Capítulo vigesimocuarto

En el que Reynevan, en lugar de a Hungría, va al castillo de Bodak en las montañas Zlotoskich. No lo sabe aún, pero de allí sólo conseguirá salir in omnem ventum y no de otro modo.


Iban camino a Bardo, al principio deprisa, mirando hacia atrás cada dos por tres, aunque pronto, sin embargo, redujeron el paso. Los caballos estaban cansados y la condición física de los jinetes, como se vio, estaba lejos de ser buena. No sólo Woldan de Osin, con el rostro muy magullado por el aporreado yelmo, se encogía sobre la silla y gemía. Las heridas de los demás, aunque no tan espectaculares, se hacían de notar también. Gemía Notker Weyrach, se apretaba contra la tripa el codo y buscaba más cómoda posición en la silla Tassio de Tresckow. A media voz llamaba a los santos Kuno Wittram, con el rostro fruncido como después de tomar vinagre de los siete ladrones. Por su parte, Paszko Rymbaba se masajeaba el costado, blasfemaba, se escupía en la mano y examinaba lo escupido:

De entre los caballeros de fortuna sólo a Von Krossig no se le notaba nada, o bien no había recibido tantos palos como los otros o sabía soportar mejor el dolor. Viendo al fin que tenía que detenerse todo el tiempo y esperar para no dejar atrás a sus camaradas, Buko decidió salir del camino y atravesar el bosque. Ocultos podrían ir más despacio y sin riesgo de que los alcanzaran los perseguidores.

Nicoletta -Catalina Biberstein- no emitió durante el viaje ni el más mínimo sonido. Aunque las manos atadas y la posición en el arzón de Hubertillo debían de mortificarla y dañarla, la muchacha no gimió ni se quejó. Miraba al frente apática, se veía que estaba completamente resignada. Reynevan intentó varias veces contactar con ella de forma discreta, mas sin efecto visible: ella evitaba su mirada, volvía los ojos, no reaccionaba a los gestos, no los advertía. O al menos, fingía no advertirlos. Y así fue hasta el vado.

Vadearon el Nysa por la tarde, en un lugar no muy bien elegido, que sólo en apariencia era poco profundo, mientras que la corriente resultó ser mucho más fuerte de lo esperado. Entre el revoltijo, los chapoteos, las blasfemias y el relincho de los caballos, Nicoletta se resbaló de la silla y hubiera caído al agua de no estar Reynevan atento a ella.

– Valor -le susurró al oído, alzándola y apretándola contra él-. Valor, Nicoletta. Te sacaré de ésta…

Halló su pequeña y fina mano y la cogió. Ella le contestó con un fuerte apretón. Olía a menta y ácoro.

– ¡Eh! -gritó Buko-. ¡Tú! ¡Hagenau! ¡Déjala! ¡Hubertillo!

Sansón se acercó a Reynevan, tomó a Nicoletta de sus brazos, la alzó como a una pluma y la sentó delante de él.

– ¡Cánseme de portarla, señor! -habló Hubertillo antes que Buko-. ¡Que el gigante me supla un ratejo!

Buko blasfemó, pero agitó la mano. Reynevan lo miró con un odio creciente. No creía en exceso en los monstruos acuáticos devoradores de personas que se decía que vivían en las pozas del Nysa, en los alrededores de Bardo, pero en aquel momento habría dado mucho para que uno de aquellos monstruos emergiera de las turbias aguas del río y devorara al raubritter junto con su alazán bayo-rojizo.

– Hay algo -dijo a media voz Scharley, quien pasó a su lado salpicando agua- que tengo que reconocerte. En tu compañía nunca se aburre uno.

– Scharley… Te debo…

– Mucho me debes, no lo niego. -El demérito tiró de las bridas-. Pero si te referías a una explicación, puedes ahorrártela. La he reconocido. En el torneo de Ziebice clavaste tus ojos en ella como un ternero degollado, luego fue ella quien nos advirtió de que te la tenían preparada en Stolz. Apuesto a que le debes a ella más. ¿No te ha profetizado nadie que las mujeres van a ser tu perdición? ¿O soy yo el primero?

– Scharley…

– No te esfuerces -lo interrumpió el demérito-. Lo entiendo. Deuda de gratitud más gran afecto, ergo otra vez habrá que jugarse el pescuezo, y Hungría cada vez más lejos y más lejos. Difícil dar consejo. Sólo te pido una cosa: piensa antes de actuar. ¿Me lo puedes prometer?

– Scharley… Yo…

– Lo sabía. Ten cuidado, calla. Nos están mirando. ¡Y dale al caballo, dale! ¡Si no, se te va a llevar la corriente!


Hacia la caída de la noche llegaron a la falda de Reichenstein, las montañas Zlotoskich, el confín noroeste de la línea de frontera de los Reichenstein y los Jesionek. En un pueblo que estaba junto a un río que fluía desde los montes, el Bystra, pensaron aprovisionarse y comer. Sin embargo, los paisanos de allí resultaron ser poco acogedores: no se dejaron robar. Desde una cerca que protegía la entrada llovieron hacia los caballeros de rapiña las flechas, mientras que los rostros dispuestos de los campesinos armados de bieldos y guadañas no invitaban a forzar la hospitalidad. Quién sabe a lo que se hubiera llegado en una situación normal, pero ahora el cansancio y las heridas hicieron lo suyo. El primero que volvió el caballo fue Tassilo de Tresckow, tras él se apresuró -vehemente como de costumbre- Paszko Rymbaba, volvió también grupas, incluso sin lanzar en dirección de la aldea palabra sucia alguna, Notker von Weyrach.

– Patanes de mierda. -Buko Krossig los alcanzó-. Ha de hacerse como mi padre hacía, al menos una vez cada lustro deshacerles esas sus chozas, quemarlo todo hasta dejar la tierra pelada. De otro modo se ponen gallitos. Súbeseles la fortuna a la testa. Llénanse de orgullo.

El cielo se nubló. Un olor a humo llegaba desde la aldea. Ladraban los perros.


– Ante nosotros está el Bosque Negro -advirtió Buko, que iba en cabeza-. ¡Manteneos en grupo! ¡No os quedéis atrasados! ¡Atended a los caballos!

La advertencia fue tomada en serio. Porque también el Bosque Negro, un denso y húmedo complejo de hayas, tejos, alisos y ojaranzos, tenía un serio aspecto. Tan serio que hasta daba escalofríos. Se percibía al instante el mal que dormitaba allá en la espesura.

Los caballos relincharon, menearon las cabezas.

Y el esqueleto que yacía al mismo borde del bosque no despertó conmoción alguna.

Sansón Mieles murmuró bajito.


Nel mezzo del cammin di nostra vita

mi ritrovai per una selva oscura

che la diritta via era smarrita…


– Me persigue -aclaró, al darse cuenta de la mirada de Reynevan- el Dante.

– Y pega que ni con cola -se burló Scharley-. Ameno bosque, para qué decir más… Cabalgar por él… En la oscuridad…

– No lo aconsejo -dijo, acercándose, Huon von Sagar-. No lo aconsejo en absoluto.


Cabalgaban hacia arriba, por una pendiente cada vez mayor. Se terminó el Bosque Negro, se terminaron las alisedas, bajo los cascos de los caballos crujió la caliza y el gneis, crepitó el basalto. En las pendientes de las gargantas crecían rocas de fantásticas formas. Caía la tarde, oscurecía muy deprisa, a causa de las nubes, otra negra ola que se acercaba desde el norte.

A orden directa de Buko, Hubertillo tomó a Nicoletta de Sansón. Además, Buko, que había ido hasta entonces a la cabeza, cedió la dirección de la marcha a Weyrach y Du Tresckow, mientras que él se quedaba cerca del armiguer y de su botín.

– ¡Voto al diablo…! -murmuró Reynevan a Scharley, que iba a su lado-. Pues si tengo que libertarla… Y éste a todas luces sospecha algo… La vigila, y todo el tiempo nos observa… ¿Por qué?

– ¿No será? -respondió Scharley en voz baja, y Reynevan con horror se dio cuenta de que no se trataba de Scharley-. ¿No será que ha visto tu rostro? ¿El espejo en el que se reflejan tanto los sentimientos como las intenciones?

Reynevan maldijo por lo bajo. Estaba ya bastante oscuro, pero no sólo la media luz era la culpable del error. Era evidente que el magoo de cabellos blancos había usado la magia.

– ¿Me vas a delatar? -le preguntó directamente.

– No te delataré -le respondió al cabo el mago-. Mas si quisieras cometer alguna estupidez, yo mismo te detendré. Sabes que soy capaz. De modo que no hagas estupideces. Y cuando lleguemos se verá…

– ¿Cuando lleguemos adonde?

– Ahora es mi turno.

– ¿Cómo?

– Es mi turno de preguntas. ¿Qué pasa, que no conoces las reglas de juego? ¿No jugasteis a esto en la universidad? ¿A quaestiones de quodlibet? Fuiste el primero en preguntar. Ahora es mi turno. ¿Quién es ese gigante al que llamáis Sansón?

– Es mi compañero y amigo. Al fin, ¿por qué no le preguntas tú mismo? ¿Escondido bajo un camuflaje mágico?

– Lo he intentado -reconoció sin ambages el hechicero-. Pero es un águila. Reconoció el camuflaje al punto. ¿De dónde lo habéis sacado?

– Del monasterio de unos benedictinos. Pero si esto es un quodlibet, ahora es mi turno. ¿Qué hace el famoso Huon von Sagar en la comitiva de Buko von Krossig, caballero de rapiña silesio?

– ¿Has oído hablar de mí?

– ¿Quién no ha oído hablar de Huon de Sagar? ¿O de matavermis, el poderoso hechizo que en el año de mil cuatrocientos doce salvó de la langosta los campos de Wezer?

– No había tampoco tantas langostas -repuso con modestia Huon-. Y en lo que respecta a tu pregunta… En fin, me aseguro de alguna forma soldada, pitanza y vestido. Al coste, está claro, de ciertas renuncias.

– ¿Relacionadas a veces con asuntos de conciencia?

– Reinmar de Bielau. -El hechicero asombró a Reynevan con este conocimiento-. El juego de las preguntas no es una disputa de ética. Pero te contestaré: a veces sí, ciertamente. Mas la conciencia es como el cuerpo: se la puede endurecer. Y todo palo tiene dos puntas. ¿Satisfecho con la respuesta?

– Tanto que no tengo más preguntas.

– Entonces he ganado yo. -Huon von Sagar tiró de las riendas de su prieto-. Y en lo tocante a la dama… Manten la sangre fría y no hagas estupideces. Te dije, ya veremos cuando lleguemos. Y casi hemos llegado ya. Ante nosotros está el Abismo. Así que adiós, que el trabajo está esperando.


Tuvieron que detenerse. El camino que discurría siguiendo una retorcida pendiente desaparecía en parte en una masa de rocas que se había producido a consecuencia de una avalancha, y en parte había sido cortado y se hundía en un precipicio. El precipicio estaba lleno de una niebla gris, lo que no permitía calcular su profundidad real. Al otro lado reverberaban unas lucecillas, se dibujaban apenas los contornos de unos edificios.

– Bajad del caballo -ordenó Buko-. Don Huon, por favor.

– Sujetad a los caballos. -El mago se puso al pie del despeñadero, alzó su retorcido bastón-. Sujetadlos bien.

Agitó el bastón, gritó un conjuro, que de nuevo, como en Sciborowa Poreba, sonaba a árabe, pero significativamente más largo, complicado y dificultoso, también en su entonación. Los caballos relincharon, retrocedieron, pateando con fuerza.

De improviso sopló un viento helado, un frío glacial cayó como una emboscada. El frío les acuchilló las mejillas, les estremeció las narices, les llenó los ojos de lágrimas, entró en la garganta seco y doloroso aprovechando el aliento. La temperatura disminuyó bruscamente, estaban como en el interior de una esfera que hubiera absorbido todo el frío del mundo.

– Sujetad… a los caballos… -Buko se cubrió el rostro con el antebrazo. Woldan de Osin gimió, echándose mano a la cabeza vendada. Reynevan sintió cómo los dedos que sujetaban las riendas se curvaban y perdían sensibilidad.

Todo aquel frío del mundo convocado por el hechicero, que hasta entonces sólo había sido percibido, comenzó de pronto a hacerse visible, tomó la forma de un resplandor blanco que se retorcía sobre el precipicio. El resplandor refulgió primero en forma de copos de nieve brilló luego cegador. Se escuchó un chasquido agudo y cada vez más alto, un crescendo chirriante que alcanzó su culminación en un acorde cristalino y cimbreante como una campana.

– La ma… -comenzó Rymbaba. Y no lo terminó.

Un puente estaba tendido sobre el abismo. Un puente de hielo, resplandeciente y refulgente como un brillante.

– Adelante. -Huon von Sagar aferró con fuerza al caballo de su cabezal junto al bocado-. Crucemos.

– ¿Y ha de aguantar eso? ¿No se quebrará?

– Con el tiempo se quebrará. -El mago se encogió de hombros-. Es cosa poco duradera. Cada instante de demora acrecienta el riesgo.

Notker Weyrach no hizo más preguntas, se apresuró a arrastrar al caballo siguiendo a Huon. Tras él entró en el puente Wittram, luego Rymbaba. Las herraduras repicaban en el hielo, levantando un eco cristalino.

Viendo que Hubertillo no era capaz de hacerse a la vez con el caballo y con Catalina Biberstein, Reynevan se apresuró a ir en su ayuda, pero lo adelantó Sansón, que tomó a la muchacha en los brazos. Buko Krossig estaba cerca, con la mirada vigilante y la mano en la empuñadura de la espada. Huele a chamusquina, pensó Reynevan. Sospecha de nosotros.

El puente, que emanaba frío, resonaba bajo los cascos de los caballos. Nicoletta miró abajo y gimió bajito. Reynevan también miró y tragó saliva. A través del hielo se veía la niebla que cubría el fondo del despeñadero y las copas de los pinos que la atravesaban.

– ¡Más deprisa! -los espoleó Huon von Sagar, que iba el primero. Como si lo supiera.

El puente comenzó a temblar, comenzó a blanquearse a ojos vista, a perder transparencia. En muchos lugares aparecieron largas líneas.

– ¡Vivo, vivo, joder! -fustigó a Reynevan Tassilo du Tresckow, que conducía a Woldan. Los caballos que llevaba Scharley, quien cerraba la procesión, relincharon. Los animales se estaban poniendo cada vez más nerviosos, se echaban a un lado, pateaban. Y con cada patada sobre el puente crecían las fisuras y las rajas. La construcción temblaba y gemía. Cayeron abajo los primeros fragmentos de hielo.

Reynevan se atrevió por fin a volver a mirar bajo sus pies, con un alivio inenarrable vio piedras, fragmentos de rocas, el fin del puente de hielo. Estaba al otro lado. Todos estaban al otro lado.

El puente crepitó, tembló y estalló con un estampido y un gemido cristalino, se deshizo en un millón de brillantes fragmentos que volaban hacia abajo y que caían sin un ruido en el abismo brumoso. Reynevan suspiró con fuerza, coreado por otros suspiros.

– Talmente hace siempre -dijo a media voz Hubertillo, que estaba junto a él-. Don Huon, se entiende. No más platica de tal modo. Nada había de temerse, la puente aguanta, se cae siempre tras el último que pasa. Y los que aún pasaran. Don Huon no más gusta de hacer chanzas.

Scharley describió con una corta palabra tanto a Huon como a su sentido del humor. Reynevan miró a su alrededor. Vio una muralla llena de saeteras, coronada por merlones. Una puerta, sobre ella una torreta de guardia cuadrangular. Y una torre alzándose por encima de todo ello.

– El castillo de Bodak -le explicó Hubertillo-. En casa ya estamos.

– Un poco difícil tenéis el llegar a casa -advirtió Scharley-. ¿Qué hacéis cuando os falla la magia? ¿Pernoctáis al raso?

– De eso nada. Hay un otro camino, desde Klodzko, oh, por allá discurre. Mas por aquel lado es más largo, sí, sí, lo menos hasta la medianoche que nos habríamos tirado…

Mientras Scharley le daba conversación al escudero, Reynevan intercambiaba miradas con Nicoletta. La muchacha tenía un aspecto asustado, como si sólo ahora, a la vista del castillo, se hubiera dado cuenta de la seriedad de la situación. Por vez primera, parecía, la señal visual de Reynevan le produjo alivio y la reconfortó. Una señal que decía: no tengas miedo. Y aguanta. Te sacaré de aquí, lo juro.

La puerta chirrió al abrirse. Al otro lado había un pequeño patio. Algunos pajes a los que Buko von Krossig, como saludo, insultó acusándoles de tardar demasiado y ordenó que se pusieran al tajo, encargándoles de ocuparse de los caballos, las armaduras, los baños, comida y bebida. Todo a la vez y todo de inmediato, deprisa y al mismo tiempro.

– Bienvenidos -dijo el raubritter- a mi patrimonium, señores. Al castillo de Bodak.


Formosa von Krossig debía de haber sido una mujer atractiva. Como la mayor parte de las mujeres atractivas, sin embargo, acabó por transformarse, cuando pasaron los años jóvenes, en una horrible estantigua. La silueta, que seguramente fuera comparada alguna vez con un abedul joven, ahora recordaba más bien a una escoba vieja. La tez que alguna vez se alabara comparándola con un melocotón era ahora seca y llena de manchas, y asentaba sobre los huesos como en la horma de un zapatero, a causa de lo cual la nariz, que en otro tiempo de seguro que la alabaran como muy sensual, se había hecho extremadamente parecida a la de una bruja. Mujeres con narices mucho más cortas y menos retorcidas se acostumbraba en Silesia a ahogarlas en ríos y albercas.

Como la mayoría de las mujeres que antaño habían sido hermosas, Formosa von Krossig no se daba cuenta tozudamente del «antaño», no tomaba conciencia de que había traspasado para no volver la primavera de la edad. Y de que se acercaba el invierno. Esto se veía especialmente en la forma en la que Formosa se vestía. Toda su ropa, desde los botines de un rosa venenoso hasta la graciosa toca, la delicada túnica blanca, el couvrechef de muselina, el vestido ceñido de índigo claro, el cinturón adornado de perlas, el surcóte escarlata brocado, todo le habría sentado mejor a una doncella.

Y para colmo, cuando le tocaba encontrarse con hombres, Formosa von Krossig se ponía involuntariamente seductora. El resultado producía pánico.

– Un huésped en casa, Dios te lo manda. -Formosa von Krossig sonrió a Scharley y Notker Weyrach, mostrando una dentadura amarillenta-. Bienvenidos sean los señores a mi castillo. Por fin has llegado, Huon. Te he echado mucho, mucho de menos.

A partir de algunas palabras y frases medio escuchadas durante el viaje, Reynevan había conseguido hacerse una imagen de la situación. Por supuesto, poco precisa. Y no demasiado detallada. No podía, por ejemplo, saber que el castillo de Bodak había sido la dote de Formosa von Pannewitz cuando se casó por amor con Otton von Krossig, arruinado aunque orgulloso descendiente de ministeriales francos. Ni que Buko, hijo de ella y de Otton, cuando llamaba al castillo su patrimonium, se alejaba mucho de la verdad. Llamarlo matrimonium habría sido más correcto, aunque algo fuera de su época. Tras la muerte de su marido, a Formosa no se le vinieron abajo los edificios ni los tejados gracias a su familia, los Pannewitz, de gran poder en Silesia. Y apoyada por los Pannewitz era, de por vida, la verdadera señora del castillo.

De lo que unía a Formosa con Huon von Sagar, Reynevan también había oído durante el viaje esto y aquello, lo suficiente como para orientarse en la situación. Demasiado poco, sin embargo, está claro, como para saber que el hechicero, perseguido y acosado por la Inquisición del arzobispo de Magdeburgo, había huido a Silesia, a casa de sus parientes, los Sagar tenían un feudo cerca de Krosno que les había sido otorgado todavía en tiempos de Boleslav el Cornudo. Luego, de algún modo, Huon conoció a Formosa, viuda de Otton von Krossig, verdadera señora del castillo de Bodak de por vida. El hechicero le cayó en gusto a Formosa. Y desde entonces vivía en el castillo.

– Mucho te he echado de menos -repitió Formosa, poniéndose de puntillas con sus botines rosas y besando al hechicero en la mejilla-. Cambíate, querido mío. Y los señores, por favor, vengan, vengan…

Un jabalí, el animal heráldico de los Krossig, contemplaba desde encima de la chimenea la gran mesa de roble que ocupaba el centro de la sala y junto a él había un escudo oxidado y cubierto de telarañas con un motivo difícil de descifrar. Las paredes estaban cubiertas de pieles y armas, nada de ello daba la impresión de hallarse en condiciones de ser usado. Una de las paredes estaba ocupada por un gobelino flamenco tejido en Arras que mostraba a Abraham, Isaac y el carnero enredado en los arbustos.

La comitiva, vestida con sus jubones que estaban marcados por la mordedura de las armas, se distribuyó alrededor de la mesa. Los ánimos, que en principio eran bastante mortecinos, alegrólos algo una damajuana que fue recorriendo el grupo. Y los volvió a enturbiar Formosa, volviendo de la cocina.

– ¿Pero es verdad lo que he oído? -preguntó amenazadoramente, señalando a Nicoletta-. ¡Buko! ¿Que has raptado a la hija del señor de Stolz?

– Le dije a ese hideputa -le murmuró Buko a Weyrach- que no dijera nada… Granuja de mierda, no es capaz de tener el pico cerrado ni medio padrenuestro… Hummm… Precisamente quería decíroslo ahora, señora madre. Y aclarar todo. Resultó que…

– Cómo resultó, ya lo sé -lo interrumpió Formosa, claramente bien informada-. ¡Mastuerzo! ¡Semana entera perdisteis y os arrancó el botín alguien delante de vuestras narices…! De los mozos no me extraño, mas de vos, señor Von Weyrach… Varón maduro, serio…

Sonrió en dirección a Notker, éste bajó los ojos y maldijo sin sonido. Buko quiso maldecir en voz alta, pero Formosa lo amenazó con el dedo.

– Y aprisiona -continuó- al fin el majadero a la hija de Johann von Biberstein. ¡Buko! ¿Acaso has perdido lo poco que te quedaba de sesera?

– Podríais dejarnos, señora madre, al menos comer primero -dijo, con rabia, el caballero de rapiña-, estamos aquí sentados a la mesa como en el desierto, hambrientos, sedientos, da vergüenza ante nuestros huéspedes. ¿Desde cuándo reinan entre los Krossig tales modales? Dadnos de comer y ya platicaremos luego de negocios.

– La comida se prepara, la darán en un santiamén. Y ya traen de beber. No me enseñes a mí modales. Disculpad, caballeros. A vos, monseñor, no os conozco… Ni a ti, querido mozo…

– El tal hace llamarse Scharley -recordó Buko sus deberes-. Y el joven mozo es Reinmar von Hagenau.

– Ah. ¿Descendiente del célebre vate?

– No.

Volvió Huon von Sagar, vestido ahora con una amplia kouppelande de enorme cuello de piel. Al punto se vio quién era el que gozaba de los favores de la señora del castillo. Huon recibió al instante un pollo asado, una escudilla con piroguis y una jarra de vino, servido todo ello por la propia Formosa. El hechicero comenzó a comer sin vergüenza alguna, menospreciando con orgullo las miradas hambrientas del resto de los presentes. Por suerte, los otros tampoco tuvieron que esperar mucho. Para alegría general, a la mesa llegó, precedida por una ola de delicioso aroma, una olla de carne de cerdo cocida con pasas. Tras ella trajeron una segunda, copiosamente llena de cordero al azafrán, luego una tercera, hasta los topes con fricasé de caza, a la que siguió una perola de gachas de trigo. No menos alegría produjo la aparición de algunas cantarillas que contenían -como se comprobó de inmediato- hidromiel y vino húngaro.

Los presentes se lanzaron a comer en un solemne silencio, interrumpido tan sólo por el chasquido de los dientes y, de vez en cuando, por los brindis. Reynevan comió con precaución y medida, las aventuras del último mes le habían enseñado las dolorosas consecuencias que tenía el atiborrarse después de una larga abstinencia. Tenía la esperanza de que en Bodak no se olvidara a los sirvientes y Sansón no estuviera condenado al ayuno.

Pasó algún tiempo. Por fin, Buko von Krossig se desató el cinturón y eructó.

– Ahora -dijo Formosa, pensando con razón que aquélla era la señal de que el primer plato había terminado-, puede que sea el momento para platicar acerca de los negocios. Aunque me parece que no hay nada de lo que platicar. Pues mal negocio es éste, la hija de Biberstein.

– Los negocios, señora madre, con todos mis respetos, son cosa mía -dijo Buko, al que el vino húngaro parecía haberle concedido mayor entendimiento-. Yo soy quien con mis industrias se fatiga, yo quien las riquezas al castillo traigo. Mi trabajo alimenta a todos, les da de beber y los viste. Yo pongo mi pescuezo en juego, si por voluntad de Dios me aviniera una desgracia, veríais cuan mal habríais de pasarlo. ¡Así que no lo menospreciéis!

– Mirailo. -Formosa puso los brazos en jarras y se tornó hacia los caballeros de fortuna-. Mirailo, cómo se infla, este mi más pequeño hijo. Él me alimenta y viste, válgame el Cielo, que me muero de risa. Menuda estaría, si tuviera que contar sólo con él. Por fortuna tenemos aquí en Bodak una profunda mazmorra, y en ella unos cofres, y en los cofres lo que depositaron el tu padre, majadero, y tu hermano, Dios los tenga en su gloria. Ellos sabían traer a casa el botín, ellos no dejaban que se les hicieran burlas. No raptaban a hijas de magnates como tontos… Ellos sabían lo que hacían…

– ¡Yo también sé lo que hago! El señor de Stolz pagará el rescate…

– ¡Seguro! -lo cortó Formosa-. ¿Biberstein? ¿Pagar? ¡Tonterías! Él dará a la hija por perdida y a ti te apresará, se vengará en ti. Parecido proceder aconteció ya en Lausacia, lo sabrías si tuvieras orejas con que oír. Recordarías lo que le sucediera a Wolf Schlitter cuando intentara semejante truco con Friederich Biberstein, señor de Zary. Con qué moneda le pagara el señor de Zary.

– Oí hablar de ello -confirmó Huon von Sagar con indiferencia-. Porque ciertamente fue la cosa sonada. La gente de Biberstein prendieron a Wolf, le clavaron pinchos como a una fiera, lo castraron, le sacaron las tripas. Se hizo luego popular en la Lausacia cierto dicho: fue el Lobo a por uvas, hasta que topó la cornamenta, el pincho conociera al punto…

– Señor, señor Von Sagar -lo cortó Buko impaciente-, nada nuevo me contáis, de todo ello ya he oído, todo lo sé, todo lo conozco. ¿No será mejor que, en vez de andar dándole vueltas a las rememoranzas, nos mostréis vuestro arte de la medicina? Don Woldan gime de dolor, Paszko Rymbaba escupe sangre, a todos les crujen los güesos, ¿no podríais, en vez de mostrar vuestro ingenio, adobarnos algún remedio? ¿Para qué si no habéis en la torre un laboratorio? ¿Sólo para invocar al diablo?

– ¡Cuida de a quién hablas! -Formosa se alteró, pero el hechicero la hizo callar con un gesto.

– A los sufrientes, cierto, ha de aliviarse -dijo, al tiempo que se alzaba de la mesa-. ¿Querría don Reinmar Hagenau ayudarme?

– Por supuesto. -Reynevan también se levantó-. Dadlo por seguro, señor Von Sagar.

Salieron ambos.

– Ambos dos hechiceros -bufó Buko en su dirección-. El viejo y el joven. Semilla del diablo…


El laboratorio del hechicero se hallaba en el piso más alto, y decididamente más frío. Desde la torre, desde la ventana, si no fuera por que había caído ya la oscuridad, se podría haber visto, seguro, una gran parte del valle de Klodzko. Como valoró el ojo experto de Reynevan, el laboratorio estaba provisto de los más modernos artilugios. A diferencia de los magos y alquimistas del pasado, que gustaban de convertir sus talleres en trastero lleno de todo tipo de basura, los hechiceros modernos amueblaban y proveían sus laboratorios de modo más bien espartano, sólo con lo que era estrictamente necesario. Aparte de los beneficios del orden y la estética, tal disposición tenía la virtud de que facilitaba la huida. Los alquimistas modernos, al ser perseguidos por la Inquisición, se las piraban según las reglas de omnia mea mecum porto, sin echar ni una mirada a las posesiones que dejaban atrás sin pena. Los magos de la escuela tradicional defendían hasta el último aliento a sus cocodrilos disecados, sus pilas de peces secos, sus homúnculos, serpientes en alcohol, bezoares y mandragoras, y terminaban así en la hoguera.

Huon von Sagar sacó de una caja una damajuana de esparto, llenó dos copas con un líquido de color rubí. Olía a miel y a cerezas, de modo que con toda seguridad se trataba de kirschtrank.

– Siéntate. -Señaló a la silla-. Reinmar von Bielau. Bebamos. No tenemos nada que hacer. Cremas de campaña contra las magulladuras tengo de sobra, se trata, como te imaginarás, de remedios muy usados en Bodak, creo que más usado sólo es el jarabe contra los efectos de la resaca. Te he hecho venir porque quería hablar contigo.

Reynevan miró a su alrededor. Le gustaba el instrumentarium alquímico de Huon, que alegraba la vista con su limpieza y orden. Le gustaba el alambique y el atanor, le gustaban las botellitas de filtros y elixires colocadas simétricamente y bien provistas de etiquetas. Pero lo que más le entusiasmaba de todo era la biblioteca.

En un pulpito, abierto, se veía que se lo estaba leyendo, descansaba el Necronomicon de Abdul Alhazred, Reynevan lo reconoció al instante, tenía en Olesnica un ejemplar idéntico. Junto a él, sobre la mesa, se amontonaban otros grimorios nigrománticos que ya conocía, el Grand Grimoire, los Estatutos del Papa Honorio, Clavicula Salomonis, Liber Yog-Sothothis, Lemegeton, y también el Picatrix, de cuyo conocimiento se enorgullecía no hacía tanto el propio Scharley. Había otros tratados médicos y filosóficos que ya conocía, Ars parva de Galeno, Canon medicinae de Avicena, Liber medicinalis ad Almansorum de Razes, Ekrabaddin de Sabur ben Sania, Anathomia de Mondino da Luzzi, el Zohar de los cabalistas, De pñncipiis de Orígenes, Las confesiones de San Agustín, la Summa… de Tomás de Aquino.

También estaban allí, se entiende, las obras magnas del saber alquímico: Liber lucis Mercuriorum de Raimundo Lulio, The Mirrour of Alchimie de Roger Bacon, Heptameron de Piotra di Abano, Le livre des figures hieroglyphiques de Nicolás Flamel, Azoth de Basilius Valentinus, Liber de secretis naturae de Amoldo de Villanova. Había hasta unas verdaderas rarezas: Grimorium verum, De vermis mysteriis, Theosophia pneumática, Liber Lunae y hasta el famoso Dragón Rojo.

– Me siento halagado -bebió algo de kirschtrank- de que desee hablar conmigo el famoso Huon von Sagar. A quien me hubiera imaginado en cualquier lugar menos…

– Menos en el castillo de unos caballeros de rapiña -terminó Huon-. En fin, así lo han querido los hados. Tengo aquí lo me gusta. Silencio, tranquilidad, soledad. Seguro que la Inquisición ya se ha olvidado de mí, también debe de haberse olvidado monseñor Gunter von Schwarzburg, arzobispo de Magdeburgo, quien en otro tiempo me odiara muchísimo, decidido tozudamente a recompensarme con la hoguera el haber salvado de la langosta al país. Como ves, tengo aquí un laboratorio, hago algunos experimentos, escribo un poco… A veces, para recrearme y tomar el aire, salgo con Buko en viaje bandoleril. En resumen, se puede vivir. Sólo que…

Reynevan cortésmente retuvo su curiosidad, mas Huon von Sagar estaba por lo visto con humor para confesarse.

– Formosa. -Torció los labios-. Cómo es, ya lo has visto: exsiccatum est faenum, cecidit flos. Más de cincuenta y cinco años y la mujer, en vez de debilitarse, gemir y andar a la expectativa de recibir los santos óleos, todo el tiempo me llama, la yegua vieja, para que acuda a joderla, a todas horas, por la mañana, por la tarde, de día, de noche, de formas cada vez más refinadas. Me estoy jodiendo la tripa, voto al diablo, a base de afrodisiacos. Pero tengo que satisfacer a la vieja. Si no me lo monto bien en la cama, perderé su venia y entonces Buko me mandará al garete.

Reynevan no dijo nada tampoco esta vez. El hechicero lo miró con aspecto duro.

– Buko Krossig -siguió- me tiene, de momento, respeto, mas sería poco razonable menospreciarlo. Es un patán, cierto, pero dentro de sus malas costumbres tan ingenioso y a veces industrioso que hasta dan escalofríos. Ahora, con el asunto de la Biberstein, también saldrá con alguna, estoy seguro. Por eso he decidido ayudarte.

– ¿Vos? ¿A mí? ¿Por qué?

– Por qué, por qué. Porque no es de mi gusto el que Johann Biberstein comience aquí un sitio, ni que la Inquisición rebusque mi nombre en los archivos. Porque acerca de tu hermano, Peter von Bielau, no he oído más que cosas buenas. Porque no me gustaron los murciélagos que alguien lanzó sobre ti y tus compañeros en el bosque de los cistercienses. Tándem porque dado que Toledo alma mater riostra est, no quisiera que terminaras mal, confráter mío de mis arcanos. Y puedes terminar mal. Algo te une a la Biberstein, no lo escondes, no sé si afecto antiguo o de primera vista, pero sé que amantes amentes. En camino estuviste a un pelo de arrancarla de la silla y huir al galope, habríais muerto ambos en el Bosque Negro. Ahora también cuando las cosas se compliquen estarás dispuesto a agarrarla y saltar de las murallas. ¿Me he equivocado?

– No mucho.

– Te lo dije. -El hechicero sonrió con la comisura de un labio-. Amantes amentes. Sí, sí, la vida es como una verdadera Narrenturm. ¿Sabes, por cierto, qué día es hoy? O mejor dicho, ¿qué noche?

– No mucho. Se me han mezclado algo las fechas…

– Oh, la fecha no importa, los calendarios engañan. Lo importante es que hoy es el equinoccio de otoño. Aequinoctium autumnalis.

Se levantó, sacó de debajo de la mesa una banqueta de roble labrada de más o menos dos codos de largo y algo más de un codo de alto. La colocó junto a la puerta. De una cómoda sacó un pote de barro cubierto con una piel de cordero y provisto de una etiqueta.

– En esta vasija -señale»- guardo una crema muy especial. Preparada según una clásica receta de mezcla. La recipe, como ves, la escribí en este cartelito. Solanum dulcamara, sólanum niger, acónito, potentila, hojas de chopo, sangre de murciélago, cicuta, amapola roja, verdolaga, apio silvestre… Lo único que he cambiado ha sido la grasa. Sustituí la grasa de niño sin bautizar por manteca de cerdo. Es más barata y dura más.

– ¿Esto es…? -Reynevan tragó saliva-. ¿Esto es lo que pienso?

– Las puertas del laboratorio -el hechicero fingió no escuchar la pregunta- no las cierro nunca, en la ventana, como ves, no hay rejas. Dejaré aquí la crema, sobre la mesa. Seguro que sabes cómo se aplica. Aconsejo aplicar con discreción, produce efectos colaterales.

– ¿Pero… es seguro?

– Nada es seguro. -Huon von Sagar se encogió de hombros-. Nada. Todo es teoría. Y como dice uno de mis amigos: Grau, teurer Freund, ist alie Tkeorie.

– Pero yo…

– Reinmar. -El mago lo interrumpió con voz fría-. Ten piedad. Te he dicho y mostrado lo suficiente como para que me acusen de colaborar. No pidas más. Bueno, ya es hora. Tomemos unguentum de alcanfor para untar los dolores de nuestros maltratados bandoleros. Tomemos también un extracto de papaver somniferum… Eso reduce el dolor y hace dormir… El sueño, por su parte, cura y sana y, aparte de ello, como se dice: qui dormit non peccat, quien duerme no peca. Y no molesta… Ayúdame, Reinmar.

Reynevan se levantó, golpeando al hacerlo, inadvertidamente, un montoncito de libros, los sujetó al punto, salvándolos de su caída. Colocó el libro que estaba encima de todos y cuyo larguísimo título lo identificaba como Bemardi Silvestri libñ dúo; quibus tituli Megacosmos et Microcosmos… y Reynevan no pudo seguir leyendo, su mirada la atrapó otro incunable, el que yacía por debajo, las frases que formaban el título. De pronto se dio cuenta de que ya había visto aquellas frases. O mejor dicho, sus fragmentos.

Con bastante brusquedad apartó a un lado a Bernardo Silvestri. Y suspiró.


DOCTOR EVANGELICUS

SUPER OMNES EVANGELISTAS

JOANNES WICLIPH ANGLICUS

DE BLASPHEMIA DE APOSTASIA

DE SYMONIA

DE POTESTATE PAPAE

DE COMPOSITIONE HOMINIS


Anglicus, no basilicus, pensó. Simonía, no sanctimonia. Papae, no papillae. El papel quemado de Powojowice. El manuscrito que Peteriin había ordenado quemar. Era Juan Wiclif

– Wiclif -repitió el pensamiento en voz alta, sin darse cuenta-. Wiclif, que miente y dice la verdad. Quemado, expulsado de la tumba…

– ¿El qué? -Huon von Sagar se dio la vuelta con dos tarros en las manos-. ¿A quién han echado de la tumba?

– No han echado. -Reynevan seguía con su pensamiento en otra parte-. Lo van a echar. Así dijo la profetisa. John Wycliffe, doctor evangélicas. Mentiroso, por hereje, pero en la canción de los goliardos aquél que dice la verdad. Enterrado en Lutterworth, en Inglaterra. Sus restos serán desenterrados y quemados, sus cenizas arrojadas al río Avon fluirán hasta el mar. Esto sucederá dentro de tres años.

– Interesante -dijo, serio, Huon-. ¿Y otras profecías? ¿La suerte de Europa? ¿Del mundo? ¿De la cristiandad?

– Lo siento. Sólo Wiclif.

– Jodidillo. Pero más vale poco que nada. ¿Lo sacarán, dices, a Wiclif de la tumba? ¿Dentro de tres años? Veremos si se puede usar este conocimiento para algo… Y tú, ya que andamos en ello, ¿por qué tanto el Wiclif…? Ah… Perdón. No debo. En estos tiempos que corren no se hacen estas preguntas. Wiclif, Waldhausen, Hus, Hieronim, Joaquim… Son lecturas peligrosas, peligrosas ideas, más de uno ha perdido la vida por ellas…

Más de uno, pensó Reynevan. Cierto, más de uno. Peterlin, Peterlin.

– Toma las redomas. Y vayamos.


Mientras tanto, la compañía sentada a la mesa había trasegado ya no poco, los únicos que daban la sensación de estar serenos eran Buko von Krossig y Scharley. Proseguía la comilona, puesto que de la cocina habían traído ya el segundo plato: salchichas de jabalí a la cerveza, cervelat, salchichas de Westfalia y mucho pan. Huon von Sagar untó los cardenales y las magulladuras, Reynevan le cambió el vendaje a Woldan de Osin. La inflamada jeta de Woldan, al quedar al descubierto de la venda, provocó una ruidosa y general alegría. Al propio Woldan más que la herida le preocupaba el yelmo con su celada, el cual se habían dejado olvidado en el bosque y que al parecer costaba cuatro ducados si estaba entero. Ante la observación de que el yelmo estaba destrozado, respondió que se lo hubiera podido enderezar.

Woldan fue también el único que bebió el elixir de amapola. Buko, tras probarlo, vertió el cocimiento sobre el suelo cubierto de paja e insultó a Huon por «la mierda amarga», el resto siguió su ejemplo. El plan de adormilar a los raubritter quedó pues en nada.

Tampoco Formosa von Krossig le hacía ascos al vino húngaro y al hidromiel, se veía tanto en sus rojizas mejillas como en su habla un poco ya imprecisa. Cuando Reynevan y Huon volvieron, Formosa dejó de lanzar miradas seductoras en dirección a Weyrach y Scharley, y se volvió hacia Nicoletta, que, tras haber tomado un par de bocados, estaba sentada con la cabeza gacha.

– Talmente como si ella -dijo, tasando a la muchacha con la mirada- no fuera una Biberstein. No se parece. El talle estrecho, trasero chico, pero desde que los Biberstein se unieron a los Pogarell, sus mozas suelen ser más culonas. También se les pusieron las narices patateras como herencia de los Pogarell, mas ésta tiene la nariz bien recta. Alta es, cierto, como acostumbran los Sedkowic, y los Sedkowic también emparentados están con los Biberstein. Mas los Sedkowic tienen los ojos negros, y ella los tiene azules…

Nicoletta bajó la cabeza, le temblaban los labios. Reynevan apretó los puños y los dientes.

– ¡Voto al diablo! -Buko echó a la mesa una costilla mordisqueada-. ¿Es que es una yegua para mirarla así?

– ¡Calla! La miro porque la miro. Y si encuentro de qué asombrarme, pues me asombro. Aunque no sea más que porque no es una mozuela, años tiene más de deciocho. ¿Por qué entonces no está casada? ¿No será que tenga algún defeto?

– ¿Y a mí qué sus defetos? ¿Me he de casar con ella o qué?

– No es mala idea. -Huon von Sagar alzó la mirada desde detrás de su vaso-. Cásate con ella, Buko. Raptus puellae es delito mucho menor que el raptarla por un rescate. Puede que el señor de Stolz te perdone y te deje vivir si caes de rodillas a sus pies junto con ella. No le dará gusto el mandarle al potro a su yerno.

– ¿Hijo? -Formosa sonrió como una bruja-. ¿Qué dices a eso?

Buko la miró primero a ella, luego al hechicero, y tenía los ojos fríos y furiosos. Calló largo rato, jugueteando con la copa. La característica forma de la copa traicionaba su procedencia, tampoco dejaban lugar a duda alguna las escenas de la vida de San Adalberto grabadas en sus bordes. Era un cáliz de celebrar, robado con toda seguridad durante el famoso ataque del Corpus al custodio de la colegiata de Glogów.

– Yo a eso -el caballero de rapiña contestó por fin- diría lo siguiente: vos mismo, señor Von Sagar, vos mismo casaos con ella. Mas vos no podéis, puesto que sois cura. A no ser que os haya librado del celibato el diablo al que servís.

– Yo puedo casarme con ella -afirmó de pronto Paszko Rymbaba, rojo de vino-. Me ha caído en el gusto.

Tassilo y Wittram bufaron, Woldan se carcajeó. Notker Weyrach miraba serio. En apariencia.

– Cierto -dijo burlón-. Cásate, Paszko. Cosa buena es emparentar con los Biberstein.

– Oh, va -bramó Paszko-. ¿Y qué, acaso sea yo peor? ¿Un pobretón? ¿Con una mano delante y otra detrás? ¡Rymbaba sum! Hijo de Pakoslaw, nieto de Pakoslaw. Cuando nosotros señores en la Gran Polonia y en la Silesia éramos, los Biberstein aún andurreaban en la Lausacia con las patas en el barro, entre castores, arrascando la corteza de los árboles y no sabían decir en cristiano ni mu. Puff, casóme con ella y basta, sólo se muere una vez. No más que habrá que mandar a alguno a casa de mi padre. Que sin la paternal bendición ni hablar de casorio.

– Habrá -Weyrach siguió con la burla- hasta quien os case. Oí que el señor Von Sagar es clérigo. ¿Puede celebrar bodas, no es cierto?

El hechicero ni lo miraba, interesándose en apariencia exclusivamente por las salchichas de Westfalia.

– Convendría -dijo al cabo- preguntar primero a la principal interesada. Matrimonium inter invitos no contrahitur, el matrimonio precisa del consentimiento de ambos contrayentes.

– La interesada -bufó Weyrach- calla, a qui tacet, consentit, quien calla otorga. Y a otros principales podemos preguntar, por qué no. ¡Eh, Tassilo! ¿No tienes ganillas de casorio? ¿O quizá tú, Kuno? ¿Woldan? ¿Y vos, monseñor Scharley, cómo que tan callado? ¡Si todos, pues todos! ¿Quién tiene voluntad de ser, perdón por la expresión, contrayente?

– ¿O puede que vos mismo? -Formosa von Krossig inclinó la cabeza-. ¿Qué? ¿Don Notker? Pues, por lo que barrunto, ya os ha llegado la hora. ¿No la queréis por esposa? ¿No os ha caído en gusto?

– Me ha caído, y cómo -sonrió lascivo el raubritter-. Mas el matrimonio es la tumba del amor. Por eso opto por que la jodamos como es costumbre y en común.

– Veo que es hora -Formosa se levantó- de que las hembras se vayan de la mesa para dejar a los hombres con sus bromas hombrunas y sus sandeces. Ven, moza, nada se te ha perdido aquí.

Nicoletta se levantó obedientemente, la siguió como una condenada a muerte, con la cabeza gacha, los labios le temblaban, en los ojos asomaban las lágrimas.

Todo era apariencia, pensó Reynevan, apretando los puños bajo la mesa. Toda su audacia, todo su vigor, todo su arrojo no más que apariencia era, fingimiento. Cuan débil, frágil y desventurado es al cabo su género, cuan a merced nuestra, de los hombres. Cuan sometida a nosotros.

Por no decir dependiente.

– Huon -dijo Formosa desde la puerta-. No te hagas mucho de rogar.

– Yo me voy ya. -El hechicero se levantó-. Estoy cansado, demasiado me ha agotado la idiota caza por los bosques como para escuchar más tiempo pláticas no menos idiotas. Buenas noches tenga la compañía.

Buko von Krossig escupió bajo la mesa.

La salida del nigromante y de las mujeres fue la señal para lanzarse a una diversión aún más estruendosa y a beber con aún mayor ardor. La comitiva gritó exigiendo más vino, las mozas que trajeron la bebida recogieron también la correspondiente dosis de palmadas, manoseos, pellizcos y achuchones, yéndose para la cocina enrojecidas y sollozantes.

– ¡Tras las salchichas nos merecemos un trago!

– ¡Por nosotros!

– ¡Salud!

– ¡Que aproveche!

Paszko Rymbaba y Kuno Wittram, enlazando sus brazos, comenzaron a cantar. Weyrach y Tassilo de Tresckow se unieron al coro.


Meum est propositum in taberna mori

ut sint vina próxima morientis ori;

Tunc cantabunt letius angelorum chori:

Sit Deus propitius huic potatori!


Buko von Krossig tenía mal vino. Con cada vaso se iba poniendo -paradójicamente- cada vez más sereno, con cada brindis se iba volviendo cada vez más triste, sombrío y -de nuevo paradójicamente- más pálido. Estaba sentado con una expresión siniestra, apretando en su mano el cáliz de consagrar, sin apartar sus ojos entrecerrados de Scharley.

Kuno Wittram golpeaba en la mesa con un vaso, Notker Weyrach con el puño de su estilete. Woldan de Osin balanceaba su vendada cabeza, balbuceaba. Rymbaba y De Tresckow gritaban.


Bibit hera, bibit herus,

bibit miles, bibit clerus,

bibit ille, bibit illa,

bibit servus cum ancilla,

bibit velox, bibit piger,

bibit albus, bibit niger…


– ¡Jo, Jo!

– ¡Buko, hermano! -Paszko se tambaleo, abrazó a Buko por el cuello, lo mojó con sus bigotes-. ¡Bebo a tu salud! ¡Alegrémonos! Ésta es, joder, la petición de mano de la Biberstein. ¡Me cayó en el gusto! ¡Bien pronto, por mi honor, he de invitaros a la boda, a mi casa, y bien pronto también al bautizo, entonces sí que vamos a saltar!


Que viva, viva, esta linda estaca,

que bien me cabe en toas las mochachas…


– Estáte atento -susurró Scharley a Reynevan, aprovechando la ocasión-. Me da la sensación de que vamos a tener que echar la pata a la calle.

– Lo sé -le repuso Reynevan-. En caso necesario tú y Sansón poned pies en polvorosa. No me esperéis… Yo tengo que ir a por la muchacha. A la torre…

Buko rechazó a Rymbaba, pero Paszko no se resignó.

– ¡No te turbes, Buko! ¡Cierto, verdad decía doña Formosa, cagástela al raptar a la hija de Biberstein! Mas yo te libré de tu desventura. ¡Puesto que es mi prometida, pronto mi desposada y la cosa arreglada! ¡Ja, ja, hasta rima, joder, como un poeta! ¡Buko! ¡Bebe! ¡Alégrate, jo, jo! ¡Viva, viva, esta linda estaca…!

Buko lo empujó.

– Te conozco -le dijo a Scharley-. Ya en Kromolin lo pensé, ahora estoy ya también seguro del lugar y el momento. Aunque por aquel entonces llevabas hábito de franciscano a cuestas, conozco tu jeta, me acuerdo de dónde te viera. En la plaza mayor de Wroclaw, en el año dieciocho, en aquel famoso lunes de julio.

Scharley no respondió, miró bravio directamente a los ojos del raubritter. Buko hizo girar el cáliz en sus manos.

– Y tú -volvió unos ojos de odio a Reynevan-, Hagenau, o como haya que llamarte de verdad, el diablo sabe quién seas, puede que también monje y cura bastardo, puede que también don Johann Biberstein te metiera en la torre de Stolz por rebeldía y sedición. Sospechaba de ti durante el viaje. Atento estuve a cómo mirabas a la moza, pensé que acechabas ocasión de vengarte de los Biberstein, meterle a la hija el estilete entre las costillas. Sí, mas la venganza es tuya y mis quinientos gúldenes son míos, tuve bien el ojo puesto en ti, antes de que tú, hermano, hubieras podido tentar el puñal, no habrías encontrado la cabeza sobre los hombros.

«Ahora, sin embargo -el caballero de rapiña arrastró las palabras-, te miro a la cara y pienso, ¿no me habré equivocado? ¿No será que tú para nada la acechabas, no será amor? ¿No será que quieres salvarla, arrancarla de mis manos? Así pienso y la rabia dentro de mi va creciendo, pensando en por qué clase de idiota tienes a Buko von Krossig. Y hasta siento temblores de las ganas que me dan de rajarte el gaznate. Mas me retengo. De momento.

– ¿No debiéramos -la voz de Scharley estaba absolutamente tranquila-, no debiéramos terminar así por hoy? El día abundó de esforzados acontecimientos, sentírnoslo todos en los huesos, oh, mirad, don Woldan ya se ha quedado dormido con el rostro en la salsa. Propongo postergar la discusión ad eras.

– Nada -bramó Buko- se postergará ad eras. Ya anunciaré yo el final del banquete cuando llegue su hora. Bebe entonces, hijo de monje, bastardo, cuando te sirvan. Y tú también, Hagenau, bebe. ¿No pudiera ser éste el vuestro último trago? El camino a Hungría es arduo y peligroso. ¿Quién sabe si llegaréis? Al fin y al cabo se dice: al alba no sabrás lo que a la noche encontrarás.

– Sobre todo -añadió con voz venenosa Notker Weyrach- que el señor Biberstein de seguro ha enviado ya de los suyos por los caminos. Y que debe de andar muy rabioso ante los que le raptaron a la hija.

– ¿No habéis oído -bramó Paszko Rymbaba- lo que os dijera? Mierda para el Biberstein. Pues si yo me caso con la hija, pues si…

– Calla -lo cortó Weyrach-. Estás mamado. Buko y yo hemos encontrado mejor solución para el problema, mejor y más fácil recurso para el Biberstein. De modo que no nos aturulles con el tu casorio. Al cabo, no es necesario.

– Mas ella me cayó en el gusto… La petición… La noche de bodas… Ey, viva, viva esta linda…

– Cierra el pico.

Scharley apartó la vista de los ojos de Buko, miró a Du Tresckow.

– ¿Vos, don Tassilo -preguntó sereno-, aprobáis el plan de vuestros compañeros? ¿Lo consideráis también provechoso?

– Sí -respondió al cabo de un instante de silencio Du Tresckow-. Y aunque ciertamente es cosa triste, por tal lo tengo. Mas así es la vida. Mala suerte que tan bien cuadréis para esta añagaza.

– Cuadran, cuadran -tomó la palabra Buko von Krossig-. Cuadran estupendamente. De quienes en el asalto tomaran parte, quienes serán más fácilmente reconocidos serán los que iban sin visera. Don Scharley. El señor Hagenau, que con tanta destreza condujo el carro robado. Y vuestro criado, el Juan el Oso ése, no es tampoco cosa que se olvide con facilidad. Esa jeta, ja, se la reconoce hasta en un muerto. A todos, hablando en plata, se los reconocerá en forma de muerto. De modo que se sabrá quién atacó la caravana. Y quién raptó a la Biberstein…

– ¿Y quién la mató? -terminó Scharley, sereno.

– Y la violó. -Weyrach sonrió lascivo-. No os olvidéis de la violación.

Reynevan se levantó, pero se sentó de inmediato, forzado por los potentes brazos de Tresckow. En el mismo momento Kuno Wittram agarró a Scharley por el hombro y Buko le puso al demérito su puñal en la garganta.

– ¿Es esto digno? -balbuceó Rymbaba-. Ellos nos vinieron al rescate entonces…

– Así ha de ser -lo cortó Weyrach-. Toma la espada.

Una fina línea de sangre fluyó del cuello del demérito a lo largo de la aguda hoja del estilete. Pese a ello, la voz de Scharley era tranquila.

– No os va a resultar vuestro plan. Nadie lo creerá.

– Lo creerán, lo creerán -afirmó Weyrach-. Te asombraría saber lo que cree la gente.

– Biberstein no se dejará engañar. Rodarán vuestras cabezas.

– ¿Con qué me quieres asustar, hijo de monje? -Buko se inclinó sobre Scharley-. ¿Cuando tú mismo no vas a ver el nuevo día? ¿Dices que Biberstein no lo creerá? Puede ser. ¿Que rodará mi cabeza? Como Dios quiera. Mas yo os cortaré el gaznate a vosotros. Aunque no sea más que por el gaudium, como dice el hideputa de Sagar. A ti, Hagenau, precisamente por ello te apiolaré, aunque no sea más que para enojar a Sagar, puesto que eres también hechicero, su confráter. Y en lo que a ti respecta, Scharley, esto será justicia. Histórica. Por Wroclaw, por el año dieciocho. Si otros caudillos de la revuelta dejaron su cabeza en la plaza mayor de Wroclaw, tú la dejarás en Bodak. Bastardo.

– Es la segunda vez que me llamas bastardo, Buko.

– Y hasta una tercera. ¡Bastardo! ¿Y qué me vas a hacer?

Scharley no tuvo tiempo de responder. Las puertas se abrieron con un estampido y apareció Hubertillo. Más concretamente, apareció Sansón Mieles. Abriendo las puertas a base de Hubertillo.

Entre el absoluto silencio, en el que se podía escuchar la llamada de un buho que volaba alrededor de la torre, Sansón alzó al armiguer que llevaba agarrado por el cuello y los pantalones. Y lo lanzó a los pies de Buko. Hubertillo gimió dolorosamente al contacto con el suelo.

– Esta persona -dijo Sansón en el absoluto silencio- ha intentado estrangularme con un látigo en el establo. Afirma que a órdenes vuestras, señor Von Krossig. ¿Queréis aclarármelo?

Buko no quería.

– ¡Matadlo! -gritó-. ¡Matad al hideputa! ¡Matad!

Scharley, con un movimiento de serpiente, se liberó del abrazo de Wittram, con el codo lo golpeó a Du Tresckow en el cuello. Tassilo tosió y soltó a Reynevan, quien, por su parte, con precisión de médico, le asestó un puñetazo a Rymbaba en el costado magullado, justo en la herida. Paszko aulló y se dobló en dos. Scharley se acercó a Buko y lo pateó con fuerza en la pierna. Buko cayó de rodillas. Reynevan no vio el resto, porque Tassilo du Tresckow lo golpeó con tanta fuerza en la nuca que cayó sobre la mesa. Sin embargo, se lo pudo imaginar al escuchar el eco de un golpe, el chasquido de una nariz rota y un grito de rabia.

– Nunca más -se escuchó con claridad la voz del demérito- me llames bastardo, Krossig.

Tresckow forcejeaba con Scharley, Reynevan quiso ir en su socorro pero no lo consiguió: Rymbaba, retorcido de dolor, lo agarró por detrás y lo derribó. Weyrach y Kuno Wittram se lanzaron sobre Sansón, el gigante agarró una banqueta, golpeó a Weyrach en el pecho, golpeó a Kuno, los derribó a ambos, y amenazó con la banqueta a su alrededor. Al ver que Reynevan se retorcía y forcejeaba en el abrazo de oso de Rymbaba, se acercó, golpeó a Rymbaba en la oreja con la mano abierta. Paszko se arrastró de costado a todo lo largo de la sala y se estrelló de cabeza contra la chimenea. Reynevan arrancó de la mesa una jarra de cinc y golpeó con un tintineo a Notker Weyrach, que estaba intentando levantarse.

– ¡La muchacha, Reynevan! -gritó Scharley-. ¡Corre!

Buko von Krossig se levantó del suelo, gritando y sangrando abundantemente por su deformada nariz. Arrancó una corcesca de la pared y se la intentó clavar a Scharley, el demérito la esquivó con agilidad, el proyectil le rozó el hombro. Y acertó a Woldan de Osin, quien acababa en aquel momento de despertarse y se levantaba de la mesa completamente desorientado. Woldan voló hacia atrás, golpeó con la espalda el gobelino flamenco, se resbaló en él, quedó sentado, la cabeza le cayó sobre el asta de la lanza.

Buko gritó aún más fuerte y saltó hacia Scharley con las manos desnudas, los dedos abiertos como las garras de un gavilán. Scharley lo detuvo con una mano extendida, con la otra lo golpeó en la nariz rota. Buko chilló y cayó de rodillas.

Sobre Scharley se lanzó Du Tresckow, sobre Tresckow Kuno Wittram, sobre Wittram Sansón, sobre ambos Weyrach, sobre ellos, chorreando sangre, Buko, sobre ellos Hubertillo. Todos forcejearon en el suelo, formando algo como Laocoonte con su familia más cercana. Reynevan ya no vio aquello. Corría con todas sus fuerzas por las empinadas escaleras de la torre.


La encontró junto a unas escaleras de escasa altura, en un lugar iluminado por una antorcha colocada en un sostén de hierro. No parecía sorprendida en absoluto. Era como si lo hubiera estado esperando.

– Nicoletta…

– Alcasín…

– Vengo…

No le dio tiempo a decir a qué venía. Un fuerte golpe lo derribó a tierra. Se apoyó en los codos. Recibió otro golpe, se derrumbó.

– Yo con buenos ojos te miraba -jadeó Rymbaba, de pie sobre él, con las piernas abiertas-. Yo con buenos ojos, ¿y tú me arreas en el lado? ¿En el lado doliente? ¡Culebra!

– ¡Eh, tú! ¡Grandullón!

Paszko se giró. Y adoptó una amplia y alegre sonrisa al ver a Catalina Biberstein, doncella que le había caído en gusto, con la cual, como pensaba, estaba ya prometido y con la que se veía ya en sus sueños retozando en el lecho matrimonial. Pero, como resultó, había soñado un poco demasiado.

Su fallida prometida le disparó un rápido puñetazo en el ojo. Paszko se llevó las manos a la cara. La muchacha, para mayor libertad de movimientos, se alzó el cotehardie y le dio una potente patada en la entrepierna. El fallido prometido se dobló, expulsó el aire con un silbido y luego aulló locamente y cayó de rodillas, aferrándose sus tesoros masculinos con las dos manos. Nicoletta se alzó la falda otra vez, mostrando sus agraciados muslos, tomando algo de impulso le dio una patada en un lado de la cabeza, se giró y le dio una patada en el pecho. Paszko Pakoslawic Rymbaba cayó por las empinadas escaleras y rodó por ellas con la cabeza por delante.

Reynevan se puso de rodillas. Ella estaba de pie, tranquila, ni siquiera respiraba con fuerza, apenas una ondulación de los pechos, sólo sus ojos, ardientes como los de una pantera, traicionaban su excitación. Fingía, pensó él, sólo fingía estar temerosa y asustada. Los engañó a todos, a mí también.

– ¿Y ahora qué, Alcasín?

– Hacia arriba. Deprisa, Nicoletta.

Corrió ella, saltando por las escaleras como una cabritilla, él apenas podía seguirla. Habrá que someter a una profunda revisión la idea de la debilidad del género femenino pensó, al tiempo que jadeaba.


Paszko Rymbaba rodó hasta la misma base de las escaleras, cayó con ímpetu en la sala, hasta el centro, casi debajo de la mesa. Yació durante un momento, tomando aire por la boca como una carpa fuera del agua, luego gimió, jadeó, meneó la cabeza, apretándose los genitales. Luego se sentó.

En la sala no había nadie, si no contamos el cadáver de Woldan con la corcesca clavada en el pecho. Y Hubertillo, que tenía el rostro retorcido de dolor y sujetaba una mano, evidentemente rota, contra la barriga. El armiguer encontró la mirada de Rymbaba y señaló con la cabeza a la puerta que salía al patio. Innecesariamente, Paszko ya había escuchado antes el ruido que llegaba de allí, los gritos, los rítmicos chasquidos.

A la sala entraron una asustada moza y un paje, casi como en la canción, servus cum ancilla. Huyeron en cuanto les lanzó una mirada. Paszko se levantó, blasfemó obscenamente, arrancó de la pared una enorme hacha de armas de ennegrecida cabeza y asta llena de agujeros de la carcoma. Durante un momento luchó en su interior. Aunque ardía de ganas de vengarse de la maldita Biberstein, su razón le decía que debía ayudar a la comitiva.

La Biberstein, pensó, no escapará a la venganza, no hay salida de la torre. De momento, pensó, sintiendo cómo le latían los huevos, le mostraré tan sólo un altivo desprecio. Primero me las pagarán los otros.

– ¡Esperad, hijos de una puta! -gritó cojeando en dirección al patio y los ruidos de lucha-. ¡Ya sus daré yo!


Las puertas de la torre temblaron ante el golpe atronador. Scharley maldijo.

– ¡Apresúrate! -gritó-. ¡Sansón!

Sansón Mieles sacó del establo dos caballos aderezados. Al criado que salió del pajar le lanzó un berrido amenazador. El criado desapareció a toda prisa.

– Esas puertas no aguantarán mucho. -Scharley corrió por las escaleras de piedra, tomó las riendas de manos del otro-. ¡A la salida, presto!

Sansón también vio cómo en las puertas que habían conseguido poner de por medio entre ellos y Buko y sus camaradas había estallado una nueva tabla. Se oía el sonido de metal contra piedra y metal, estaba claro que los rabiosos raubritter intentaban romper las bisagras. Ciertamente, no había tiempo que perder. Sansón miró a su alrededor. La puerta estaba cerrada por una viga, asegurada por una masiva cerradura. El gigante se plantó en tres pasos junto a una pila de leña, arrancó una gran hacha de leñador de un tocón y con otros tres pasos estaba junto a la puerta. Inspiró, alzó el hacha y con muchísima fuerza la lanzó contra la cerradura.

– ¡Con más fuerza! -gritó Scharley, mirando a la otra puerta, que estaba ya quebrándose-. ¡Dale con más fuerza!

Sansón le dio con más fuerza. Tanto que la puerta entera tembló y hasta el puesto de guardia que había encima. La cerradura, producida con toda seguridad en Nüremberg, no cedía, mas los ganchos que sujetaban la tabla se salieron del muro casi hasta la mitad.

– ¡Otra vez! ¡Dale!

Bajo el siguiente golpe la cerradura nürembergiana se quebró, los ganchos se salieron del todo y la viga cayó con un estruendo.


– Bajo las axilas. -Reynevan, habiendo tomado en los dedos un poco de ungüento de la olla de barro, se quitó la camisa y demostró cómo había que aplicarlo-. Úntalo bajo las axilas. Y en el cuello, oh, así. Más, más… Extiéndelo bien… Deprisa, Nicoletta. No tenemos mucho tiempo.

La muchacha lo miró durante un instante y en su mirada la incredulidad luchaba contra la admiración. No dijo sin embargo ni una palabra, tomó el ungüento. Reynevan arrastró hasta el centro de la habitación un banco de roble. Abrió la ventana de par en par, un frío viento entró en el laboratorio del nigromante. Nicoletta tembló.

– No te acerques a la ventana -la detuvo-. Mejor… no mirar hacia abajo.

– Alcasín. -Lo miró-. Entiendo que estamos luchando por nuestras vidas. ¿Pero estás seguro de que sabes lo que haces?

– Siéntate a caballo sobre la banqueta, por favor. De verdad que no tenemos tiempo. Siéntate detrás de mí.

– Prefiero delante de ti. Abrázame, abrázame fuerte. Más fuerte…

Su cuerpo era cálido. Olía a menta y ácoro, ni siquiera el curioso olor de la mezcla de Huon era capaz de matar aquel perfume.

– ¿Lista?

– Lista. ¿No me vas a soltar? ¿No vas a dejar que caiga?

– Antes moriría.

– No mueras. -Ella suspiró, volvió la cabeza, a causa de lo cual sus labios se tocaron un instante-. No mueras, por favor. Vive. Lanza el conjuro.


Weh, weh, Windchen

Zum Fenster hinaus

In omnem ventun!

¡Vuela por la ventana

Sin rozar con nada!


La banqueta saltó y se retorció bajo ellos como un caballo mal domado. Pese a toda su valentía, Nicoletta no consiguió contener un grito de miedo, cierto que tampoco Reynevan lo consiguió. La banqueta se elevó una braza, giró como un abejorro enfurecido, el laboratorio de Huon desapareció ante sus ojos. Nicoletta apretó los dedos sobre las manos de Reynevan, chilló, aunque él hubiera jurado que más de placer que de miedo.

Mientras tanto la banqueta se dirigió directamente a través de la ventana, a la fría y oscura noche. Y de inmediato cayó en vertical hacia abajo.

– ¡Agárrate! -gritó Reynevan. El impulso del viento le devolvía las palabras a la garganta-. ¡Agárraaateee!

– ¡Agárrate tú! ¡Oh, Jesús!

– ¡Aaaaaaa-aaaaaaaah!


La cerradura nürembergiana cedió, la viga cayó con un estruendo. En ese mismo momento volaron las puertas de la torre, en las escaleras de piedra aparecieron los caballeros de rapiña, todos armados y todos rabiosos, tan ciegos en su ansia de sangre que Buko von Krossig, el primero que apareció, tropezó en las empinadas escaleras, yendo a caer directamente en un montón de estiércol. Los otros se lanzaron sobre Scharley y Sansón. Sansón barritó como un toro, y dispersó a los agresores agitando el hacha como un loco. Scharley, gritando también, se hizo espacio a su alrededor enarbolando una alabarda que encontró junto a la puerta. Pero la ventaja -así como la experiencia en la lucha- estaba de parte de los caballeros de rapiña. Retrocediendo ante los malignos pinchazos y los traicioneros tajos de espada, Sansón y Scharley retrocedieron.

Hasta el momento en que sintieron a la espalda la dura resistencia de una pared.


Y entonces llegó Reynevan volando.


Al ver cómo crecían a ojos vista las losas del patio, Reynevan gritó, gritaba también Nicoletta. Sus gritos, modulados por el atosigante viento hasta convertirse en verdaderos aullidos de condenados en el infierno, obtuvieron mejores resultados que su propia aparición. Excepto Kuno Wittram, el cual por casualidad miró hacia arriba, ninguno de los caballeros de rapiña vio a quienes montaban la banqueta voladora. Pero el griterío consiguió unos demoledores efectos psicológicos. Weyrach cayó a cuatro patas, Rymbaba blasfemó, gritó y se derrumbó, junto a él rodó Tassilo de Tresckow, inconsciente, la única víctima del ataque aéreo: la banqueta que caía en picado sobre el patio lo había golpeado en la sien. Kuno Wittram se persignó y se arrastró bajo un carro de paja. Buko von Krossig se encogió cuando el borde del cotekardie de Nicoletta lo golpeó en la oreja. Entonces, la banqueta se lanzó con fuerza hacia arriba ante los todavía mayores gritos de los pilotos. Notker von Weyrach miró a los voladores con la boca abierta, tuvo suerte, percibió con el rabillo del ojo a Scharley, en el último segundo evitó que le clavara la alabarda. Aferró el asta, comenzaron a forcejear.

Sansón tiró su hacha, atrapó a uno de los caballos por las bridas, quiso coger al otro. Buko saltó hacia él y atacó con su puñal. Sansón lo evitó, pero no lo suficientemente rápido. La hoja le cortó la manga. Y el brazo. Buko no consiguió pinchar de nuevo. Recibió un golpe en la boca y se tambaleó hasta la puerta.

Sansón Mieles se masajeó el brazo, miró su brazo ensangrentado.

– Ahora -dijo lento y en voz alta-. Ahora me he enfadado de verdad.

Se acercó a Scharley y Weyrach, que todavía estaban forcejeando con el asta de la alabarda. Y le asestó a Weyrach un golpe con tanta fuerza que el viejo raubritter dio una impresionante voltereta. Paszko Rymbaba alzó su hacha de armas para cortar, Sansón se dio la vuelta, lo miró. Paszko retrocedió dos pasos rápidamente.

Scharley atrapó al caballo, Sansón mientras tanto tomó de un soporte junto a la puerta un escudo de hierro redondo.

– ¡A ellos! -gritó Buko, tomando la espada que había dejado caer Wittram-. ¡Weyrach! ¡Kuno! ¡Paszko! ¡A ellos! ¡Oh, Cristo…!

Vio lo que estaba haciendo Sansón. Sansón tomó el escudo como si fuera un discóbolo y como un discóbolo giraba y giraba. El escudo salió disparado de su mano como de una balista, fallando por poco a Weyrach, voló con un silbido por todo el patio, se estrelló contra una ménsula de la pared, destrozándola por completo. Weyrach tragó saliva, Sansón sacó del soporte otro escudo.

– Cristo… -jadeó Buko, viendo que el gigante comenzaba a girar otra vez-. ¡Cubrios!

– ¡Por las tetas de Santa Ágata! -gritó Kuno Wittram-. ¡Sálvese el que pueda!

Los caballeros de rapiña salieron huyendo, cada uno en una dirección diferente, no se podía prever a quién le iba a lanzar Sansón. Rymbaba desapareció en el establo, Weyrach se sumergió detrás del montón de leña, Kuno Wittram se arrastró de nuevo bajo el carro, Tassilo du Tresckow, quien acababa de recuperar precisamente el conocimiento, se volvió a aplastar contra el suelo. Buko von Krossig arrancó a la carrera un largo escudo pasado de moda que tenía un maniquí de entrenamiento, se cubrió la espalda en la huida.

Sansón terminó su giro en un pie, en una pose clásica, digna del cincel de un Mirón o de un Fidias. El escudo voló silbando hasta llegar a su objetivo, golpeando con un potente estampido contra el escudo que Krossig llevaba a la espalda. El ímpetu lanzó al caballero de rapiña a una distancia de lo menos cinco brazas, y hubiera seguido adelante de no ser por la muralla. Durante un instante pareció que había untado a Buko sobre la pared, pero no, al cabo de unos segundos se resbaló por ella hasta el suelo.

Sansón Mieles miró a su alrededor. No había a quién lanzar.

– ¡A mí! -gritó Scharley desde la puerta, ya a caballo-. ¡A mí, Sansón! ¡Al caballo!

El caballo, aunque fuerte, se hundió un tanto bajo el peso. Sansón lo tranquilizó.

Se lanzaron al galope.

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