía y los espoleaba. El timón lo aferraba con seguridad la mujer del wasserpolaco, una moza bastante más joven que él. Reynevan, para no aprovecharse de la hospitalidad, evitaba si podía la vista de los poderosos muslos que sobresalían bajo su falda recogida. Volvía, si le daba tiempo, la vista, cuando en las maniobras de pilotaje se le alzaba la camisa sobre unos pechos dignos de Venus.

Reynevan visitó con la barca paradas en el Oder de nombres como Jazica, Zagwizdzie, Kleby y Mat, fue testigo de pescas colectivas y de transacciones comerciales, así como de tratos de boda. Vio la carga y descarga de las más diversas mercancías. Vio cosas que antes de entonces no había acertado a ver, como un siluro que medía cinco codos y pesaba veinticinco libras. Comió lo que nunca había comido antes, como filetes del mencionado siluro asados al fuego. Se enteró de cómo había que defenderse del ahogado, de la ninfa y del wirnik. Cuál es la diferencia entre una atarraya y un chinchorro, y cuál entre una represa y un dique, cuál entre un banco de arena y un desnivel, entre una brema y una carpa. Escuchó palabras bastante feas acerca de los señoritingos alemanes que molestaban a los polacos de agua con aduanas, aranceles e impuestos dignos de verdaderos bandidos.

Y a la siguiente mañana resultó que era domingo. Los polacos de agua y los pescadores locales no trabajaban. Rezaron largo rato ante unas figuras de la Madre de Dios y de San Pedro realizadas con bastante poca fortuna, luego celebraron una comilona, luego hicieron algo que semejaba un concejo, luego, por fin, se emborracharon y se pegaron.

Así que, aunque largo, el viaje no se hizo aburrido. Y ahora era el alba, o mejor dicho la mañana. Y la ciudad de Olawa estaba al otro lado del recodo del río. La mujer del wasserpolaco se apoyó en el timón, la camisa se apretó sobre sus pechos.

– En Olawa -dijo el barquero-, por diversos asuntos, habré de pasar uno, a lo sumo dos días. Si estáis dispuesto a esperar, os llevaré hasta Wroclaw, joven señor silesio. Sin pagar más.

– Gracias. -Reynevan extendió la mano, consciente de que acababa de tener el honor de haber despertado su simpatía-. Gracias, mas en el camino tuve tiempo de pensar ciertos asuntos. Y ahora Olawa me resulta mejor que Wroclaw.

– Como queráis. Os depositaré donde sea vuestra voluntad. ¿En la orilla diestra o siniestra?

– Quisiera ir al camino de Strzelin.

– O sea, en la siniestra. ¿He de entender que queréis evitar el alfoz mismo de la ciudad?

– Querría -reconoció Reynevan, asombrado de la astucia del polaco-. Si no es una molestia para vos.

– Qué me va a molestar. Timón a la izquierda, Maryska. Junto al Dique del Tordo.

Al otro lado del Dique del Tordo se extendía un amplio brazo muerto del río, cubierto por completo con una alfombra de nenúfares de doradas flores. Sobre el brazo muerto flotaba una niebla. Se escuchaban los lejanos rumores de los arrabales de Olawa, ya despiertos: el canto de los gallos, los gañidos de los perros, el golpeteo de metal sobre metal, las campanas de la iglesia.

A una señal dada, Reynevan saltó sobre un embarcadero que se balanceaba. La barca se apoyó en un poste, cortó con su proa las plantas acuáticas, volvió perezosamente a la corriente.

– ¡Siguiendo el dique todo el tiempo! -gritó el wasserpolaco-. ¡Teniendo el sol a las espaldas! ¡Hasta la puente sobre el Olawa, luego hacia el bosque! Habrá un arroyo y tras él, el camino de Strzelin. ¡No podéis equivocaros!

– ¡Gracias! ¡Id con Dios!

La niebla comenzó a surgir rápidamente desde el río, la barca comenzó a desaparecer. Reynevan se echó su petate al hombro.

– ¡Señor silesio! -le llegó desde el río.

– ¿Sí?

Stol z powylamywanymi nogami!

Загрузка...